Berta

Berta


Capítulo V

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V

Continuaron viéndose todos los días. Dónde y a qué hora, no lo decidían, mas era evidente que de cualquier forma que fuera, llegaban a verse diariamente.

Doña Blanca lo sabía. Ella nunca tuvo prejuicios, aunque todos los suyos los tuvieran. Le agradaba aquel hombre que no conocía, pero de quien sabía muchas cosas por referencias y por saciar en estas su curiosidad. Se sentía satisfecha, y cuando su hija iba a su casa a visitarla, se lo decía.

—Me alegro. Al fin has salido de tu cascarón.

—¿Qué dices? —se alarmaba Berta—. Si no tengo nada que ver con ese hombre.

—Al menos es tu amigo.

—Eso sí. No tengo motivo para negarle mi amistad. Es un caballero.

—Berta, si te busca y te trata es porque te quiere. ¿Por qué diablos no te casas?

—Pero, mamá.

—Tal vez te pese luego si no lo haces. Yo, en tu lugar…

—Pero como no estás en mi lugar…

—¿Sabes que tengo curiosidad por conocer la reacción de Pedro?

Berta se estremeció.

—¿Qué dices?

—Que tengo verdadera curiosidad. Es más, se lo he mandado a decir.

Berta quedó tan pálida que la dama preguntó:

—¿Qué te pasa?

—No…, no debieras inmiscuirte en…, en…

—Hija mía, se diría que temes las reacciones de tus hijos.

—Son mis hijos.

—Por eso mismo. Que no te dominen.

—Mamá…

—Lo siento, hija. A Pedro solo le digo que tienes un pretendiente que me agrada. Que espero que tengas el buen juicio de aceptarlo y casarte.

Berta se puso en pie y miró a su madre como si esta fuera un ser extraño.

—Berta —exclamó la anciana—, ¿por qué me miras así?

—Por dos cosas, mamá, que no has hecho bien. Primera, porque yo no soy novia de León, ni creo que él me pretenda en serio. Segunda, porque jamás daré a mis hijos un padrastro.

—Hija mía, eres ridícula. ¿A tus hijos un padrastro? Son demasiado mayorcitos para ocuparse realmente de tu marido, ni para considerarse hijos de él, aun en el supuesto de que te cases.

—Nunca debiste decirle a Pedro… Era yo quien tenía que decírselo y no lo hice, porque no tenía nada que decir.

—Siento haberme adelantado a los acontecimientos —se burló—. Pero como tenía verdadera curiosidad por saber… lo que piensa y siente tu hijo al respecto…

En vez de dirigirse a casa por el camino de siempre, torció a la izquierda y se perdió entre los senderos que serpenteaban tras la casa de su madre.

Si veía a León aquella tarde, este, que tan bien iba conociéndola, se daría cuenta de que le ocurría algo y eso no. Tendría que decirle la verdad y no podía hacerlo.

Se encerró en su casa a las siete de la tarde. De pie en la galería, frente a la playa, contemplaba esta con expresión absorta. Se había habituado a los paseos al atardecer, a la charla siempre amena, de León Sarlanga. A sus mismos silencios, que, en contraste, y aunque parezca paradójico, resultaban altamente elocuentes.

Desde la muerte de su esposo, era la primera vez que el factor hombre tenía para ella algún significado. Era asimismo la primera vez que se detenía a pensar en un hombre determinado, y a la vez consentía en pasear con él por la orilla de la playa en los atardeceres.

Se preguntó, de cara consigo misma, si le amaba. No era posible, porque ella, desde que falleció el padre de sus hijos, se juró morir también para el amor, y en realidad así había sido. Nunca más deseó un hombre a su lado. Lloró a su esposo con verdadera sinceridad. ¿Porque lo amaba? Pues no lo sabía. Ella empezó a amar muy joven. O al menos creyó que era amor y se consagró a él.

Sacudió la cabeza. No deseaba pensar en absoluto Y lo peor era que pensaba.

Se disponía a bajar hacia el jardín cuando la doncella le dijo desde el ventanal del salón, asomando la cabeza por este:

—Llaman a la señora por teléfono.

