Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El Ex Deportista y la Actriz Rubia: la proposición

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No puedo fracasar. Si fracaso, moriré. Éste había sido el secreto de Marilyn después de la operación, después de que le arrebataran a su bebé. El castigo era un intenso dolor de vientre. Al principio sangraba abundantemente (no se quejaba, lo merecía), y luego la sangre empezaba a filtrarse despacio, una cálida humedad como lágrimas brotando del útero. Donde nadie las ve. Su castigo. Se rociaba con un caro perfume francés que le habían regalado. Durante el rodaje, se encerraba en su camerino, aterrorizada, pensando que podía desangrarse y morir. Quería que pensaran que era «temperamental»; todas las grandes estrellas lo eran, tanto las mujeres como los hombres. No quería que se enteraran de su pánico. Y por las noches se despertaba (sola, porque el Ex Deportista se había ido) en cuanto se terminaba el efecto de la codeína. Aprovecharé esta enfermedad para crear a Lorelei Lee. Ésa había sido la gran hazaña de Norma Jeane, aunque el público no lo supiera ni lo imaginara. Tampoco habrían querido saberlo.

Amablemente, Doc Bob, que estaba al tanto de cada detalle de la operación, incluido el posterior ataque de histeria de la paciente, le había prescrito codeína para «el dolor real o imaginario», Benzedrina para una «rápida energía» y Nembutal para un «profundo descanso sin sueños (ni conciencia)». Al estilo de Jimmy Stewart, había dicho:

—Considérame tu amigo más íntimo, Marilyn. En este mundo y en el siguiente.

La Actriz Rubia había reído, asustada.

Me conoce. Conoce mis entrañas.

A pesar de todo, allí estaba la triunfante Lorelei Lee, moviendo provocativamente sus hermosos hombros desnudos, inclinando la cabeza tal como había ensayado hasta conseguir la perfección de un robot y cantando con voz a un tiempo sexy e infantil:

Los hombres se enfrían / / cuando las chicas maduran.

Y al final, / / todas perdemos nuestro encanto.

¡Con cuánta gracia cantaba Lorelei Lee esas irónicas frases! ¡Qué sonrisa tan radiante! Lorelei no tenía talento para el canto, pero su voz sonaba asombrosamente dulce y segura; Lorelei bailaba y su cuerpo, que no era el de una bailarina y había empezado su entrenamiento demasiado tarde, era sorprendentemente ágil. ¿Quién iba a imaginar que había ensayado durante horas, horas y horas? Con las uñas de los pies ensangrentadas y un dolor palpitante en el útero. Cantaba como si fuese la hermana menor de Peggy Lee. Aunque era mucho más guapa que Peggy Lee, desde luego.

—Supongo que estoy orgullosa de mí misma. ¿No debería estarlo?

Murmuraba al señor Shinn, que siempre estaría a su lado. Apretándole la mano. ¡Oh, ella confiaba en él!

La película estaba a punto de terminar. Una doble y victoriosa boda. Las hermosas novias, las coristas Lorelei Lee y Dorothy, parecían vírgenes con sus trajes blancos. (¿Eran vírgenes? Nadie lo creería, pero sí.) Aplausos inmediatos. Al público le encantó cada trivial y chabacano segundo de la película. La Actriz Rubia, obligada a levantarse por dos brazos enfundados en mangas de esmoquin, estaba llorando. ¡Mirad! ¡Marilyn Monroe derrama lágrimas de verdad! Profundamente conmovida. Silbidos, vítores, una calurosa ovación con el público en pie.

Por esto has matado a tu hijo.

7

La Suite Imperial estaba en el ático del Beverly Wilshire. La Actriz Rubia, aturdida y emocionada, permaneció menos de una hora en el lujoso banquete celebrado en su honor, del que se escabulló tras presentar sus disculpas. Alguien especial. Debe ir sola. Cuando llegó al hotel, eran más de las once. Su corazón palpitaba con fuerza, como el de un pájaro, tan rápidamente que temió desmayarse. En el cine, después de la maravillosa ovación que habían recibido Jane Russell y ella, la Actriz Rubia había tomado otra de las píldoras de Doc Bob para evitar un agotamiento prematuro. Para que Lorelei Lee continuara siendo una sólida mujer de gomaespuma y no se desinflara, como un globo gastado y pisoteado sobre un suelo sucio.

