Belinda

Belinda


Segunda parte

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Y, por descontado, sabía que Marty estaba llegando. Había oído el coche al entrar por el pasaje y una puerta que se abría. Yo no dejaba de mirar en dirección al jardín, a través de los naranjos, y veía cómo iba cambiando la luz del atardecer de California. El único sonido era mi llanto, sólo eso.

Se fue haciendo cada vez más oscuro, y de pronto me di cuenta de que había alguien de pie al otro lado de las puertas que daban al jardín. Se trataba de Marty, que se disponía a entrar.

Me sentí derrotada. Sabía que no estaba bien permanecer allí sentada, rodearle con mis brazos y besarle, pero no me importaba. En aquel preciso instante no me importaba en absoluto.

También me daba cuenta de que si lo hacía entonces con él, en aquella cama, a no más de diez pasos de mamá, lo seguiría haciendo muchas veces. No me iría con G. G. Sucedería al fin lo que Marty deseaba, que los tres viviésemos bajo el mismo techo.

Pero le besé y dejé que me besase. Le permití que empezara a quitarme la ropa.

—¡Oh!, cariño, no me dejes, por favor no me dejes —me decía—. No la dejes a ella, no nos dejes a los dos. Cuando ella dice que quiere que vengas a casa, lo dice en serio.

—No hables —le rogué.

—Ahora somos lo único que le queda, amor mío, tú y yo. ¿Te das cuenta de eso?

—No me hables más de ella, por favor, Marty —insistí.

Y después ya no hablamos, sencillamente estábamos juntos, y yo pensé: no, no seré capaz de dejarlo.

A continuación, oí el ruido más fuerte que haya oído en toda mi vida.

Te digo, que era ensordecedor. Durante un segundo no tuve la más remota idea de lo que había sido. Bien, era una pistola de calibre treinta y ocho, disparada en una habitación de cuatro metros por cinco. Marty me empujó fuera de la cama, me tiró al suelo y gritó:

—Bonnie, cariño, ¡no!

A continuación la pistola disparó, según me pareció a mí, unas veinte veces. Todo se rompía, las botellas del aparador tras de mí, el espejo, el reloj de la mesilla de noche.

En realidad, sólo fueron cinco disparos, y Marty le había cogido la mano y le había quitado la pistola. Él sangraba. Ella rompió el cristal que daba al jardín tratando de librarse de él.

—¡Sal de aquí, Belinda, sal, márchate! —gritó él—. ¡Vete!

Ella no hacía más que gritar:

—Devuélvemelo, deja que termine las balas. Queda sólo una, deja que la utilice contra mí.

Yo no podía moverme. Al momento llegó la enfermera, la cocinera y otras personas a las que yo no conocía. Y Marty vociferó:

—Sacad a Belinda de aquí, ¡ahora! Sacadla de aquí, ¡vamos!

Bueno, me alejé hasta la piscina y escuché. Llamaron a una ambulancia. Me di cuenta de que Marty se encontraba bien y de que mamá estaba sentada a un lado de la cama. Entonces la enfermera vino corriendo hacia mí:

—Marty dice que vayas al Château y que te quedes allí hasta que te llame.

Ella llevaba las llaves del Ferrari de Marty y me condujo allí, me pidió que me agachase y que me quedase así hasta que hubiésemos salido de Beverly Hills.

Y desde luego aquella noche fue un infierno.

La enfermera llamó para decirme que Marty estaba bien, se encontraba en cuidados intensivos, pero probablemente saldría hacia el mediodía, y mamá estaba sedada, no había de qué preocuparse. Pero después empezaron los periodistas. Al principio llamaron por teléfono, pero a continuación vinieron hasta la misma puerta.

