Belinda

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Primera parte » Capítulo 14

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Tan pronto como volvimos a la casa de San Francisco, ya tenía otra pintura. El siguiente paso después de

La comunión. Lo supe en el momento de entrar en la sala de estar y ver las muñecas.

Belinda con muñecas.

El buzón estaba lleno de papelotes de Dan, de Nueva York y de Hollywood. Los tiré sobre la mesa del despacho sin abrir los sobres, desconecté el contestador automático, desconecté todos los teléfonos y me puse de nuevo a trabajar.

—Quítate la ropa, ¿quieres? —le dije a Belinda. Íbamos a hacerlo allí mismo en el salón, sobre el sofá de estilo reina Ana, el mismo que salía en todos los libros de Angelica.

Se rió.

—¡Otra de esas pinturas magníficas que nunca va a ver nadie! —comentó al tiempo que se sacaba los tejanos y el jersey.

—Sujetador, braguitas, todo fuera, por favor —le dije mientras chasqueaba los dedos.

Aquello produjo otro ataque de risa. Lanzó todas sus ropas al vestíbulo y a continuación se quitó el pasador del cabello.

—Sí, perfecto —dije yo mientras ajustaba las luces y el trípode—. Lo único que tienes que hacer es sentarte en el centro del sofá y yo pondré todas las muñecas a tu alrededor.

Estiró los brazos para recibirlas.

—¿Tienen nombres? —preguntó.

—Mary Jane, Mary Jane y Mary Jane —contesté. Le dije cuáles eran francesas y cuáles alemanas. Aquélla era la Bru, que no tiene precio, y la otra era el bebé sonriente, lo que se había dado en llamar el bebé con carácter. Esta explicación también le hizo sonreír.

Se puso a jugar con sus pelucas enmarañadas y con sus vestiditos descoloridos. Le gustaban las muñecas grandes, las que tenían largos bucles. Comentó que tenían la expresión de la cara muy seria y las cejas pintadas muy oscuras. Tanto las medias como los zapatos de algunas de ellas se habían extraviado. Dijo que tendría que repararlas. Comprarles nuevas cintas para el pelo.

En realidad, para lo que yo las quería, estaban en perfecto estado sin zapatos ni medias, la mayoría estaban bastante sobadas y parecían viejas con sus tules marchitos, pero no le dije nada a ella.

Estuve mirando sus dedos, que tenían dificultades con los diminutos botones.

Sí, aquello era lo que yo quería.

Empecé a hacer fotografías. Ella me miró sobresaltada. La capté. A continuación la gran muñeca Bru de ojos azules y cabellos largos estaba apretada contra sus senos desnudos, las dos me estaban mirando, sí. Entonces ella las reunió todas sobre su falda, tomé la imagen. Después se desdobló despacio y se estiró sobre el sofá, las muñecas caían a su alrededor, los gorritos y las plumas de los sombreros se confundían, ella tenía la barbilla apoyada sobre el hombro que reposaba en el terciopelo de color castaño rojizo; su trasero era fino como el de un bebé. Le hice la foto.

Acto seguido se apoyó en su espalda y mantuvo una rodilla levantada, cogiendo la muñeca más grande, la Bebe alemana que tenía los rizos pelirrojos y los zapatos abotonados hasta arriba. A todas las muñecas que estaban a su alrededor les relucían los ojos brillantes de cristal.

Ella entró en el trance habitual a medida que sonaba el obturador.

Y después, cuando se había relajado cayó del sofá sobre sus rodillas y se dio la vuelta sin dejar de abrazar a la muñeca Bru, mientras las otras caían amontonadas detrás de ella, ahí supe que había conseguido el cuadro. Estaba en la expresión soñadora de su cara.

Aquélla junto a la tela de la cama de latón era el futuro. Lárgate mundo.

A la tarde siguiente ella apareció temprano; iba a ver una nueva película japonesa.

—No hay nada que pueda apartarte de esos cuadros que nunca va a ver nadie ¿verdad?

—Yo no soy capaz de leer todos esos subtítulos. Ve tú.

—Eres increíble, ¿lo sabes? Te quedas dormido en medio de una sinfonía, crees que Kuwait es una persona, no puedes seguir películas extranjeras y te preocupas de que yo obtenga una educación. ¡Madre mía!

—Es terrible, ¿no crees?

Se fijó en todas las fotos de muñecas.

—Esa en la que estás de rodillas —le dije—. Y la serie que te hice en la cama de latón. Voy a hacer seis paneles, como si fuera la página de un tebeo; todo serán ángulos distintos de ti tras las barras.

—Fantástico. —Hizo ruido con el chicle, tenía las manos en las caderas y llevaba el suéter negro ajustado en torno a los pechos—. Y todo esto acabará encerrado bajo llave en alguna parte, ¿o al final los quemas?

—No seas tan sabionda. Vete al cine.

—Estás loco, ¿lo sabes? Lo digo en serio esta vez, de verdad.

—¿Y qué pasaría si finalmente acabase enseñándolos? —le pregunté—. ¿Qué pasaría si el mundo entero las viera? ¿Qué sucedería si apareciesen por todas partes, en

Time, en

Newsweek y en los periódicos, en

Artforum y

Art in America, en el

National Enquirer o en cualquier otro que se te ocurra, y si entonces dijesen que soy un genio y uno que abusa de las niñas; la reencarnación de Rembrandt y también un secuestrador? ¿Entonces qué te sucedería a ti, la señorita Belinda sin apellido, familia o pasado, con tu foto en todos los periódicos del país? Y no te confundas. Es así como sería. Ese tipo de historia.

