Berta

Berta


Capítulo II

Página 4 de 12

I

I

León Sarlanga se repantigó en la butaca y chupó fuerte el habano. Ante él tenía a su anciana madre y no lejos a sus dos hermanos, sus esposas y sus hijos. Sonrió. Era grato volver a casa después de tantos años y encontrarse con seres queridos, que, gracias a su ayuda material y espiritual, eran felices y no carecían de nada.

—¿Piensas estar mucho tiempo entre nosotros?

León se echó a reír. Era un hombre alto, fuerte, casi corpulento. Tenía el pelo muy negro y los ojos oscuros, de mirada penetrante y grave, en el fondo un poco sarcástica. Sonreía siempre y su sonrisa parecía destilar optimismo.

—Vengo para quedarme —dijo—. Pienso poner aquí un buen negocio. Lo montaré a base de seguridad. He sido un buen negociante en América. Justo es que ahora lo sea en mi patria. Tengo que estudiar las posibilidades.

—¿Quedarte entre nosotros? —preguntó ilusionada la anciana madre.

León se puso en pie y fue hacia ella. Le acarició el blanco cabello y se inclinó para besarla en la frente. Era aquella mujer lo que más le ligó a la patria después de tantos años lejos de ella. ¿Cuántos? Dieciocho años o más. Consiguió lo que quería, pero tras múltiples sacrificios.

Suspiró. Estaba de nuevo entre los suyos. Fueron días aquellos, lejos de su patria y de su hogar, capaces de desesperar a un santo. Él no fue nunca un santo y no se desesperó hasta el extremo de morirse de hambre y de desolación. Tenía una voluntad firme, logró sobreponerse y hacer dinero. ¿Cuánto dinero? Mucho. Una colosal fortuna vendiendo carbones y minerales.

—Quedaré en España, madre —dijo—. Aún no sé dónde ni con qué me estableceré. De lo único que estoy seguro es de que me quedaré cerca de vosotros; en mi patria, que tanto añoré estos años —se quedó mirando a sus familiares—. ¿Y vosotros? ¿Cómo os arregláis vosotros?

—Bien, gracias a ti —dijo el hermano menor—. Hemos comprado ganado y terrenos. Madre quiso que lo compráramos a tu nombre, pues el dinero es tuyo.

—En modo alguno. Lo que yo os mandé es vuestro Muy vuestro.

Dio unos pasos por la estancia.

—Pero es que…

—No hay pues ni ques —refutó rotundo—. Me alegro de que hayáis disfrutado de lo que os mandé y a la vez veo el resultado. Esta hacienda creció y vivís todos felices. Es lo importante.

—¿Vivirás con nosotros mientras no te establezcas? —preguntó el otro hermano.

—Si no os estorbo…

Protestaron las dos cuñadas.

—¿Cómo puedes pensar eso, León? Nos sentimos todos orgullosos. Tal como tú deseabas nos llevamos bien entre todos. No tenemos jamás una disputa. Estos bienes son de todos y todos los disfrutamos.

—Eso es, precisamente, lo que yo siempre soñé —suspiró—. Por lo pronto voy a descansar una temporada. Mis negocios han sido cancelados allá, y buena parte de mi capital lo he trasladado a España. He conseguido, pues, lo que deseaba.

La anciana le puso una mano en el brazo.

—León, no olvides que tienes cuarenta años y sigues soltero.

El hijo emitió una risita ahogada.

—No hay tiempo para todo, mamá. Uno se casa o se hace rico. Yo preferí lo último. Cuando salí de aquí, hace tantos años, te lo dije, ¿recuerdas?: «Madre, no puedo continuar en esta miserable vida. Tengo que hacer dinero. Me marcho. Ya sabrás de mí».

—Lo recuerdo, hijo —sollozó la anciana.

León le pasó un brazo por los hombros.

—No llores. Jamás dejaste de saber de mí. Nunca me olvidé de ti, que hiciste todo lo posible por educarme bien y con provecho. No pudiste darme una carrera. No fue tuya la culpa.

Sonreía al hablar. No era un hombre elegante, era, simplemente un hombre fuerte, varonil, firme en sus convicciones. Apretó entre las suyas una mano de la anciana y la oprimió con calor.

—Cuando uno trabaja y lucha —susurró— no tiene tiempo para pensar en sí mismo, pero ahora pensaré. Tal vez busque mujer en España y me case, aunque pienso si será demasiado tarde.

—Nunca es tarde para eso —dijo una cuñada—. Además tú eres joven aún.

—No te olvides que tengo cuarenta años.

—No lo parece, hijo mío; te has conservado bien.

