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CUARTA PARTE - Caza mayor » 108

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Ya eran las ocho y media cuando llegué a la Place Vendôme, un cuadrado enorme con calzadas por los cuatro lados y un monumento de bronce de veinte metros en el centro, en memoria de Napoleón Bonaparte. Al oeste de la Place está la Rue St. Honoré, paraíso de compras de los ricos, y frente a la plaza se yergue la apabullante arquitectura gótica francesa del hotel Ritz; piedra color miel, luces, toldos

demie-lune sobre las puertas y ventanas.

Caminé por la alfombra roja y atravesé la puerta giratoria para entrar en el vestíbulo y miré los suntuosos sofás, los candelabros que arrojaban una luz tenue sobre las pinturas al óleo y la cara feliz de los huéspedes.

Encontré los teléfonos internos y pedí a la operadora que me pusiera con Henri Benoit. Mis palpitaciones marcaron los segundos, hasta que la mujer respondió que esperaban a Monsieur Benoit, pero que aún no se había registrado. ¿Quería dejarle un recado?

—Volveré a llamar —dije—.

Merci.

No me había equivocado.

Henri estaba en París, o vendría pronto. Y se alojaba en el Ritz.

Al colgar el auricular, sentí un borbotón de emociones pensando en todas las personas inocentes que Henri había matado. Pensé en Levon y Barbara, y en los días y noches sofocantes que había pasado encadenado en una caravana, sentado frente a un lunático homicida.

Y luego pensé en Henri amenazando con matar a Amanda.

Me senté en un rincón desde donde vigilar la puerta, oculto detrás de un

International Herald Tribune, pensando que era lo mismo que vigilar desde un coche patrulla, aunque sin el café ni la cháchara de un compañero. Podía quedarme allí para siempre, porque al fin me había adelantado a Henri, ese maldito psicópata. Él no sabía que yo estaba allí, pero yo sabía que él vendría.

En las dos eternas horas siguientes, me imaginé viendo a Henri entrar en el hotel con su maleta, registrarse en la recepción. Yo lo identificaría a pesar del disfraz, lo seguiría al ascensor y le daría la misma sorpresa escalofriante que una vez él me había dado.

Aún no sabía qué haría después.

Tal vez amarrarlo, llamar a la policía y hacerlo detener bajo la sospecha de haber matado a Gina Prazzi. Pero eso era demasiado arriesgado. Pensé en meterle un balazo en la cabeza y entregarme en la embajada de Estados Unidos, para lidiar con la situación después.

Analicé la primera opción: los policías me preguntarían quién era Gina Prazzi y cómo sabía que estaba muerta. Me imaginé mostrándoles la película de Henri, en que el cadáver de Gina no se veía. Si Henri se había deshecho del cuerpo ni siquiera lo arrestarían. Y yo quedaría bajo sospecha. Más aún, sería el principal sospechoso.

Luego la segunda opción: me imaginé apuntándole con el 38, obligándolo a volverse, diciendo: «¡Las manos contra la pared, no te muevas!» Esa idea me gustaba.

Eso pensaba cuando entre las muchas personas que cruzaban el vestíbulo vi pasar a dos bellas mujeres y un hombre que se dirigían a la recepción. Las mujeres eran jóvenes y elegantes, anglófonas, hablaban y reían, prodigándole atenciones al hombre que iba entre ambas.

Entrelazaban los brazos como compañeros de estudios, y se separaron cuando llegaron a la puerta giratoria. El hombre se rezagó caballerosamente para cederles la delantera a las dos atractivas mujeres.

La euforia que sentí estaba a kilómetros de mi pensamiento consciente. Pero registré los rasgos blandos del hombre, su contextura, su modo de vestir. Ahora era rubio, usaba gafas grandes de montura negra, andaba un poco encorvado.

Así era como se disfrazaba Henri. Me había dicho que sus disfraces funcionaban porque eran sencillos. Adoptaba cierto modo de andar o hablar, y luego añadía algunos detalles visuales desorientadores pero recordables. Se transformaba en su nueva identidad. Y yo sabía esto al margen de la nueva identidad que él hubiera adoptado.

El hombre que iba con aquellas dos mujeres era Henri Benoit.

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