Berta

Berta


Capítulo III

Página 5 de 12

I

I

I

Era la tercera vez que se encontraba con los ojos de aquel hombre, en una semana. Se preguntó quién podía ser. La ciudad era pequeña y todos se conocían. Ella estaba habituada a las miradas de los hombres, pero la de este era una mirada particular. Expresaba curiosidad más que admiración. Interés, aún más que deseo.

Cruzó la calle y se perdió en un comercio de lencería. Era el jueves su día de compras, y además aquel en particular, puesto que necesitaba algunas cosas importantes para el equipo de su hija, ya que, de acuerdo con su madre había decidido enviarla definitivamente a Inglaterra, a un pensionado para señoritas.

Adquirió lo que consideró conveniente, pidió que se lo enviaran a casa y salió de nuevo. El desconocido cruzaba ahora la calle al volante de su flamante «Cadillac». El hombre le lanzó una mirada penetrante y desvió los ojos.

Berta se sintió un tanto inquieta. Decidió ir a merendar con su madre. A decir verdad, desde que Pedro se había ido a Madrid, se sentía un poco desconcertada. Su vida no era tranquilizadora, precisamente. Era una continua y callada inquietud. Primero su soledad, después la crianza de sus hijos, y más tarde la tremenda responsabilidad de hacerlos personas conscientes, y ahora de nuevo aquella soledad dolorosa. Atravesó la calle. ¿Quién podría ser aquel hombre que la miraba de aquel modo? Ella estaba habituada a las miradas de Ricardo… y de muchos otros. Este era distinto. No había en la expresión de sus ojos, deseo o admiración. Curiosidad, sí. Se alzó de hombros.

Empujó la cancela y atravesó el parque de la casa de su madre.

—Buenas tarde, señora Berta —dijo el jardinero.

—Buenas tardes, Nicolás.

—Tenemos unos días magníficos, Berta.

—Desde luego.

—¿Ya se ha ido el señorito Pedro?

—Sí.

—Llegará a ser tan buen médico como su abuelo y su padre.

Berta sonrió tibiamente. El jardinero era tan viejo en la casa de su madre, como ellos, los hijos que fueron desapareciendo poco a poco, uno a uno, para formar un hogar propio, dejando sola a la anciana. A ella le ocurriría igual. Pedro tenía su carrera en Madrid, se casaría y formaría también su propio hogar lejos de aquella villa. Luego seguiría Ana, y de vez en cuando, como sus hermanos hacían con su madre, vendrían a verla y se creerían cumplidos. Era ley de vida. No podía reprochárselo.

Se perdió en el vestíbulo y atravesó este en dirección a la galería donde sabía que encontraría a la anciana.

—¿Dónde estás, mamá?

—Aquí, querida.

Se hallaba tendida en una hamaca, bajo los cálidos rayos del sol que se filtraban por la persiana.

La besó y se sentó a su lado.

—¿Has tenido noticias de Pedro?

—Ha llegado sin novedad.

—¿Y Ana? ¿Cuándo marcha?

—Pasado mañana.

—Ya veremos qué ocurre.

—¿Qué crees que puede ocurrir?

—No lo sé. Ana es demasiado joven.

—Es adaptable e inteligente. Y, sobre todo, desea marchar.

—No sé qué tiene esta ciudad —rezongó la anciana— que cuando los jóvenes llegan a cierta edad, les da por huir.

—A todos nos agrada conocer nuevos horizontes.

—A ti no.

—Como a todos —susurró tratando de defender a sus hijos.

—Nunca me pediste que te enviara fuera de España, ni de esta ciudad, ni nada por el estilo.

—Es que me casé demasiado joven.

—Sí. El gran error.

—¿Otra vez, mamá? Fui feliz aquellos dos años.

—No trates de engañarme otra vez. Siempre —refunfuñó— te has empeñado en engañarme. Y no lo has conseguido Me pregunto por qué te casaste con él.

—Mamá, le amaba.

—Bueno, tal vez. En cuestiones de amor no se puede decir gran cosa. Uno se enamora de una escoba si el caso llega. Dime —añadió sin transición—, ¿no piensas salir este verano?

—Naturalmente que no. Pedro vendrá tan pronto tome las vacaciones, una vez terminados los exámenes.

—Y se irá tranquilamente a finales de verano con intención de ingresar en la Facultad. ¿Y tú?

—Me quedo a tu lado.

