Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » Después de la boda: el montaje

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Después de la boda: el montaje

Ella estudiaba pantomima: la primacía del cuerpo y de la inteligencia natural del cuerpo. Estudiaba yoga: la disciplina de la respiración. Estaba leyendo La autobiografía de un yogui. Estaba leyendo La senda del zen y El libro del Tao. Escribió en su diario: «¡Soy una persona nueva con una vida nueva! Cada día es el más feliz de mi vida». Escribía haikus, o poemas zen:

El río de la noche

corre y corre incansable.

Y yo, este ojo. Abierto.

(Aunque ya no sufría tanto de insomnio. Estas noches.) Estaba aprendiendo a tocar el piano de oído. Pasaba largas y fascinantes horas sentada ante el piano blanco que le había comprado a Clive Pearce y había hecho reparar y afinar. El piano ya no era blanco, sino de un descolorido color marfil. Los sonidos eran agudos o graves, según el extremo del teclado que tocaras. Clive Pearce tenía razón; ella nunca había tocado la sonata Para Elisa, de Beethoven, y nunca la tocaría. Al menos no como es debido. De todos modos le gustaba sentarse ante el piano, apretar las teclas con suavidad, subir con los dedos hasta los agudos, descender hasta los bajos. Si tocaba una tecla grave con demasiada fuerza, podía oír una profunda voz de barítono que parecía surgir de las profundidades del mar; si tocaba un agudo, oía la contenida voz de una soprano. Me dijiste que tenías un bebé. Me dijiste que tenías este bebé. Y las palabras de Gladys, que fascinaban a Norma Jeane cada vez que las oía. Nadie va a adoptar a mi hija mientras yo esté viva para impedirlo.

A menudo la abrazaba su esposo, que la adoraba. La estrechaba entre sus brazos fuertes y musculosos. Con sus manos fuertes y recias. ¡Le habría gustado dibujar a este hombre apuesto y fornido! A este hombre amable y paternal. Le habría gustado «esculpirlo». Pero lo que estudiaba los jueves por la tarde en la academia de arte de West Hollywood, sin la aprobación de su marido, no era escultura sino dibujo de la figura humana. También estaba aprendiendo cocina italiana: cuando visitaban a la familia de su marido en San Francisco, cosa que hacían a menudo, su suegra le enseñaba a hacer los platos favoritos del Ex Deportista, salsas italianas y risottos. Casi nunca leía el periódico. Tampoco leía las publicaciones sobre cine ni las revistas de cotilleos. Se veía con pocas personas de Hollywood. Había cambiado de domicilio y de número de teléfono. Envió una botella de champán a su agente con la siguiente nota:

Marilyn está viviendo una eterna luna de miel.

¡No me persigan ni me molesten!

Estaba leyendo Las enseñanzas de Nostradamus. Estaba releyendo Ciencia y salud, de Mary Baker Eddy. Gozaba de una salud excelente, dormía bien y esperaba quedarse embarazada por primera vez, como le dijo al Ex Deportista, que era su marido, su papá, y la adoraba. Él había alquilado para ella una gran casa de estilo colonial al norte de Bel Air y al sur del Parque Natural de Stone Canyon. La casa estaba detrás de un muro cubierto de buganvillas. Por las noches, a veces oía arañazos en el tejado o en las ventanas y pensaba: ¡Monos araña!, aunque sabía a ciencia cierta que allí no había monos. Su marido dormía profundamente y no oía estos sonidos, ni ningún otro. Dormía en calzoncillos, y durante la noche los pelos rizados, duros y semicanos de su pecho, su vientre y su entrepierna se humedecían y sus poros rezumaban una suave grasa. Era «el olor de papá» y a ella le encantaba. ¡Su aroma! Un hombre. Ella era muy escrupulosa en lo referente a la limpieza, las duchas, los lavados de cabeza, los largos baños terapéuticos. Creía recordar que en el orfanato, o quizá en casa de los Pirig, la obligaban a bañarse en el mismo agua que habían usado otros, a veces cinco o seis personas, pero ahora podía pasar largos y deliciosos ratos sumergida en el agua perfumada con sales de gaulteria mientras hacía sus ejercicios de yoga.

Respire hondo. Contenga el aire. Concéntrese en su respiración mientras exhala lentamente. Dígase a sí mismo SOY MI RESPIRACIÓN. SOY MI RESPIRACIÓN.

No era Lorelei Lee y apenas si recordaba ya su personaje. La Productora había ganado millones con la película y ganaría muchos más, aunque a ella le hubieran pagado sólo veinte mil dólares, pero no estaba resentida porque no era Lorelei Lee, cuya única aspiración en la vida era tener dinero y diamantes. No era Rose, que había conspirado para asesinar al marido que la adoraba, ni era Nell, que había tratado de matar a una pobre niña. Si volvía a actuar, interpretaría exclusivamente papeles serios. Quizá se pasara al teatro. Admiraba a los actores de teatro, porque ellos eran actores «de verdad». A menudo corría o paseaba por el parque y notaba que la gente la miraba. Vecinos que los conocían a ella y al Ex Deportista, pero que no se inmiscuían en su vida. Casi nunca. Porque había otros: personas que paseaban al perro, niñeras y hombres con cámaras secretas. Individuos visibles e invisibles. Estaba segura de que Otto Öse seguía vivo. Estaba segura de que Otto Öse se burlaba de su matrimonio con el Ex Deportista. Igual que los Dióscuros que habían jurado venganza (¡sí, lo sabía!). Como si ellos no hubieran querido ver muerto al bebé. Como si no hubieran tratado de manipularla. En esta temporada dichosa, ella había llegado a aceptar el hecho de que vivir era respirar. Una respiración tras otra. ¡Así de sencillo! ¡Era feliz! Y no desdichada como Nijinsky, que se había vuelto loco. El gran bailarín a quien todo el mundo adoraba. Nijinsky, que bailaba porque bailar era su destino, igual que era su destino que se volviera loco. Él había dicho:

Lloro de pena. Lloro porque soy muy feliz. Porque soy Dios.

