Belinda

Belinda


Segunda parte

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Pero el teléfono sonó al momento. En esta ocasión se trataba de Ollie. Los mismos abogados habían ido a verle al teatro. Le explicaron que yo tenía una enfermedad mental, que me había escapado y que era posible que me hiciese daño a mí misma, también le dijeron que no se podía confiar en que G. G. supiera lo que era adecuado para mí. Si se daba el caso de que me viese o supiese algo de mí, debía llamar a Marty Moreschi, y que por cierto, Marty le admiraba mucho. De hecho, tenía previsto volar en breve a Nueva York para hablar con él de la producción prevista de

Martes de carnaval carmesí. Le dijeron que Marty opinaba que era una elección mejor para una película de lo que lo había sido

Dolly Rose.

Vaya sarta de mentiras, ¡como si Marty tuviese tiempo de ir a la ciudad de Nueva York para hablar de la producción de una película! Se trataba de una amenaza, Ollie se dio cuenta y yo también.

—Querida, escúchame bien —me dijo Ollie con su voz teatral de siempre—. Amo a G. G. Y si quieres que te diga la verdad como la siento, no creo que pueda vivir sin él. Mi último experimento de estos días me ha salido fatal. Pero este asunto nos sobrepasa a los dos. Esa gente quizá sigue a G. G. Incluso es posible que sepan que se ha visto contigo. Por el amor de Dios, Belinda, no me obligues a hacer este papel. No he hecho el papel de villano en ninguna obra en toda mi vida.

Adiós Nueva York.

***

¿Y adónde te diriges cuando eres una menor que se ha escapado? ¿Adónde irías si ya estuvieses harto de tanta nieve, del viento helado y de la suciedad de la ciudad de Nueva York? ¿Cuál es el sitio que los chavales llaman paraíso, donde la policía ni se molesta en perseguirte porque los establecimientos de acogida están llenos?

Llamé por teléfono a la compañía aérea de inmediato. Había un vuelo en dirección a San Francisco que salía del aeropuerto de Kennedy en un par de horas.

Llené una sola bolsa, conté el dinero que tenía, cancelé los servicios de teléfono y demás del apartamento y me largué.

No telefoneé a papá hasta que estuve a punto de embarcar. Estaba muy enfadado. Los abogados, o quienesquiera que fuesen, habían ido a la casa de Ollie en el Soho. Se habían puesto a interrogar a los vecinos. Pero cuando le dije que me encontraba en el aeropuerto y que sólo disponía de cinco minutos, pareció como si se derrumbase.

Nunca antes había oído a papá llorar, no le había oído llorar con sentimiento. Y en esa ocasión lo hizo.

Me dijo que vendría a buscarme, que tenía que esperarle. Nos iríamos juntos a Europa, no le importaba un bledo. No tenía intención de perdonar a Ollie por haberme llamado. No le importaba el salón ni nada. Me pareció que se desmoronaba.

—Por favor, papá, basta ya —le dije—. Voy a estar bien, y tú te estás jugando aquí mucho más que la relación con Ollie Boon. Escúchame, te llamaré, te lo prometo, te quiero papá, nunca podré estar lo bastante agradecida contigo. Dile a Ollie que me he ido, papá. Hazme ese favor. —En ese momento me puse a llorar, ya no podía hablar más. El avión estaba a punto de salir y no quedaba más tiempo que para decir—: Papá, te quiero.

***

San Francisco fue superior a cuanto hubiera podido soñar.

Quizá me habría parecido distinto si hubiese llegado desde Europa, desde las coloridas calles de París o Roma. Pero al venir de Nueva York, donde era pleno invierno, me pareció la ciudad más bonita que hubiese visto jamás.

Un día estaba en medio de la nieve y del viento y al siguiente me encontraba paseando por aquellas calles cálidas y seguras. Dondequiera que mirase veía casas victorianas de reluciente pintura. Bajé en el tranvía hasta la bahía. Paseé por los húmedos bosques del Golden Gate Park.

Nunca hubiese pensado que existían ciudades como ésta en América. Si la comparaba con Los Ángeles, las calles de ésta me parecían contaminadas y espantosas; por no hablar de lo dura y fría que era Dallas con sus autovías y rascacielos.

De inmediato conocí a otros chicos que me ayudaron. Conseguí la habitación de Page Street la primera noche. Me daba la sensación de que nada en San Francisco podía hacerme el menor daño, lo que por supuesto no era más que una ilusión, y me dispuse a confeccionar mi falsa identidad. Solía deambular por Haight Street para hacer amistad con otros jóvenes escapados y pasear por Polk con dos buscavidas homosexuales que se convirtieron en mis mejores amigos.