—Sólo una más —se prometió—. Sólo esta noche.

Introdujo la llave en la cerradura. Sus dedos estaban helados y temblorosos.

—¿Ho-hola? ¿Hay alguien aquí? —preguntó con voz asustada.

Él estaba sentado en un sillón de terciopelo, en una pose de aparente relajación. Igual que Fred Astaire, aunque no llevaba esmoquin ni tenía el porte del actor. Sobre una mesa de centro situada ante él había una docena de rosas rojas en un florero de cristal tallado, un cubo para hielo y una botella de champán. Él estaba tan emocionado como ella, que podía oír su respiración agitada. Quizá hubiera estado bebiendo mientras la esperaba. La estola de zorro blanco se resbalaba de sus hombros. La idea de presentarse ante él parcialmente vestida le inspiraba un terror infantil. Él se había levantado con torpeza; una figura alta y musculosa con el pelo sorprendentemente oscuro. Él dijo «¿Marilyn?» al mismo tiempo que ella decía «¿Pa-papá?». Corrieron el uno hacia el otro. Los ojos de ella estaban cegados por las lágrimas. Uno de sus tacones se enganchó en la alfombra y trastabilló, pero él la sujetó de inmediato. Ella alargó las manos y él las cogió entre las suyas. Qué dedos tan fuertes y cálidos. Él reía, sorprendido ante la emoción de la Actriz Rubia. Empezó a besarla apasionadamente en los labios.

Naturalmente, era el Ex Deportista. Naturalmente, era su amante. Ella lloraba y reía.

—Qué alegría, cariño. Después de todo has venido.

Se besaron con avidez, acariciándose los brazos. Ah, era un sueño hecho realidad. Él explicó que había decidido regresar un día antes; esperaba estar allí para el estreno, pero no había conseguido plaza en un avión que llegara a tiempo. La había echado de menos.

—Ay, cariño, yo sí que te he echado de menos. Todo el mundo preguntaba por ti.

Tomaron champán y una cena tardía. El Ex Deportista dijo que no comía desde el mediodía y que estaba muerto de hambre. La Actriz Rubia picoteó distraídamente la comida. La expectación le había impedido probar bocado en el banquete y ahora, aunque estaba ebria de felicidad junto al Ex Deportista, tampoco tenía apetito. Su cerebro destellaba como una casa con todas las habitaciones iluminadas y todas las persianas abiertas. El Ex Deportista había pedido para ella peras al brandy con canela y clavo de olor. Desde su primera cita en el restaurante Villars, él estaba convencido de que las peras al brandy eran el postre favorito de la Actriz Rubia. También creía que el champán era su bebida favorita y las rosas rojas, sus flores favoritas.

Ella lo llamaba tiernamente «papá». Lo llamaba así en privado desde hacía meses, desde que se habían convertido en amantes.

El Ex Deportista, por su parte, la llamaba «pequeña».

Otra sorpresa: él le había traído un anillo. ¿Lo habría preparado todo con antelación? Un diamante grande rodeado de diamantes más pequeños. Ella rió con nerviosismo mientras él la ayudaba a ponérselo en el dedo. ¿Cuándo lo había decidido? Con voz grave y tensa, como si hubiesen discutido, él dijo:

—Nos amamos, es hora de que nos casemos.

Y ella debía de estar de acuerdo, porque oyó una vocecilla tenue y asustada asintiendo:

—¡Oh, sí! Sí, cariño —él alzó las manos impulsivamente y le cogió la cara—. ¡Tus manos! Tus fuertes y hermosas manos. Te quiero —dijo como si fuese un guión que había memorizado sin saberlo.

