Beth

Beth


CAPÍTULO 28

Página 30 de 34

CAPÍTULO 28

El funeral se celebró en la iglesia de St Mary de manera discreta y sin boato alguno. Pocas personas acudieron a despedir al matrimonio Arundel, que se había ganado la antipatía de muchos a lo largo de los años.

Una vez se llevó a cabo el entierro, Beth se alejó de Branwell y Melinda, y fue a visitar la tumba de su madre.

Según le contaron, los antiguos empleados de Ascot Park, el señor Beckett y Branwell se encargaron de que el lugar de reposo de su madre estuviera siempre bien cuidado, y de que nunca faltara un ramo de flores sobre su tumba.

Beth se sentó delante de la lápida y depositó unas flores silvestres que acababa de coger cerca de la iglesia.

Durante unos minutos permaneció en silencio, sin percatarse de que alguien la observaba desde uno de los árboles que había allí cerca.

Branwell la miraba, fascinado. Pensaba que la serenidad que mostraba le daba un aire sofisticado, casi angelical.

Beth acarició la fría lápida y rezó por el alma de su madre. Era un momento de intimidad, como los que solían compartir en el pasado. Solo esperaba que allí donde estuviera, supiera que ahora tenía una existencia plena y casi feliz.

El sonido de un crujido a su espalda la sobresaltó. Se giró y se encontró con Branwell. Se levantó lentamente y sin decir palabra, empezaron a andar en dirección a Ascot Park.

Caminaron en silencio hasta que Branwell se detuvo, cuando ya estaban lejos de la iglesia.

—Beth, he estado pensando en algo durante estos días. —Beth permaneció callada, mientras Branwell la miraba fijamente—. Creo que el destino ha vuelto a reunirnos por alguna razón. Quizás todo lo que ha sucedido sea una señal.

—¿Qué quieres decir, Branwell?

Él se acercó a ella, y agarró sus manos entre las suyas.

—Ahora que hemos dejado atrás lo que pasó hace años, quizás sea el momento de empezar una nueva vida juntos, Beth.

Beth se puso tensa.

—Quieres decir que…

—Cásate conmigo, Beth. Recuperemos el tiempo perdido, todos esos años que podríamos haber sido felices. Ahora no tenemos ataduras, no tenemos a nadie que nos lo impida. Somos libres. —Beth quiso protestar, sin embargo, él la detuvo con un gesto de su mano—. Sé que no te merezco y sé que no tengo derecho a pedirte nada. Pero, por favor, hazme el hombre más feliz del mundo. Vuelve a mi lado. Te prometo que cuidaré de ti, que no te faltará nada, y que te amaré con todo mi ser, Beth. Porque siempre lo he hecho. Te quiero—dijo, acariciándole la mejilla.

Beth agachó la mirada, y en ese instante, un pensamiento cruzó su mente: La mirada del doctor MacGregor. Suplicante, anhelante, triste. El corazón de Beth latió desbocado al pensar en él.              

De repente, una suave brisa acarició su espalda. Miró hacia atrás. Parecía venir del cementerio. ¿Quizás una señal de su madre? Entonces, Beth miró a Branwell con determinación.

—Hace años, me hiciste esta misma propuesta, y acepté casarme contigo sin dudarlo porque te amaba. Sin embargo, me temo que ahora ya no es así, Branwell. No puedo casarme con alguien a quien ya no quiero. El paso del tiempo hizo posible que dejara de amarte. No obstante, te aprecio como amigo, ese afecto nunca desaparecerá—respondió para disgusto de Branwell, que en ese momento se sintió derrotado—. Comprende que, dadas las circunstancias, no puedo aceptar tu propuesta. Ninguno de los dos sería feliz. Tú porque te darías cuenta de que te casaste conmigo por no sentirte culpable ni solo, y yo porque mi corazón nunca volvería a corresponderte. Además, hay…

Branwell inclinó la cabeza, pensativo. Había algo que se le escapaba. Entonces, agarró a Beth del mentón y la observó con detenimiento.              