* * *

Creyó que sería su madre.

—Dígame.

—Berta.

Se estremeció. La voz de un hombre. Y aquel hombre solo podía ser León Sarlanga.

—Dime.

—No ha salido —reprochó sin preguntar.

—No.

—¿Por qué, Berta? ¿Te canso?

—No digas eso.

—Te parezco zafio, ¿verdad?

—No, no digas tonterías.

—Quisiera verte hoy. Marcho mañana.

Le pareció que la golpeaban en la cabeza.

—¿Mañana? ¿Adónde?

—A Madrid.

—¿Por…? —le temblaba la voz—. ¿Por mucho tiempo?

—No lo sé. ¿Puedo… hacerte una visita?

—No.

—Berta, tú ya conoces mis sentimientos. No creo que sea preciso que te lo explique. Además, tampoco creo necesario que me obligues a comportarme como un cadete.

—Tú sabes que yo no te obligo a nada.

—Si no me permites despedirme de ti, pensaré que me odias.

—No te comprendo.

—¿Qué es lo que se interpuso entre tú y yo?

—¿Qué dices?

—Bueno, no creo que sea preciso decirte que te amo, y me temo a mí mismo, Berta, porque es la primera vez que me enamoro de una mujer.

—Que tengas feliz viaje —cortó.

—¿Sabes lo que haré? Iré a ver a don Claudio y le diré que estoy enamorado de ti. Ya sé que muchos otros hombres se lo habrán dicho, pero es distinto de mí. Acabo de conocerte. No soy hombre que se conforme con pasarse la vida soñando con una dama.

Berta no supo qué contestar. Se daba cuenta de que la personalidad de aquel hombre la dominaba y no deseaba que ello ocurriera.

—¿Me oyes, Berta?

—Naturalmente.

—¿Y qué dices?

—No tengo nada que decirte, excepto que tengas un buen viaje.

—Si no volviera —dijo con aspereza—, ¿te quedarías tan tranquila?

No supo qué responder. ¿Se quedaría tan tranquila en efecto? ¿Y por qué no? Si había permanecido tranquila tantos años de su vida, siendo joven, ¿por qué no ahora que ya era una mujer madura y no tenía inquietudes de ningún género?

—¿Qué me contestas, Berta?

—Nada. En realidad no sé qué contestar.

—Permíteme que pase por tu casa a despedirme, y hablaremos más tranquilamente los dos.

—No puede ser.

Él se echó a reír con súbita aspereza.

—Los prejuicios absurdos —dijo— de las ciudades pequeñas.

—Lo que quieras. No olvides que yo soy habitante de esa pequeña ciudad.

—Y viuda —rezongó—. ¿No es eso?

—Tal vez.

—Y con dos hijos —añadió León burlonamente.

—Por supuesto.

—Y por todo eso, renuncias a todo donde crees hallar tu felicidad.

—No sé dónde se halla mi felicidad —dijo con dejo amargo—. Si en ti, en mis hijos o en mi soledad.

—Creo que ya te advertí cómo soy. No me agrada hacer el papel de galán enamorado. Es algo que siempre odié. Dime, puesto que soy como tú sabes que soy, sincero y consciente: ¿Quieres casarte conmigo?

Berta se estremeció. La verdad, nunca pensó en casarse nuevamente. Jamás, durante todos aquellos años, le pasó tal idea por la cabeza, y de pronto… ¿Por qué aquella súbita ansiedad que no sabía a qué atribuir? ¿Por qué aquel anhelo extraño que le roía las entrañas y aceleraba los latidos de su corazón? Apretó los labios. La respuesta, negativa, salió de su boca como un silbido, tenue y forzado:

—No, León, no.

—¿Por qué no lo deseas?

—Porque no.

—Dime, sé franca, ¿por qué no lo deseas? ¿Porque tienes miedo a faltar a esos absurdos prejuicios que sufres desde que murió tu esposo?