Yo estaba frenética. En una ocasión abrí la puerta y me sorprendieron los fogonazos de seis cámaras fotográficas. A continuación oí que echaban a los periodistas de allí. Aunque cinco minutos después alguien daba golpecitos a las ventanas. Miré en aquella dirección y vi a un tipo que trabaja para el

National Enquirer, un chico a quien yo había echado varias veces de las zonas de rodaje. Estaba sujetando una caja de cerillas que tenía un teléfono escrito. Siempre me daba una y me preguntaba si no me sería útil el dinero, y ese tipo de cosas. De hecho, lo que yo sí hacía siempre era utilizar las cerillas. De modo que bajé las cortinas.

Por fin, a eso de las once de la mañana, oí la voz de tío Daryl al otro lado de la puerta. Le dejé entrar flanqueado por dos tipos de la United Theatricals que comenzaron a meter todo lo que yo poseía en maletas.

Me informó de que ya había pagado la cuenta y me dijo que debía acompañarle. En el pasaje de entrada al hotel se agolpaban los reporteros, pero de alguna manera nos las arreglamos para meternos en la limusina y dirigirnos a casa.

—No sé lo que te está pasando, Belinda —me dijo. Se quitó las gafas y me miró con atención—. Cómo has podido hacerle tanto daño a tu madre. Todo es culpa de esa Susan Jeremiah, si quieres saber mi opinión, por haberte utilizado en esa película X y todo eso.

Yo estaba demasiado disgustada para decirle nada. Le odiaba.

—Ahora vas a escucharme, Belinda —prosiguió—. No le dirás a nadie lo que ha pasado. Bonnie confundió a su marido con un merodeador. Tú ni siquiera estabas allí, ¿lo entiendes? Por lo que respecta a Marty, bien, tiene el brazo y el hombro heridos, pero el jueves ya saldrá de la clínica y se ocupará de la prensa, tú no vas a decir una sola palabra a ninguna alma viviente.

Acto seguido sacó un manojo de papeles y me informó de que había cerrado mi cuenta bancaria y en adelante no dispondría de más crédito en lugares como el Château Marmont.

Al llegar a la casa, me tenía cogida tan fuerte del brazo que incluso me hizo daño al salir del coche.

—No vas a perjudicar a Bonnie nunca más, Belinda —me dijo—. Desde luego que no, no lo harás. Vas a irte a una escuela en Suiza donde no le harás daño a nadie nunca más. Te quedarás allí hasta que yo te diga que puedes volver a casa.

No le respondí. Me limité a mirarle en silencio mientras él cogía el teléfono y llamaba a Trish, que estaba en Dallas, para informarle de que todo iba bien.

—No, Belinda no estaba allí, desde luego que no —decía todo el tiempo.

Yo seguí sin decir una palabra.

Di media vuelta, fui al cuarto de trabajo, me senté y me apreté el vientre con los brazos. Me sentía enferma. Tuve la sensación de estar pensando en todo lo que había sucedido en mi vida entre mamá y yo. Pensé en aquella ocasión en que me abandonó en Roma, y en la vez que en Saint Esprit había pisado el acelerador y se había dirigido al borde del risco. También pensé en el día en que se peleó con Leonardo Gallo y éste quiso vaciar una botella de whisky por su garganta con el fin de emborracharla hasta que perdiese la conciencia. Recuerdo que intenté impedirlo y él se giró y me pegó. Me dio con el pie en el mismo estómago y me quedé sin aire. Permanecí en el suelo pensando que, si no podía respirar, no podía estar viva.

Bueno, pues así es como me sentía ahora. No podía respirar. Me había quedado sin aire. Y si no podía respirar, no podía estar viva. Oí que tío Daryl hablaba con alguien sobre una escuela llamada Saint Margaret, y de mi partida hacia Londres en un vuelo a las cinco en punto.

Esto no es posible, pensaba yo, él no puede hacer que me vaya de aquí, no sin ver a Marty, no sin hablar con Susan, no sin G. G. No puedo permitirlo.

