Belinda

Belinda


Segunda parte

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Yo no contesté nada. Estaba llorando sobre la almohada. Me dedicaba a pensar cosas absurdas, como que podríamos casarnos, huir hacia Tijuana y casarnos, luego volver y decírselo a todos. ¿Qué sucedería entonces? Pero yo sabía que aquello no era posible, y al mismo tiempo sentía una rabia enorme que quemaba todas las palabras que podía haber dicho.

Marty siguió hablando. No dejaba de decir cosas y más cosas, hasta que me di cuenta de lo que estaba pasando. Me estaba diciendo que me necesitaba, que no podía hacer todo aquello sin mí, que tal como estaban las cosas no podía terminar la temporada.

—Tienes que volver Belinda, tienes que hacerlo. Tienes que mirar todo esto bajo una luz diferente.

—¿Estás tratando de pasarte conmigo? ¿Crees que puedo vivir allí mientras tú y mi madre os acostáis, ocultándole a ella que también te acuestas conmigo?

—Belinda, una mujer como tu madre no quiere saber las cosas —me explicaba—. Te lo juro, no quiere. Desea que la cuiden y que le mientan. Desea que la utilicen y al mismo tiempo utilizar a todo el mundo. Belinda, creo que no conoces a tu madre, no como la conozco yo. Belinda, no me hagas esto, te lo pido por favor.

—¡Que no te haga esto a ti!

Si crees que me has visto alguna vez dando un tortazo, tenías que haberme visto entonces. Me levanté de la cama y empecé a golpearle, a gritarle y a decirle que se fuera de allí, que regresara con ella.

—¡Hacerte esto a ti!

Yo no paraba de gritar. Entonces él me agarró, me sacudió y gritó como si estuviese loco.

—¡Belinda!, maldita sea, sólo soy un ser humano, nada más.

—¿Y qué demonios se supone que significa eso? —le pregunté.

Se sentó a un lado de la cama, con los codos sobre las rodillas. Me dijo que la presión estaba creciendo y que si él explotaba, mamá lo haría también.

—Mira, cariño, todos estamos en esto juntos, ¿no lo comprendes? Ella es la fuente de nuestros éxitos, tu dinero es de ella, y eso hemos de aceptarlo en este momento. O sea que te ruego que no te vuelvas contra mí ahora, amor mío, por favor.

No pude por menos que mover la cabeza. Ella es la fuente de nuestros éxitos. ¿Qué podía decir yo?

—Vuelve a casa —me rogó mientras me cogía la mano—. Soporta esto conmigo, Belinda, en serio; el tiempo que comparto contigo es lo único que me queda, de verdad.

A continuación se desmoronó. Lloró y lloró, y yo también lloré, y de pronto llegó la hora, él tenía que marcharse. Si no estaba a su lado cuando ella se despertaba, a las cinco de la mañana, se abriría el infierno y se desatarían los demonios.

Se vistió y luego dijo:

—Sé lo que piensas de mí. Y también sé lo que yo pienso de mí. Pero te juro que no sé qué hacer. Todo lo que sé es que si no regresas yo no podré fingir mucho tiempo, te lo digo de verdad.

—De modo que es mi responsabilidad que todo funcione, ¿eso es lo que estás diciendo? Marty, ¿cuántas veces crees que he sido yo la que ha hecho que todo funcione para mamá? ¿Cuántas veces crees que me he contenido y he hecho lo que fuera necesario para que mamá se sintiese bien?

—Pero estamos en el mismo barco, cariño, se trata de ti, de mí y de ella. ¿No lo ves? Escucha, esas pollitas tejanas van a irse muy pronto. Sé que lo harán. Y en la casa no habrá nadie más que esas criaturas, la enfermera, la masajista y esa loca peluquera, además de ella y yo. De modo que voy a coger el revólver que está en el cajón de la mesilla y me reventaré los sesos o algo parecido. Me estoy volviendo loco.