—Te ruego…

—No estás hablando con un hombre absurdo como esos prejuicios, Berta. Estás hablando con un hombre sincero, que te ama, te desea y te admira. Yo llegué aquí —continuó— tranquilo e indiferente. Solo tenía un deseo. Ver a mi madre por última vez. Es muy vieja y temía que muriese sin verla de nuevo. No pensé en formar un hogar, pero al ver el de mis hermanos que son felices con sus mujeres, pensé, sí, en el mío propio. Pensé en lo mucho que había trabajado en la vida para tener esta desahogada y tranquila. Y entonces, al tenerlo todo, eché en falta el amor de una mujer. Y al verte a ti, sentí como una necesidad… La de ser feliz de otro modo. La de ser enteramente dichoso. —Hizo una pausa y al momento añadió—: No te canso más. Salgo de viaje en este instante, sin esperar más, y no sé cuándo volveré. Quisiera tener acceso a tu casa y verte de cerca y decirte lo mucho que te quiero.

—Cállate, León.

—No te agrada que te diga todo esto —dijo sin preguntar.

—Marcha, prefiero que te marches.

—Adiós, Berta.

—Adiós.

Quedó ensimismada, con el auricular entre los dedos. Lo depositó en el soporte y permaneció inmóvil, preguntándose si él la comprendería.

No lo sabía. No era fácil saberlo.

* * *

El jardinero se quedó mirando al señorito Pedro y este, como si no lo viera, cruzó el jardín, traspasó la distancia que lo separaba del vestíbulo y se perdió en la casa.

El jardinero se alzó de hombros. A decir verdad, aquel muchacho le resultaba muy orgulloso, y no le extrañaba que no lo viera; pero una cosa era no verlo y la otra la dura expresión de su rostro.

Pedro, ajeno a los pensamientos del jardinero, atravesó el vestíbulo y fue a detenerse en la galería donde sabía que encontraría a su abuela.

—Pedro —exclamó esta al verlo.

—Buenos días, abuela.

—Pero ¿qué haces aquí a estas horas?

—Acabo de llegar. He pasado la noche en el tren.

La besó cariñosamente y se sentó frente a ella. La anciana lo observó en silencio. Estaba pálido y agitado.

Se imaginó las causas, pero decidió hacerse la desentendida.

—¿Qué te trae por aquí? Tu madre te cree en Madrid.

—Y para allá volveré dentro de una hora. He recibido tu carta, abuela.

—¿Sí? ¿Y qué te decía en ella de nuevo para que tomaras el tren?

Pedro hinchó el pecho. Se le notaba que la ira o la indignación, o lo que fuera, no le permitían coordinar bien.

—Decías que mamá tiene un novio.

—¡Ah! —y burlona—: ¿Tanta satisfacción te produce eso, que te obligó a venir?

—Abuela, tú sabes que no me produce satisfacción, sino que me llena de coraje.

—¿Y por qué, hijo mío?

—Porque es ridículo, fuera de lugar, absurdo… que mamá tenga novio.

—¿Tú no tienes novia?

Pedro dio un salto en la butaca.

—¿Y qué tiene eso que ver? —exclamó indignado—. Yo soy joven, soltero, estoy en edad de…

—De gozar —concluyó por él la abuela.

—Exacto.

—Y tu madre que os crio, os consagró la vida, os dio cuanto era y tenía, ahora, a los treinta y cuatro años, está condenada a vivir sola, solo porque vosotros, tú y Ana, lo deseáis.

—¿Y nosotros? —indagó Pedro excitado y furioso—. ¿Es que nosotros no significamos nada?

—Mucho, pero no lo bastante para llenar una vida. Antes erais niños, necesitabais sus cuidados y vuestra madre os los prodigaba. Ahora no; ahora buscáis ya el cariño de otras personas. No os lo censuro, al contrario, lo considero lógico. Pero lo que no considero tan lógico es que pretendáis acaparar el cariño de vuestra madre, teniendo muchos otros cariños a vuestro alcance. Y no solo eso, pues un hijo ama a su madre aunque tenga cientos de cariños. Lo que me extraña es que prohibáis a vuestra madre encontrar un hombre que la ame y la haga feliz.

—Ella ya tuvo un marido. Por nada del mundo consentiremos que se case de nuevo. Ni Ana ni yo lo consentiremos, abuela. He venido a decirte esto.

—¿A mí?