Intentaba ver la televisión con su marido, que era un forofo de los programas deportivos, pero su mente volaba y se imaginaba a sí misma vestida con un ceñido vestido púrpura cubierto de lentejuelas, volando por el cielo como una estatua lanzada desde un avión; se veía a sí misma con los brazos levantados y el cabello casi blanco agitándose al viento. Entonces se esforzaba por hacer algún comentario sobre el partido que estaban viendo o le preguntaba a su marido qué había pasado. En el segundo caso, formulaba la pregunta del siguiente modo: «Ay, ¿qué ha sido eso? Creo que no me he fijado en los detalles». Durante la pausa publicitaria, él le explicaba lo ocurrido. Cuando estaba sola, rara vez veía las noticias, porque las desgracias del mundo la deprimían. El Holocausto había terminado en Europa, pero ahora se extendería, invisible, por el mundo. Porque los nazis habían emigrado; lo sabía. Muchos se habían trasladado a Sudamérica (entre ellos, según los rumores, el propio Hitler). Importantes nazis vivían de incógnito en Argentina, México y el condado de Orange, en California. Se decía, o se sabía, que un nazi de alto rango se había sometido a una operación de cirugía estética y a trasplantes de pelo para ocultar su identidad y ahora estaba metido en la banca de Los Ángeles y en el «comercio internacional». Uno de los más brillantes redactores de discursos de Hitler trabajaba de incógnito para cierto congresista de California, un individuo que aparecía con frecuencia en las noticias debido a sus fanáticas campañas anticomunistas. Sentada ante el piano blanco que Fredric March le había dado a Gladys, ella era Norma Jeane y tocaba piezas infantiles despacio, con suavidad. El señor Pearce le había regalado Al aire libre, de Béla Bartók. El Ex Deportista recibió una llamada de su abogado advirtiéndolo de que pronto citarían a su esposa. Pero ella no pensaba en eso. Sabía que X, Y y Z habían sido interrogados por los cazadores de comunistas y habían «dado nombres»; uno de los perjudicados era el dramaturgo Clifford Odets, pero ella nunca había interpretado una obra suya. No pensaba en política sino en la respiración, que era una manera de pensar en el alma y no pensar en política, ni en la criatura que le habían arrancado del útero para arrojarla en un cubo como si se tratara de basura, como tampoco pensaba en si esa criatura había vivido un instante fuera de su útero o si había muerto de inmediato (como le había asegurado Yvet: Siempre es inmediato e indoloro. En los países civilizados, como los del norte de Europa, es una práctica completamente legal). Pero ella casi nunca pensaba en estas cosas, ni leía la prensa diaria ni veía las noticias en la televisión. En el otro extremo del mundo, en Corea, las tropas de las Naciones Unidas estaban ocupando un territorio devastado y caótico, pero ella se resistía a enterarse de los penosos detalles. No quería enterarse de que el gobierno hacía experimentos nucleares a unos centenares de kilómetros al este, en Nevada y Utah. Quizá supiera que los informantes del gobierno la vigilaban y que su álter ego profesional, la Monroe, estaba «en una lista», pero se negaba a pensar en ello. Además, en 1954 había muchas listas y muchos nombres en ellas.

Si no podemos cambiar algo, debemos dejarlo pasar en silencio, igual que los orbes que giran en los cielos.

Lo decía Nostradamus. Estaba leyendo Los hermanos Karamázov, de Dostoievski. La conmovía profundamente el personaje de Grushenka, la tierna y dulce pechugona de veintidós años, cuya belleza campesina sería efímera como una flor, pero cuyo rencor duraría toda la vida. ¡Ah, Norma Jeane había sido Grushenka en una vida anterior! Leía los cuentos de Anton Chéjov compulsivamente, en sesiones que podían durar toda la noche y en las que apenas sabía dónde estaba o quién era, y si la tocaban (su irritado marido, por ejemplo), se encogía como un caracol sin caparazón. Leyó «Un ángel» (¡ella era Olenka!). Leyó entre sollozos «La dama del perrito» (¡ella era la joven esposa que se enamora de un hombre casado y cuya vida cambia para siempre!). Leyó «Los dos Volodias» (¡ella era la joven que se enamora y se desenamora con la misma pasión de su mujeriego esposo!). Pero no pudo terminar «El pabellón n.º 6».

—Éste es el día más feliz de mi vida.

Cuando viajaron a Tokio, llevó consigo el vestido de lentejuelas púrpura —con finísimos tirantes y un broche de estrás sobre el pecho derecho, como un pezón— que tanto le gustaba al Ex Deportista; ceñido como la piel de una salchicha, el vestido le llegaba un poco más abajo de la rodilla y no era barato, pero lo parecía, igual que ella parecía una puta barata embutida en él, cosa que a su marido le gustaba en la intimidad, pero no en otros momentos. Llevó el vestido a Tokio en secreto, aunque nunca lo usaría allí.

¿Había modelos masculinos en la clase de dibujo?, bromeó él con un aire ladino que indicaba que, en realidad, no bromeaba; más le valía a ella no dejarse embaucar y dar una respuesta apresurada e imprudente. Pero su contestación fue digna de Lorelei Lee y a él le hizo gracia (o al menos soltó una sonora carcajada):

—¡Caray, papá! No me he fijado.

De hecho, eran las modelos femeninas las que la fascinaban y asustaban.