Yo no tenía nada más que añadir. Esperaba que se marchase. Él iba a llegar tarde y yo estaba pensando en llamar a G. G. y preguntarle si le parecería bien a Ollie Boon que yo me quedase un tiempo con ellos, aunque sabía que no tenía el coraje para hacerlo, no todavía.

Entonces me di cuenta de que Marty no se marchaba. Estaba inmóvil en el quicio de la puerta.

—Amor mío, ella y yo… vamos a casarnos —me dijo.

—¿Qué?

—Una ceremonia multitudinaria junto a la piscina de la casa. La publicidad va a comenzar hoy.

No articulé ni una sola palabra.

Entonces Marty soltó un discurso. En un tono pausado no habitual en él, me largó una conferencia.

—Te amo, Belinda, te quiero como nunca he amado a ninguna otra persona hasta hoy. Puede que seas la chica bonita que no tuve como pareja cuando iba a la escuela. Tal vez seas la atractiva chica rica que no pude alcanzar en Nueva York. Lo único que sé es que te amo, y nunca he estado con nadie que no fuese de mi familia en Nueva York a quien haya amado tanto y en quien tanto haya confiado. Pero la vida ha jugado muy sucio con nosotros dos, Belinda. Porque la dama ha anunciado que desea casarse. Por primera vez en su maldita vida desea contraer matrimonio. Y lo que la señora desea, la señora lo consigue.

Después la puerta se cerró tras él. Se había marchado.

Cuando Trish llegó, creo que yo seguía tumbada en un estado de confusión total. Si sabía que Marty había estado allí, nunca me lo dijo. Me anunció que la boda tendría lugar el sábado, mamá quería que fuese lo antes posible y tío Daryl ya había salido de Dallas, por lo que era probable que llegase aquella tarde.

—Creo que deberías regresar a Europa —me dijo—. Creo que deberías ir al colegio.

—No deseo ir a Europa —repuse yo—. Y no quiero ir a ningún colegio.

Inclinó la cabeza y en un gesto de impotencia me invitó a acompañarla a comprar un vestido para la boda. También me dijo que era mejor que el tío Daryl no supiese lo de mi estancia en el Château Marmont.

Bien, soporté la ceremonia y la semana que la precedió. Le sonreí a todo el mundo. Representé mi papel. Tanto el tío Daryl como los demás estaban demasiado ocupados para preguntarme qué había estado haciendo. Cuando por fin hablé con la gente, ya fuera en la sala de estar o en la recepción, me sorprendí a mí misma diciendo que me estaba preparando para ir a la Universidad de California en breve, que pensaba pasar los exámenes y empezar pronto. Estaba segura de pasármelo bien allí.

La celebración de la boda era lo más novedoso en Beverly Hills. Las revistas del corazón ofrecían una suma de treinta mil dólares a quien pudiese sacar una foto desde el interior de la propiedad. La policía tuvo un enorme trabajo en impedir que la gente bloqueara las calles.

Mamá estaba muy enamorada de Marty. No la había visto así desde la época de Leonardo Gallo. No es que estuviese apoyándose sólo en Marty, o colgada de él, sino que no veía a nadie más que a él. Y aquella tarde ambos estaban radiantes.

Pero he de decirte algo, la boda en sí era una confabulación. El ministro que la ofició era un hippie de los años sesenta demasiado crecido, ya sabes, uno de esos con cincuenta años y pelo largo, que viven en Big Sur o algo así y que probablemente había obtenido sus credenciales por correo. Toda la ceremonia era un poco deslustrada, las copas eran compartidas y todo el mundo llevaba coronas de flores en la cabeza. De haber tenido lugar en el campo hubiese estado bien. Pero con esa gente, cuyos comentarios son siempre «estamos hablando de una operación importante» y «lo que hay que ver es el contenido», rodeados de polución y paseando entre aquellos naranjos, ¡bah!, era un asco. Por no hablar de que tío Daryl me llevó a un lado, inmediatamente después, y me dijo que no debía preocuparme por la parte económica del asunto, pues Marty había firmado un contrato prematrimonial, con lo que la celebración, bueno, se había hecho sólo por la felicidad de mi madre y no podía considerarse legal.

