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CUARTA PARTE - Caza mayor » 107

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En medio del interminable atasco, Henri pensó en Gina Prazzi, recordando cómo sus ojos se habían agrandado cuando él le disparó, preguntándose si ella había entendido lo que él hacía. Era algo muy significativo. Gina había sido la primera persona que mataba por satisfacción personal desde que había estrangulado a aquella chica en el remolque veinticinco años atrás.

Y ahora había matado a Mieke por la misma razón, no por dinero.

Algo estaba cambiando en su interior.

Era como una luz que se filtrara bajo la puerta, y él no podía abrirla de par en par para ver el brillo cegador, ni tapiar el resquicio y escapar.

Ahora se multiplicaban los cláxones y notó que el taxi había llegado a la intersección de Pyramides y Rivoli, y se había detenido de nuevo. El conductor apagó el aire acondicionado y abrió las ventanillas para ahorrar gasolina.

Irritado, Henri se inclinó hacia delante y golpeó la mampara.

El conductor interrumpió su charla telefónica por el móvil para explicarle que la calle estaba abarrotada a causa de la comitiva del presidente francés, que acababa de salir del Elysée para dirigirse a la Asamblea Nacional.

—Yo no puedo hacer nada,

monsieur. Relájese.

—¿Cuánto tardaremos? —Quizás otros quince minutos. ¿Cómo saberlo?

Henri se enfureció aún más consigo mismo. Había sido estúpido ir a París como una suerte de epílogo irónico a la muerte de Gina. No sólo estúpido sino autocomplaciente, o quizás autodestructivo. ¿Era eso? «¿Resulta que ahora quiero que me pillen?».

Observó la calle por la ventanilla abierta, ansiando que la absurda caravana de políticos pasara de una vez, cuando oyó risas en una

brasserie de la esquina.

Miró hacia allí.

Un hombre con chaqueta azul, jersey rosado y pantalones caqui, un americano, por supuesto, le hacía una cómica reverencia a una joven con suéter azul. La gente que los rodeaba se puso a aplaudir y Henri miró con mayor atención. El hombre le resultaba conocido. Su mente se paró en seco.

No dio crédito. Quiso preguntarle al conductor si él veía lo mismo. ¿Eran Ben Hawkins y Amanda Diaz? «Porque me parece que me he vuelto loco».

Entonces Hawkins movió la silla de metal, la hizo girar, sentándose de frente a la calle, y Henri no tuvo más dudas. Era Ben. La última vez que había mirado el rastreador, Hawkins y la chica estaban en Los Ángeles.

Repasó el fin de semana hasta la noche del sábado, después de la muerte de Gina. Había enviado el vídeo a Ben, pero no había comprobado el rastreador GPS. No lo había hecho en un par de días.

¿Ben lo había descubierto y había tirado el chip?

Por un instante tuvo una sensación totalmente nueva para él: sintió miedo. Miedo de volverse chapucero, de distender su rígida disciplina, de perder la compostura. No podía permitir que ocurriera.

Nunca más.

Henri ladró que no podía esperar más. Pasó unos billetes al conductor, cogió la maleta y el maletín y se apeó.

Caminó entre los coches hacia la acera. Moviéndose deprisa, se agazapó en un recoveco entre dos tiendas, a sólo diez metros de la

brasserie.

Observó con el corazón palpitante mientras Ben y Amanda se marchaban del restaurante caminando del brazo por Rivoli. Dejó que se adelantaran y los siguió, manteniéndolos a la vista hasta que llegaron al Singe Vert, un hotelucho de la Place André Malraux.

Una vez que ambos entraron, Henri fue al bar del hotel, el Jacques' Americaine, contiguo al vestíbulo. Pidió un whisky al camarero, que trataba de flirtear con una morena de cara equina.

Bebió la copa y vigiló el vestíbulo por el espejo del bar. Cuando vio que Ben bajaba, giró en el taburete y observó que le entregaba la llave al encargado.

Henri memorizó el número bajo el gancho de la llave.

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