Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 13

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Cuando llevábamos tres días en Carmel, empezamos a discutir sobre los cigarrillos.

¿De qué demonios le estaba hablando? Morir de cáncer, toda aquella porquería. ¿Por qué no trataba de escuchar mis propias palabras? Parecía un padre, por Dios. ¿O sea que pensaba yo que ella había nacido ayer? Y tampoco era verdad que se fumara dos cajetillas diarias o lo hiciera sin parar, cigarrillo tras cigarrillo, en la calle. ¿Acaso no sabía yo que ella estaba en la edad de experimentar cosas, que éste era su momento en la vida para pasarse de la raya, para cometer errores? ¿O es que yo no podía entender que ella no iba a pasarse la vida aspirando y sacando humo como una estufa, y que la mayoría del tiempo ni siquiera inhalaba la mitad del humo?

—Muy bien, si no quieres escuchar, si quieres tener la prerrogativa de cometer las mismas estupideces de todo el mundo, entonces hemos de implantar ciertas reglas. Yo no veré cómo tú te envenenas continuamente ni en la cocina ni en la habitación. No se podrá fumar ni donde tomamos nuestras comidas ni donde nos tomamos el uno al otro. Bien, eso es juego limpio, ¿no crees?

Me miró con expresión encolerizada, casi da un portazo en la cocina, aunque sin duda lo pensó mejor. Dio patadas con los pies al subir por la escalerilla del desván. Puso una cinta de Madonna a un volumen ensordecedor (¿tendría que comprarle un aparato tanto para Carmel como para San Francisco?)

Se oyó el tictac del reloj de cuco. Era terrible, terrible.

Oí el crujido de la madera cuando ella volvió a bajar la escalera.

—Muy bien, es verdad que tú no quieres que fume ni en la habitación ni en la cocina.

—La verdad es que no…

Me fijé en que su labio inferior sobresalía deliciosamente; retrocedió hacia el umbral de la puerta, llevaba unos tejanos cortados muy ajustados a sus muslos morenos, se veían los pezones a través de la camiseta de algodón negra con el espantoso logotipo del grupo de rock Grateful Dead impreso en ella.

Bajó la voz.

—De acuerdo, si eso te hace feliz.

Noté el tacto sedoso del interior de sus brazos al rodearme el cuello, su cabello cayó sobre mí antes de que me atrapara con un beso.

—Me hace muy feliz.

La tela de la comunión estaba saliendo. Toda la sala de estar de la casita de campo se había convertido en un estudio, el caballete estaba abierto sobre la arrugada tela que utilizaba para evitar que las gotas de pintura mancharan el suelo. El aire era nuevo, el cielo también, incluso el café era nuevo y estimulante. Nada se interponía entre mí y aquel cuadro. Estuve pintando hasta que no pude sostener el pincel.

La discusión sobre su hábito de beber en exceso se produjo en el séptimo día.

Muy bien, ahora me estaba pasando de la raya, ¿quién me creía que era?, primero el tabaco y ahora aquello. ¿Acaso me creía yo que era la voz de la autoridad, que podía decirle lo que debía hacer? ¿También les hablaba así a Cecilia o a Andrea o como se llamasen?

—¡Ellas no tenían dieciséis años y no bebían media botella de whisky escocés para desayunar el sábado por la mañana! Ellas no bebían tres latas de cerveza mientras conducían la furgoneta hacia Big Sur.

Aquello era ultrajante, era muy injusto, aquello no era lo que había sucedido.

—¡Encontré las latas en la furgoneta! ¡Todavía estaban frías! Anoche te pusiste un cuarto de litro de ron en la bebida de cola cuando leías, tú crees que yo no me doy cuenta, pero te estás bebiendo más de un litro de alcohol cada día en esta casa.

Yo estaba tenso, muy puritano, ido. Y si de verdad quería saberlo, el que ella bebiese o no, no era de mi incumbencia ¿Acaso creía yo que era su dueño?

—Mira, no puedo cambiar el hecho de que tengo cuarenta y cuatro años, y a mi edad uno no acostumbra ver cómo una chica joven…

Quieto ahí. ¿Se suponía que ella iba a formar parte de Alcohólicos Anónimos sólo porque yo no conocía la diferencia entre beber dos tragos y ser alcohólico? Bien, ella sí sabía en qué se diferenciaban. Ella se había pasado la vida rodeada de alcohol y de gente que bebía, desde luego. Podía contarme muchas cosas sobre la bebida, podía incluso escribir un libro sobre bebidas alcohólicas y sobre lo que es limpiar vómitos y arrastrar borrachos a la cama, decirles mentiras a los botones, al servicio de habitaciones y a los médicos de los hoteles, yo no tenía nada que decirle sobre gente bebida…

De repente calló y se quedó mirándome.

