Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Rose, 1953

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Rose, 1953

1

—Nací para interpretar a Rose. Nací siendo Rose.

2

Fue una etapa de nuevos comienzos. Ahora era Rose Loomis en Niágara, la película de La Productora que más había dado que hablar, y también era Norma, la amante de Cass Chaplin y Eddy G.

¡Ahora todo era posible!

Y Gladys estaba en un hospital privado. Sólo pretendo cumplir con mi obligación. Supongo que no la quiero. ¡Ay, sí, la quiero!

Fue como si un temblor de tierra la despertara de su letargo. Un temblor en la frágil corteza del suelo de California. No se había sentido tan llena de vida desde aquellos felices días en los que era una estrella del equipo de atletismo femenino en el Instituto de Van Nuys, cuando la vitoreaban mientras corría, la elogiaban y la habían premiado con una medalla de plata. Lo único que deseo es saber que me quieren. Que alguien me necesita. Siempre que no estaba con Cass y Eddy G., fantaseaba con ellos; cuando no estaba haciendo el amor con los dos jóvenes, recordaba la última vez que lo habían hecho, aunque hubieran pasado pocas horas y aún sintiera en su cuerpo el calor y el frenesí del placer sexual. Como un tratamiento de choque, una descarga eléctrica en el cerebro.

A veces, los hermosos Cass Chaplin y Eddy G. pasaban por La Productora para visitar a Norma Jeane en el plató. Le llevaban a Rose una rosa roja de tallo largo. Si ella tenía un momento libre y las circunstancias lo permitían, los tres se encerraban en el camerino para pasar un rato juntos. (¿Y qué más daba si las circunstancias no eran ideales?)

Tenía la mirada vidriosa, como si acabaran de follarla. Y el olor que despedía era inconfundible. ¡Así era Rose!

3

Le sobraba energía ahora que V había desaparecido de su vida.

Ahora que también habían desaparecido de su vida las crueles esperanzas vanas.

—Lo único que quiero es saber qué es real. Qué es verdadero. Nunca volverán a mentirme.

No era oportuno pero sí sintomático de la vida en que comenzaba a convertirse su vida —aún más acelerada y absorbente, llena de citas, llamadas telefónicas, entrevistas y reuniones a las que Marilyn Monroe a veces no asistía o llegaba con horas de retraso, agitada y deshaciéndose en disculpas—, no era oportuno, pero una semana antes de empezar a rodar Niágara, Norma Jeane se dejó convencer de que debía mudarse a un apartamento nuevo, más luminoso y grande que el anterior, en un bonito edificio de estilo colonial situado cerca de Beverly Boulevard. El cambio de barrio sería un claro paso al frente. Aunque Norma Jeane no podía permitirse un apartamento más caro (¿adónde iba a parar su sueldo?, a veces debía retrasar varias semanas el pago del hospital de Lakewood) y tuvo que pedir dinero prestado para el depósito y los muebles nuevos, se trasladó debido a la insistencia de sus amantes.

—Marilyn será una estrella —dijo Eddy G.—. Marilyn merece algo mejor que esto.

—¡Este sitio! —exclamó Cass con desdén—. ¿Sabes a qué huele? A un amor pasado y deprimente. A sábanas sucias de semen rancio. Nada apesta tanto como un amor pasado y deprimente.

Cuando él y Eddy G. se quedaban a pasar la noche con ella en el viejo apartamento, los tres acurrucados como cachorrillos en la cama de bronce que Norma Jeane había comprado al Ejército de Salvación, los hombres insistían en dejar las ventanas abiertas para que entrara aire fresco y se negaban a echar las cortinas. Les traía sin cuidado que todo el mundo los mirara. Tanto Cass como Eddy G. habían sido actores de niños, estaban acostumbrados a que los observaran y no les importaba quién lo hiciera. Los dos se jactaban de haber trabajado en películas pornográficas en la adolescencia.

—Sólo por diversión —explicó Cass—, no por dinero.

—Yo no despreciaba el dinero —dijo Eddy G. haciendo un guiño a Norma Jeane—. Nunca lo hago.

Norma Jeane no sabía si debía creer aquellas historias. Los dos jóvenes eran unos embusteros descarados, pero siempre salpicaban sus mentiras con alguna verdad, como quien espolvorea un postre dulce con cianuro: te desafiaban a creer y a desconfiar. (Contaban increíbles anécdotas de sus famosos / infames padres. Como hermanos rivales, competían entre sí para escandalizar a Norma Jeane: ¿quién era más monstruoso, el pequeño Charlot o el bravucón de Hampa dorada?) Sin embargo, los dos hermosos jóvenes se paseaban desnudos por el apartamento de la actriz con el aire inocente e inofensivo de un par de niños malcriados. Cass decía que no lo hacían por negligencia, sino por una cuestión de principios.