Enseguida leyó en sus ojos lo que no había sido capaz de ver por su egoísmo. En todo este tiempo, solo había estado pensando en su desdichada suerte, no en la felicidad de Beth. Y lo vio claro. Su corazón ya tenía dueño.

—¿Cómo se llama? —inquirió él.

Beth abrió mucho los ojos, sorprendida, y a continuación, contestó con timidez:

—Cameron MacGregor, es médico. Trabajo a su servicio.

Branwell suspiró con resignación.

—¿Y él te corresponde?

Beth negó con la cabeza, y Branwell volvió a acariciar su mejilla.

—No te preocupes. Estoy seguro de que, en algún momento, se dará cuenta de lo maravillosa que eres, y ya no podrá vivir sin ti. Espero que no sea tan estúpido como yo, y se dé cuenta a tiempo—dijo Branwell con una triste sonrisa. Entonces, abrazó a Beth, estrechándola entre sus brazos con fuerza—. Por favor, prométeme que serás feliz.

Beth asintió, emocionada, con lágrimas en los ojos.

—Haré lo que pueda.

Él agarró su rostro entre sus manos.

—Y no lo dudes nunca. Si me necesitas, estaré aquí siempre, ¿de acuerdo, mi dulce Beth? —aseveró él, mirándola, sonriente.

Beth sonrió y asintió. Los dos pusieron rumbo a Ascot Park con la grata sensación de haber puesto fin a algo que quedo inacabado. Ahora volvían a reír juntos, a disfrutar de su mutua compañía, dejando atrás cualquier atisbo de rencor o dolor.

Al día siguiente, Beth se preparó para viajar a Faringdon, donde pasaría unos días en casa de lady Olivia Garamond, su antigua alumna.              

Melinda se marchó a Londres unas horas antes, despidiéndose de Beth en la entrada de Ascot Park.

—Ya sabes que puedes venir cuando quieras a Londres, y el año que viene intentaré ir con los niños a Escocia a hacerte una visita.

—Eso sería maravilloso, Melinda—respondió Beth, emocionada.

—Y mantenme informada sobre tu doctor. Espero que pronto me cuentes buenas noticias a ese respecto—dijo en voz baja y guiñándole un ojo.

Beth negó con la cabeza y se rio.

—No tienes remedio.

A continuación, su amiga se subió al carruaje.

—¡Ya sabes que no! Adiós, Beth, querida—dijo, lanzando un beso al aire, mientras se alejaba.

Unas horas más tarde, Beth se dispuso a abandonar Ascot Park para siempre. Antes de subirse al coche de caballos, se despidió de Branwell con un afectuoso abrazo.

—Sé feliz, mi dulce Beth. Y recuerda que siempre estaré aquí si me necesitas—aseveró, mirándola con ternura.

Beth sonrió.

—Igualmente, Branwell.

Mientras el carruaje se alejaba, Beth observó por última vez su viejo hogar. Aquel gigante de fría piedra se mantenía imperturbable y sereno, sabiendo que pronto perecería engullido por el olvido y la soledad.

Beth deseaba con todo su ser que Branwell encontrara su propio camino algún día, igual que ella parecía haber encontrado el suyo. Rezaría porque así fuera.

Cuando Beth se marchó, Branwell entró en la casa, y se dispuso a preparar su equipaje. En unas horas, él también abandonaría Ascot Park para siempre.

Justo antes de emprender el viaje, Branwell vio a un hermoso petirrojo posado en el quicio de una de las ventanas de la casa. De repente, este abrió las alas, y emprendió el vuelo, alejándose de Ascot Park para no volver nunca más.

◆◆◆

Kensington Hall, Faringdon, Oxfordshire.

Olivia observó desde la ventana de uno de los enormes salones de Kensington Hall la llegada del carruaje. Emocionada y pletórica, salió de la casa. El coche de caballos se detuvo delante de ella, y Beth salió a su encuentro. A continuación, se fundieron en un sentido abrazo.

—¡Bienvenida, señorita Arundel! ¡Dios mío, tenía tantas ganas de verla! —exclamó Olivia.

Beth sonrió.

