Berta

Berta


Capítulo VI

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V

I

«Me siento anulada —pensó al tiempo de caminar en dirección al Ropero—. Yo antes no era así. ¿Es posible que tenga la culpa León? ¿Es posible que León me haya inquietado hasta este extremo?».

Trabajó toda la tarde como un autómata. Don Claudio le preguntó varias veces:

—¿Te ocurre algo?

—Claro que no, señor cura.

—Hum.

Salieron juntos a las ocho.

—¿Qué es de León?

—Ha salido de viaje.

—Un gran hombre León.

—Sí.

—¿Ya te he dicho que ofreció el dinero suficiente para renovar la iglesia?

—No me lo ha dicho.

—Pues así es. Ello me produce una gran satisfacción ya que habiendo tanto rico en el pueblo, nadie me ofreció jamás nada. Estos hombres que han ganado el dinero a base de esfuerzos, que no lo heredan, que lo sudaron gota a gota, son más desprendidos que aquellos que jamás dieron un golpe más fuerte que otro —la miró suavemente—. No lo digo por ti, querida Berta, pues si alguien me ayudó, esa fuiste tú. Pero ya sabes el mucho egoísmo que hay en todas partes.

—Lo sé, padre.

—León fue para mí como una tabla de salvación, pues me ayudó en muchas cosas que tenía pendientes y difíciles de solucionar —la miró un momento—. Dime, Berta, ¿qué hay entre vosotros dos?

—Una buena amistad —susurró Berta ruborizada.

—León hubiera querido algo más.

—Ya conoce usted mi situación.

—Por eso mismo. Tus hijos se hacen hombres. Un día se casarán…

—Me debo a ellos.

—¿Y tú felicidad?

—¿Por qué no ser la felicidad de ellos la mía propia?

—Porque ellos no se conforman solo con tu cariño y buscarán por sí solos otros afectos. Y después…

—Después, como madre —atajó—, tengo el deber de ser feliz con la felicidad que a ellos les rodea.

—Esa es la gran equivocación de muchas madres jóvenes. Tú nunca podrás ser feliz con la felicidad de ellos, como ellos no podrán ser felices solamente con la tuya. Ten eso presente.

—Padre, prefiero no hablar de ello.

—Eso es. Y egoístamente hacer a un hombre desgraciado y serlo tú a la vez.

—Le aseguro que no.

—Porque huyes de las conclusiones.

—Le digo que no, padre. Nunca me he detenido a pensar, ni quiero hacerlo.

—No puedes estar huyendo todo el resto de tu vida de la verdad. Esa verdad que es, precisamente, la única que podría darte la felicidad que mereces por tu edad, por tu rectitud, por tu resignación…

—Padre, no pretenda hacerme mejor de lo que soy.

—León fue a verme antes de marchar.

—¡Ah!

Don Claudio se detuvo. La miró a través de la tenue luz de un farol callejero.

—¿No me preguntas qué me dijo?

—Prefiero… —le tembló la voz—, prefiero no saberlo.

—Te ama. Es absurdo que tú te niegues a reconocerlo y admitirlo.

—Padre…

—Muchas veces supe que un hombre te pretendía. Te han pretendido muchos. Pero ahora es distinto. Sé que León reúne todas las cualidades deseadas por una mujer para ser feliz.

—Ya le dije que prefiero no hablar de eso.

—¿Por temor a tus hijos? ¿Por ser León un hombre de origen plebeyo? ¿Porque no le amas?

Berta se agitó. Caminó presurosa y el sacerdote, a su lado, la miraba fijamente, huyendo ella de aquella mirada.

—Berta…

—No me haga preguntas.

—¿Por tus hijos?

—Por favor.

—¿Por el origen de León?

—Padre…

—¿Porque no le amas?

Se detuvo jadeante.

—Por favor —susurró—, por favor, le ruego que no me hable de eso. No puedo… —apretó las manos una contra otra—. No puedo…

—Perdóname.

—Buenas noches, padre.