—El cuerpo humano está hecho para ser visto, admirado y deseado; no hay motivo para esconderlo como si fuera una antiestética herida infectada.

Eddy G., el más vanidoso de los dos (quizá porque era algo más joven e inmaduro), le corregía:

—Bueno, hay muchos cuerpos que parecen antiestéticas heridas infectadas y deberían esconderse. Pero no el mío; ni el tuyo, Cass, y mucho menos el de Norma, nuestra chica.

Era igual que la Amiga Mágica que tenía Norma Jeane en la infancia. La Amiga Mágica del Espejo, que era mucho más hermosa cuando estaba desnuda.

Una noche les habló a Cass y a Eddy de su Amiga Mágica. Eddy G. rió y dijo:

—¡Yo hacía lo mismo! Incluso ponía un espejo delante cuando me sentaba en la taza del váter. Cuando hacía cualquier cosa ante el espejo, me parecía oír aplausos.

—En mi casa —comentó Cass—, que estaba bajo un malvado encantamiento, la única magia era Chaplin, mi padre. Los grandes hombres atraen la magia y la absorben como si fuera un rayo invertido. No dejan nada para los demás.

El nuevo apartamento de Norma Jeane estaba en la octava y última planta del edificio, donde era difícil que los observaran. Sin embargo, cuando pasaba la noche con Cass y Eddy en casa de alguno de sus amigos, ¿cómo sabían si los observaban desde fuera?

La joven sólo se sentía segura cuando la casa estaba rodeada de árboles o protegida por una valla alta. Sus amantes se burlaban de ella, llamándola mojigata.

—Nada más y nada menos que Miss Sueños Dorados.

—Tengo miedo de que nos hagan fotos —protestaba la chica—. No me importaría que se limitaran a mirarnos.

Los ojos y los oídos del mundo. Algún día, ése será tu único refugio, pero todavía no.

4

Aproximadamente en esta época, Norma Jeane se compró un coche nuevo: un descapotable Cadillac de 1951 color verde lima, con una gran calandra de cromo y elegantes alerones. Neumáticos de banda blanca, una antena de radio de un metro ochenta de longitud y asientos tapizados en auténtica piel de caballo. Lo consiguió a través de un amigo de un amigo de Eddy G. y le costó setecientos dólares, una verdadera ganga. Sin embargo, Norma Jeane veía este vehículo, que aparcado en la calle parecía una imagen escapada de una pesadilla —una bebida tropical convertida en vidrio y metal—, con los ojos fríos y críticos de Warren Pirig:

—¿Por qué es tan barato?

—Porque mi amigo Beau hace tiempo que admira a Marilyn Monroe. Dice que tuvo una erección al verte en La jungla de asfalto, pero que te conoció como Miss Productos de Papelería o algo por el estilo. ¿Eras tú la preciosa rubia que, según dice, iba vestida con un traje de baño de papel y tacones altos y a la que se le incendió el traje de baño? ¿Te acuerdas?

Norma Jeane rió, pero insistió con sus preguntas. (¡A veces era tan terca y palurda! Como un personaje de Las uvas de la ira.)

—¿Dónde está tu amigo Beau? ¿Por qué no me lo presentas?

Eddy G. se encogió de hombros y dijo con aire evasivo pero encantador:

—¿Quieres saber dónde está Beau ahora mismo? En algún lugar donde no sienta la vergüenza pública de no tener coche. Digamos que está donde se siente más cómodo.

Norma Jeane tenía más preguntas, pero Eddy G. le tapó la boca cubriéndola firmemente con la suya. Estaban solos en el apartamento nuevo, casi vacío de muebles. Rara vez se quedaba a solas con uno de sus amantes. Se le antojaba extraño ver a Eddy G. sin Cass o a Cass sin Eddy G. En momentos semejantes, la ausencia del otro era tan palpable como una presencia, o incluso más, porque parecían esperar con inquietud que el tercero entrara en la habitación. Era como oír unos pasos en la escalera que no acababan de llegar arriba. Como oír el suave campanilleo que a veces precede a los timbrazos del teléfono, pero en este caso el aparato no sonaba. Eddy G. rodeó el talle de Norma Jeane con sus brazos y la estrechó con tanta fuerza que casi le impedía respirar. Su sinuosa lengua penetró en la boca de Norma Jeane, silenciando sus protestas.

No estaba bien que hicieran el amor en ausencia de Cass, ¿no? ¿Cómo podían tocarse, siquiera, cuando Cass no estaba con ellos?