Miré durante un instante mi monedero antes de abrirlo, y de repente estaba revolviéndolo todo y asegurándome de que estuvieran allí mi pasaporte y mis cheques de viaje. Sabía que debía tener por lo menos tres o cuatro mil dólares en cheques. Incluso era probable que tuviera mucho más. Después de todo, los había estado acumulando durante años. Me los había guardado después de todas las excursiones que habíamos hecho a Europa para ir de compras, también había adquirido algunos en Beverly Hills con el dinero que el tío Daryl solía darme para mis gastos.

Estaba cerrando la cremallera de mi bolso cuando mamá entró.

Acababa de regresar del hospital y todavía llevaba puesto el abrigo. Me miró con los mismos ojos extraviados de siempre. Luego me habló con su voz insulsa y arrastrada.

—Belinda, tu tío Daryl te llevará al aeropuerto. Se sentará contigo hasta que llegue la hora de salida de tu vuelo en la Pan Am.

Me puse de pie, la miré con atención y me di cuenta de la dureza de su expresión, a pesar de las drogas que ella había tomado, cuando me devolvió la mirada. Advertí también un odio absoluto. Quiero decir que cuando alguien a quien has amado te mira con un odio semejante, sientes como si te estuviese mirando un extraño desde dentro del cuerpo de esa persona, como si un impostor estuviese en su piel.

Así que es posible que cuando yo contesté, lo hiciera a un extraño; de otro modo creo que no hubiese sido capaz de hablarle de aquella manera a mi madre.

—No voy a ir a ninguna escuela en Suiza —le dije—. Voy a irme a donde me dé la gana.

—Ni te lo imagines —dijo ella con la misma voz aterciopelada—. Tú irás a donde yo te diga. Ya no eres mi hija. Y no vivirás más bajo el mismo techo que yo.

Durante un minuto no pude contestar. No pude hacer nada. Me dedicaba a tragar saliva y a concentrarme en no llorar.

Seguía mirándola y pensando: ésta que habla es mamá. No, no puede ser mi madre.

—Mira, me marcho —conseguí decir por fin—. Me voy ahora. Pero me iré a donde yo quiera. Me iré con Susan Jeremiah y haré una película con ella.

—Si te vas con Susan Jeremiah —prosiguió ella lentamente— me ocuparé de que no trabaje en ningún estudio de esta ciudad. Te aseguro que nadie querrá saber de ella. Nadie invertirá un solo penique en ella ni en ti. —Por la forma en que estaba de pie y por el lento tono de voz, casi como si la arrastrara, parecía una zombi—. No irás a ver a Susan Jeremiah, puedes creerme, ni le contarás nada de lo que aquí ha sucedido. Y no se te ocurra tampoco pensar en G. G. Conseguí echarle de París y todavía se acuerda. Si me lo propongo también puedo echarle de Nueva York. No irás a ver a esa gente ni a contarles historias sobre Marty. En cambio, te irás a esa escuela de Suiza como ya te he dicho. Eso es lo que vas a hacer.

Me daba cuenta de que mi boca se movía, pero no articulaba ninguna palabra. Luego me oí a mí misma decir:

—Mamá, ¡cómo puedes hacer esto! ¡Cómo puedes hacerme esto a mí!

Por Dios bendito, la cantidad de veces que ella había dicho aquellas mismas palabras a todo el mundo: ¡Cómo puedes hacerme esto!, y ahora era yo quien las decía. ¡Dios mío!, aquello era terrible.

Continuó mirándome como si fuera una zombi, y la voz le salía con la misma lentitud de antes.