El primer sábado conseguimos una jarra de vino y cruzamos la Golden Gate para montar una fiesta en Vista Point. El cielo era clarísimo, el agua azul estaba llena de minúsculas y en apariencia inmóviles embarcaciones, y la ciudad tras la bahía tenía un color blanco prístino. Puedes imaginarte cómo me impresionó. Incluso la niebla encajaba, me parecía que se trataba de humo blanco que salía de las brillantes torres de Golden Gate.

Pero, ya sabes, la felicidad no duró. A las tres semanas de llegar me asaltaron. Cierto tipo me pegó a la entrada de la casa de Page Street e intentó arrebatarme el monedero. Lo mantuve sujeto con las dos manos y no dejé de gritar y gritar, hasta que, gracias a Dios, él se fue corriendo. Todos mis cheques de viaje estaban allí. Me quedé petrificada, así que después de aquello los escondí debajo de los tablones del suelo de mi habitación.

Luego estaban las detenciones a los drogadictos del piso de arriba de Page Street, cuando los policías de narcóticos venían y rompían todo lo que poseían los chavales que vivían allí, me refiero a que rompían y desmantelaban los muebles, tiraban de los cables de la televisión, arrancaban las moquetas y rompían las cerraduras de las puertas, a medida que sacaban a los ocupantes esposados, a quienes no volvíamos a ver más.

Sin embargo, con todas aquellas experiencias yo estaba aprendiendo, y seguía resuelta a vivir por mi cuenta. Aunque una cosa sí debía hacer: adquirir el conocimiento de quién había sido yo. Y fue ésa la razón que me llevó a los almacenes de revistas de segunda mano, donde conseguí ejemplares atrasados que contenían artículos sobre mi madre. Fue en aquellos días también cuando obtuve las cintas de sus viejas películas. Entonces tuve un verdadero golpe de suerte, pues encontré una publicación con cintas de vídeo donde se decía que podían conseguirte cualquier película, incluso aunque no se hubiese estrenado en Estados Unidos. Envié un cupón de pedido para

Jugada decisiva y me la enviaron. De todas maneras, como ya sabes, yo no tenía ningún aparato de vídeo para verlas. No me importaba. Ahora las tenía conmigo. Tenía parte de mi pasado conmigo, incluso habiendo quitado las etiquetas de manera que no se supiera lo que las cintas contenían.

Una de las cosas que aprendí fue que las chicas de la calle eran muy diferentes de los chicos. Ellas no iban a ninguna parte. Se quedaban embarazadas, se enganchaban a la droga e incluso se convertían en prostitutas. A menudo estaban locas por los chicos que se encontraban. Solían cocinar y fregar para algún músico de rock sin dinero, y luego se dejaban echar a la calle. Sin embargo, ellos eran un poco más listos. Los homosexuales por los que se dejaban comprar los llevaban a sitios bonitos, solían idealizarlos. Los chicos podían, y de hecho lo hacían, utilizar aquellos encuentros para ascender en el mundo social y dejar la calle.

Bien, todo aquello era un pequeño rompecabezas para mí. ¿Cómo podía ser que la calle gastase a las chicas, mientras que los chicos salían de ella indemnes? Por supuesto, no todos eran listos. También los había que vivían al día, y se engañaban a sí mismos con el

glamour de sus aventuras, aun así disfrutaban de una cierta libertad que las mujeres nunca me pareció que tuvieran.

En cualquier caso, yo decidí actuar como si fuese uno de los chicos. Me consideraba a mí misma un ser especial, algo misterioso, y contaba con que el resto de la gente se interesase. Y me comportaba en consecuencia.

Me di cuenta también de otra cosa. Si dejaba a un lado la indumentaria callejera y el maquillaje punk, y me vestía con un uniforme de escuela católica (se podían conseguir faldas de segunda mano en Haight Street), dondequiera que fuese me trataban bastante bien. A veces tenía que ir a los grandes hoteles. Debía tener una buena apariencia mientras tomaba el desayuno en el Stanford Court o en el Fairmont. Tenía que volver a veces a sitios como aquellos en que había vivido antes. No hacía más que tomar un desayuno completo y leer

Variety mientras bebía el café, pero cuando me sentaba tranquilamente en el restaurante junto al vestíbulo, me sentía bien y a salvo. Bueno, pues en estas ocasiones vestía siempre el uniforme de escuela católica. También solía ponérmelo cuando recorría los grandes almacenes. Se trataba de ir disfrazada como la hija de alguien.