Eddy G. parecía enfadado. ¡Semejante personaje, enfadado! Eddy G., que había saboteado su propia carrera de actor al reírse del guión en las audiciones, llegar tarde o bebido al rodaje (o tarde y bebido a la vez) o directamente no presentarse, el mismo Eddy G. que ahora se lanzaba sobre Norma Jeane como un ángel vengador. Con sus ojos castaño oscuro, su brillante cabello moreno y una palidez que a la chica le parecía hermosa. La arrojó hábilmente al suelo, indiferente a la dureza de ese suelo de madera, pues había una urgencia canina en su necesidad de copular y de hacerlo de inmediato; le abrió las piernas y la penetró, y Norma Jeane sintió una punzada de vergüenza, de arrepentimiento, de culpa porque a quien quería en realidad era a Cass Chaplin, con él deseaba casarse, él estaba destinado a ser el padre de su hijo. También amaba a Eddy G., naturalmente, al joven que medía un metro noventa y sin embargo no era desgarbado sino robusto como su famoso padre, con músculos prietos, una adorable cara infantil, pálida y casi bonita, y unos enfurruñados labios carnosos creados para chupar. Sin saber lo que hacía, Norma Jeane se agarró a Eddy G. con los brazos, las piernas y los irritados muslos. Irritados de tanto hacer el amor. Hambrienta de afecto y sexo. Fue como si un globo cálido y delicioso empezara a expandirse en su interior —una sensación que la sorprendió porque siempre se sentía tensa, habitada por un caos de pensamientos fallidos, de pensamientos imposibles de expresar—, allí, en el fondo de su vientre, en esos lugares secretos para los cuales las palabras disponibles, como «vagina», «matriz», «útero», eran inadecuadas, mientras que otros términos, como «coño», sólo tenían un sentido caricaturesco, acuñado por el enemigo. El globo se hinchó y se hinchó. La columna de Norma Jeane era un arco que se tensaba más y más. Se removía sobre el duro suelo de madera, girando la cabeza a un lado y al otro, con los ojos ciegos.

Esto es lo que le gusta a Rose. A Rose le encanta follar y que la follen, siempre que el hombre sepa cómo hacerlo.

Norma Jeane gritó y poco faltó para que le arrancara un trozo del labio inferior a Eddy G., pero éste percibió la tensión en los músculos femeninos, y sabiendo que ella estaba a punto de correrse y lo fuertes que eran sus orgasmos, levantó astutamente la cabeza para eludir los dientes de la apasionada joven.

No tenía un buen polvo. Creo que nunca sabía qué hacer. Ni siquiera sabía mamarla: se la metías en la boca y todo iba bien porque esa boca era una delicia, pero de hecho te lo montabas solo, como si te hicieras una paja. Es extraño, habida cuenta de quién era ella o en quién se convertiría: ¡el mayor símbolo sexual del siglo XX! En aquellos años se rumoreaba que se limitaba a tenderse y dejarse follar como si fuera un cadáver con las manos cruzadas sobre el pecho. Pero con Cass y conmigo era todo lo contrario; se excitaba tanto, se volvía tan loca, que perdía el ritmo. Nos contó que nunca se había masturbado de pequeña (¡tuvimos que enseñarle!), lo que explicaba en parte su conducta; tenía un cuerpo maravilloso y lo admiraba ante el espejo, pero no lo sentía como algo suyo ni sabía qué puñetas hacer con él. ¡Tenía gracia! Los orgasmos de Norma Jeane eran como una estampida. Como un montón de personas que gritan y empujan, tratando de salir por la puerta todas a la vez.

Una hora después, cuando los pasos de Cass los despertaron de un profundo sopor, Norma Jeane había olvidado por completo lo que quería preguntarle a Eddy G. sobre el Cadillac verde lima, lo que antes le había parecido tan crucial.

Cass los miró, esbozó una sonrisa y suspiró.

—¡Qué imagen tan serena! Parecéis una versión de la escultura de Laocoonte donde las serpientes han follado con los niños en lugar de intentar asfixiarlos. Como si después todos se hubieran quedado dormidos abrazados. Y como si hubieran alcanzado la inmortalidad de esa manera.

En el asiento trasero de su coche nuevo, debajo de la funda de piel de caballo, Norma Jeane encontró unas pequeñas manchas oscuras semejantes a pegajosas gotas de lluvia. ¿Era sangre? Y bajo la sucia alfombra de plástico del vehículo descubrió un sobre marrón que contenía unos cien gramos de un fino polvo blanco. ¿Opio?

Probó unos granos con la lengua. No sabía a nada.

Cuando le enseñó el paquete a Eddy G., éste se lo quitó de las manos, hizo un guiño y dijo:

—Gracias, Norma. Que quede entre nosotros.

5

—Creo que Rose tuvo un hijo, y el niño murió.

Estaba empecinada en su idea, pero sonreía. De manera inconsciente (¿o consciente?) se acariciaba los pechos mientras hablaba. A veces incluso se daba suaves palmadas, con expresión abstraída, como si esas caricias circulares y onanistas fueran inherentes al acto de pensar; la mano sobre el vientre, la entrepierna marcada por las ceñidas prendas.