—¿Que cómo puedo hacerte esto? —me dijo—. ¿Es eso lo que me preguntas, Belinda? Bueno, cuando naciste pensé que eras la única cosa en este mundo que era mía, mi bebé, salido de mi propio cuerpo. Cuando naciste pensé que eras la única persona que siempre me iba a ser leal. Mi propia madre murió antes de que yo tuviese siete años, no era más que una borracha, eso es lo que era. Vivíamos en una enorme casa preciosa en Highland Park, pero por lo que a mí concierne, bien hubiera podido ser una tabernucha de cerveza. Nunca le importamos lo más mínimo ni Daryl ni yo, nunca le importamos lo suficiente como para que deseara seguir viviendo. Pero yo la amaba. ¡Cuánto la amaba! Si hubiese vivido, le habría dado cualquier cosa, habría fregado suelos por ella, le habría dado todo el dinero que hubiese ganado, habría hecho cualquier cosa con tal de hacerla feliz, con tal de que deseara seguir viviendo. Igual que a ti te lo he dado todo, Belinda, todo lo que me has pedido, incluso cosas que nunca tuviste que pedirme. ¿Cuándo has querido alguna cosa que yo no te haya dado?

Por supuesto, mamá a menudo hablaba de su madre, como ya he dicho antes. Pero en esta ocasión el contenido era un poco distinto.

—Bien, ya no necesitas a tu madre, ¿verdad? —me preguntó—. Ahora ya eres adulta, ¿no? Y la sangre y la familia no significan nada para ti. Muy bien, te diré lo que eres. Eres una ramera, Belinda. Así es como te habríamos llamado en Highland Park. Así es como te habríamos llamado en Denton, Tejas. Tú eres una joven y barata ramera. Y eso no tiene nada que ver con que te entregues a cualquier hombre que te mire, Belinda. Una ramera es una mujer a quien no le importan un rábano ni sus amigos ni su familia. Así eres tú. Y vas a coger ese avión ahora con Daryl o te entregaré a las autoridades de California. Cogeré el teléfono y les diré que no se te puede controlar, así que te llevarán custodiada y te meterán en la cárcel, Belinda, y tendrás que hacer lo que ellos digan.

Me pareció como si, de nuevo, el pie de Gallo me golpeara el estómago. No respiraba, aunque por otra parte sentía una enorme rabia creciendo dentro de mí, como si algo me estuviese llenando hasta más arriba del cuello.

—Si haces eso —le respondí—, yo enviaré a tu marido a San Quintín por violación de menores. Le explicaré a la policía todo lo que ha sucedido entre él y yo. Ha sido una relación sexual con una menor, y si echaron a Roman Polanski de esta ciudad por lo mismo, verás lo que le sucede a Marty. ¡Será una bomba que apartará de la escena tu maldito

Champagne Flight!

Me sentía morir por dentro. Creía morir. Y sin embargo aquellas cosas se las estaba diciendo a mamá. Ella no dejó de mirarme con sus ojos nublados y a continuación dijo:

—Sal de mi casa, Belinda. Nunca volveremos a vivir bajo el mismo techo.

—¡Desde luego! —respondí.

Llegó el tío Daryl, pasó junto a ella, me cogió por el brazo y me dijo:

—Dame tu pasaporte, Belinda —y me sacó de la habitación.

—No te lo daré. De ninguna manera —repliqué. Me metió en la limusina mientras yo sujetaba mi monedero con las dos manos—. Te lo digo de verdad, ni se te ocurra intentar cogerlo —insistí. Él no respondió, pero no me soltó el brazo en ningún momento.

Cuando salíamos del pasaje miré hacia atrás, a la casa. No pude ver si mamá estaba mirando o no. Luego pensé que ella le contaría a Marty las cosas que yo le había dicho. Y Marty no iba a entender lo que había sucedido, que yo intentase pelearme con tío Daryl y con mamá, cuando yo jamás le haría daño a nadie de esa manera.

Cuando llegamos al aeropuerto yo estaba llorando otra vez. El tío Daryl me hizo salir del coche de un empujón. La gente nos miraba. Estaban sacando del maletero todo lo que yo poseía en este mundo. En mi vida había visto tantas maletas. Debieron haber metido allí lo que había en el Château y lo de casa.

—Pasa —me ordenó él. Yo le seguí, pero no dejaba de sujetar con fuerza mi monedero. No me hará esto, pensaba yo, no pienso meterme en ese avión en dirección a Londres con él. Como siempre dice él: no, no, señor.