—Simplemente ha perdido la cabeza por ese tipo italiano de Nueva York, ésa es la pura verdad —me aclaró—. Pero tú no debes preocuparte. Él será bueno con ella, yo me ocuparé.

Creía que me moría. Cuando entré en la casa para estar sola un rato, encontré a Trish y a Jill en mi habitación, como si se estuviesen escondiendo de todo el mundo, y Trish me comunicó lo de su regreso a Dallas con Jill, a finales de semana.

—Ella ya no nos necesita —me explicó Jill—. Aquí ya no somos de ninguna utilidad.

—Además ya es hora de que hagamos algo por nuestra cuenta —dijo Trish. Y continuó explicándome que Daryl estaba dispuesto a ayudarlas a montar una tienda de ropa de moda en Dallas. De hecho se la financiaba por completo. Y mamá también estaba de acuerdo en apoyarla con su imagen.

La noticia me dejó hundida. Lo de Saint Esprit se había terminado hacía ya cierto tiempo, pero cuando ellas se fuesen, todo habría concluido.

Recordé las palabras de Marty acerca de vivir solo en aquella casa, sin ellas. Pero yo no pensaba quedarme. No podía. Estaba fuera de toda duda. A causa de la música proveniente del jardín y de la gente que deambulaba por todas las habitaciones, cual si fuesen zombis y sin hacer ruido al caminar sobre la moqueta que cubría el suelo, no me era posible pensar con detalle lo que haría.

Pero sabía que de alguna manera me alejaría.

—Belinda, ven a Dallas con nosotras —dijo Trish.

—Bonnie jamás la dejaría venir —añadió Jill.

—¡Oh, sí!, sí que lo haría. Ahora es feliz con su nuevo marido. Cariño, ven y pasa un tiempo con nosotras en Dallas.

Yo sabía que no podía hacer aquello. ¿Qué podría hacer yo a ochocientos kilómetros de casa? ¿Ir a centros comerciales, a tiendas de vídeo o asistir a bonitas clases sobre los poetas ingleses en la universidad?

Si bien toda la tarde fue como un mal sueño, lo peor todavía había de llegar.

Cuando Trish y Jill regresaron con el gentío, yo decidí cambiarme y salir de allí.

Entonces entró Marty y cerró la puerta. La gente ya se marchaba, me dijo, y había terminado todo. Acto seguido me abrazó.

—Estréchame, Belinda; abrázame, cariño —me dijo. Y eso es lo que hice durante un momento.

—Es tu noche de bodas, Marty —le dije—. Es algo que yo no puedo soportar, simplemente no puedo soportarlo.

Pero estuve sintiendo todo el tiempo sus abrazos y su pecho contra el mío, y yo le abrazaba tan fuerte como él a mí.

—Cariño, por favor, dame sólo este instante —me pidió. Y después empezó de nuevo, comenzó a besarme…, yo me limité a marcharme con mi vestido largo en una de las limusinas que salían en aquel momento.

De camino hacia el Château le pedí a un atractivo joven que estaba sentado a mi lado, y al parecer era ayudante de Marty, que entrase en una tienda de licores y me trajese una botella de whisky escocés. Cuando estuve de nuevo en el apartamento, me la bebí toda.

Dormí durante doce horas sin interrupción y después me pasé otras veinticuatro enferma con resaca. El miércoles, el teléfono me despertó. Era Trish, y llamaba para decirme que el tío Daryl no dejaba de preguntar por mí.

—Ven a casa hasta que él se marche —me dijo—. Después podrás volver a la montaña.