Como si se masturbara delante de ti. Igual que una niña o un animal.

En los platós donde filmaban Niágara y en el resto de Hollywood circulaban dos teorías enfrentadas. La primera era que la protagonista Marilyn Monroe no sabía actuar ni necesitaba hacerlo, ya que para hacer el papel de la zorra de Rose Loomis no tenía más que interpretarse a sí misma, razón por la cual los jefes la habían contratado (era del dominio público que todos los directivos, desde el señor Z hasta el último jefecillo del escalafón, despreciaban a Marilyn Monroe y le atribuían tanto mérito como a una prostituta o una actriz porno); la segunda teoría, promovida por los directores y algunos de los actores que habían trabajado con ella, era más radical: Marilyn Monroe era una actriz nata, tenía un talento natural —con independencia de cómo se definiera el término «talento»— y había descubierto lo que significaba «actuar» igual que una mujer que ante el peligro de ahogarse, sacude las manos y los pies y aprende a nadar empujada por la desesperación. ¡Nadar era una habilidad «espontánea» para ella!

En su profesión, el actor usa la cara, la voz y el cuerpo. No tiene otras herramientas. Su instrumento es su propia persona.

Durante la primera semana de rodaje, el director, H, empezó a llamar a Norma Jeane Rose, como si hubiera olvidado su nombre profesional. Ella no se ofendió. Tanto H como el protagonista masculino, Joseph Cotten —un caballero inseguro en su papel, un actor de la generación de V que se parecía a éste en muchos sentidos—, se comportaban como si estuvieran enamorados de Rose, o al menos tan fascinados por ella que eran incapaces de mirar a otra parte. ¿O acaso ella y su cuerpo ostensiblemente femenino les inspiraban repugnancia?, ¿no podían quitarle la vista de encima porque la temían y la odiaban? El actor que interpretaba el papel de amante de Rose, y que debía besarla en largas escenas amorosas, se excitaba tanto que hacía reír a Norma Jeane; si ella no hubiera sido propiedad de los Dióscuros (como se hacían llamar jocosamente Cass y Eddy G.), lo habría invitado a su casa. O a hacer el amor en el camerino, ¿por qué no? Resultaba exasperante la manera en que Rose absorbía la mayor parte de la luz de una toma, por muy escrupulosamente que iluminaran la escena. Era irritante la forma en que, sin esfuerzo aparente, absorbía la vida de una escena, por mucho que los demás actores trataran de imponer su personalidad. En la proyección de las tomas del día, ellos parecían caricaturas bidimensionales, mientras que Rose Loomis era una persona de carne y hueso. Su piel pálida y luminosa se adivinaba caliente, sus misteriosos ojos tenían la translúcida tonalidad azul de un agitado mar invernal salpicado de escarcha, sus movimientos eran lánguidos como los de una sonámbula. Cuando empezaba a acariciarse los pechos ante la cámara, el trastornado H era incapaz de cortar la toma, aunque sabía que esas escenas no pasarían por el filtro de la censura y tendría que eliminarlas. En una escena crucial, mientras se reía de su desesperado marido y se burlaba de su impotencia insinuando que se acostaría con el primer hombre que se cruzara en su camino, Rose se rozó la entrepierna con la palma de la mano en un ademán inconfundible.

¿Por qué? Era obvio. Si él no podía darle lo que ella necesitaba, se lo proporcionaría a sí misma.

Pero eso era extraño. Se comentaba, se repetía insistentemente, que era extraño. Porque menos de un año antes, durante el rodaje de Niebla en el alma, la actriz rubia Marilyn Monroe tenía fama de ser una mojigata, una joven ansiosa y extremadamente tímida que evitaba cualquier contacto físico o visual; se escondía en su camerino hasta que la llamaban e incluso entonces se resistía a salir, y cuando por fin lo hacía, sus ojos estaban llenos de pánico, como si se convirtiera en su personaje en lugar de «interpretarlo». Sin embargo, en los exteriores donde se rodaba Niágara, visitados una y otra vez por periodistas y otras personas, la misma joven actriz rubia no parecía más tímida que un babuino. Habría salido desnuda de su escena en la ducha si la asistente de vestuario no la hubiera interceptado con un albornoz; habría arrojado al suelo la toalla con la que se envolvía después de la ducha si la misma asistente de vestuario no la hubiera interceptado con el mismo albornoz. Por voluntad propia, salía desnuda en escenas de cama en las que otras actrices, incluidas las esculturales Rita Hayworth o Susan Hayward, habrían llevado ropa interior de color carne, prendas que pasaban inadvertidas bajo las sábanas blancas. Fue una decisión espontánea de Marilyn la de separar las rodillas y abrir las piernas bajo la sábana, un movimiento vulgar, sugerente y cualquier cosa menos «femenino». ¡He aquí una mujer que sugiere que no será pasiva ni sumisa en la cama! Durante el rodaje, la sábana caía a menudo, dejando al descubierto un pezón o la totalidad de un pecho nacarado. Entonces H no tenía más alternativa que cortar la escena, por muy fascinado que estuviera.