—Las dos pobres solitarias. Yo aún puedo pasar. Tengo demasiados años. Pero tú… Eres tan joven aún.

Esta sonrió sin responder.

—¿Qué te parece —preguntó— si pido la merienda para las dos?

—Hazlo si quieres.

* * *

—¿Ya sabes que ha llegado a la villa un indiano?

Berta no sabía nada. Casi nunca sabía nada de lo que ocurría en la ciudad. Desde la muerte de su esposo, vivió al margen de todo. En realidad, apenas si pensaba en nada, excepto en sus hijos y en los problemas de estos. No era comodidad. Era, indudablemente, necesidad de centrar su vida en algo verdaderamente suyo. Lejos de eso y del Ropero de Caridad, del cual era presidenta, no tenía nociones de nada.

—Pues sí. Creo que hizo mucho dinero.

—¿Oriundo de aquí?

—Y tanto. El hijo de nuestra lechera. ¿Recuerdas aquella mujercita menuda, que se llevaba las sobras de nuestra comida para sus gallinas?

—No tengo ni idea.

—Pues muchas veces te trajo flores de sus rosales, para tu virgencita del oratorio.

—¡Ah, sí! La recuerdo. Pero hace años que no la veo.

—En efecto. Desde que su hijo marchó al Canadá e hizo dinero, seguramente para alejarla a ella de los caminos. Es una gran obra la de ese hombre. Creí que habías oído hablar de él.

—En absoluto —dijo indiferente—. Ya sabes que vivo al margen de todo esto.

—No debías ser así, Berta. Da la sensación de que no eres cristiana.

—Lo soy —protestó.

—Si no lo dudo. Es lo curioso que siendo una cristiana verdadera te pases la vida metida en tu propia cáscara, olvidando que lejos de ella suceden cosas. Pues es una historia interesante. Recuerdo como si fuera hoy cuando el hijo de la lechera decidió marchar al Canadá. Ella vino a casa y pidió verme.

—De eso te oí hablar muchas veces.

—¿También del dinero que me pidió para el pasaje de su hijo?

—Sí, mamá.

La anciana suspiró.

—Jamás podré olvidar el llanto desgarrador de aquella mujer. Le di el dinero. Y transcurridos unos meses, vino a devolvérmelo. Yo no se lo quería, pero ella me pidió que lo tomase, con verdadera ansia. Y lo tomé. Me dijo que tenía muchas deudas, debido a la enfermedad de su esposo. Pero que su hijo le enviaba dinero suficiente para pagarlas todas. Fue enternecedor. La verdad, Berta, estas cosas emocionan, porque no en todas partes existen gentes como estas.

—Y dices que vino el indiano…

—Así le llaman por aquí. Vino, en efecto. Y dicen que millonario. Creo que trajo un «Cadillac» escandaloso.

«¿Un “Cadillac”? Era, pues el hombre que la miraba». Sonrió a su pesar.

La anciana siguió diciendo:

—Yo lo sé todo por el jardinero. Cuando vino a regar las plantas de la galería, me lo contó todo. No queda un alma en la ciudad que lo desconozca.

—Así pasas las horas más entretenidas —sonrió Berta.

—Es que si no fuera eso, la verdad, me moría de tedio. Pues como te decía, León Sarlanga… ¿Conocías ese nombre?

—No.

—Se llama así el indiano. Hizo mucho dinero. Logró que su finca, que era pobre y pequeña, se hiciera grande y próspera. Ya hace muchos años que los Sarlanga no necesitan de nadie. Y a la par que enviaba dinero a los suyos, amasaba una fortuna. De esos hombres hoy hay tan pocos en el mundo, que los pocos que hay, debían venerarse como estatuas aleccionadoras o alegóricas.

—No tanto, mamá. No es el primer hombre que lejos de su patria se hace rico.

—¿Tú lo recuerdas?

—En absoluto. No tengo ni la menor idea. Sé dónde está enclavada esa finca. Y conozco de vista a los habitantes de ella. De la lechera solo recuerdo que era pequeñita y redonda, y que siempre tenía expresión melancólica.

—Las necesidades de la vida; hija mía.

—No solo las necesidades de la vida producen esa melancolía.

—Lo sé —hizo una pausa y añadió al rato—: Dicen que piensa establecerse en España. ¿Lo has conocido?

—No lo sé —dijo con naturalidad—. Veo a tantos hombres… No obstante, he visto a uno en su «Cadillac». Es alto y fuerte.

—Ese es.