Entonces, una tarde, al abrir el periódico, vi tu fotografía y el anuncio de una gran fiesta editorial en el centro de la ciudad. He de decir que aunque Ollie no me hubiese hablado de

Martes de carnaval carmesí, estoy convencida de que hubiese atraído mi atención. Recuerdo haber leído todos tus libros cuando era pequeña.

Sin embargo, tenía el aliciente de haber leído hacía poco la citada obra y haber encontrado todos los viejos libros de ilustraciones en la casa de Fire Island. Sentía curiosidad, y deseaba tener la ocasión de verte. De modo que decidí actuar del modo en que lo hubiese hecho uno de los chicos homosexuales, yendo allí y estableciendo contacto visual, igual que hacían ellos, ya sabes, inspeccionar y dejarse ver.

Cuando vi lo guapo que eras y que no dejabas de flirtear conmigo, decidí llevar la cosa un poco más allá. Oí que hablaban de la celebración en el Saint Francis. Compré un libro y decidí seguir adelante e ir a esperarte allí.

Desde luego, tú sabes muy bien lo que sucedió. Pero debo confesarte que aquélla fue una de las más extrañas experiencias que había tenido desde mi escapada de casa. Tú eras algo así como el príncipe de un cuento, muy fuerte y al mismo tiempo sensible, una especie de amante loco que pintaba preciosos cuadros, además, eso de que tuvieses la casa llena de juguetes, bueno, para mí se situaba al borde de la locura definitiva.

Me resulta difícil de analizar y también creo que quizá sea demasiado pronto. Pienso que eras la persona más independiente que se haya cruzado en mi vida. No había nada que te afectase, excepto tu deseo de que yo te tocara, eso me pareció clarísimo desde el principio. Y como he dicho antes, tú fuiste el primer hombre hecho y derecho con el que hice el amor. Nunca me había encontrado con esa dedicación y paciencia con anterioridad.

A diferencia de lo que hacía toda la gente con quien me había relacionado, que utilizaban su atractivo de manera constante, tú ni siquiera parecías darte cuenta de tu encanto. La ropa que llevabas no te sentaba bien. Llevabas siempre el cabello revuelto. Fue un placer, más tarde, poder transformarte, comprarte nuevos trajes, chaquetas decentes y suéters. Tomarte medidas para todas esas prendas. Y tú sabes muy bien lo que sucedió. No te importaba lo más mínimo, pero estabas tremendamente guapo. Todo el mundo se fijaba en ti cuando salíamos juntos.

Pero creo que estoy adelantándome. Las dos primeras noches me enamoré de ti. Telefoneé a papá desde una cabina en San Francisco y le hablé de ti, sabía entonces que todo iría bien.

Sin embargo, el día que me enseñaste las primeras pinturas de Belinda y me dijiste que nunca las vería nadie, que podrían terminar con tu carrera, pudo haber terminado todo. Cuando me dijiste aquello creía que me volvía loca. Creo que lo recordarás. En aquel momento estaba decidida a alejarme de ti, y quizás hubiese sido mejor para ti que lo hubiese hecho. No se trataba de que yo no comprendiese lo que habías dicho sobre no mostrar jamás las pinturas, sino de que era demasiado parecido a lo que había pasado con

Jugada decisiva.

Otra vez, pensé. Soy un veneno, ¡un veneno! Pero de todos modos la rabia que sentía, la rabia que tenía contra todo, me estaba destrozando.

Tú ya sabes lo que sucedió después, el asesinato en Page Street y mi llamada, con lo cual volvimos a estar juntos, y fue como con Marty, porque yo te quería y no pensaba dejarte nunca, independientemente de lo que hicieses con los cuadros; bien, era una decisión tuya, eso es lo que yo me decía a cada momento.

Yo era tan feliz por estar contigo, por el hecho de que me amases, que nada más en el mundo tenía importancia para mí.

Una noche llamé a papá a cobro revertido desde tu casa, en esta ocasión le conté quién eras tú y le di el número de teléfono, aunque le advertí que no llamase porque tú siempre estabas en casa. Papá estaba encantado con lo que estaba sucediendo.

Luego me enteré de que conocía a Celia, tu ex mujer, la que trabaja en la ciudad de Nueva York; al parecer iba a menudo al salón de G. G., y él consiguió hacerla hablar sobre ti, de modo que cuando llamé la segunda vez me dijo que tú eras una persona bastante buena, de acuerdo con lo que le había contado Celia. Ella le explicó que el matrimonio no había funcionado porque tú siempre estabas trabajando, que lo único en que tú estabas interesado era en pintar.