—¡Rose! Esta toma no pasará la censura.

H era el padre vigilante y asumía su responsabilidad moral. Rose era la hija díscola y desvergonzada.

Esa maldita mujer. Era tan hermosa que no podías quitarle los ojos de encima. Cuando Cotten por fin la estrangula, algunos prorrumpimos en aplausos espontáneos.

Una parte de Niágara se filmó en los platós que La Productora tenía en Hollywood; otra, en las cataratas del Niágara, en el estado de Nueva York. Fue precisamente en los exteriores donde Rose Loomis se convirtió en un personaje aún más convincente e imprevisible. La actriz exigía un texto más contundente. Se quejaba de que sus frases estaban llenas de clichés. Rogó que le permitieran escribir sus propios parlamentos, y ante la negativa del director, insistió en interpretar ciertas partes de las escenas con mímica, sin hablar. Norma Jeane pensaba que Rose Loomis era un papel mediocremente descrito y poco verosímil, una vulgar imitación de la seductora camarera asesina que había interpretado Lana Turner en El cartero siempre llama dos veces. Creía que los directivos de La Productora la habían contratado sólo para humillarla. Pero los muy cabrones se enterarían de lo que era capaz.

Insistía en que repitieran cada toma media docena de veces, o una docena.

—Hasta que salga perfecta.

Las imperfecciones la horrorizaban.

Un día, mientras se preparaban para filmar la larga y provocativa escena en la que Rose Loomis se aleja de la cámara —a paso vivo pero seductor—, Norma Jeane se volvió inesperadamente hacia H y su ayudante y dijo con total naturalidad, usando su voz, no la del personaje:

—Anoche caí en la cuenta. Creo que Rose tuvo un hijo, y el niño murió. No me había percatado antes, pero por eso interpreto a Rose de esta manera. Ella tiene que ser algo más de lo que dice el guión; es una mujer que guarda un secreto. Recuerdo cómo sucedió.

—¿Qué? —preguntó H con incredulidad—. ¿Cómo sucedió qué?

Estaba perplejo; hacía semanas que se sentía desconcertado ante Rose Loomis. O ante Marilyn Monroe. ¡O ante quienquiera que fuera esa mujer! No sabía si debía tomarla en serio o reírse de ella.

—Tuvo un niño —prosiguió la joven como si no la hubieran interrumpido—, lo metió en un cajón de una cómoda y el niño se asfixió. No fue aquí, desde luego. No estaban en la habitación de un motel, sino en algún lugar del oeste, donde vivía antes de casarse. Ella se encontraba en la cama con un hombre y no oyó llorar al bebé en el cajón. Cuando terminaron, ni siquiera se dieron cuenta de que el niño había muerto —tenía los ojos entornados, como si mirara más allá de las deslumbrantes luces del plató, tratando de penetrar en las sombras del pasado—. Más tarde, Rose sacó al bebé del cajón, lo envolvió en una toalla y lo enterró en un lugar secreto. Jamás la descubrieron.

H rió, incómodo.

—¿Cómo demonios lo sabes?

Hubiera querido llamarla «rubia estúpida». Era la forma más rápida de descalificarla. ¿Tenía miedo de que desafiara su autoridad de director, así como Rose Loomis desafiaba la autoridad y la virilidad de su marido?

—¡Lo sé! —respondió Norma Jeane, sorprendida de que H dudara de su palabra—. Yo conocí a Rose.

6

¡Una mujer gigante! Y esa mujer era ella. En las cataratas del Niágara, empezó a soñar como nunca había soñado en California. Eran fantasías diurnas, vívidas como escenas cinematográficas. Una giganta, una risueña mujer con el pelo amarillo. No era Norma Jeane, ni Marilyn, ni Rose.

—Pero soy yo. Estoy en su interior.

En lugar de un vergonzoso corte sangrante, entre las piernas tenía una protuberancia, un órgano sexual grande e hinchado. Ese órgano palpitaba de avidez y deseo. A veces Norma Jeane se limitaba a rozarlo con la mano, o a soñar que lo rozaba con la mano, e instantáneamente, como una cerilla que se enciende, tenía un orgasmo y despertaba gimiendo.

7

La muy zorra. Rose hostiga a su marido porque él no es bueno con ella, no es un hombre.