—Yo también tenía muchas ganas de verte. Espero que mi visita no sea inoportuna. Todo fue más rápido de lo esperado y me temo que no te avisé con demasiada antelación.

—Descuide, señorita Arundel, todo está preparado. He ordenado que arreglen el cuarto de invitados que da al jardín, tiene las mejores vistas. ¡Vamos, entremos! —la instó Olivia, agarrándola del brazo—. Por cierto, le doy mi más sentido pésame, señorita Arundel. Espero que la estancia en Kensington Hall le anime un poco—comentó, más seria.

Beth la miró con ternura.

—Gracias, Olivia.

Entraron, y después de que Beth le entregara su capa y su sombrero a una sirvienta, Olivia la condujo al salón.

Allí estaba la niñera, la señora Forbes, que sostenía en sus brazos al pequeño John, de tan solo tres meses. John George Elliot Garamond observaba todo con sus preciosos ojos azules abiertos de par en par. Tenía la cara redonda, la nariz pequeña, y Beth comprobó que había heredado el pelo rubio de su madre. Olivia cogió al niño, que estiró los bracitos al verla, y se lo mostró a Beth, que sonrió dulcemente.

—Este es nuestro pequeño John. ¿A qué es precioso? —dijo Olivia, apoyando tiernamente su mejilla en la de su hijo.

Beth asintió.

—Desde luego.

Las dos se sentaron, y Olivia dejó que Beth sostuviera al niño. El pequeño la miró con curiosidad y enseguida empezó a tocar su rostro. Beth le hizo un par de carantoñas, y John se mostró feliz.

—Le ha caído usted bien, señorita Arundel—afirmó Olivia.

Beth la miró, sonriente.

—Eso parece.

A continuación, Olivia hizo las pertinentes presentaciones. La señora Forbes y Beth intercambiaron saludos cordiales y conversaron brevemente.

La señora Forbes era una mujer de mediana edad, corpulenta, de semblante amable, y actitud campechana. Sus formas eran correctas y parecía tener buena sintonía con el pequeño John.

Minutos después, Olivia permitió que la niñera se ausentara, ya que ellas se harían cargo del pequeño. Una vez a solas, tuvieron la oportunidad de ponerse al día.

—Lawrence vendrá más tarde. Cada mañana, atiende todos los asuntos que tienen que ver con Faringdon. Y por las tardes, nos dedicamos tiempo a nosotros. A veces, visitamos a amigos o familiares, o recibimos visitas.

—Entonces, ¿eres feliz aquí?

—¡Oh, por supuesto! La gente es muy amable y tengo muy buenos vecinos. Y bueno, con Lawrence la relación es excelente. ¡Oh, le quiero tanto, señorita Arundel! Me siento muy afortunada —contestó, soñadora.

El pequeño John hizo unos gorgoritos y estiró los bracitos, indicando que quería volver con su madre. Esta le cogió en brazos y le dio unos besos en sus sonrosadas mejillas. El niño reía y balbuceaba ante las muestras de afecto de su madre. Beth no podía creerse todavía que aquella dulce niña que ella educó ahora fuera madre.

—Me alegra muchísimo saber que todo va bien.

Entonces Olivia puso gesto serio.

—La única pena es que tenga tanta prisa por irse. Supongo que por Escocia todo va bien.

Beth asintió.

—Sí, la verdad es que sí. Y ya sabes lo que siempre te decía, uno no debe abusar de sus anfitriones quedándose más tiempo del debido. Además, tengo que volver al trabajo. La señora Wallace fue muy considerada al darme más días de permiso. No debo abusar de su generosidad.

—Así que está contenta—concluyó Olivia.

—Sí. Por cierto, ¿cómo están tus padres?

Olivia se encogió de hombros.

—Bien, vinieron a ver a John cuando nació, y ya está. Ya sabe que no son padres demasiado afectuosos. En cambio, mis suegros suelen venir a menudo. Son encantadores y adoran a John ¿verdad? —dijo Olivia mirando a su hijo—. Todo va bien. Solo me falta una cosa.

Beth la miró, extrañada.