—Ve con Dios, hija mía. Pero recuerda que Dios no te pide ese sacrificio. Ni tus hijos tienen derecho a obligarte a una soledad eterna, solo por el capricho de unos hijos mimados.

—Buenas noches, padre.

—Ve, ve con Dios.

* * *

Aquella semana de soledad le producía terror. Tanto tiempo viviendo sola, pues la compañía de sus hijos no podía compensar tal soledad, y jamás echó nada de menos. Y de pronto… La presencia de León junto a ella significa tanto… y era tal su intensidad…

Don Claudio despertaba en ella deseos que estaban dormidos. Aquella compañía del hombre, aquel consuelo, aquella pasión que casi tenía olvidadas. Pero de súbito el ansia se hacía insistente y dolía y producía temor y a la vez un loco anhelo.

Sonó el timbre de la puerta. Ella se hallaba en la salita de la planta baja, fumando un cigarrillo antes de comer. Eran las nueve y media de la noche.

Oyó los pasos de la doncella atravesar el pasillo hasta detenerse al otro lado de la puerta.

—Señora…

—Dígame.

—Un señor desea verla.

Se puso en pie como impelida por un resorte. ¿Quién podía ser a aquellas horas? Nunca recibía visitas, excepto la de alguna amiga o la de las damas del Ropero de Caridad. ¿León?

—Que pase aquí.

Quedó de pie junto al sillón, con la mano puesta en el respaldo de aquel y el corazón latiéndole con violencia.

—Buenas noches —saludó León campechanamente.

—Tú…

La doncella se retiró. Ellos quedaron frente a frente.

—León…

—No me riñas, Berta —dijo bajo, yendo hacia ella—. Estoy…

Buscaba sus manos y, al encontrarlas, las oprimió tierna y turbadoramente.

—Berta, he pasado una semana insoportable. Por eso estoy aquí. Si tengo que dormir esta noche sin verte…

—Toma asiento.

La miraba sin parpadear.

—Estás muy guapa.

—Toma asiento.

No hizo caso.

—Tienes una sombra melancólica en los ojos.

—Te digo que te sientes.

Lo hizo al fin cuando ella rescató sus manos.

—Berta…

—No… —apretó los labios—. No debiste venir.

—Ya te dije: Si tengo que pasar un minuto más…

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—¿Y me lo preguntas? Ya lo sabes —se inclinó un poco hacia adelante—. Has entrado en mí como el agua en el río después de estar contenida en un estanque. Necesitaba verte y decirte… Decirte que…

—No me lo digas.

Se derrumbó en una butaca frente a él.

—Berta, no puedo más y tú debes saberlo. Debes saber también que por nada ni nadie renuncio a ti.

Ella temblaba. Después de tanto tiempo, cuando ya creía haber renunciado a todas las satisfacciones de la vida, un hombre la inquietaba, le producía deseo y temor y anhelo…

—Tendrás que renunciar —dijo calladamente.

Las manos de León cayeron suaves y tiernas sobre los hombros femeninos. La oprimió por la espalda.

—Berta —dijo quedamente—, tú sabes que eso no es posible —se inclinó sobre ella y sus labios rozaron la garganta femenina.

Fue como si algo ardiente quemara a Berta. Tanto tiempo sin el contacto de un hombre, y de súbito este despertaba en ella como un torrente de deseos y recuerdos.

—¡Berta!

—No —gritó ella temblorosa—. No, no me toques. Háblame, dime lo que quieras, pero lejos de mí. No me toques.

Se había puesto en pie y lejos de él lo miraba suplicante. León quedó silencioso. Al cabo de un momento murmuró:

—Me amas tanto como yo a ti.

—Por favor…, no hablemos de eso. Toma asiento, te serviré algo de beber, y me contarás lo que hiciste por Madrid.

—Pensé en ti.

—Ya te dije que de ti y de mí, no.