La gente no dejaba de mirarme porque yo estaba llorando. Donde él me cogía el brazo yo ya no sentía nada. El chófer de la limusina se estaba haciendo cargo de facturar el equipaje. Entonces dijo que querían ver mi pasaporte. Yo miré a tío Daryl y pensé, ahora o nunca.

—Suéltame —grité. Él siguió apretando con fuerza, y cuando sentí el dolor que me hacía a pesar de que apenas percibía mi carne, me pasó algo por la cabeza. Me di la vuelta y con los brazos sujetando el monedero, levanté la rodilla y le golpeé entre las piernas con todas mis fuerzas.

Eché a correr por el aeropuerto. Corrí como no había corrido desde que era una niña. Dejé atrás pasillos y puertas, bajé y subí escaleras mecánicas. Por fin salí a la calle y cogí un taxi que tenía la puerta abierta.

—Dése prisa, señor, por favor —gritaba frenética—. Tengo que ir a la estación de Greyhound en Los Ángeles. Mi madre sale de allí. Si la pierdo, no volveré a ver a mamá nunca más.

—Llévela, llévela —dijo el pobre chico que estaba a punto de meterse en el taxi.

Justo antes de tomar la última curva, pude ver que el tío Daryl salía corriendo del aeropuerto en dirección a la parada de taxis; no me había visto. En la estación de autobuses cambié de taxi. Lo volví a hacer en la estación Union de ferrocarriles, y cambié otra vez en la estación de autobuses.

Entonces volví al aeropuerto y cogí el siguiente avión que salía hacia Nueva York.

***

Había visto la ciudad de Nueva York por última vez más de seis años atrás; cuando llegué estaba cansada, sucia y muy asustada. Iba vestida con tejanos de color blanco y un jersey holgado del mismo color, estaba muy bien para California a principios de noviembre, pero no para Nueva York cuando ya empezaba a helar.

Recordaba que el salón de papá en París se llamaba «G. G.», sin más, pero no aparecía en ningún listín de teléfonos. Bueno, pues en el directorio telefónico de Nueva York tampoco aparecía. No me atrevía a ir a un hotel de los grandes.

Compré una bolsa y algunas cosas para pasar la noche en las tiendas del aeropuerto, y me dirigí al Algonquin, donde me registré con el dinero efectivo que llevaba para no tener que darles mi verdadero nombre. Luego intenté dormir un poco.

Sin embargo, me despertaba una y otra vez pensando que alguien iba a irrumpir en la habitación. Me asustaba pensar que tío Daryl hubiera podido seguirme la pista y que hubiese enviado a la policía. Por otra parte, como es natural, no tenía la menor intención de llevar a cabo mi amenaza de atestiguar en contra de Marty. Aquello había sido una fanfarronada.

Así que también debía ir con mucho cuidado con G. G. cuando le encontrase.

Bueno, eran más de las cinco, hora de Nueva York, cuando decidí abandonar la idea de dormir. Salí en busca de mi padre.

Todo el mundo en Nueva York había oído hablar de G. G., por supuesto, pero ni los porteros ni los taxistas con los que hablé sabían dónde estaba situado el local. Uno me dijo que sólo trabajaba por encargo. Otros, que su salón se hallaba en una casa privada.

Por fin tomé un taxi en dirección al Parker Meridien para cambiar algunos cheques de viaje, regresé al Algonquin y me dispuse a encontrar a Ollie Boon.

Según me había informado Blair Sackwell, el espectáculo de Ollie acababa de estrenarse, de modo que le pregunté al conserje del hotel si sabía algo. Sí, la nueva ópera de Ollie Boon se llamaba

Dolly Rose y se representaba en la calle Cuarenta y siete, justo a la vuelta de la esquina del hotel.