—¿El qué?

—Que usted se case por fin—contestó la joven, sonriente.

Beth se rio ante el comentario. Afortunadamente, Olivia seguía siendo la misma, pensó.

Durante sus dos días de estancia en Kensington Hall, tuvo tiempo de acompañar a la joven pareja en sus actividades diarias, y conocer a algunos de sus amigos y familiares.

Fardingdon era un lugar tranquilo, donde la vida transcurría de forma apacible y monótona. Como en Callander, había gente de toda condición, y Olivia y Lawrence tenían buen trato con todos.

Según le comentaron algunos vecinos, eran una pareja apreciada por todo el mundo por su amabilidad y su trato respetuoso.

Lawrence demostró ser un marido atento y cariñoso, un hombre honorable, que se preocupaba por su familia.

A Beth le alegró ver que Olivia había conseguido tener lo que muchos anhelan: Un matrimonio próspero y feliz.

En su última noche en Kensington Hall, Olivia y ella tuvieron la oportunidad de quedarse a solas, y compartir confidencias.

Fue entonces cuando Beth decidió contarle toda la verdad sobre sus orígenes.

—Esto sí que ha sido una sorpresa. Aunque después de escuchar todo lo que me ha contado, entiendo que guardara sus orígenes en secreto. Quizás yo también hubiera actuado así si estuviera en su lugar. De todas maneras, para mí usted siempre será mi querida señorita Arundel. Eso nunca cambiará por muy hija del barón de Ascot que sea—aseveró Olivia.

Beth sonrió, aliviada, al comprobar que Olivia no se había enfadado con ella por haberle ocultado algo tan importante.

—Así que, su antiguo amor volvió a pedirle matrimonio después de todo el daño que le hizo. ¡Qué descaro! Aunque eso demuestra que usted es inolvidable, señorita Arundel—afirmó Olivia. En ese momento, miró a su antigua institutriz con sumo interés—. Pero hay alguien en su corazón, puedo notarlo. Déjeme pensar. —Estrechó la mirada, llevándose el dedo índice al mentón, y al instante, chasqueó los dedos—. ¡Ya sé! Es ese médico escocés ¿verdad?

Beth se rio.

—Debe ser que lo llevo escrito en la frente—respondió, divertida.

—Sigo siendo buena para estas cosas. ¿Y él con usted…?

Beth se encogió de hombros.

—Nos llevamos bien, eso es lo importante.

—Si dependiera de mí, estaría usted ya con un anillo en el dedo y camino del altar—aseveró.

—No lo dudo. Sé de lo que eres capaz. ¿Sigues haciendo de celestina?

—A veces, cuando estoy segura, claro está. No siempre se acierta.

—Siempre tuviste buen olfato para esas cuestiones. No sé cómo lo consigues.

—Usted me enseñó que es mejor observar y estudiar el terreno antes de actuar. Y me gusta observar a la gente. Ves lo que los demás pasan por alto.

—Eso desde luego.

—Y he aprendido que muchas veces necesitamos un pequeño empujoncito para conseguir lo que deseamos. No vale de nada lamentarse sin haber hecho nada, ¿no cree? —dijo Olivia, intentando que leyera entre líneas.

Beth comprendió lo que quería decir y asintió en respuesta. Ahora los papeles habían cambiado, y era Olivia quien le daba consejos a ella.

Se sorprendió al darse cuenta de lo rápido que pasa el tiempo. Su alumna se había convertido en madre y esposa, había madurado y había adquirido cierto grado de sabiduría.

Por supuesto, tendría en cuenta su consejo, ya que Olivia era una persona versada en estas cuestiones, y solo buscaba su felicidad.

Al día siguiente partió hacia Callander, despidiéndose de Olivia con la promesa de volver a verse pronto. Ponía rumbo a Escocia con el corazón abierto y el alma dispuesta.

Su existencia había dado un vuelco. Ya no tenía los mismos miedos, ni las mismas inquietudes. Su pasado había quedado enterrado, y los viejos fantasmas se habían ido.

Ir a la siguiente página

Report Page