Llegué a la casa hacia las cuatro de la tarde. No había nadie. Nadie a excepción de mi madre, que en aquel momento les decía al instructor de gimnasia y a la masajista que tenían el resto del día libre. Había estado nadando y se la veía morena y natural; llevaba el cabello suelto y un sencillo vestido blanco. De pronto, aquellos dos se habían marchado y nosotras nos quedamos solas en la habitación. Era todo muy extraño. No creo que mamá y yo nos hubiésemos encontrado así, a solas, en muchísimo tiempo. El color de sus ojos era extraordinariamente claro y se la veía muy descansada; llevaba el pelo suelto y se le veía precioso.

—Hola, cariño. ¿Dónde has estado? —me preguntó. Por la voz parecía drogada, desde luego, pero hablaba con calma y sin vacilación.

—En ninguna parte, no sé —contesté. Me encogí de hombros. Creo que incluso me aparté un poco cuando me di cuenta de que me miraba fijamente. Lo cual en mamá no es lo habitual. Ella suele permanecer cabizbaja. Además, cuando hablas con ella, mira hacia otro lado. Tampoco acostumbra ser muy directa. Sin embargo, me estaba mirando con atención, y con una voz muy calmada me dijo:

—Cariño, él era demasiado viejo para ti.

Durante unos segundos las palabras retumbaron en mis oídos sin que entendiera su significado. Después me percaté de que todavía nos mirábamos la una a la otra. Ella, como la había visto hacer en miles de ocasiones con otras personas, hizo algo extraño con los ojos. Me miró de arriba abajo, despacio, y a continuación, con la misma voz, me dijo:

—Ya eres una chica mayor, ¿no? Pero no tanto.

Me quedé atontada. En aquellos pocos segundos sucedió algo entre mamá y yo que nunca había ocurrido. Me dirigí al vestíbulo y luego a mi habitación. Cerré la puerta y me quedé de pie, apoyada en ella; mi corazón latía con tal fuerza, que podía oír los latidos en mis oídos. Ella lo sabía, pensé, lo había sabido todo el tiempo, lo sabía.

¿Pero cuánto sabía, en realidad? ¿Pensaría que era un amorío, un capricho de jovencita, o que Marty nunca me había correspondido? ¿Podría comprender lo que nos sucedía?

Cuando entré en el comedor para cenar, yo estaba temblando. Ella no me miró ni una sola vez a los ojos. A esa hora ya estaba completamente drogada, murmuraba y miraba sólo su plato, decía que tenía sueño, y resultaba obvio que era incapaz de seguir la conversación que se desarrollaba en la mesa.

Todos le dimos a Daryl un beso de despedida, y yo aproveché para decir que me iba.

Noté la mirada que me dirigió Marty, la más oscura y amarga que yo le había visto. Sin embargo, sonrió y dijo:

—Muy bien querida. Adiós.

Debí haberme dado cuenta de que resultaba demasiado fácil. Estaba llorando en mi habitación del Château y, al cabo de dos horas, llegó Marty. Lloraba él y lloraba yo, era el estilo Marty de ópera italiana, ni siquiera hablamos de ello. Simplemente hicimos el amor. Sentí que con mi encuentro con mamá algo se había roto dentro de mí. Me había matado. Me había matado por dentro.

Aquélla no era la mujer a la que yo había mirado en el Carlton, y de la que había pensado: ¡bah!, no se entera ni de lo que está haciendo. No sabe nada de nada.

Algo muy distinto había aparecido, para decirte la verdad; lo había visto en otras ocasiones, en otros momentos a través de los años, pero quizás habían sido menos importantes.

Después de un largo rato le conté a Marty lo que ella dijo y cómo me había mirado.

—No, cariño, ella no sabe nada —me aseguró—. Tal vez sospeche de que hay alguna escena tierna o algún toqueteo, pero no sabe nada. Si lo supiera no desearía que volvieses a casa.

—¿Tú crees que ella lo desea, Marty?