En la calle Cuarenta y siete había un enjambre de taxis y limusinas cuando llegué. Un montón de gente renunciaba a entrar y se iba andando a los otros teatros que había cerca de allí. Me dirigí corriendo al taquillero y le dije que tenía que ver a Ollie Boon. Le expliqué que yo era su sobrina de Cannes y que se trataba de una emergencia, tenía que ir a avisarle al momento. Cogí uno de los programas de obsequio, rompí una página y escribí: «Soy Belinda. Secreto absoluto. Tengo que encontrar a G. G. Ayuda».

Casi al instante vino un portero y me llevó a través del teatro hacia una puerta lateral que conducía a la parte posterior del escenario. Ollie hablaba por teléfono desde una habitación repleta de cosas que le servía de camerino y que se hallaba justo debajo de las escaleras. En el musical, él representaba a una especie de maestro de ceremonias, de modo que llevaba un sombrero y un traje de frac, y ya estaba maquillado.

Al momento me dijo:

—G.G. está en casa, preciosa. Toma, habla con él por teléfono.

—Papá, tengo que verte —le solté sin más—. Y tiene que ser en el más absoluto secreto.

—Voy a buscarte, Belinda. Estoy muy contento de verte. Nos encontramos en la Séptima Avenida dentro de quince minutos. Busca el coche de Ollie.

Cuando llegué, la limusina ya estaba allí, y en un instante me encontré en el asiento trasero, segura en los brazos de papá. Durante los quince minutos de trayecto en medio del tráfico neoyorquino, hasta la buhardilla de Ollie en el Soho, no dejamos de abrazarnos y besarnos. Aproveché aquellos minutos para contarle a papá en líneas generales lo que había sucedido, la amenaza de mamá de arruinarle a él, si yo iba a verle, y su historia de que le había echado de París. También le conté que yo me había metido en un lío terrible.

—Me gustaría ver cómo vuelve a hacerlo —repuso. Cuando llegamos al apartamento echaba humo. Y ver a papá enfadado es algo muy extraño. Es tan amable y educado que resulta casi imposible darse cuenta de que está enfadado. Se parece mucho a un chiquillo que hace el papel de enfadado en una obra de teatro escolar—. Lo hizo en París, desde luego, porque era propietaria del establecimiento. Me lo había dado, ya sabes, pero nunca lo puso a mi nombre. Bien, G. G. está en Nueva York, en su propia casa. Y mi libreta de direcciones es lo único que cuenta.

Así fue como confirmé que era cierto que ella le había echado de París, y se me rompió el corazón. Sin embargo papá estaba muy contento de verme y todo era estupendo… Volvimos a besarnos y a abrazarnos como habíamos hecho en Cannes. De nuevo me pareció un hombre maravilloso, aunque quizá también haya algo especial entre nosotros, porque cuando miro los ojos azules de papá y su cabello rubio puedo ver los genes que hay en mí. Aunque si he de decirte la verdad, G. G. le gustaría a casi todo el mundo. Es un hombre muy dulce y muy atento.

El lugar donde vivía con Ollie parecía salido de una revista, había sido un almacén y tenía metros y metros de tuberías y de vigas en el techo que habían sido cuidadosamente pintadas de color dorado; el suelo estaba cubierto de madera y era tan brillante como el cristal. Las habitaciones contenían colecciones de antigüedades sobre alfombras de distintos tamaños y con focos de luz individuales. Las paredes existían sólo para sostener cuadros o espejos, y a veces ambos. Nos sentamos en dos sofás de brocado, situados uno frente al otro delante del fuego del hogar.

—Cuéntame, ¿qué ha sucedido? —dijo papá.

Bien, como he dicho antes, nunca en mi vida había confiado en nadie. Por naturaleza, nunca he sido de las que hacen confidencias. Lo de que mamá bebiese, tomase píldoras o hubiese intentado suicidarse eran cuestiones que formaban parte de mi vida, y se trataba de secretos que había que guardar. Sin embargo, ahora había empezado a hablar y las cosas salían solas.

Explicar todo aquello era una verdadera agonía, pues tenía que repasar mentalmente lo sucedido en Cannes y en Beverly Hills, e intentar resumirlo todo, pero una vez hube comenzado no podía parar.