Bien, eso a mí me parecía perfecto.

Pero mientras tanto, las cosas a papá no le estaban yendo bien. Ya no vivía con Ollie. En lugar de eso, dormía en un sofá en el mismo salón de belleza. Incluso en la noche de los premios Tony, cuando

Dolly Rose salió premiada con todo, papá no hizo caso de la llamada de Ollie y no regresó con él.

Además, aquellos abogados seguían molestándole. No dejaban de insistir en que yo me hallaba en Nueva York, y que papá sabía dónde. Luego empezaron a suceder cosas extrañas. Se inició el rumor de que uno de los peluqueros de papá había contraído el sida.

Tú ya sabes lo que es el sida, no puedes contagiarte por un contacto casual. Pero al mismo tiempo a la gente le da miedo, así que papá se encontró con varias cancelaciones. Incluso Blair Sackwell le telefoneó para hablarle de los rumores. Después Blair le ayudó a sofocar todo el asunto.

Pese a todo, papá se sentía optimista. Estaba ganando la batalla. El día anterior había hecho su jugada, como él decía, con los abogados que habían vuelto a la peluquería. «Miren, si ella ha desaparecido deberíamos llamar a la policía y explicárselo», les había dicho en su propia cara, y a continuación se dirigió al teléfono. Incluso llegó a pedirle a la operadora que le pusiese con el departamento de policía, antes de que uno de aquellos tipos cogiera el auricular y lo colgara. «Se lo estoy diciendo en serio —continuó diciéndoles papá—, si les vuelvo a ver por aquí y todavía no la han encontrado, llamaré a la policía sin más preámbulos».

Cuando escuché a papá contándome la historia, no pude más que echarme a reír. Pero me resultaba espantoso pensar en papá enfrentándose a aquellos desagradables tipos. Aunque él seguía insistiendo en que se sentía feliz:

—Es como el ajedrez, te lo digo de verdad, Belinda, lo único que has de hacer es la jugada correcta en el momento preciso. Y por otra parte, Belinda, lo mejor de todo es que ellos no tienen la más remota idea de dónde estás.

***

Ahora bien, cuando hice aquellas llamadas telefónicas a papá a cobro revertido y le di tu número de teléfono, no se me ocurrió ni remotamente que nadie pudiese encontrar ese número en los archivos de las llamadas de papá. Pero eso es lo que sucedió. Y así fue como me localizaron en tu casa.

En julio, después de que estuviéramos juntos durante unas seis semanas, Marty apareció en Castro Street, caminaba hacia mí pasando por delante de la tienda Walgreen. Me pidió que subiese con él al coche.

Me quedé anonadada. Estuve a punto de acabar con todo, pues ¿qué habría sucedido si tú hubieses estado conmigo en aquel momento?

En cuestión de segundos nos dirigíamos a toda velocidad hacia el centro de la ciudad, a la

suite que la United Theatricals tenía en el hotel Hyatt Regency, la misma en que tú te entrevistaste más tarde con mamá.

Bien pues, Marty, antes incluso de llegar allí, estuvo temblando y haciendo una escena de ópera italiana. Sin embargo, yo no estaba preparada para su ataque inmediato, en el momento de cerrarse la puerta de la

suite. Tuve que pelearme con él para apartarle, y digo bien, pelearme en serio. Pero Marty no es malo, de verdad que no lo es.

Así que cuando se dio cuenta de que no iba a acostarme con él, estuvo a punto de desmoronarse al estilo de Marty, como había hecho en tantas otras ocasiones en el Château Marmont y en Beverly Hills, y acabó contándome todo lo que había estado sucediendo.

Después de que me hube ido, las cosas habían ido de mal en peor, el tío Daryl insistía en contratar a sus propios detectives para encontrarme y Marty seguía la investigación por su cuenta. Mamá pareció volverse loca por el sentimiento de culpa en las semanas que siguieron, le decía a Marty que no me buscase y luego se despertaba gritando que sabía que yo estaba en peligro, que tenía que estar herida.

Trish y Jill habían regresado, así que hubo que explicarles lo de mi desaparición, y resultó muy difícil controlarlas. Jill estaba convencida de que había que llamar a la policía y estaba muy enfadada con Bonnie. Daryl me culpaba a mí de todo lo que sucedía y era partidario de declararme legalmente enferma mental y recluirme en una institución en Tejas tan pronto como se averiguase mi paradero.