Quiere que muera, que desaparezca, porque una mujer necesita un hombre y él no lo es. Si no se comporta como un marido, ella tiene derecho a deshacerse de él. En la película, el plan consiste en que el amante de Rose lo empuje al río Niágara para que caiga por las cataratas. Es una verdad desagradable para el año 1953: aunque una mujer sea la esposa de un hombre, no le pertenece. Una mujer puede estar casada con un hombre al que no ama y le corresponde a ella decidir con quién quiere acostarse. Es dueña de su vida, incluso para desperdiciarla.

Yo quería a Rose. Tal vez fuera la única mujer que la quería, pero lo dudo, pues la película fue todo un éxito y la gente hacía largas colas para verla, como en la matiné infantil de los sábados. Rose era tan bonita y sexy que el público quería que se saliera con la suya. Quizá todas las mujeres deberían salirse con la suya. Estamos hartas de ser tolerantes y comprensivas. Estamos hartas de perdonar. ¡Estamos hartas de ser buenas!

8

—Podía llegar en cualquier momento, como un mensaje. Tanto si lo entendía como si no.

Ésa era la esperanza que Norma Jeane había depositado en los libros.

Abría un libro al azar, lo hojeaba y comenzaba a leerlo buscando una señal, una verdad que cambiara su vida.

Llenó una maleta de libros para llevársela al lugar del rodaje.

Les había suplicado a Cass Chaplin y a Eddy G. que la acompañaran, y cuando ellos declinaron la invitación, les arrancó la promesa de que irían a verla, aunque sabía que no lo harían, pues los dos estaban demasiado apegados a Hollywood.

—Llámanos, Norma. Mantente en contacto. Promételo.

A veces el rodaje de Niágara marchaba bien y otras veces no; en el segundo caso, la culpable era siempre Rose Loomis, o al menos eso creían los demás.

Era una obsesivo-compulsiva. Nunca se contentaba con una sola toma. Su secreto era el miedo al fracaso.

Esas noches, Norma Jeane se negaba a cenar con el resto del equipo. Estaba harta de ellos, que a su vez estaban hartos de ella. También estaba cansada de Rose Loomis. Tomaba un largo baño y se acostaba desnuda en la cama de matrimonio de su suite en el motel Starlite. Nunca veía la televisión ni escuchaba la radio. Aún no había terminado de leer el inconexo y desquiciado diario de Nijinsky, cuyas frases oníricas y esotéricas le inspiraban poemas.

Quiero decirte que te amo amo amo

quiero decirte que te amo a ti a ti a ti

quiero decirte que te amo amo.

Yo amo pero tú no. Tú no amas amas.

Yo soy la vida, pero tú eres la muerte.

Yo soy la muerte, pero tú no eres la vida.

Norma Jeane escribía con frenesí. ¿Qué significaban esos versos? No habría podido asegurar si se refería a Cass Chaplin y a Eddy G. o a Gladys, o a su padre ausente. Ahora que por primera vez en su vida estaba lejos de California, veía las cosas con claridad y dolor. Necesito que me quieras. No puedo soportar el hecho de que no me quieras.

Se le retrasó la regla y durante dos o tres días se convenció de que estaba embarazada. ¡Embarazada! Le dolían los pezones y sentía los pechos hinchados; creía verse el abdomen abultado, la piel luminosamente blanca y los pelos del pubis, decolorados y en parte afeitados, erizados como si estuvieran cargados de electricidad estática. Esto no tenía nada que ver con Rose, que había dejado morir a un bebé indefenso en un cajón y que habría abortado para impedir que el embarazo interfiriera con sus deseos. Era fácil imaginar a Rose tendida en una camilla, abriendo las piernas y diciendo al médico: «Haga su trabajo con rapidez. No soy una sentimental».

Los imprudentes Cass Chaplin y Eddy G. nunca usaban condón, a menos que estuvieran seguros, según decían, de que el compañero de cama estaba «enfermo».

Acurrucada entre los brazos suaves y fuertes de los jóvenes, aletargada por el placer sexual como un bebé saciado por el pecho materno y tan indiferente al futuro como si en efecto fuera un bebé, Norma Jeane se quedaba dormida y soñaba que estaba en la gloria, abrazada a sus amantes. Si ocurre, será porque estaba escrito. Una parte de su ser quería tener un hijo —sería el hijo de Cass y de Eddy G.—, mientras que otra parte, más sensata, sabía que sería un error.

Un error como el que había cometido Gladys al tener otra hija.

Ensayó mentalmente una llamada telefónica a sus amantes:

—Cass, Eddy, tengo una buena noticia: vais a ser padres.

¡Silencio! ¡La expresión de sus caras! Norma Jeane los vio con tanta claridad como si estuvieran con ella en la habitación y rió.

Naturalmente, no estaba embarazada.

Igual que en un perverso cuento de hadas en el que los únicos deseos que se cumplen son los falsos, nunca los verdaderos, no es fácil quedarte embarazada si eso es lo que quieres.