Lo confirmó con la cabeza, mientras se levantaba para vestirse. Le había dicho a la enfermera de mamá que salía un momento a un establecimiento de productos varios, de los que tienen abierto toda la noche. Era seguro que mamá se despertaría de un momento a otro y preguntaría por él.

—No hace más que decir: ¿dónde está Belinda? Parece que no comprende por qué no estás tú a su lado como su mano derecha.

No quise discutir con él, pero tenía la oscura sospecha de que mamá lo sabía y, a pesar de ello, deseaba mi regreso, porque estaría convencida de haber alejado a Marty de mí. Quiero decir, que ella era Bonnie, ¿no? Además me había dicho: «Ya eres una chica mayor, pero no tanto». Se había limitado a reorganizar un poco las cosas de la manera más conveniente para ella. Recordaba la vez que me dijo: «Ahora todo irá bien, Belinda, porque yo me siento muy bien».

Incluso hoy sigo pensando que entendí la situación.

Cuando Marty se fue me emborraché de verdad. Había cogido varias botellas de casa y me las había traído al Château. En los días que siguieron, me las bebí todas; no hice más que estar estirada en la cama, llorar por Marty y preguntarme qué podía hacer para acabar con aquella enorme desdicha.

Pensé en Susan. Pensé en G. G. Pero después pensé en Marty y no tuve el coraje de ponerme en contacto con G. G. Me planteé la posibilidad de contarle a otra persona toda la historia, y la sola idea de confiarle a alguien lo sucedido me producía una gran angustia. No quería ni que G. G. me preguntase algo.

Me encontraba fatal, sola, como si estuviera loca. Quizá mamá estuviera en lo cierto, nunca debí enamorarme de Marty, Marty le pertenecía a mi madre. No podía dejar de pensar en ello y pasaba constantemente del sueño a la vigilia, como había visto hacer a mamá durante años en Saint Esprit.

***

Lo único que terminó con el mal sueño de aquellos días fue una llamada de Blair Sackwell una tarde. Estaba furioso, y me explicó que mamá les había plantado y Marty Moreschi les había echado.

—Estaba dispuesto a poner diez centímetros de visón blanco en las capas de esas muñecas de Bonnie. ¡Con mi marca! Y el hijo de mala madre me ha dicho que les dejara en paz. ¡Ni siquiera me invitaron a la boda! ¿Te das cuenta?

—¡Oh!, no me vengas a mí con ésas, Blair, ¡maldita sea! —le grité.

—¡Vaya, la hija es igual que la madre! —respondió.

Colgué el teléfono. Después me sentí muy mal. Me senté y empecé a llamar a todas partes para hablar con él. Llamé al Bev Wilsh y al Beverly Hills. No estaba allí. Y Blair era mi amigo, mi verdadero amigo.

Una hora después recibí un paquete, dos docenas de rosas blancas en un jarrón y una nota que decía: «Lo lamento, querida. Perdóname, por favor. Te quiere, como siempre, Blair».

Al día siguiente, cuando Jill llamó para decirme que ella y Trish se marchaban, tenía tal resaca que apenas podía hablar. Me fui a dormir para despejarme y más tarde cogí un taxi y fui a casa para cenar con ellas por última vez.

Mamá estaba un poco drogada pero se encontraba bien. No llegamos a mirarnos a los ojos. Dijo que echaría de menos a Trish y a Jill, pero sabía que le harían visitas con frecuencia. La mayor parte de la conversación versó sobre las muñecas Bonnie y la campaña del perfume Saint Esprit, también se comentó la pelea con Blair Sackwell y las razones de Marty, quien al parecer consideraba que mamá no podía dedicarse más que a los productos

Champagne Flight.

Intenté defender un poco a Blair. Al fin y al cabo, Midnight Mink es Midnight Mink, por amor de Dios, y Blair era nuestro viejo amigo.