A menudo se quedaba mirándolas fijamente y se olvidaba de dibujar. El carboncillo titubeaba e interrumpía sus delicados movimientos. Más de una vez, la frágil barrita se rompió entre sus dedos. Algunas modelos eran jóvenes, pero la mayoría no. Una de ellas rondaba los cincuenta. Ninguna era hermosa. Ninguna era lo que se dice bonita. No llevaban maquillaje y con frecuencia iban despeinadas. Sus ojos permanecían ausentes, indiferentes a la docena de estudiantes que había en el aula, unos «alumnos» de edades comprendidas entre el final de la adolescencia y el final de la madurez, dispuestos en círculo alrededor de la modelo, a quien observaban con la grave intensidad de los ineptos. «Como si no estuviéramos aquí. O como si no les importáramos.» Una de las modelos tenía el vientre abultado, los pechos caídos y unas piernas nervudas y sin depilar. Otra tenía la cara llena de ángulos y arrugas, como una calabaza de Halloween, un enfermizo color zanahoria en la piel y gruesos pelos en las axilas y la entrepierna. Había modelos con pies muy feos y las uñas sucias. Una (que a Norma Jeane le recordaba a Linda, una desaliñada compañera del orfanato) tenía una espantosa cicatriz de veinte centímetros en el muslo izquierdo. No podía creer que unas mujeres tan poco atractivas se atrevieran a desnudarse delante de desconocidos sin el más mínimo pudor. Las admiraba. ¡De veras! Pero ellas nunca hablaban con nadie, salvo con el profesor. Evitaban mirar a los alumnos a los ojos. No necesitaban mirar el reloj para saber que era la hora de hacer un descanso y fumar un cigarrillo, momento en el cual se ponían sus deshilachadas batas y sus viejas zapatillas y salían del aula a paso vivo y desafiante. Si esas modelos sabían, como sabían los demás alumnos, que la joven y tímida rubia a la que el profesor había presentado deliberadamente con el nombre de «Norma Jeane» era en realidad Marilyn Monroe, no lo demostraban. ¡No estaban sorprendidas! (Ah, pero a veces la miraban con disimulo. Ella las había pillado. Miradas rápidas como flechas que sin embargo no se clavaban en ella. Unos ojos tan fríos que Norma Jeane no se atrevía a sonreír.)

Una noche, después de clase, Norma Jeane hizo acopio de valor y se aproximó a la joven de la cicatriz (que no se llamaba Linda) y le preguntó si le apetecía tomar un café con ella.

—Gracias, pero tengo que volver a casa —murmuró la modelo sin mirarla. Se dirigía a la puerta con un cigarrillo encendido en la mano. Bueno, ¿podía llevarla en coche?—. Gracias, pero vienen a recogerme.

Norma Jeane esbozó la radiante sonrisa de Marilyn, que casi siempre atraía la atención, pero esta vez no lo consiguió. Pensó: En realidad es Linda. Sabe perfectamente quién soy. Quién soy ahora y quién era entonces. Tratando de no sonar irritada ni desesperada, Norma Jeane dijo:

—Sólo quería decirte que te admiro. Por ser una mo-modelo.

La modelo exhaló el humo. Su inexpresiva cara vulgar no reflejó la más mínima ironía, pero lo que exhaló fue ironía pura.

—¿Ah sí? Muy amable.

—Eres muy valiente.

—¿Valiente? ¿Por qué?

Norma Jeane titubeó sin dejar de sonreír. El reflejo Marilyn era instintivo, un dulce y sensual estiramiento de labios; de hecho (como acababa de leer) no era sino un reflejo social genéticamente programado, el más temprano en la vida del niño: una sonrisa encantadora y optimista, una sonrisa que dice queredme.

—Porque no eres guapa en absoluto. Eres fea. Y sin embargo, te desnudas delante de desconocidos.

La modelo rió. ¿Acaso Norma Jeane no había dicho estas palabras en voz alta? Quizá esa mujer no fuera Linda, sino una colega actriz venida a menos, ¿una adicta a las drogas maltratada por su amante?

—Porque… no sé —dijo Norma Jeane—. Supongo que yo no podría hacerlo. Si estuviera en tu lugar.

La modelo enfiló hacia la puerta riendo.

—Si necesitaras el dinero, Norma Jeane, lo harías. Puedes apostar tu bonito culo.

—Éste es el día más feliz de mi vida.

Lo avergonzó durante la luna de miel exclamando estas sentidas palabras ante camareros, conserjes, dependientes e incluso las criadas mexicanas de los hoteles, que miraban sin entender a la preciosa gringa[4] rubia.

—Éste es el día más feliz de mi vida.

No cabía duda de que era sincera. Porque una de las verdades que se revelan en las Sagradas Escrituras es que cada día es una bendición, cada día es el más feliz de nuestra vida. Acariciaba la cara del Ex Deportista, una cara que le parecía hermosa incluso sin afeitar. Lo miraba embelesada. Como una esposa niña, rozaba los gruesos pelos canos del pecho y los antebrazos de su marido y pellizcaba con picardía los blandos michelines de los que él, con la vanidad propia de un deportista, se avergonzaba. Igual que cuando le besaba las manos. A veces hundía la cabeza en la entrepierna de él, volviéndolo loco de excitación. Porque las chicas buenas no besaban a los hombres en esas partes, y ella lo sabía. Pero ¿sabía él que ella lo sabía? ¡Quizá fuera demasiado ingenua! En la playa, junto al mar azul verdoso, corría con él a primera hora de la mañana. Al Ex Deportista le costaba creer que una mujer pudiera correr tan bien y durante tanto rato.

—Soy bailarina, cariño. ¿No lo habías notado?

Pero siempre se cansaba antes que él, se detenía y se quedaba mirándolo.

Sin embargo, nunca practicó el sexo oral con su marido. Tampoco lo hizo él con la mujer que era ahora su esposa legal. Durante años corrió por Hollywood el rumor de que Norma Jeane había telefoneado subrepticiamente a su amigo Leviticus desde un pasillo del ayuntamiento de San Francisco, donde unos minutos antes se había casado en una breve ceremonia civil, para darle una noticia impublicable: Marilyn Monroe ha chupado su última polla.

Con lo cual el atónito periodista comprendió que la Actriz Rubia y el Ex Deportista se habían casado en secreto después de varios meses de febriles especulaciones de la prensa.

¡Otra primicia para Leviticus!

Cantaba I Wanna Be Loved by You especialmente para su marido.

Repetía que era el día más feliz de su vida, y él se conmovía tanto que sólo podía murmurar, con voz casi inaudible:

—Y el mío.