—Pensé en ti —repitió terco— constantemente, locamente, sin perder un instante. Pensé en ti como si mi única razón de vivir fueras tú y este anhelo que despiertas en mí.

—Por favor, sé razonable.

—¿Qué es lo que me separa de ti? —preguntó apasionadamente—. Di, tus hijos. Solo eso.

—Te ruego…

—Sé valiente, Berta, para afrontar las cosas cara a cara. Lo que nos separa a los dos son tus hijos. Pues bien, también para ello hallaré una solución.

Berta se puso en pie. Él la vio más hermosa que nunca y doblegó su ansiedad.

—León —dijo ella enérgicamente—, en efecto, lo que nos separa son mis hijos. Te ruego que me dejes sola… No… No —le temblaba la voz—. No vuelvas a esta casa a esta hora.

—Me echas —rezongó.

—Te lo ruego. No vuelvas, y vete ahora.

* * *

Se hallaban los dos frente a frente en la terraza. El farolillo que esparcía su luz desde una esquina, ponía sombras extrañas en los rostros de ambos.

—Dentro de unos días —dijo él de pronto con ronco acento— tengo que volver a Madrid. Si no me das una esperanza, me quedaré allí.

—No te la doy.

—¿Así… renuncias a la felicidad de amar y ser amada, solo por cosas fútiles que no tienen razón de ser?

—Son mis hijos.

—¿Acaso ellos no desean tu felicidad?

—No lo sé. Nunca se lo pregunté.

—Es que no eres tú quien tiene que preguntárselo, sino ellos quienes tienen que ofrecerte esa felicidad.

—Te lo ruego…

—Escucha…, presta atención…

—Nos oirá la servidumbre. Ten en cuenta que esto es un pueblo grande. Que mañana todos sabrán que me has visitado en casa.

—Los prejuicios estúpidos.

—Vivimos en un pueblo y tenemos que hacerlo a tono con él y sus habitantes.

—Eso es absurdo.

—Por favor…

—Está bien. Mañana te veré en el Ropero. Concluiremos esta conversación.

—¿Crees que merece la pena que sea concluida?

—A menos que seas inhumana.

—Soy humana y lo sabes.

—Pues tendrás que empezar siéndolo para mí, y luego… te juzgaré como deseas.

—Está bien. Hasta mañana.

Se alejó sin estrecharle la mano. Ella apretó los dedos sobre la balaustrada y quedó inmóvil, viéndolo perderse en las sombras de la noche. Sintió como un nudo en la garganta y una pena honda royéndole el corazón. ¿En qué iba a terminar aquello? Ella tenía que ser lo bastante franca consigo misma para reconocer que lo amaba. Que lo amaba como jamás amo a nadie antes. Era esto que sentía muy diferente de lo que sintió junto al padre de sus hijos. Algo nuevo y maravilloso, y no obstante, tenía que renunciar a ello.

León Sarlanga, entretanto, atravesó la calle y no subió a su coche, ni se dirigió a casa. Fue directamente a la pequeña casa donde habitaba don Claudio.

—Señor Sarlanga —exclamó el ama al verlo—. ¡Cuánto se alegrará el señor cura!

—¿Puedo verlo ahora?

—Sí, claro. Le avisaré al instante.

Se alejó, volviendo de nuevo casi al momento.

—Le espera en el despacho. Ya sabe usted el camino.

—Gracias.

—¡León —exclamó satisfecho el sacerdote—, yo creí que te quedabas en Madrid!

—Si uno no tuviera cosas aquí… —rezongó besando la mano del sacerdote—. Cosas que uno quiere con toda el alma —y con amargura—: ¡Quién me lo iba a decir cuando salí del Canadá!

—¿Berta?

—Ella es la que me retiene en esta ciudad. ¿Qué debo hacer, don Claudio?

—Calma, mucha calma.

—Para un hombre enamorado, la calma es imposible. Yo nunca creí que pudiera amar a una mujer de este modo. Le juro que siempre creí en mí mismo, en mi indiferencia hacia el género opuesto, y de pronto… —se pasó los dedos por la frente—. ¿Qué debo hacer para conseguirla y a la vez para no lastimarla?