Marty se limitó a descartarlo. Aportar una marca a un producto era lo más importante, etcétera, etcétera. La tienda de moda de Trish y de Jill sería sensacional, además tendría un maniquí con la imagen de mamá en el escaparate. Sin embargo, no hacía más que preguntar por qué no la montaban en Beverly Hills, cuando todo el mundo deseaba tener una tienda en Rodeo Drive, y él podía facilitarles que comenzaran allí, no entendía que no se diesen cuenta. Dallas, ¿quién va a Dallas?

No dejaba de mirarlas, veía la expresión de sus caras. Comprendía cuánto deseaban salir de allí. Además también eran amigas de Blair, después de todo. No, lo que de verdad deseaban era volver a casa.

—Mira, nosotras somos chicas de Dallas —dijo Trish.

Entonces, ella, Jill y mamá se miraron, a continuación se hicieron una especie de señal de la época de la escuela o algo parecido y después se echaron a reír; sin embargo, mamá se puso muy triste.

Llegó el momento de los abrazos y de los besos, el instante de las despedidas y de los buenos deseos. Entonces mamá se perdió. Se sintió de verdad perdida. Lloró como suele hacerlo antes de infligirse daño a sí misma. Su llanto era horrible. De manera que Marty tuvo que llevarla a la cama antes de la partida de Trish y de Jill. Cuando las hube besado, me fui a su habitación.

—Quédate con ella mientras yo las llevo al aeropuerto, no puedo dejar que se vayan así —dijo Marty.

Mamá estaba llorando sentada en la cama. Y la enfermera vestida con su uniforme blanco se disponía a ponerle una inyección.

Lo de la inyección me dio miedo. Mamá siempre había tomado drogas de todo tipo. ¿Pero por qué con una jeringuilla? No me gustó ver la aguja entrando en el brazo de mamá.

—¿Qué está haciendo? —le pregunté a la mujer, a lo que me respondió con un gesto condescendiente, como diciéndome: no molestes a tu madre. Mamá respondió con una voz arrastrada:

—Cariño, sólo es para el dolor. Aun cuanto no se trate de dolor. —Puso las manos en sus caderas—. Es para la quemazón que siento aquí, ya sabes, donde me lo están haciendo.

—¿Hacer qué? —inquirí.

—¿No te parece que tu mamá está preciosa? —me preguntó la enfermera.

—¿Qué te han hecho, mamá? —quise saber. Sin embargo, pronto lo vi por mí misma. El cuerpo de mamá había cambiado. Tenía las caderas y los muslos mucho más delgados. Le estaban quitando la grasa, eso es lo que le estaban haciendo. A continuación me explicó que se lo hacían en la consulta del médico y que se llamaba liposucción, también me aclaró que no era en absoluto dañino.

Yo estaba horrorizada. Pensé que el mundo creía que mamá era bonita tal como era. ¡Nadie tenía que volver a esculpirla! Esta gente está loca, Marty no está bien de la cabeza si deja que le hagan esto. Ella no llega a hacer una sola comida digna, siempre está drogada, y además ahora le succionan las grasas del cuerpo. Esto es un despropósito.

La enfermera se marchó, y mamá y yo nos quedamos solas. Yo tenía mucho miedo de que sucediera cualquier cosa, que ella volviese a decir algo como la vez anterior. No deseaba quedarme en la habitación con ella. Ni siquiera quería estar a su lado.

Por otra parte, ella estaba demasiado ida para decir nada. La inyección surtía efecto.

Allí sentada, con su camisón, de repente parecía muy triste, tenía un aspecto terrible, como si estuviera perdida. Yo no dejaba de mirarla y tuve un extraño pensamiento. Conozco cada centímetro del cuerpo de esta mujer. He dormido con ella en mil ocasiones desde que era una niña. A veces, incluso dejaba a Leonardo Gallo para deslizarse en mi cama, donde nos arrullábamos en la oscuridad. Conozco el tacto de su cuerpo, qué se siente enroscada entre sus brazos. Sé cómo es su cabello y cómo huele su cuerpo, y también sé de dónde le han quitado la grasa. Sólo acariciándola sabría de dónde la han quitado.