La citaron para que se presentara ante la Junta de Investigación de Actividades Subversivas, en Sacramento. Limítate a decir la verdad, la instruyó el Ex Deportista. A esos hombres no les debo la verdad, respondió ella. Si conoces comunistas, da sus nombres, dijo él. No lo haré, repuso ella. No tienes nada que esconder, ¿no?, preguntó él, estupefacto. Lo que yo quiera esconder y lo que quiera revelar es asunto mío, dijo ella. Notó que él habría querido pegarle, pero no lo hizo, porque la quería y él no era de los que pegan a los más débiles, y mucho menos a una mujer, a la mujer a la que amaba. Circulaba el desagradable rumor de que el Ex Deportista había pegado a su primera esposa, pero eso había pasado hacía mucho tiempo, cuando él era joven e impulsivo y su mujer lo «provocaba». No entiendo este asunto y no me gusta, dijo ahora con calma. A mí tampoco me gusta, respondió ella. Habría podido llamarlo papá. Habría podido besarlo. Él habría aceptado el beso en medio de un silencio digno. Pero al final, gracias a las negociaciones de los abogados de La Productora, la reunión con la junta de investigación no fue un interrogatorio público en el senado de California, sino una vista privada. Una vista que finalmente se celebró durante un exquisito almuerzo en un comedor privado del capitolio. No hubo interrogatorio. No hubo enfrentamientos. No hubo periodistas presentes. Al final de la comida, que duró tres horas, la Actriz Rubia firmó autógrafos con el nombre de Marilyn Monroe para los miembros de la junta y los fotógrafos de La Productora; todos los autógrafos que le pidieron.

Un alma pura. En la clase de pantomima nos decían que el cuerpo tiene su propio lenguaje, un lenguaje sutil y musical. El cuerpo precede al habla y a menudo sobrevive al habla. Nos enseñaban a expresar lo más profundo de nuestro ser por medio del mimo.

La joven rubia al principio eludía nuestras miradas. Se encogía y se abrazaba las rodillas. Llevaba mallas de algodón, una camisa masculina y el cabello decolorado informalmente recogido con un pañuelo. No usaba maquillaje (pero de cualquier modo reconocimos su cara), se acurrucaba en un rincón, con los ojos fijos en un horizonte invisible. Comenzó a moverse hacia delante, con torpeza. Se incorporó despacio, como un rayo de luz. Estiró los brazos y se puso de puntillas hasta que su cuerpo entero empezó a temblar. Luego se desplazó lentamente por la sala, contemplando el invisible horizonte. Se puso a bailar en silencio, girando con movimientos lentos y esforzados. Se quitó la camisa sin saber lo que hacía. Cruzó los brazos sobre sus desnudos pechos flácidos. Como si estuviera hechizada, se tendió en el suelo, se ovilló como una niña y de inmediato se quedó dormida, o al menos eso nos pareció. Después de un largo minuto mágico, era imposible saber si aquello era una pantomima o un auténtico sopor repentino. Claro que podía ser ambas cosas. Pasado otro minuto, el preocupado profesor se arrodilló junto a ella y la llamó por el nombre que nos había dado:

—¿Norma Jeane?

La joven rubia estaba profundamente dormida. No fue fácil despertarla. Como es natural, sabíamos quién era. Conocíamos su nombre artístico. Pero el yo más profundo de la mujer se traslucía. Un alma pura. Era hermosa y no tenía nombre.

Lo que pasaba era que él la quería muchísimo. No podía soportar que se rebajara. Que se degradara y ultrajara. Que deshonrara su nombre y el de él. Esas fotografías y secuencias de película. Esos chacales. Y todo por una ínfima cantidad de dinero. Todo el mundo sabe que Hollywood es un burdel. No podía permitir que la exhibieran como a una puta. Una prostituta de la calle. Ahora estaban casados; ella era su mujer. ¿No pensaba en sus parientes de San Francisco? ¿En sus admiradores? ¿En cuánto lo avergonzaba? Se había casado con ella por amor y todos los periódicos habían publicado la vergonzosa noticia de que la Iglesia lo había excomulgado. Por el divorcio. La Iglesia prohíbe el divorcio. ¡Por ella! Por amor a ella. Y ella exhibiéndose como un trozo de carne. Con vestidos cosidos mientras los llevaba puestos. Contoneándose al andar. No digas que es una broma. En tal caso, es una broma de mal gusto. Los pechos rebosando por el escote. Y esa cena de premios de Photoplay. Como si fuera la ceremonia de los Oscar. Dijo que no iba a asistir, pero lo hizo. ¿Eso es lo que eres? ¿Un trozo de carne? Todo el mundo sabe cómo es Hollywood. El nombre de ella en los periódicos. Y el de él. ¿Los recién casados se pelean? ¿En público? Mentiras asquerosas. Maldito embustero. Él jamás le levantaría la mano a una mujer. Cómo se atrevía ella a provocarlo.

Estaba desnuda, soñolienta. Era media tarde y ella no conseguía despertar del todo. El día anterior (o acaso fuera varios días antes), se había quedado dormida durante la clase de pantomima y todavía no había conseguido recobrarse de ese sueño. Si hubiera tenido las pastillas estimulantes de Doc Bob…, pero no las tenía. Su indignado marido se las había arrebatado y las había arrojado al inodoro.

¿Eso es lo que eres? ¿Un trozo de carne?

¡No, papá! No quiero serlo.

Diles que no harás la nueva película. De ninguna manera.

Tengo que trabajar, papá. Es mi vida.

Diles que quieres papeles buenos. Papeles serios. Diles que lo dejas. Tu marido quiere que lo dejes.

Sí. Sí, se lo diré.

Se echó a llorar. Pero no pasó nada. Estaba asustada, porque no tenía lágrimas. ¡Aún no había cumplido los treinta y ya se le habían agotado las lágrimas! He matado a mi bebé. Consiguió derramar un par de lagrimillas. ¿Mi bebé? ¿Por qué? Sin embargo, era incapaz de llorar. Alguien le había frotado los ojos con arena, había llenado su boca de arena. Donde antes estaba su corazón, había ahora un reloj de arena, y la arena se filtraba y caía lentamente.