Berta consultó el reloj. Aún tenía que pasar por el Ropero y se hacía tarde.

—Tengo que dejarte, mamá. En este tiempo en el Ropero se acumula mucho trabajo y son las siete.

—Ve. ¿Sabes lo que pienso a veces, Berta?

—No, mamá.

La anciana se echó a reír.

—Debiste casarte y tener una docena de hijos.

—Qué exagerada.

—Pues es verdad. ¿Para quién vives ahora? Para el Ropero y para la comodidad de tus hijos. Estos se casarán pronto. Todos en nuestra familia se casan jóvenes. ¿Y qué harás tú después? ¿Como yo? ¿Vegetar? Pero es que yo era vieja. Y tuve a tu padre a mi lado mucho tiempo.

—Mamá, por favor, deja eso. Si no me casé a los veinticinco años, no pensarás que voy a hacerlo ahora, que ya soy vieja.

—¡Vieja! A los treinta y cuatro años se está empezando a vivir.

Le temía a su madre cuando empezaba con aquella cantinela. La besó en el pelo y salió presurosa.

* * *

Don Claudio la recibió radiante.

—Berta —dijo—, estamos de enhorabuena.

—¿Qué ocurre, señor cura?

—Nos han dado un donativo de mucho dinero. Podemos reponer todas las faltas del Ropero, e incluso hacer más canastillas, mantener a diez pobres en el hospital, y comprar algunas cosas que se necesitan para el dispensario.

—¿Y quién ha sido ese ser tan generoso que donó tanto dinero?

—León Sarlanga.

—¡Ah!

Y pensó que de nuevo aquel nombre lo oía dos veces en la misma tarde. Sonrió aturdida sin saber por qué.

—Estuvo aquí hace un instante. Dijo que muy pronto donaría para restaurar la iglesia.

—Eso es magnífico.

—Es un hombre muy generoso. Hizo mucho dinero en el Canadá. Yo le confesé y le di la primera comunión, y lo mismo cuando marchó. Pertenece a una familia de verdaderos cristianos —y como Berta no le prestara mucha atención, añadió seguidamente—: Tenemos mucho que hacer.

Trabajaron, con otras damas, hasta casi las diez de la noche. A la salida, ella y don Claudio emprendieron juntos el camino, pues ella vivía cerca de la iglesia.

—¿Y tus hijos?

—Pedro en Madrid. Ana se irá pasado mañana a Inglaterra.

—No sé si harás bien enviándola al extranjero. Ana es un poco exaltada, demasiado impulsiva.

—Va interna, padre. No tendrá tiempo de dar expansión a sus impulsos.

—De todos modos, para una joven el extranjero no es aconsejable. Hay otras costumbres, y cuando regresan, les parecemos anticuados los españoles. Y a sus familias, que viven de una tradición y la respetan, las consideran anticuadas.

—No es tanto, padre.

—Tú lo verás. —La miró un instante—. Además, Berta, te lo dije muchas veces. Tú eres joven…

—Padre, no empecemos…

—Todos los días te diría lo mismo si me lo permitieras. ¿Qué haces de tu vida? Ahora tienes a tu madre. Por ley de vida morirá un día. Tus hijos se casarán…

—Sí, ya sé todo eso.

—Pues si lo sabes…, búscate un hombre bueno y funda un nuevo hogar.

—De eso ya hablamos muchas veces. No, padre. No deseo casarme otra vez.

Un hombre salía de un café y atravesaba la calle.

—León —llamó don Claudio.

Este se detuvo en seco y al instante fue hacia ellos.

—Te lo voy a presentar, Berta. Es un hombre encantador.

Berta esperó tranquilamente.

—Buenas noches —saludó León con acento roncó, varonil.

—Buenas noches, muchacho. Permíteme que te presente a Berta Yenes. León Sarlanga.

Se estrecharon la mano. Él, galante, se la llevó a los labios, aunque no la rozó.

—Encantado de conocerla.

—Mucho gusto —repuso ella.

—Supongo —dijo el sacerdote— que irás ya de retirada.

—Así es.

—Pues entonces llevamos los tres el mismo camino.

Echaron a andar llevando en medio a Berta.

—Aquí donde nos ves —dijo el sacerdote sonriendo— somos dos trabajadores infatigables. Ya le dije a Berta lo mucho que hiciste por el Ropero.

—Solo lo que consideré mi deber, padre.

—Indudablemente, si tú lo crees así. Pero hay muchos que pasan por la vida sin reconocer sus deberes.