León volvió a sonreír. ¡Joven! No lo era en modo alguno. A veces se sentía demasiado cansado. Otras sonreía jovial y le parecía que el mundo con todos sus componentes le pertenecía. Después de tantos años de ausencia, el regreso a su casa, la vida junto a los suyos, le producía como una extraña, pero grata plenitud. ¡Casarse! Pues sí, hubiera sido lo más hermoso: un hogar, unos hijos, una esposa…

—Voy a dar una vuelta —dijo de repente, como si tuviera miedo a ahondar en sus propios anhelos—. Hace muchos años que no veo a mis paisanos.

De pronto empezó a preguntar por personas conocidas, compañeros que fueron suyos antes de marchar, amigos entrañables que nunca olvidó.

El hermano menor fue respondiendo a todo con satisfacción. Unos se habían casado, otros muerto, algunos se habían ausentado de la ciudad.

—Sí —admitió—, fueron demasiados años. Hasta luego. Vendré a cenar a la hora de siempre —y, riendo, añadió—: Porque supongo que en esta casa imperarán las mismas costumbres que impuso mi padre.

—Las mismas, hijo —dijo la anciana.

—Así me gusta, madre. Uno piensa que todo sigue igual.

Uno de los hermanos lo acompañó hasta el porche.

Le puso una mano en el hombro y dijo:

—Sigue igual con grandes diferencias, León. Antes luchábamos como locos para mantener la familia. Eramos demasiado jóvenes y padre estaba enfermo. —Su voz se enronqueció—. Te debemos mucho.

—Me ofendes diciéndome eso. No hablemos más.

—¿Sabes lo que dice madre que hizo con el primer dinero que mandaste? Pagar las deudas de la farmacia. Padre gastaba mucho en medicina.

—¡Aquello pasó!

—Mira —y extendió el brazo—. ¿Ves todas esas tierras? Las hemos comprado durante estos años. Todo el dinero que mandabas lo empleamos en aumentar la hacienda. Hoy somos de los hacendados más ricos de la comarca. Y nos miran con respeto, ¿sabes? Nadie ignora que se lo debemos al hermano indiano, pero eso a nosotros no nos humilla. Al contrario, nos llena de orgullo.

—¿Quieres enternecerme? —gruñó León.

—Pretendo demostrarte que no hemos tirado ni un real. Al principio yo no recuerdo. La verdad es que ni siquiera recuerdo cuándo marchaste. Pero le oigo hablar a madre. Siempre, desde muy niños, nos decía cómo te habías ido. Llevabas dos camisas, mil pesetas que madre pidió a un amigo y que luego le pagó… A los seis meses justos de marchar, les giraste seis mil pesetas.

—¿Quieres callarte?

—Un día —dijo— tendrás que decirme cómo ganaste tanto dinero.

—Trabajando. Trabajando día y noche sin descanso, sin sosiego, sin dormir… Ya te contaré, ya.

Atravesaron el patio y se detuvieron junto al enorme «Cadillac» color azul marino.

—¡Qué hermosura! —exclamó el hermano menor.

—Te enseñaré a conducir. Además, para estos terrenos se necesita un

jeep. Os lo compraré. Hasta luego.

* * *

Sentía una rara emoción, que doblegaba. Sus antiguos amigos. Aquellos con los cuales trabajaba en los campos, pescaba en los ríos, picaba piedra en las canteras. Todos, o la mayor parte, estaban reunidos allí, le sonreían, le propinaban fuertes palmadas en los hombros, lo miraban con admiración.

—Muchacho —dijo uno emocionado—. ¡Cuánto has cambiado! Ahora pareces un señorón. Ni más ni menos como si vivieras en Las Fincas.

Las Fincas denominaban en la ciudad a las casas-palacios de los ricos del pueblo. Aquellos que vivían en la parte alta, en una calle ancha y elegante, a donde no todo el mundo tenía acceso. Gentes que poseyeron siempre grandes fortunas y no se codearon jamás con la masa que vivía en la parte baja.

—No necesito vivir en Las Fincas —rio— para considerarme todo un hombre.

—Dicen por ahí que vienes rico.

Amplió la sonrisa.

—Me siento satisfecho de mí mismo.

De pronto todos enmudecieron y miraron hacia la calle. Una mujer alta, elegantemente vestida, de negro pelo y ojos verdes, cruzó la acera con el devocionario en la mano y el velo en la cabeza.

—¿Quién es? —preguntó con curiosidad.

—La viuda.

—¿La viuda?

—Sí —dijo uno con coquería—. Y tú la conoces. Recuerdo que cuando eras un chaval, te apostabas tras la verja de su casa y mirabas…

León frunció el ceño. La mujer en cuestión se perdía en la iglesia y el grupo volvió a prestar única atención al millonario que regresaba después de tantos años.

—¿Acaso es Berta Yenes?

—La misma.

—¡Ah!