De hecho, estaba enferma. Una apendicitis aguda.

Presa del pánico, creyó que era un parto; después de todo, iba a tener a su hijo. Un furioso niño demoníaco, deforme y retorcido, con una cabeza tan grande que la partiría en dos al salir. Y puesto que su marido no era el padre, la estrangularía con sus grandes y bellas manos.

Culpable y asustada, atormentada por el dolor, con la piel hirviendo. Él despertó, alarmado, y la encontró en el cuarto de baño, con las nalgas sobre el borde de la bañera de porcelana blanca, balanceándose en medio de terribles dolores, desnuda, sudando, despidiendo el rancio olor animal del terror físico. El Ex Deportista conocía los síntomas. De hecho, reconocerlos supuso un alivio para él. En su juventud, su propio apéndice había estado a punto de perforarle el peritoneo. Llamó a una ambulancia y se la llevaron a la sala de urgencias del hospital Cedars of Lebanon. De aquellas horas de caos y confusión emergió el rumor, repetido con entusiasmo durante años, de que el cirujano, que no se enteró de la identidad de su famosa paciente hasta que entró en el quirófano, habría encontrado una nota pegada con cinta adhesiva a la muñeca de la actriz, una nota garabateada con mano temblorosa:

Importante: LEER ANTES de la operación.

Estimado doctor:

Corte lo menos posible. Le parecerá una muestra de vanidad, pero no lo es. Soy una mujer y eso significa mucho para mí. Usted seguramente tendrá hijos y sabrá a qué me refiero. Por favor, doctor. Sé que lo comprenderá. Gracias. Por el amor de Dios, querido doctor, no me quite los ovarios. También le pido que haga todo lo posible por no dejar una cicatriz grande. Gracias desde lo más hondo de mi corazón,

Marilyn Monroe

Desde la noche del estreno de Los caballeros las prefieren rubias, que también fue la noche en la que decidió casarse con el Ex Deportista, no había tenido noticias del hombre que decía ser su padre.

Tu afligido padre.

No se lo había contado a nadie. Estaba esperando.

Visitó a Gladys en el hospital de Lakewood. Fue sola. Tenía un reluciente Studebaker descapotable color ciruela con neumáticos de banda blanca. La Productora la había suspendido por negarse a participar en la última película, de modo que no disponía de un coche de la empresa. El Ex Deportista se ofreció a acompañarla, pero ella no aceptó su ofrecimiento.

—Te sentirías incómodo. Mi madre es una enferma.

El Ex Deportista nunca había visto, y nunca vería, a Gladys Mortensen.

Salvo en una fotografía de diciembre de 1926. Gladys con la pequeña Norma Jeane en brazos. El Ex Deportista contempló largamente a la mujer de cara demacrada, aire etéreo, ojos parecidos a los de la Garbo y finas cejas depiladas, que sujetaba en sus brazos, como quien sujeta una novedad de alguna clase, a una rolliza niña con la boquita húmeda y un rizo rubio oscuro, semejante a un signo de interrogación, en lo alto de la cabeza. La Actriz Rubia miró con timidez a su marido, a quien en muchos sentidos no conocía. Porque amar a un hombre no significa conocerlo sino, más bien, no conocerlo. Y ser amada por un hombre significa haber conseguido crear el objeto de su amor, que bajo ninguna circunstancia debe ponerse en peligro.

—Ya ves. Mamá y yo. Hace mucho tiempo.

El Ex Deportista dio un respingo, pero ¿por qué? Estudió la fotografía sepia durante unos minutos. Cualesquiera que fuesen las palabras que hubiera deseado articular —de pena, comprensión, amor confundido o incluso pesar—, no supo expresarlas.

En Lakewood, la Actriz Rubia se convirtió en Norma Jeane Baker y su llegada despertó la expectación de costumbre, una expectación contenida y respetuosa. Llevaba zapatos de tacón mediano y un elegante traje de gabardina de color gris malva, cuya holgada chaqueta no delataba sus curvas. No era Marilyn Monroe. No había más que verla. Sin embargo, el rubio halo de Marilyn la acompañaba, como un perfume persistente. Tenía un regalo para el personal: diez dólares de chocolates suizos en una caja con forma de corazón.

—¡Oh, señorita Baker! Gracias.

—No debería haberse molestado, señorita Baker.

Sonriendo, bajando la vista hacia el anillo que la Actriz Rubia llevaba en el anular. Porque se había casado con el mundialmente célebre Ex Deportista después de su última visita a Lakewood.

—Qué día más bonito, ¿verdad? ¿Piensa ir a dar un paseo con su madre?

—Venga conmigo, señorita Baker. Su madre está despierta e impaciente por verla.

De hecho, Gladys no parecía impaciente por ver a Norma Jeane; seguramente, ni siquiera sabía que la estaban esperando. Si la habían informado de la visita, lo había olvidado. Norma Jeane también llevaba regalos para Gladys, pero no dulces, sino fruta —un cesto con mandarinas y brillantes uvas negras—; un ejemplar del National Geographic, que era una revista de calidad con fotografías excelentes que quizá gustaran a Gladys, y el último número de Screenland, con la Actriz Rubia en la portada, en una pose digna y elegante, debajo del titular: LA LUNA DE MIEL DE MARILYN MONROE. Gladys miró estas cosas y frunció la nariz. ¿Esperaba golosinas?

