Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Esa noche…

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Esa noche…

Esa noche, ¡la primera que pasarían juntos!

Esa noche, ¡la primera de la nueva vida de Norma Jeane!

Esa noche viajaron en un Rolls-Royce negro prestado, un modelo de 1950, hacia el mar por encima de Santa Mónica. A esas horas el viento soplaba con fuerza en la ancha playa, que estaba desierta. Había una radiante luna nacarada y jirones de nubes surcaban el cielo. ¡Y ellos cantaban, reían! Hacía demasiado frío para desnudarse y nadar, incluso para caminar entre las olas que rompían en la orilla, pero allí estaban, corriendo por la playa, riendo y gritando como niños enloquecidos, cogidos por la cintura. Qué torpes eran, pero qué encantadores a la vez: tres personas hermosas en la flor de su temeraria juventud, dos muchachos vestidos de negro y una rubia enfundada en un vestido de fiesta rojo: ¿eran tres enamorados? ¿Es posible que tres personas se amen tan desesperadamente como una pareja? Norma Jeane se quitó los zapatos dando un par de puntapiés al aire, corrió hasta destrozarse las medias y aun así siguió corriendo, abrazada a los hombres, tirando de ellos, que querían detenerse para besarse y algo más que besarse, porque estaban excitados como briosos animales jóvenes y Norma Jeane los provocaba, esquivándolos, pues había que ver lo rápido que corría descalza la preciosa rubia, igual que un muchacho, gritando y riendo a carcajadas, rebosante de alegría. Ya no recordaba la fiesta de Bel Air. No recordaba el abandono de su amante, que le había dado la espalda, una espalda erguida e inflexible, y desaparecido de su vida. Había olvidado su breve y devastador juicio: No mereces vivir, ésta es la prueba.

En su estado de exaltación, quizá pensara que estos jóvenes príncipes habían acudido a rescatarla del orfanato, a liberarla de la prisión donde la habían recluido unos despiadados padres adoptivos. Le había costado identificar a los hombres, aunque, naturalmente, los conocía: Cass Chaplin y Eddy G. Robinson Jr., hijos de padres célebres que los despreciaban, príncipes destronados. Eran pobres, pero vestían ropa cara. No tenían casa, pero vivían con lujo. Se rumoreaba que bebían en exceso y que consumían drogas peligrosas, pero quién lo diría al verlos: eran el prototipo perfecto del estadounidense joven y viril. ¡Cass Chaplin y Eddy G. habían ido a buscarla! ¡La querían! A ella, a quien otros hombres despreciaban, usaban y tiraban como si fuera un pañuelo de papel. De acuerdo con la historia que los jóvenes contaban una y otra vez, Norma Jeane llegó a la conclusión de que habían asistido a la fiesta del magnate de Texas con el único propósito de verla a ella.

Lo que no podía saber entonces era que harían posible mi vida. Que, entre muchas otras cosas, me permitirían interpretar a Rose.

Uno de ellos la arrojó sobre la arena fría y húmeda, compacta como si fuera tierra. Ella luchaba, riendo, con el vestido desgarrado y el liguero y las medias de encaje negro torcidos. El viento le alborotaba el pelo y le hacía llorar los ojos, de modo que no veía prácticamente nada. Cass Chaplin comenzó a besarla en la boca, primero con suavidad y luego con creciente pasión, metiéndole la lengua, recuperando el tiempo perdido. Norma Jeane se abrazó a él desesperadamente, rodeándole la cabeza con los brazos, mientras Eddy G. se arrodillaba para bajarle las bragas y por fin las desgarraba. La acarició con sus hábiles dedos, y con su lengua igualmente hábil la besó entre las piernas, frotando, restregando, moviéndose a un ritmo vertiginoso; Norma Jeane enlazó las piernas alrededor de los hombros y la cabeza del joven: comenzaba a balancear las caderas, estaba a punto de correrse, de modo que Eddy, rápido y ágil como si hubiera practicado esa maniobra muchas veces, se puso en cuclillas sobre ella mientras Cass adoptaba la misma postura sobre su cara, y los dos la penetraron: el delgado pene de Cass en la boca y el más grueso de Eddy en la vagina, empujando con rapidez y maestría hasta que la chica se puso a gritar como no había gritado nunca, como si fuera a morirse, abrazando a sus amantes en semejante paroxismo de emoción que más tarde todos reirían de la escena con pesar.

Cass acabó con arañazos, pequeños hematomas y marcas rojas en las nalgas. Eddy, por su parte, parodiando una exhibición de culturismo en la playa, haciendo ostentación de su desnudez, les enseñó los morados de sus nalgas y muslos.

—Es obvio que nos estabas esperando, Norma, ¿verdad?

—Parece que nos deseabas con desesperación, ¿no?

Sí.

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