—Mamá, quizá Trish y Jill se quedaran si se lo pidieses —dije de pronto—. Mamá, seguro que volverían.

—No lo creo, Belinda —repuso con dulzura—. No se puede comprar a la gente para siempre. Sólo se le puede comprar durante un tiempo.

Ella miraba al frente y pronunciaba las palabras tan despacio que me asustaba.

—Mamá, ¿es esto lo que quieres?

Se volvió hacia los almohadones, pero estaba vacilante, acariciaba las sábanas con las manos y parecía estar buscando alguna cosa o algo invisible.

La empujé hacia atrás con suavidad, retiré las sábanas hacia abajo y la ayudé a meterse en la cama, acto seguido la abrigué con cuidado.

—Dame las gafas —le dije.

No se movió. Estaba mirando al techo. Le quité las gafas y las puse sobre la mesilla de noche, justo al lado de su teléfono privado.

—¿Dónde está Marty? —gritó de repente. Intentó sentarse. Se puso a mirarme, a intentar verme, pues no podía ver nada sin sus gafas.

—Se ha ido al aeropuerto. Volverá en un instante.

—¿No te irás hasta que él haya vuelto? ¿Te quedarás aquí conmigo?

—Por supuesto. Relájate.

Se dejó caer hacia atrás, como si alguien le hubiese quitado el aire. Alargó su mano para que yo la cogiese. Cerró los ojos. Pensé que se había ido, aunque después volvió a estirar el brazo, para tocar sus gafas y luego el teléfono.

—Están ahí, mamá —dije yo.

En el exterior el día todavía reinaba la claridad californiana. Me senté con mamá hasta que se hubo dormido profundamente. La noté fría. Miré alrededor de la habitación, aquella cámara larga y blanca, con todo el satén y los espejos, también su batín y sus zapatillas, todo estaba confeccionado con la misma tela que el cobertor y las cortinas, y todo me pareció horrible, espantoso. Allí dentro no había nada que fuese personal. Aunque lo peor era ella.

—Mamá, ¿eres feliz? —susurré—. ¿Tienes todo lo que deseas?

Cuando estábamos en Saint Esprit, ella dormitaba un día sí y otro también, estaba en la terraza con su cerveza, sus libros y su televisión. Durante cuatro años había estado así… ¿o habían sido más? ¿Había sido tan malo?

No me oía. Estaba dormida y tenía la mano helada.

Me dirigí a mi habitación, cerré la puerta que daba al vestíbulo y me estiré en la cama. Estuve mirando las puertas que daban al jardín y toda la casa me pareció quieta y tranquila. No creo que en ningún otro momento hubiese estado tan vacía. El personal había desaparecido en las dependencias de atrás. El jardinero no merodeaba por allí. Todo Beverly Hills parecía vacío. Nadie imaginaría la cantidad de porquería de Los Ángeles que se escondía detrás de aquellos naranjos y aquellas paredes.

Me puse a llorar. Todo tipo de malos pensamientos se agolpaban en mi cabeza. ¡Tenía que hacer algo! Tenía que dejar a Marty, no tenía excusa. Tenía que irme con Susan o con G. G., por más difícil que me resultase. Sin embargo, el dolor que sentía era el más fuerte que jamás hubiese experimentado.

Sabía que sólo era una chiquilla, los jóvenes se sobreponen a esas cosas, esto no se supone que sea ni siquiera amor, el amor es algo ilegal para una joven; yo sabía todo eso, claro que sí. Hasta que cumples veintiún años se supone que nada es real. Pero, Dios mío, aquello era terrible. Me sentía tan mal que no podía moverme ni pensar, y tampoco sentía deseos de emborracharme.

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