Norma Jeane la abrazó con suavidad y no de manera efusiva, como le habría gustado, porque sabía que esa clase de abrazo inquietaba a Gladys. La besó también con suavidad, en la mejilla. Era evidente que había llegado en uno de los días buenos de Gladys. Por teléfono le habían dicho que recientemente su madre había pasado una «mala racha», pero se había «recuperado casi por completo». Le habían lavado la cabeza esa misma mañana y tenía puesta la preciosa bata guateada rosa que Norma Jeane le había comprado en Bullock’s; estaba algo sucia, pero Norma Jeane no lo notaría. Vio las zapatillas a juego alineadas a la perfección junto a la cama. En la pared, encima del tocador, había algo nuevo: un cuadro de Jesucristo con su refulgente corazón a la vista y un halo de luz alrededor de su cabeza cinematográficamente hermosa. ¿Una imagen católica? Debía de habérsela regalado otro paciente. Norma Jeane suspiró, como si contemplara un abismo en cuyo fondo había una figura diminuta: supuestamente, su madre.

Le sorprendió y complació ver, apoyada contra un espejo, la fotografía de boda que había enviado a Gladys. La novia vestida de color perla, sonriendo con alegría. El novio alto, apuesto, con unas cejas tan bien perfiladas que parecían las de un actor. ¡No la tiró a la basura! Eso significa que me quiere, pensó Norma Jeane.

Gladys rió mientras masticaba una uva.

—¿Ese hombre es tu marido? ¿Sabe quién eres?

—No.

—Eso es bueno —dijo Gladys asintiendo con seriedad.

Fue un alivio para Norma Jeane comprobar que el tiempo no pasaba para su madre. Incluso parecía más joven. Tenía un pícaro aire infantil. Al abrazarla, había percibido la fragilidad de sus huesos de pájaro. Y qué delicados eran los huesos de su cara. Los misteriosos ojos de la Garbo. La misma expresión etérea que la cámara había captado muchos años antes. Norma Jeane se alegró cuando el Ex Deportista, al ver la fotografía de madre tal como era en 1926, más joven que su hija ahora, cayó bajo el hechizo de Gladys. Unos instantes.

Lo único que quedaba de las cejas escrupulosamente depiladas y pintadas de Gladys eran unos pocos pelos canos.

El personal informó a Norma Jeane de que cuando hacía buen tiempo, Gladys se paseaba «incansablemente» por los jardines del hospital. Era una de las pacientes mayores más activas. Su salud física era buena. Mientras hablaban, Norma Jeane se maravilló ante el buen humor de su madre. Quizá fuera un estado efímero, superficial e inconsciente, pero al menos no estaba enfurruñada como la mayoría de las veces. No pudo evitar compararla con su nueva suegra: una italiana baja y regordeta con la nariz prominente, una sombra de bigote, pechos grandes y caídos y un vientre voluminoso. Quería que la llamara «mamá». ¡Mamá!

Gladys estaba sentada en el borde de la cama, como un pajarillo, con las piernas colgando. Masticaba ruidosamente las uvas, escupiendo las pepitas en una mano. De vez en cuando, sin decir una palabra, Norma Jeane le retiraba las semillas de la mano con un pañuelo de papel. Salvo por los ocasionales espasmos en la cara y los peculiares movimientos de sus ojos, Gladys no parecía una enferma mental. Tenía un aire optimista y bondadoso. Igual que el de Norma Jeane, acentuado por la Benzedrina que le recetaba Doc Bob. Gladys habló de las «noticias internacionales», de los «problemas en Corea». ¿Acaso leía el periódico? En tal caso, era más de lo que hacía Norma Jeane últimamente. Esta mujer no está más loca que yo. Pero se esconde. Ha permitido que el mundo la venciera.

Norma Jeane no lo permitiría.

Gladys se puso unos pantalones y una camisa y Norma Jeane la llevó a dar un paseo. Era un día algo fresco y brumoso. La clase de día que el Ex Deportista calificaba de «ajeno al espacio y al tiempo». En días semejantes no había nada programado. Ningún partido de béisbol, nada en lo cual concentrar la atención. Cuando uno está retirado, suspendido, desempleado o mentalmente enfermo, gran parte de la vida transcurre ajena al espacio y al tiempo.

—Puede que abandone el cine. Aunque estoy en «la cumbre de la fama». Mi marido quiere que lo deje. Quiere una esposa y una madre. Una madre para sus hijos, desde luego. Y yo deseo lo mismo.

Tal vez Gladys estuviera escuchando, pero no respondió. Se soltó del brazo de Norma Jeane, como una niña impaciente que prefiere andar sola.

—Por aquí. Éste es mi atajo.

Condujo a Norma Jeane, con su traje de gabardina gris malva y sus elegantes zapatos nuevos, por un pasaje lleno de trozos de ladrillo, demasiado estrecho para ser una calle, situado entre los edificios del hospital. Por encima de sus cabezas rugían los ventiladores. Un penetrante olor a grasa acometió a Norma Jeane con la fuerza de una bofetada. Madre e hija emergieron en una zona cubierta de hierba, al pie de una cuesta en lo alto de la cual discurría un ancho camino de grava. Norma Jeane rió con timidez, preguntándose si las estarían mirando. A veces temía que los miembros del personal, incluidos los médicos, le hicieran fotos sin su consentimiento; para complacerlos, había posado en el despacho del director, junto a él y otros empleados, con su sonrisa de Marilyn. ¿Es suficiente? Por favor. Sin embargo, cuando no había nadie con una cámara a la vista, cuando nadie parecía estar mirándola, cuando el vasto cielo vacío se alzaba sobre ella sin siquiera la concentración del sol, ¿no eran momentos perdidos? ¿No desaprovechaba entonces los preciosos latidos de la vida? ¿No era la mayor parte de la vida ajena al espacio y al tiempo y se perdía irrevocablemente cuando no había una cámara que la grabara y la preservara?

—La Productora sólo me ofrece películas eróticas. ¡Francamente! No hay más que ver el título: La tentación vive arriba. Mi marido dice que es asqueroso y degradante. Pretenden que Marilyn Monroe sea una muñeca sexual de gomaespuma, quieren usarla hasta que se gaste; después la arrojarán a la basura. Pero él los ve venir. Mucha gente ha intentado explotarlo. Dice que ha cometido errores y que yo debo aprender de ellos. Según él, en Hollywood no hay más que chacales. Incluidos mi agente y las personas que fingen estar de mi parte y en contra de La Productora. «Todos quieren explotarte», dice. «Yo sólo quiero amarte.»