—Se lo agradezco mucho —intervino Berta—. Estábamos verdaderamente necesitados.

—Me satisface haber llegado en un momento de necesidad.

—Pues así fue.

—Yo me despido aquí. Tú acompaña a Berta hasta casa, León. He trabajado mucho hoy y no puedo con mis riñones.

—Me coge de camino —dijo León suavemente.

—Hasta mañana, padre.

—Buenas noches, Berta. Hasta mañana, León.

Se alejaron, caminando lentamente.

—Hace una espléndida noche —dijo ella.

—Es lo que yo más eché de menos. Estos claros anocheceres de España.

—¿Estuvo fuera mucho tiempo?

—¡Oh, sí! —rio—. Casi una vida.

Ella le miró con curiosidad. No pudo ver gran cosa de él, porque la oscuridad era densa en aquella esquina de la calle.

—En poco tasa usted la vida.

—¿Le parecen pocos dieciocho años de ella?

Casi desde el tiempo que ella conoció a su marido, se casó con él y murió. Apretó los labios.

—Ciertamente es de considerar —dijo deteniéndose ante la verja de su casa.

Alargó la mano y él se la estrechó con fuerza.

—Buenas noches, señor Sarlanga. He tenido mucho gusto en conocerle.

—Igual digo, señora…

—Berta. Todo el mundo me llama Berta.

—Pues entonces, llámeme usted León.

—De acuerdo.

—Nos veremos con frecuencia —dijo él amablemente—. Por fuerza, aunque no quiera. La ciudad es demasiado pequeña.

—¿Piensa permanecer mucho tiempo entre nosotros?

—No lo sé aún. Estoy habituado a trabajar, y esta holganza no podré sostenerla mucho tiempo. De todos modos, aún estaré aquí todo el verano.

Le besó la punta de los dedos y Berta se perdió en el parque oscuro de su casa.

* * *

Encontró a Paulino en la terraza. Se derrumbó en una hamaca y encendió un cigarrillo.

—He conocido hoy a Berta Yenes.

Paulino lanzó un silbido. León lo miró con curiosidad.

—¿Qué pasa? ¿Por qué silbas así?

—Porque siempre deseé estrechar la mano de esa mujer y nunca pude conseguirlo. —Lanzó una sonora carcajada—. A decir verdad, tampoco me lo propuse. —Se alzó de hombros—. Es una mujer a la que todos los hombres admiramos en silencio.

—Es muy hermosa —dijo—. Y muy sencilla.

—Lo parece.

—Lo es.

—Ya lo veremos.

—¿Ver? ¿Cuándo?

—Cuando la trates. Parece sencilla, pero no lo es.

León cambió de conversación.

—¿Qué tal la siega?

—Se da el trigo a toneladas. Este año pensamos vender unas cuantas. Pienso que con dos años como este, enriquecemos. —Lo miró con ternura—. Todo te lo debemos a ti.

—Déjate de eso. Me molesta que siempre estéis con lo mismo. ¿Para qué quiero yo el dinero si no me caso?

—Pero te casarás. Las mujeres españolas tienen mucho gancho para cazar a los hombres. Y lo curioso es que los hombres nunca nos arrepentimos de habernos dejado cazar —rio—. Tú también caerás y te sentirás satisfecho. Eso es el amor. Y tú, sin duda, amarás.

—¿Cuándo?

—Cuando te llegue la hora.

—Me pregunto qué ocurrirá dentro de unos años —susurró León con cierto acento soñador—. Es algo que me pregunto de vez en cuando. Y pasan los años y todo sigue igual. —Suspiró—. ¿Sabes que estas noches españolas me producen una inexplicable nostalgia?

—Es que ya no estabas habituados a ellas.

—A cenar —dijo Susana desde la ventana del comedor.

León se puso en pie y pasó un brazo por los hombros de su hermano.

—Paulino —dijo bajo—, cuando oigo la voz de tu mujer, siento la necesidad de tener una esposa. Es absurdo, ¿verdad?

—¿Por sentir ese deseo?

—Por tener envidia de ti, de tu felicidad, de tu hogar.

—León, no seas majadero. Tú, que has tenido…

—Todo lo que se compra con dinero —dijo tristemente—. Pero solo eso. Un día, cuando salí de esta ciudad, creí que con tener dinero se tenía todo. No es así —suspiró—. Vamos, vamos a cenar.

Ir a la siguiente página

Report Page