El Ex Deportista dormía. Roncaba. Como un hombre que ríe lascivamente para sí. Estaba acostado boca arriba, con calzoncillos (se los había puesto en el cuarto de baño, después de que hicieran el amor) y el pecho desnudo. Era de los que sudan, se mueven, rechinan los dientes y contraen los músculos mientras duermen. Ahora esquivaba bolas fantasmas arrojadas contra su desprotegida cabeza. La Actriz Rubia a menudo intentaba tranquilizar a su amante en momentos como éste, pero ahora se levantó de la cama y caminó, desnuda y descalza, sobre la alfombra. Entró en el cuarto de baño, tomando la precaución de cerrar la puerta antes de encender la luz. Cegadores azulejos blancos, espejos reflejando espejos. Su Amiga Mágica mirándola sin reconocerla. Como verás, no me dejó ninguna cicatriz. No es como una operación de apéndice o una cesárea. A continuación entró en la habitación contigua, el amplio y elegantemente amueblado salón de la suite, donde habían tomado su tardía cena romántica, bebido champán y se habían jurado amor eterno entre beso y beso. Lo único que quiero es protegerte de esos chacales. Quiero que seas feliz. Ella creía que el matrimonio podía funcionar: he allí un hombre que la amaba más de lo que ella se amaba a sí misma. Significaba más para él que para sí misma. Acaso la clave de la felicidad no estuviera en sus manos, sino en las de otro. Ella, a su vez, sería la clave de la felicidad de él. ¡El Ex Deportista y la Actriz Rubia!

—Puedo conseguirlo. ¡Lo conseguiré!

Ebria de dicha, fue hasta la ventana. Era una ventana larga y estrecha, como el umbral de un sueño. La cortina era fina y transparente. Una mujer desnuda de pie junto a la ventana de la sexta planta del Wilshire. ¡Cuánto alivio sentía ahora que iba a sentar la cabeza! Se casarían; estaba decidido. Se casarían en enero de 1954 y se divorciarían en octubre del mismo año. Se amarían con pasión pero a ciegas, confundidos, y se harían daño el uno al otro como animales heridos luchando desesperadamente con uñas y dientes. Puede que ella lo previera. Puede que ya hubiera memorizado el guión.

En la acera de enfrente del Wilshire, el enfervorizado grupo de admiradores seguía esperando. ¿Esperando qué? ¿A quién? Eran casi las dos de la mañana. Había unas quince personas, casi todos hombres. Uno o dos parecían de sexo indeterminado. Un súbito movimiento en la ventana del sexto piso los despertó de su sopor. Picada por una curiosidad infantil, la Actriz Rubia espió aquellas caras a un tiempo familiares y extrañas, como caras de un sueño que no parece un sueño nuestro, sino un paisaje onírico por el que viajamos, indefensos y embelesados, como criaturas en brazos de su madre. Porque no tenemos más remedio que ir allí donde nuestra madre quiera llevarnos. La Actriz Rubia reconoció a un hombre albino, alto y regordete, a quien ya había visto esa noche en las cercanías del Teatro Egipcio. Llevaba un gorro tejido en su oblonga cabeza y su expresión reflejaba auténtico arrobamiento. Vio a un hombre más bajo, semejante a una boca de riego, con una lampiña cara de crío y unos ojos bizcos tras unas gafas. Sujetaba un objeto precioso contra el pecho…, ¿una cámara de vídeo? También había una mujer larguirucha, con mandíbula prominente, manos huesudas, pies largos y finos calzados con botas de vaquero, tejanos y un sombrero flexible. La mujer cargaba un bolso donde parecía guardar todas sus pertenencias. (¿Sería Fleece? No. Fleece había muerto.) Estas personas y las demás llevaban cámaras fotográficas y cuadernos para autógrafos con tapas de plástico. Dieron un titubeante paso al frente, como si no pudieran creer lo que veían. En la ventana de la sexta planta, la Actriz Rubia había corrido la delgada cortina.

—¡Marilyn! ¡Marilyn!

Algunos corrieron hacia ella mientras otros disparaban sus cámaras baratas. El joven de la cámara de vídeo levantó el aparato por encima de su cabeza.

Pero ¿qué imagen podía captar una cámara en la oscuridad a esa distancia? ¿Y qué veían? ¿Una mujer desnuda, serena, radiante e inmóvil como una estatua? Con el cabello rubio platino alborotado después de hacer el amor. Unos labios húmedos, entreabiertos. Esos labios inconfundibles. Pálidos pechos desnudos, pezones sombreados. Pezones como ojos. Y el oscuro vértice de la entrepierna.

—¡Marilyn!

Así soportó esa noche.

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