Marty no hacía más que insistir en que todo había sido un malentendido y que no había sucedido nada entre él y yo, que mamá lo había imaginado todo. Si no se hubiese precipitado todo el mundo antes de que él regresara del hospital, todo habría ido bien. Pero los tres tejanos, como él les llamaba, creían la versión de mamá de que yo había intentado seducir a Marty, si bien Trish y Jill manifestaron sincera preocupación por mí e insistían en que había que llamar a la policía.

Marty dijo que fue un infierno, un verdadero infierno. Sin embargo lo peor de todo es que ahora mamá estaba autoconvencida de que Marty me tenía escondida en alguna parte. Estaba segura de que yo me hallaba en Los Ángeles y de que Marty y yo seguíamos viéndonos.

La semana anterior, sus imaginaciones habían llegado al punto máximo. Mientras él estaba en Nueva York comprobando mis posibles contactos con G. G., mamá decidió que lo que pasaba era que Marty estaba conmigo. Le había escrito una nota a Daryl explicándoselo así, y después se cortó las venas de las muñecas, estaba desangrándose y casi muerta cuando la encontraron.

Por fortuna Jill vio la nota y la destruyó, y Marty tuvo la oportunidad de hablar con mamá y conseguir que confiase en él de nuevo. Sin embargo, era cada vez más difícil mantener la calma. Si él la dejaba sola, aunque fuese durante una hora, ella se convencía de que él estaba conmigo. Incluso este viaje a San Francisco resultaba arriesgado. Trish creía en él, Jill también, y aceptaron que él seguía con la búsqueda. Con respecto a Daryl, Marty no estaba muy seguro.

Desde luego Marty estaba frenético de preocupación por mí. Se había sentido extremadamente temeroso mientras sus hombres comprobaban a ese artista, así te llamó, y verificaban que era una persona correcta.

—Pero la verdad de todo, Belinda, es que tienes que volver, tienes que darle un beso de despedida a ese tipo y volver conmigo a Los Ángeles ahora. Se está hundiendo, Belinda. Y también tenemos otros problemas allí. Susan Jeremiah se ha ido a Suiza para tratar de localizarte. Está dejando exhausto y sin respiración a todo el mundo. Amor mío, sé lo que piensas de mí, lo sé. Y también sé que tú no quisiste que esto llegase a suceder, pero, por Dios bendito, Belinda, esa mujer va a terminar con su vida, maldita sea. Sólo hay una salida.

Entonces llegó el momento de mi escena de ópera italiana. Y la primera cosa que grité fue:

—¿Cómo pudiste intentar arruinar a G. G.? ¿Cómo te atreviste a iniciar los rumores sobre su salón en Nueva York?

Me dijo que era inocente. Él no había hecho tal cosa, no, de ninguna manera. Si alguien lo había hecho, debía tratarse de tío Daryl, etcétera, etcétera. Luego dijo que terminaría con aquellos rumores. Se ocuparía personalmente de que se hiciese, terminaría con ellos. Siempre que yo volviese, desde luego.

—¡Por qué demonios no puedes dejarme en paz! —le espeté—. ¿Cómo puedes pedirme que regrese a sabiendas de que tío Daryl va a encerrarme? ¿Acaso te has escuchado a ti mismo? Lo que me estás diciendo es que, por tu bien y por el de mamá, lo que tengo que hacer es regresar, ¡Dios mío!

Me rogó que me calmara. Me explicó que tenía un plan, me rogó que le escuchase. Haría que Trish y Jill nos vinieran a esperar al aeropuerto, luego iríamos juntos a casa y entonces el impondría la regla de que no habría ninguna institución mental ni ningún convento en Suiza, o dondequiera que fuese, en que encerrarme. Yo sería libre de hacer lo que quisiese. Podría irme a rodar exteriores con Susan a Europa, tal y como yo lo había deseado antes. Ponerme a mí y a Susan en un proyecto televisivo no era ningún problema, aunque Susan estuviese trabajando en algo en ese momento; bien, cambiarlo, muy bien, podía hacerse, sólo tenía que llamar a Ash Levine y hacerlo. O sea que, de qué demonios estábamos hablando aquí, por amor de Dios, ¿acaso no era él el productor de

Champagne Flight? Bonnie trabajaba para él. Haría valer su posición.