Así, en medio de la escena en la que Rose Loomis acude al depósito de cadáveres para identificar a su marido ahogado, descubre que quien se ha ahogado en realidad es su amante y se desmaya, Norma Jeane empezó a sangrar. ¡Una trampa cruel! Porque Rose Loomis lleva un cinturón que oprime su estrecha cintura y una falda tan ceñida que apenas puede andar sobre sus altos tacones. Porque usa unas diminutas bragas de encaje que rápidamente se empapan de sangre. Norma Jeane prácticamente se desmaya de verdad y tienen que ayudarla a llegar a un coche que la espera.

Después pasaría tres angustiosos días en la cama, expulsando coágulos de sangre de color óxido y olor repugnante y atormentada por una fuerte migraña. ¡Era el castigo de Rose! El médico de La Productora le prescribió una generosa dosis de analgésicos con codeína.

—Pero no debe beber, ¿entendido?

Los médicos contratados por los estudios de Hollywood eran poco estrictos y no se preocupaban por lo que pudiera ocurrirle al paciente una vez finalizado el rodaje. Mientras Norma Jeane estaba en cama, filmaron las escenas de Niágara en las que ella no aparecía. La joven actriz oyó comentarios de que sin Rose, las proyecciones diarias eran poco interesantes, aburridas y decepcionantes. Entonces se dio cuenta de que su presencia en la película era crucial, más importante que la de Joseph Cotten y, desde luego, que la de Jean Peters. Y por primera vez se preguntó cuánto les pagaban a los otros dos protagonistas.

Durante su estancia en el motel Starlite, además de a Nijinsky, Norma Jeane leyó Mi vida en el arte, de Konstantin Stanislavski, un libro que Cass Chaplin le había regalado la víspera de su partida. Era un precioso volumen en cartoné, lleno de anotaciones de Cass. También estaba leyendo El manual del actor y la vida del actor y La interpretación de los sueños, de Freud, una obra tan dogmática y monótona, como una voz recitando al ritmo de un metrónomo, que la adormecía. Pero ¿acaso Freud no era un genio? ¿No estaba a la altura de Einstein o Darwin? Otto Öse e I. E. Shinn le habían hablado bien de él. Además, la mitad de los miembros de la flor y nata de Hollywood se «psicoanalizaban». Freud creía que los sueños eran el «camino real hacia el inconsciente» y a Norma Jeane le habría gustado viajar por ese camino con el fin de aprender a dominar sus rebeldes emociones. No pretendo liberarme del amor, sino de la necesidad de amar. Porque entonces dejaré de desear la muerte cuando no me sienta querida. Al mismo tiempo leía La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi, una obra que Rose Loomis jamás habría leído, pues carecía de la paciencia necesaria y no encajaba con su carácter. Quería prepararme para la muerte. No Rose, sino yo.

Más tarde se comentaría que en cierta ocasión Marilyn Monroe no se presentó en el plató después de varias llamadas y que el propio H en persona, impaciente y nervioso, tuvo que ir a buscarla. La encontró con el ceñido vestido y el llamativo maquillaje que usaba Rose en la dramática escena en la que su vengativo marido intentaba estrangularla. La joven vio a H a través del espejo y por un momento no lo reconoció. Como si en ese instante, H fuera la encarnación de la muerte. ¡Esa sonrisa torcida y enajenada! ¡Esa risita entrecortada! Porque ella estaba llorando la terrible muerte de Ivan Ilich, ¿no? Llorando la muerte de un funcionario ruso del siglo XIX que ni siquiera había sido un hombre particularmente noble o respetable. Un reguero de rímel surcaba su mejilla pintada con colorete.

—¡Ya voy! —se apresuró a decir con tono culpable—. Rose está preparada para mo-morir.

9

Sin embargo, murió aterrorizada. Un castigo merecido. Aunque esa puta debería haber sufrido un poco más. Y tendrían que habernos dado la oportunidad de verla morir en primer plano, con la cámara enfocando directamente su cara, en lugar de hacerlo desde arriba. Sin ese juego de luces y sombras que embellece su muerte como si se tratara de un cuadro. Rose caída y muerta. Un cuerpo inerte, despatarrado. De súbito, Rose no es Rose, sino el cuerpo femenino muerto.

10

—¿Por qué no contestáis? ¿Adónde habéis ido?