—No lo sé. Ella…

—Me ama. Le cuesta tanto como a mí renunciar. Solo nos separan los hijos.

—Pues convence a los hijos.

—¿Usted cree?

—Lo considero una buena solución.

—Se lo diré a Berta.

—No. Déjalo de mi cuenta. No hablaré a Berta de eso, pero sí a la madre. Y pienso hacerlo mañana mismo.

—Don Claudio…

—No me des las gracias aún. Tú no conoces a los hijos de Berta.

—Ella les ha consagrado su vida hasta ahora —protestó—. Tenga en cuenta que no puede pasar el resto de su existencia pendiente de sus hijos. Ellos ya son personas conscientes. Ahora ya no necesitan de su madre.

—Los hijos siempre necesitan de su madre, pero tienes razón, solo en cierto modo se necesita a una madre. Nunca se la podrá obligar a vivir sola siendo joven y amada.

—Es lo que yo digo. Berta no me permite hablar de ello.

—Mañana ven a verme.

—¿Antes de verla a ella?

—Sí. Después habláis los dos.

—Gracias, don Claudio.

—De nada, muchacho. Me satisface saber que os amáis y os necesitáis. Lástima que los hijos de Berta no lo comprendan así.

* * *

—Ya lo sabe usted todo.

—Lo presumía.

—¿Qué se puede hacer?

—He pensado en ello, señor cura —dijo campechana la anciana—. Ya le expliqué lo que hizo Pedro al saber que un hombre pretendía a su madre. Ha venido a verme. Berta no lo sabe. Ni lo sabrá jamás, al menos por la parte que me toca. Si le decimos a Berta lo que piensan sus hijos sobre el particular, es seguro que jamás hará desgraciados a sus hijos si en ella está el evitarlo. ¿Quiere que le diga lo que yo he pensado?

—A eso he venido.

—Esperar que Pedro oiga a León Sarlanga es imposible. Ni siquiera le escuchará.

—Eso me parece.

—Por tanto, hay que atacar con otras armas.

—¿Y bien?

—Que se casen.

—¿Cómo?

—En secreto. Lo sabremos usted, ellos y yo. Nadie más.

—Pero eso es muy difícil.

—En efecto. Hay que convencer a Berta.

—¿Y quién puede hacer eso?

—León y usted.

—Pero…, ¿qué ocurrirá después?

—Cuando los hijos se casen, Berta se casará a su vez con León, pero tal vez sea demasiado tarde. Y lo que yo pretendo, y usted y ellos mismos, es que no dejen pasar el tiempo en vano.

—Sí, naturalmente.

—Pues que se casen en secreto, que se vean cuando puedan. Y cuando sus hijos se casen y sean felices en sus hogares, y comprendan lo que es el amor, ella tendrá tiempo de decir que se ha casado ya.

—¡Hum!

—¿No le parece bien?

—No es que no me parezca bien, es que temo que todo se derrumbe. Ya sabe usted lo que es el amor…

—Por la cuenta que les tiene, procurarán que no se descubra. Usted puede hacerles esa proposición. No diga que se la he inspirado yo.

—¿Lee usted mucho?

—Amigo mío, leo lo bastante para no aburrirme. Pero le aseguro que mi idea no proviene de ningún manuscrito. Es algo que pensé durante estos días, y que consideré aceptable para que dos personas sean felices y no perjudiquen dos corazones gemelos, que creen que su madre tiene el deber de sacrificarse eternamente por ellos.

El sacerdote se puso en pie.

—Se lo propondré a León.

—¿Piensa hacerlo a los dos juntos o por separado?

—Primero a él y después a ella.

—Ya me dirá el resultado.

—Tal vez lo sepa usted antes que yo.

—No lo crea. Mi hija no me lo dirá porque temerá que no lo apruebe.

—¿Se lo digo yo?

—Dígamelo.

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