Empecé a ver las cosas bajo una perspectiva distinta, incluso con todos los altos y paradas, los retrocesos y lamentaciones, e incluso los lloros, me pareció que empezaba a ver una constante muy clara. Sin embargo, no puedo explicarte bien cuánto daño me hacía aquello y cuánto iba contra mi naturaleza.

Es decir, estaba acostumbrada a mentir a los empleados de los hoteles, a los médicos y a los periodistas desde que tenía memoria. Y, desde luego, todos le habíamos mentido siempre a mamá. Tío Daryl, antes de que ella apareciese en una conferencia de prensa en Dallas, solía decirme: «Entra y dile que está preciosa, que está muy bien», cuando en realidad estaba temblando, se la veía terrible y el maquillaje apenas podía esconder las ojeras debidas a la resaca. «Dile a tu mamá que no se preocupe, dile que ya no deseas ir al colegio, dile que vas a estar con ella en Saint Esprit de ahora en adelante». «No hables del accidente, no digas nada sobre la bebida, no hables de nada con los periodistas, no se te ocurra hablar de la película, todo va a ir estupendamente, todo va a ir bien, va a ir bien, va a ir bien».

Mentiras, en eso ha consistido siempre todo. ¿Y en mi cabeza? Piezas de un rompecabezas que una vez reunidas nunca encajaban. Y el hecho de estar explicándolo ahora, aunque fuese a mi querido papá, era como la traición final, como romper de manera definitiva con mamá.

Al escribirte ahora, hacer por segunda vez el relato completo no me está resultando más fácil por estar aquí sentada a miles de kilómetros de ti, ni por estar sola en esta habitación vacía.

Volviendo al relato, G. G. no me hizo demasiadas preguntas. Se limitó a escucharme, y cuando acabé, me dijo:

—Odio a ese tipo, a Marty, siento verdadero odio hacia él.

—No, papá, tú no lo comprendes —le dije. Y le rogué que intentara creerme cuando le dije que Marty me amaba, que Marty nunca había tenido la intención de dejar que las cosas fuesen como habían ido.

—Cuando le conocí, creí que era un autostopista árabe —dijo G. G.—. Que tenía la intención de hacer autostop con aquel yate en Cannes. Le odio. Pero está bien, tú dices que él te quiere. Soy capaz de creer que alguien como él pueda quererte, pero no por él, sino por ti.

—Pero, papá, ésa es la cuestión. No puedo cumplir la amenaza que hice. Nunca sería capaz de hablar de Marty a la policía. Y creo que mamá lo sabe. Lo que tengo que hacer es decir mentiras en voz baja.

—Es posible que ella lo sepa, y también que no lo sepa. Y aunque tenga en cuenta tu fanfarronada, quizás haya otras cosas que tú puedas hacer. Lo que me cuentas es una historia de cuidado, Belinda. Y ella lo sabe. En realidad ella siempre sabe lo que sucede a su alrededor.

Sus palabras hicieron que me sintiese confusa, una historia de cuidado. Aunque también estaba asustada por lo que mamá pudiese hacer. Era probable que no pudiera cargarse el negocio de papá en la ciudad de Nueva York, pero ¿qué había de la cuestión de la custodia? Tanto aquí como en California yo seguía siendo una menor. ¿Podría ella acusar a papá de dar cobijo a una menor escapada, o algo por el estilo?

Ollie llegó a casa a medianoche, iba vestido con pantalones tejanos y un suéter abrochado, llevaba un conjunto para después de la representación; papá hizo la cena para todos y comimos sentados en cojines, junto a una mesa redonda que se hallaba frente al fuego del hogar. Acto seguido, G. G. insistió en que le explicásemos toda la historia a Ollie.

—No puedo hacerlo otra vez —le dije.

Pero él insistió en que había estado viviendo con Ollie durante cinco años, dijo que amaba a Ollie y aseguró que éste nunca comentaría nada con ninguna alma viviente.

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