Estas palabras vibraron extrañamente en el aire, como campanas abolladas. Norma Jeane se oyó continuar, como si Gladys la hubiera contradicho:

—Estoy estudiando pantomima. Quiero empezar de cero. Puede que me vaya a Nueva York a estudiar interpretación. Clases serias. Para hacer teatro en lugar de cine. Creo que mi marido no se opondría. Quiero vivir en otro mundo. No en Hollywood. Quiero vivir en…, ¡oh, Chéjov! O’Neill. Anna Christie. Podría interpretar a Nora en Casa de muñecas. ¿No crees que Marilyn es perfecta para el papel de Nora? La única interpretación verdadera es la del teatro. En las películas, se limitan a empalmar centenares de escenas inconexas. Es como un rompecabezas, pero no eres tú quien coloca las piezas.

—Ese banco —dijo Gladys de repente—. Yo solía sentarme ahí. Hasta que asesinaron a una persona que estaba sentada ahí.

—¿La asesinaron?

—Te hacen daño si no los obedeces. Si no tragas su veneno. Si lo dejas a un lado de la boca y te niegas a tragarlo. Eso está prohibido.

La voz de Gladys sonó aguda e histérica. Ay, no, pensó Norma Jeane. Por favor, no.

Gladys pasó rápidamente junto al banco, cubriéndose los ojos y sollozando. Era el mismo banco donde madre e hija se habían sentado varias veces y desde él se veía un arroyuelo. Ahora Gladys hablaba de terremotos. Recientemente había habido temblores en la zona de Los Ángeles, pero ningún terremoto. Por las noches entraba gente en su habitación, dijo Gladys, y la filmaban. Le hacían cosas raras con instrumentos quirúrgicos. Animaban a otros pacientes para que le robaran. Esas cosas pasaban durante los terremotos porque entonces no había nadie al mando. Pero tenía suerte: no la habían matado. No la habían asfixiado con una almohada.

—Respetan a los pacientes que tienen familia, como yo. A mí me dan un trato especial. Las enfermeras siempre están preguntando como unas tontas: «¿Cuándo vendrá a verla Marilyn, Gladys?». Y yo les digo: «¿Cómo quieren que lo sepa? Sólo soy su madre». Me preguntaron tantas veces si Marilyn iba a casarse con ese jugador de béisbol que al final les dije: «Si tanto les interesa, pregúntenselo ustedes. Tal vez les pida que sean damas de honor».

Norma Jeane dejó escapar una risita. Gladys hablaba con voz grave, atropellada, cada vez más rápida, y eso presagiaba problemas. Era la misma voz que en Highland Avenue había resonado por encima del rugido del agua hirviendo.

Había empezado a hablar así al salir del apestoso pasadizo, como si entonces se hubiera sentido fuera del alcance de la autoridad.

—Sentémonos, madre. Ahí hay un bonito banco.

—¡Un bonito banco! —gruñó Gladys—. A veces pareces idiota, Norma Jeane. Igual que los demás.

—Es una ma-manera de hablar, madre.

—Entonces aprende una mejor. No eres tonta.

En la fresca brisa que olía ligeramente a azufre, caminaron hasta el punto más apartado de los jardines de Lakewood, donde se alzaba una alambrada de casi cuatro metros, semioculta tras un seto de ligustro. Gladys cogió la alambrada y empezó a sacudirla. Era evidente que aquél era el propósito de su rápida caminata. A Norma Jeane la asaltó la aterradora idea de que también ella era una paciente. La habían llevado hasta allí con engaños y ahora era demasiado tarde para escapar.

Pero al mismo tiempo sabía que era una idea absurda. De acuerdo con las leyes de California, su marido habría tenido que dar su consentimiento. El Ex Deportista la adoraba y jamás le haría algo así.

¡Tal vez fuera capaz de matarla con sus fuertes y hermosas manos! Pero jamás la traicionaría, jamás le haría algo tan cruel.

—Ahora tengo un marido que me quiere, madre. Me ha cambiado la vida por completo. ¡Espero que algún día lo conozcas! Es maravilloso; un hombre tierno que respeta a las mujeres…

Gladys estaba agitada, excitada por la rápida caminata. Desde hacía unos años era un par de centímetros más baja que Norma Jeane, pero a ésta todavía le parecía que tenía que alzar la vista para mirar los fríos y ausentes ojos de su madre. Y esto sometía a su cuello a una tensión considerable.

—No has tenido un hijo, ¿no? —preguntó Gladys—. Soñé que había muerto.

—Murió, madre.

—¿Era una niña? ¿Te lo dijeron?

—Tuve un aborto espontáneo, madre. Fue en la sexta semana. Estuve muy enferma.

Gladys asintió con gesto grave. No parecía sorprendida por esta revelación, aunque era evidente que no la creía.

—Una decisión sensata —dijo.

—Fue un aborto espontáneo, madre —replicó Norma Jeane con brusquedad.

—Della fue madre y abuela y ésa fue su recompensa al final. Tuvo una vida difícil; le causé mucho dolor. Aunque al final fue feliz —los ojos de Gladys reflejaron un súbito brillo malicioso—. Pero si tú haces lo mismo, Norma Jeane, no puedo prometértelo.

—¿Prometerme qué? No te entiendo —preguntó Norma Jeane, desconcertada.

—No puedo ser una de ellas. Una abuela. Como ella. Es mi castigo.

—¡Ay, madre! ¿Qué dices? ¿Tu castigo por qué?

—Por entregar a mis preciosas hijas. Por dejar que murieran.

Norma Jeane se apartó de su madre, empujando el aire con las manos como si empujara una pared. ¡Era imposible! No se puede hablar con una enferma mental. Una esquizofrénica paranoide. Era como una de esas exasperantes improvisaciones en las que el profesor proporciona ciertos datos a un actor y se los oculta a un segundo, obligando a este último a entrar en una escena sin saber lo que pasa.