—¿Así que tú también vas a pasar por lo mismo? ¿De qué estás hablando, de ser leal o algo así, con esa persona borracha quienquiera que sea? ¿Acaso esa persona ha muerto para merecer esa clase de lealtad?

Lloraba. No decía nada. Estaba perpleja.

—¡Déjalo ya! —exclamé—. Abandónalo todo, el whisky, el vino en la cena, las malditas cervezas que crees que no te veo beber.

¡MUY BIEN, MALDITA SEA! ¿TODOS ESOS OBSTÁCULOS, ERA ESO LO QUE YO DESEABA? ¿Le estaba diciendo que se fuera de mi casa, era eso?

—No, y tú no te marcharás porque me quieres y sabes que yo también te quiero, y lo dejarás, yo sé que lo dejarás. ¡Sé que dejaras de beber ahora!

—¡Te crees que sólo tienes que ordenarme que lo deje!

Salió por la puerta delantera. Se dirigió hacia el océano. ¿Acaso iba hacia la autopista a esperar que parara un coche y se la llevara PARA SIEMPRE?

Acerqué la luz que pendía sobre mi cabeza y me quedé mirando

La comunión. Si éste no es el objetivo de mi carrera, entonces es que no tengo ninguno. Todo lo que sé sobre realidad e ilusión está aquí.

¿Pero qué maldito sentido tenía aquello? Yo mismo nunca había deseado tanto emborracharme.

Las ocho, las nueve. Se ha ido para siempre. Estoy dejando huellas en la arena al caminar para nada. Nadie parecido a Belinda se acerca caminando por la arena blanca como el azúcar.

Las diez y media. Estoy en el desván sin ella, aquí repantigado sobre el blando colchón y el edredón.

Oigo cómo se abre la puerta de abajo.

A continuación la veo aparecer en lo alto de la escalerilla, se apoya en los lados, hay demasiada oscuridad para que le vea la cara.

—Estoy contento de que estés en casa. Estaba preocupado.

Olía a Calandre, el aire era fresco. Su mejilla olería a viento del océano si se acercase y me besase.

Se sentó casi al final de la escalerilla, su perfil se recostaba contra la pequeña ventana.

La luz a través de la claraboya es fría y lechosa. Puedo ver el color rojo del pañuelo de lana de cachemir. También veo uno de sus guantes de piel negros cuando tira de una punta del pañuelo.

—Hoy he acabado la tela de la comunión.

Silencio.

—Tienes que comprender que antes nadie se había preocupado tanto por lo que yo hago —me dijo.

Silencio.

—No estoy acostumbrada a que me den órdenes.

Silencio.

—Si quieres que te diga la asquerosa verdad, no le he preocupado nunca a nadie, me refiero a que ellos se imaginaban que yo podía manejar cualquier cosa que estuviera haciendo, ya sabes, a ellos yo no les importaba en lo más mínimo.

Silencio.

—Quiero decir que tenía maestros y toda la ropa que quisiera y nadie me fastidiaba. Cuando tuve mi primera relación amorosa, pues bien, me llevaron a París para que me recetaran la píldora, ya sabes, como si nada, algo así como «no te quedes embarazada» y todo eso. Nadie…

Silencio. Los mechones de pelo se veían blancos a la luz de la luna.

—Y no es, como tú dices, que yo no pueda manejarme, ¡porque puedo! Puedo hacerme cargo de mí misma. Siempre lo he hecho. Lo único que estás diciendo es que preferirías que yo no bebiese tanto, y de ese modo tú no te sentirías tan culpable.

Silencio.

—Es eso lo que estás diciendo, ¿no?

—Puedo estar de acuerdo con eso.

De repente sentí que se ponía junto a mí con suavidad, olí el frío viento salado y percibí su boca voluptuosa, tal y como yo sabía que había de ser.

Eran las ocho de la mañana.

Había preparado rodajas de manzana, naranja y melón en una bandeja de porcelana, así como huevos revueltos y un poco de queso.

—Esto tiene que ser una alucinación. ¿Estás preparándote comida de verdad para desayunar? ¿Dónde están la coca-cola y las patatas fritas?

—Sé honesto, Jeremy. Abandona mi caso. Ya sé que nadie puede vivir sólo bebiendo coca-cola y comiendo patatas fritas.

No digas nada.

—Y hay otra cosa sobre la que quiero hablar contigo, Jeremy.

—¿Sí?

—¿Qué te parece si dejas que yo te compre un par de chaquetas de lana que te sienten bien?

Un comentario inocente como aquél, dicho en un lugar como Carmel, puede convertirse en una maratón de compras. Fue lo que sucedió.

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