—Para que se lo digas a ella. Dentro de quince días yo estaré de regreso aquí. Por ahora no pienso saber quién es ese hombre. No me interesa. Lo que sí quiero es que le digas a mamá que estuve aquí y a lo que he venido.

—Es que yo —ironizó la anciana— aún no sé a qué has venido.

—A decirte que si mamá se casa otra vez, nosotros, tanto Ana como yo, renegaremos de ella.

—¡Así! —exclamó la anciana indignada—. Como si repudiarais un conejo a la hora de comer, considerando que no es plato digno de un Pedro Villar Yenes.

—Abuela, no he venido aquí a escuchar tus ironías.

—Ni yo deseo escuchar tus sandeces. Ojalá tu madre sea lo bastante inteligente, como para mandar al diablo la opinión de tu hermana y la tuya, en relación con el futuro de su vida. Si no lo hace así, es que es estúpida.

Pedro se puso en pie.

—Solo he venido a decirte eso. Ya me voy. Regresaré a Madrid sin ver a mi madre. Prefiero hacerlo cuando regrese definitivamente este verano. Y prefiero, asimismo, que tú le hagas saber mi parecer.

Se marchó sin esperar respuesta y la anciana se alzó de hombros. No pensaba decirle nada a su hija.

* * *

Se presentó en casa de su madre, tres días después. Se sentía apática, triste, desolada. Nunca le había ocurrido, aun cuando sus hijos llevaran fuera de casa largas temporadas. No se podía decir, que aquella apatía y tristeza se debieran a su soledad.

—Cuántos días sin verte.

La besó y se sentó frente a ella.

—Una se siente perezosa de pronto.

—¿Y León?

—Se ha ido de viaje.

—Ya. Dime, querida, ¿qué has decidido?

—¿Cómo? ¿Decidido qué?

—Sobre tu porvenir.

Berta se echó a reír aturdida.

—Qué cosas tienes, mamá. Mi porvenir… Hablas de ello como si fuera una cría.

—Eres una mujer.

—Con dos hijos y una gran tristeza en el alma.

—¿Sabes por qué? Porque no tienes una compañía.

—Mis hijos…

—Tus hijos buscarán pronto la suya. Y entonces será mucho más dolorosa la soledad. No hagas caso, Berta, procura ser feliz con ese hombre…

Berta se puso en pie. Frente al ventanal quedó inmóvil. Por un instante la dama tuvo ansias de decirle que su hijo había estado allí tres días antes y añadir: «Figúrate si es egoísta que ha venido a prohibirte que seas feliz con un hombre que te ama».

—Berta —preguntó cambiando el giro de la conversación—, ¿qué sabes de Ana?

—Está muy contenta.

—¿Y de Pedro?

—Supongo que vendrá muy pronto.

—Ese ya tiene novia.

—No sé.

—¿No te lo dijo tu hermano?

—No lo recuerdo, mamá.

—Hija mía, parece que estás en las nubes.

—Tengo mucho en qué pensar.

—¿Con respecto?

Se impacientó.

—Me aturdes con tus preguntas, mamá —consultó el reloj—. Es hora de marchar. Tengo mucho trabajo en el Ropero.

—Ya veo que eludes toda conversación íntima. ¿Tampoco puedo preguntarte por León?

—Ya te contesté.

—Es verdad. ¿Cuándo volverá?

—No lo sé.

—¿Te pidió que te casaras con él?

—Mamá…

—¿Te lo pidió?

—Pero…

—Nada, nada, no contestes si no quieres, pero no olvides que soy tu madre, y que deseo que seas feliz.

—Gracias.

—No seas tan protocolaria. No te digo eso para que me des las gracias.

—¿Sabes, mamá, que ya no sé cómo tratarte?

—Con naturalidad.

—¡Oh!

—Digas lo que digas, pienses lo que pienses, yo creo que el camino verdadero para alejar esa monotonía y ser feliz, y no vivir sola el resto de tu vida, es…

—Cállate, mamá.

—¿Ves cómo piensas tú igual aunque te empeñes en no reconocerlo?

—¡Oh! Cuando te pones pesada no hay quien te aguante…

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