No sabía que se había quedado viuda. A decir verdad, tampoco sabía que se había casado. Fue, en efecto, su gran amor de, jovenzuelo. ¿Cuántos años tendría entonces? Muy pocos. Empezaba a soñar. Después no tuvo tiempo para ello. Los sueños se convirtieron en horas interminables de trabajo. Suspiró. Siempre suspiraba cuando llegaba a una conclusión indefinida.

—Una mujer extraordinaria —ponderó uno.

Los otros se enfrascaron en el juego de naipes. León aprovechó y preguntó a su interlocutor desocupado:

—¿Con quién se casó?

—Con un médico. Un médico muy rico que murió al poco tiempo de casarse. Creo que a los dos años o así.

—¿Y dejó hijos?

—Dos. Un niño y una niña. Ahora ya son mocitos.

—¿Y ella no volvió a casarse?

—Pues no. Parece que los hombres no le interesan —bajó la voz—. Y no creas, ¿eh? La han pretendido todos los ricachos. Pero ella…

—¿Tan enamorada estaba de su marido?

—Comprenderás que, aunque lo estuviera, quedó viuda a los diecinueve años. Una criatura. Yo pienso que los hijos…, la existencia de esos dos hijos, la contuvo. Yo sé de buena tinta que su madre y sus hermanos deseaban que se casara de nuevo, pero ella…, ni hablar.

Se alzó de hombros. Él la admiró siendo casi una criatura. ¡Fue absurda su admiración! Jamás le dijo nada. ¿Quién iba a atreverse a decirle nada a la hija del acaudalado don Ramón? Hubiera sido estúpido por su parte y él jamás fue un estúpido.

—¿Os apostáis aquí para verla a diario? —preguntó.

—Pues… te diré. Alguno sí; por ejemplo, Ricardo… Tú no lo conoces —cuchicheó—. Es aquel que está al otro lado de la ventana. Dicen que está loco por ella. Es notario de la ciudad, ¿sabes? Por dinero no se queda el asunto. Ella lo rechazó reiteradamente, y ahí lo tienes, todos los días esperando a que ella pase frente al café, camino de la iglesia.

—¿Va todos los días a la iglesia?

—No. Una o dos veces por semana. Pero como no tiene días fijos…, ahí se pasa don Ricardo media tarde apostado junto al ventanal —y, bajando la voz, añadió—: Es guapa, ¿sabes? Escandalosamente guapa.

—Ya lo he visto.

Se despidió de los amigos y cruzó la calle. Subió al auto y se dirigió de nuevo a su casa. Eran las nueve de la noche cuando se sentó bajo el porche junto a su hermano Andrés.

—Es la mejor hora del día —ponderó—. Da gusto sentarse aquí y sentir esa cálida brisa que produce cierto cosquilleo emocional. Estuve lejos de la patria mucho tiempo —susurró echando la cabeza hacia, atrás y apoyándola en el respaldo—. Uno siente nostalgia. Tú no sabes lo que es eso, Andrés. Y es curioso —añadió reflexivo, sin moverse ni mirar a su hermano—. Sentí más nostalgia al final que al principio. Primero fui con el ansia de hacer dinero, de cubrir todas las necesidades de la familia. Fueron días horribles aquellos primeros. Lloré, ¿sabes? Lloré muchas veces apoyado en la dura almohada… —pasó los dedos por la frente—. Lastima el recordar y a la vez produce cierto placer. No creas que me siento ahogado por la emoción. Tal vez la sienta, pero ello se debe a la época que superé y por la cual empecé a conocerme a mí mismo.

—Me hago cargo. Aquí recibíamos cartas optimistas. Jamás te quejabas.

—Era mi deber, ¿no? Nuestros padres no podían llorar por mí, pues entonces hubiera sido mejor quedarse.

—Ciertamente.

—Oye, Andrés. ¿No has oído nunca hablar de Berta Yenes? Es muy hermosa.

—Por cierto. Tiene unos hijos muy orgullosos. Ya sabes lo que son los chiquillos. Mis hijos van al mismo colegio que ellos fueron un día, antes de estudiar el Bachillerato. Allí se conocieron. Jamás les dirigieron la palabra. Después ingresaron en otros colegios. Estudiaron en Madrid… En fin… No se codean con nadie.

—La madre no me pareció que fuera orgullosa cuando era joven.

—No lo fue. Yo no tuve tiempo de conocerla mucho. Ya sabes, uno ocupado en la hacienda…, se pasó la vida sin darse cuenta de que lejos de aquí existía otro mundo.

—Comprendo.

—Te hablo por oídas. Su marido murió del corazón. Casi de repente. Ella estuvo mucho tiempo sin salir de casa. Cuando lo hizo vestía de negro. Yo recuerdo eso, sí, de verla en misa. Era una mujer preciosa. Oye…, ¿por qué me hablas de ella?

—Por nada —rio León campechano—. La vi esta tarde.

—A ti te gustaba algo. Lo dice siempre Paulino.