Ella crearía una escena nueva.

En el escenario, basta con desplazarse a otro espacio para crear una nueva escena. Sólo hay que proponérselo.

Cogió a Gladys por su delgado, nervudo y reticente brazo y tiró de ella, conduciéndola otra vez al camino de grava. ¡Ya estaba bien! Norma Jeane estaba al mando. Era ella quien pagaba las exorbitantes facturas del hospital de Lakewood; era la pariente más cercana de Gladys Mortensen y su tutora legal. ¡Hijas! Gladys sólo tenía una hija: Norma Jeane.

—Te quiero, madre, pero me haces mucho daño —dijo—. Por favor, no me hagas daño. Sé que no estás bien, pero ¿no puedes intentarlo? ¿No puedes esforzarte por ser más agradable? Cuando tenga hijos, jamás los lastimaré. Los amaré para que sigan vivos. Tú eres como una araña en su tela. Como una de esas arañas violín, ¡las más peligrosas! Todo el mundo piensa: «Marilyn Monroe ha de estar forrada», pero lo cierto es que no tengo dinero, me paso el día pidiendo préstamos; yo pago tu estancia aquí, en un hospital privado, y tú me envenenas. Corroes mi corazón. Mi marido y yo queremos hijos. Él desea tener una gran familia y yo también. ¡Quiero seis hijos!

—¿Cómo vas a amamantar a seis? —bromeó Gladys—. Ni siquiera Marilyn podría hacer algo semejante.

Norma Jeane rió, o lo intentó. ¡Era tan gracioso!

Llevaba la preciada carta de su padre en el bolso.

—Siéntate, madre. Tengo una sorpresa para ti. Tengo que leerte algo y no quiero que me interrumpas.

El Ex Deportista hacía constantes viajes de negocios. La Actriz Rubia fue a ver una obra de un dramaturgo contemporáneo al Teatro Pasadena.

La llevaron unos amigos. Cada vez que el Ex Deportista pasaba una noche fuera, ella asistía a alguna representación en un teatro local. En esta etapa de su vida, la Actriz Rubia tenía muchos amigos de círculos diferentes, personas a las que el Ex Deportista no conocía. Escritores, actores, bailarines. Uno de ellos era su profesor de pantomima.

En el Teatro Pasadena, algunas personas del público miraban con disimulo a la Actriz Rubia, que parecía sinceramente conmovida por la obra. No estaba vestida con ropa llamativa ni llamaba la atención. Sus amigos se sentaron a ambos lados de ella, protegiéndola.

Se comentó que, al final de la función, mientras el público se dispersaba, la Actriz Rubia había permanecido pegada a la butaca, como en trance.

—Ésta es una auténtica tragedia —murmuró—. Te rompe el corazón.

Más tarde, mientras tomaban una copa, dijo:

—¿Sabéis una cosa? Me casaré con el dramaturgo.

«¡Tenía un sentido del humor increíble! Decía las cosas más inverosímiles con gesto serio e infantil. Era lógico esperar que un individuo feo y pendenciero como W. C. Fields fuera mordaz. Igual que cabía esperar ocurrencias surrealistas en un tipo con el bigote y las cejas de Groucho Marx. Pero a Marilyn estas cosas le salían de manera espontánea. Era como si en su interior algo le dijera: “Escandaliza a esos cabrones. Déjalos de una pieza”. Y lo hacía. Y lo que decía más tarde la atormentaba o le hacía daño, cosa que ella parecía saber de antemano, pero ¿qué más daba?»

Otra vez en su habitación de Lakewood, Gladys trepó débilmente a la cama. No necesitó la ayuda de Norma Jeane. No había dicho una sola palabra desde que Norma Jeane le leyera la carta con voz serena, melodiosa, desprovista de rencor, y seguía callada. Norma Jeane la besó en la mejilla y murmuró:

—Adiós, madre. Te quiero.

Gladys no respondió. Ni siquiera miró a Norma Jeane. Ésta se detuvo en la puerta y vio que su madre se había girado de cara a la pared y miraba los chillones y chabacanos colores del Sagrado Corazón de Jesús.

Tenía algo que ver con la Pascua.

Habían llevado a la Actriz Rubia a la Casa de Expósitos de Los Ángeles en una limusina negra con asientos aterciopelados y suntuosos como el interior de un ataúd. El Chófer Sapo, con uniforme y gorra de visera, estaba sentado al volante.

La Actriz Rubia llevaba varios días sintiéndose emocionada, expectante. En cierto modo, aquello era como un debut cinematográfico. Hacía tiempo que quería volver al orfanato a visitar a la doctora Mittelstadt, la mujer que había cambiado el curso de su vida. «Para darle las gracias.»

Quizá (la Actriz Rubia esperaba que fuese un gesto natural, nada forzado) rezarían juntas en la intimidad del despacho de la doctora. ¡Arrodilladas sobre la alfombra!

El Ex Deportista no aprobaba muchas de las apariciones públicas de la Actriz Rubia. Excusándose en su papel de marido protector, decía que dichas apariciones eran «vulgares», «explotadoras», «indignas de mi esposa». Sin embargo, estuvo de acuerdo con esta visita. Durante años, antes y después de su retiro, él mismo había visitado a menudo orfanatos, hospitales e instituciones benéficas. La advirtió de que algunos niños, en especial los enfermos, podrían romperle el corazón. Pero de todas maneras era emocionante. Uno sentía que hacía el bien, que causaba una buena impresión, que creaba recuerdos positivos.

En tiempos pretéritos, los reyes y las reinas acudían a lugares semejantes para bendecir a los enfermos, los tullidos, los marginados y los condenados, pero, en la actualidad, los únicos que hacían algo parecido en Estados Unidos eran personas como el Ex Deportista y la Actriz Rubia, que estaban obligadas a «poner su granito de arena».

Pero no permitas que la prensa te asedie, advirtió el Ex Deportista.

No, claro que no, respondió la Actriz Rubia.

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