Y allí estaba, con aquella mirada fija. No tengo dieciséis años. Soy lo bastante mayor para ser tu madre, salvo cuando hago el chasquido con el chicle.

—¿Tendrías tú el valor de hacer eso? —preguntó. No utilizó una voz arisca, sino su tono natural.

—¿Qué pasaría si te dijese que es sólo una cuestión de tiempo? ¿O que ningún artista trabaja como yo lo estoy haciendo si no tiene interés en enseñárselo a alguien? ¿Qué pensarías si te digo que es como acercarse más y más a un precipicio, a sabiendas de que en algún momento, en cuanto te descuides, vas a caerte? No estoy hablando de mañana. No digo que será la semana que viene o el mes que viene, puede que ni si quiera el año próximo. Quiero decir que hay muchísimo trabajo en estos cuadros para ser desperdiciado, un importante período de vida para que acabe siendo destruido, y se necesita valor, sí, valor, pero antes o después…

—Si dijeras todo eso consideraría que tienes más valor del que dejas entrever en ocasiones.

—Pero sigamos hablando de ti. ¿Qué pasa si esos padres, o quienesquiera que sean, abren la revista

Time y ven tu cuadro en ella pintado por Jeremy Walker?

Se puso a reflexionar, solemne.

—¿Qué demostraría? —me preguntó—. ¿Que nos hemos conocido? ¿Que he posado para algunos cuadros? No tendrían nada contra ti a menos que yo lo dijera y yo nunca voy a decírselo.

—Todavía no me entiendes. ¿Qué te pasaría a ti? ¿Vendrían a buscar a su niña a toda prisa para apartarla del sucio viejo que ha estado pintando su retrato?

Entrecerró los ojos. La boca se le estaba endureciendo.

Me miró y luego apartó la vista para, finalmente, volver a mirarme.

—¡Un año y medio! —La voz era tan bajita que parecía que hablase otra persona desde el interior de su cuerpo—. Falta menos en realidad para que cumpla los dieciocho años, ¡y entonces no podrán hacerme nada, absolutamente nada! ¡Y entonces podrás enseñar esos cuadros! ¡Podrás colgarlos en las paredes del museo de Arte Moderno y no podrán hacer nada, absolutamente nada, contra nosotros!

—Pero ¿quiénes son ellos? Quiénes son y qué han hecho contigo.

Ningún ruido.

—¡Muéstralas! —dijo ella—. Tienes que enseñarlas.

Silencio.

—No, retiro lo que he dicho. Si se trata de caer por un precipicio, entonces será tu decisión. Pero cuando llegue el momento ¡no me utilices a mí como excusa!

—No, lo que haré será sólo seguir utilizándote. Punto —dije.

—¿Utilizándome? ¿Tú? ¿Que tú me utilizas?

—Eso es lo que cualquiera que estuviese en su sano juicio opinaría. —Miré a mi alrededor a las telas que nos rodeaban. Y luego la miré a ella.

—¿Así que piensas que ya está todo dicho y redicho? —preguntó—. Tú crees que como eres un adulto y todo eso, soy yo la utilizada. Bien, pues eres tonto.

—Me asusta, eso es todo. La manera en que acepto tu palabra, que está bien que estés conmigo…

—¡Y qué otra palabra ibas a aceptar!

Silencio.

—No te enfurezcas —proseguí—. Tenemos años por delante para discutir eso.

—¿Tenemos?

No contesté.

—Deja de hablar de ti como de un secuestrador o del que abusa de las jóvenes. ¡Yo no soy una niña! Por el amor de Dios, no lo soy.

—Ya lo sé…

—No, no lo sabes. Los únicos momentos en que no te sientes culpable son cuando estamos en la cama y cuando tienes un pincel entre las manos, ¿lo sabes? ¡Por favor, empieza a creer en nosotros!

—Yo creo en nosotros. Y te diré algo más. Si no me caigo por ese precipicio, con libros o sin libros, nunca seré nada.

Ella seguía quieta.

—¿Nunca serás nada? ¿Jeremy Walker, la voz del dueño de la casa?

—Exacto, eso es lo que he dicho.

—Entonces deja que te diga una cosa —me dijo. Dudó un momento, y añadió—: No puedo explicártelo, pero acuérdate. ¿La gente que me está buscando? Ellos no se atreverían a hacer nada contra ti.

¿Qué demonios podía significar aquello?

El día en que vinieron a instalar la escultura de Andy Blatky a ella le dio por desaparecer. No supe que se iba hasta que oí el motor del MG.

La obra de enormes hombros de Andy quedó muy bien en el patio de atrás. Parecía querer alzarse hacia las terrazas y la casa; las líneas fluidas de la pieza destacaban en contraste con los ladrillos oscuros que tenía debajo y con la recién limpiada valla blanca que la rodeaba por tres lados.

Andy y yo tardamos una hora o más en instalar de forma provisional los pequeños focos nocturnos. Después nos instalamos en la mesa de la cocina y nos pusimos a hablar y a beber cerveza.

—¿Qué te parece si me enseñas ese nuevo trabajo? —me preguntó.

Estuve casi tentado de enseñárselo. Seguí sentado y pensé: pronto, muy pronto.

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