Sola en el motel Starlite, en las cataratas del Niágara, Norma Jeane echaba desesperadamente de menos a Cass Chaplin y Eddy G., a quienes rara vez localizaba en los números que le habían dado, en esas casas misteriosas donde el teléfono sonaba sin cesar o donde respondían criadas hispanas o filipinas que no entendían inglés. Los echaba tanto de menos que por fin «hizo el amor consigo misma», como le habían enseñado ellos, imaginando a Cass y a Eddy G., sus dos amantes, unidos en una única, acelerada y asustadiza caricia que la condujo a un clímax tan explosivo y aterrador que pareció perder el conocimiento y despertó segundos después, todavía aturdida, con un hilo de saliva en la barbilla y el corazón palpitando a un ritmo peligroso. Si yo fuera Rose, me encantaría esta sensación. Pero supongo que no soy Rose. Empezó a derramar lágrimas de vergüenza y desesperación. La añoranza por sus amantes era tan grande, que casi dudaba de que existieran. O, si existían, desconfiaba de que la quisieran como decían.

Norma Jeane se dijo que no le importaría descubrir que Cass y Eddy G. estaban liados, juntos o por separado, con otros hombres. (Suponía que las relaciones sexuales esporádicas eran lo natural entre los hombres homosexuales, aunque procuraba no pensar en ello.) Pero sí, sí, se quedaría devastada si se enterara de que en su ausencia habían tomado como amante a otra mujer.

Su poder residía en que era la Mujer. Ellos eran los Hombres y ella, la Mujer. «Un triunvirato mágico e indisoluble», como decía pomposamente Cass. ¡Ah, la adoraban! La querían. Estaba segura. Cuando se exhibían con ella en público, estaban radiantes de orgullo y posesión. Marilyn Monroe, la invención de La Productora, estaba en las puertas de la fama y los astutos nativos de Hollywood Cass y Eddy G. sabían lo que esto podía significar, aunque la chica lo ignorara. («¡Venga ya! No seáis tontos, eso no ocurrirá. ¿Como Jean Harlow? ¿O Joan Crawford? Yo no soy tan importante. Sé quién soy, lo mucho que tengo que esforzarme, el miedo que tengo. El hecho de que a veces parezca otra no es más que un truco de la cámara.») Incluso cuando Cass y Eddy G. se reían de ella, Norma Jeane sabía que la querían. Porque lo hacían como quien ríe de una hermana más joven e inexperta.

Sin embargo, bueno…, en ocasiones sus risas eran crueles. Norma Jeane trató de recordar esos momentos en los que los muchachos parecían confabularse contra ella. Cuando la lastimaban al hacer el amor. Cuando lo hacían de aquella manera que a ella no le gustaba, que dolía y seguía doliendo mucho después, tanto que casi no podía sentarse, que tenía que dormir boca abajo y tomar analgésicos o las píldoras mágicas de Cass. No entendía por qué a ellos les gustaba hacerlo de aquella manera.

—No es natural, ¿no? Quiero decir que… no puede ser normal.

Risas y más risas mientras la pequeña Norma parpadeaba para contener las lágrimas que brotaban de sus brillantes ojos azul celeste.

A veces herían sus sentimientos refiriéndose a ella como si no estuviera presente. Diciendo: «¡Ella, ella, ella!». Otras veces la llamaban con malicia, misteriosamente, «Pescado». Como en:

—Eh, Pescado, ¿nos dejas veinte pavos?

O:

—Eh, Pescadito, ¿me dejas cincuenta pavos?

Norma Jeane recordó que en un par de ocasiones había oído a Otto Öse al teléfono refiriéndose a ella, o a alguna de las otras modelos, como «pescado». Pero cuando le preguntó a Cass qué significaba el término, él se encogió de hombros y salió de la habitación. Después se lo preguntó a Eddy G., que le respondió con brutal franqueza, porque en el triunvirato de personalidades, Eddy G. adoptaba el papel del insolente hermano menor de Cass.

—¿Por qué? Bueno, tú eres «pescado», Norma. No puedes evitarlo.

—Pero ¿por qué? ¿Qué significa «pescado»? —insistió ella, sonriendo.

Eddy G. también sonrió y respondió con cordialidad:

—«Pescado» significa mujer. Las escamas pegajosas, el clásico y apestoso olor. Un pescado es un ser viscoso, ¿no? Es una especie de mujer aunque sea macho, sobre todo si lo ves abierto en canal y destripado, ¿lo pillas? No es nada personal.

Sin embargo, el poder de Norma Jeane residía en su condición femenina. Igual que Marilyn Monroe, Rose Loomis era una Mujer.

No pueden tener niños sin nosotras. No pueden tener hijos.

Sin nosotras las mujeres, ¡el mundo se acabaría!

Otra vez marcaba uno de los números de teléfono de Hollywood.

¿Cuántas veces había llamado esa tarde, esa noche? ¿Y qué hora era en Los Ángeles? ¿Tres horas más o tres horas menos? Nunca se acordaba.

—Si aquí es la una de la mañana, ¿allí son las diez de la noche? ¿Las once?

Ahora marcó con nerviosismo el número del apartamento nuevo, que todavía no había terminado de amueblar. Esta vez le respondieron.

—¿Diga? —era una voz femenina y juvenil.

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