Este apareció tras ellos fumando la ancha pipa. Era un hombre alto, tanto o más que León. Tendría por lo menos cincuenta años y siempre fue el jefe de familia y el que trabajó la tierra ayudando a su padre mientras este pudo, y más tarde solo, ayudando, como León desde lejos, a todos los suyos.

Se derrumbó en una silla y escupió un poco de tabaco.

—¿Qué habláis de mí?

—Decía a León que cuando hablas de Berta Yenes, dices que a este le gustaba.

Paulino soltó la carcajada.

—Y tanto. Recuerdo que le escribía papelitos y los echaba al aire desde la ventana. Y lo curioso es que ella era una cría.

—Una cría muy guapa —dijo León cachazudo.

—Eso es verdad. Siempre fue endiabladamente guapa. Lo que no me explico es cómo se casó con aquel médico delgaducho y enfermizo, que la dejó sola a los dos años.

—Cosas de familia, seguramente —opinó Andrés.

—Seguro. Esa gente rica lo arregla todo así. No miden los resultados y ahí tenéis a una mujer que pasó por la vida sin pena ni gloria.

—Tal vez se case aún.

—¿Después de tener hijos casaderos? —rezongó Paulino—. No lo creo.

—¿Y crees que estaba enamorada?

—¿De su marido? —sacudió la pipa—. Claro que no. Fue cosa de la familia. A esa clase de gente les gusta emparentar con gente como ellos. Todos ricos y con nombres ilustres. Bueno, allá ellos. Si son felices así…

León les escuchaba distraído. Con la imaginación, rememorando, veía a Berta Yenes salir del colegio. Pasear por el parque frente a la iglesia y correr con sus amigas, viva y escandalosamente alegre. ¡Qué pena que aquellos ojos se tiñeran de lágrimas tan pronto! Él la admiraba en silencio, y aún le parecía ver en aquel instante sus trenzas negras cayendo hasta media espalda y sus piernas esbeltas y su sonrisa feliz…

Sus hermanos continuaban hablando entre sí, como si se olvidaran de él o lo creyeran dormido.

—El notario le hace la corte desde hace más de tres años.

—Como si nada.

—Dicen que la madre desea que vuelva a casarse.

—¿Cuántos años crees que tendrá ahora?

—Treinta y cuatro.

—Es una mujer bandera.

León soltó la risa.

—Que te oye tu mujer, Paulino.

—Demonio, es verdad. Oye, ¿por qué no la pretendes tú?

León dio un salto en la hamaca.

—¿Yo? Tú debes pensar que puedo comprar el amor como compré un «Cadillac». Querido Paulino, te diré algo verdadero que siento en mí como una llamada imperiosa. Si al fin me caso, cosa que dudo, será muy enamorado de la mujer que elija por esposa. He comprado demasiadas cosas en mi vida. También el amor.

—¿Y por qué no puedes enamorarte de ella?

—No seas majadero. Tengo demasiado años y no creo que a estas alturas aún crea en el amor. Y creo, es eso lo curioso. Lo que pasa es que no creo que yo pueda enamorar a una mujer a estas alturas. Además… ella pica demasiado alto, y yo, por mucho dinero que tenga, nunca dejaré de ser el aldeano, hijo de familia pobre, que ganó su fortuna a base de sudar sangre. Eso vosotros no lo comprendéis porque sois personas nobles y tasáis a la gente por vuestros sentimientos. Pues os equivocáis. Las gentes tienen unos prejuicios y los sostienen hasta morir y prefieren morir de hambre que descender un peldaño. —Se puso en pie—. No, no creo que las cenizas que apagué demasiado pronto, puedan encenderse por una mujer que, al fin y al cabo, perteneció a otro.

—Un enfermo.

—No se trata de eso, Andrés.

—¿De qué se trata?

—Paulino, supongo que no estarás hablando en serio.

Este se echó a reír.

—Por mil demonios que no. Perdóname. Fue una broma. Sé muy bien que tú eres un ser sencillo y nunca podrás enamorarte de una mujer de esas, que miden a las personas por lo que son, no por lo que valen. Oigo a mi mujer llamar para la cena. Vamos, muchachos.

León se puso en pie con pereza. Tanto tiempo lejos de su hogar y de pronto sentía una nostalgia extraña: la de un hogar propio, la de una mujer que lo llamara como Susana llamaba a Paulino. Y sentía también la nostalgia de unos hijos, que, como los de Paulino y Andrés, gatearon por sus rodillas. Claro que él no tuvo tiempo de formar una familia. Solo se preocupó del dinero. Lo había conseguido, pero…, tal vez para un hogar propio aún no fuera muy tarde. Pero sí, lo era Ya tenía cuarenta años.

—¿Vamos, León?

—Sí, sí, ya voy.

Ir a la siguiente página

Report Page