—Estás perdiendo la cabeza, Marty —le aclaré—. Mamá es

Champagne Flight y tú lo sabes. ¿Y qué te hace pensar que podrías pararle los pies a tío Daryl? Durante años ha estado comprando tierras por todo Dallas y Fort Worth con el dinero de mamá. No os tiene miedo ni a ti ni a la United Theatricals. ¿Y por qué habría de dejarme mamá hacer lo que yo quisiese con Susan si ella trabaja para ti?

Se puso en pie. Echaba fuego por la boca, igual que le había visto hacer cientos de veces en el estudio, mientras señalaba al intercomunicador que se hallaba sobre su mesa. La única diferencia era que esta vez me señalaba a mí.

—Belinda, ¡confía en mí! Yo te llevaré y te sacaré de allí, te lo digo en serio. Las cosas no pueden seguir de la manera que están ahora.

Yo también me levanté. Entonces suavizó su actitud, dominaba estos cambios.

—No lo ves cariño, yo voy a ocuparme de esto. La tensión que se vive allí está a punto de romper con todo. Y yo la relajaré cuando llegue allí contigo viva y con buena salud. Puedes tener todo lo que desees, un pequeño apartamento en Westwood, cualquier cosa. Yo haré que sea así, lo haré, amor mío, te lo digo yo…

—Marty, voy a quedarme en San Francisco. Estoy donde deseo estar. Y si no dejas en paz a G. G. haré cualquier cosa, todavía no sé qué, pero… —No terminé la frase.

Se puso otra vez a gritar. No quería hacerme daño, la última cosa que haría en el mundo era causarme daño, pero sencillamente yo no podía darle la espalda a todo lo que estaba sucediendo.

En ningún momento dejé de mirarle con atención. Entonces me di cuenta de algo que tenía que haber sabido en el mismo momento en que le vi en Castro Street. No, ya no le amaba, y más que eso, ya no sentía ninguna simpatía por él. Y aunque comprendía lo que estaba pasando, sabía que yo no podía cambiarlo. Lo sabía, de la misma manera que sabía que el mundo giraba a mi alrededor.

Imagínate que yo volviese a Los Ángeles y que mamá volviese a acusarme de vivir con Marty, imagínatelo. Imagina a tío Daryl contratando a doctores que dictaminasen mi reclusión. Yo no conocía las leyes en Tejas, pero conocía bien la jerga legal de las calles de Nueva York y de California. Yo era una menor en peligro de vivir una vida inmoral y disoluta. Una menor que no tenía la supervisión de un adulto. Ya hacía años y años que sabía todo eso.

—No, Marty —le dije—. Quiero a mamá, pero el día después de los disparos sucedió una cosa, algo que tú nunca comprenderás. No voy a volver allí a verla, ni a ella ni a tío Daryl. Y si quieres que te diga la verdad, nada puede alejarme de San Francisco en este preciso momento. No, ni siquiera Susan. Marty, tendrás que apañártelas por tu cuenta.

Me miró y me di cuenta de que se ponía tenso. Su rostro cambió y adquirió una expresión malvada como la de un pendenciero de la calle. Acto seguido hizo su jugada, igual que papá había hecho con los abogados en Nueva York.

—Belinda, si no lo haces, tendré que llamar a la policía para que vaya a buscarte a la casa de Jeremy Walker, en la calle Diecisiete; además, haré que le arresten sobre la base de cualquier cargo moral aplicable al caso que esté en vigor en este estado. Tendrá suficiente para el resto de su vida, Belinda. Lo digo en serio, no quiero hacerte daño, cariño, pero o vienes conmigo ahora o Walker irá a la cárcel esta misma noche.

Con lo que yo también hice mi jugada, aun sin mediar el tiempo necesario para pensarla.

—Si se te ocurre hacer eso, Marty, cometerás el peor error de toda tu carrera. Puesto que no sólo le diré a la policía que me has perseguido, seducido y abusado de mí en repetidas ocasiones, sino que se lo contaré también a la prensa. Les diré que mamá lo sabía, que estaba celosa, que intentó disparar contra mí y que no ha denunciado mi desaparición, y estoy diciendo que se lo contaré a todo el mundo, Marty, desde el

National Enquirer hasta el

New York Times. Les diré lo que quieran saber sobre la drogadicción de mamá y la negligencia que ha tenido para conmigo, y que tú estás confabulado con ella. Créeme que os hundiré a todos. Y otra cosa, Marty. No tienes ni la más mínima prueba de que yo me haya ido a la cama con Jeremy Walker, ni la más remota. Pero yo sí estoy dispuesta a testificar en un juicio en cuántas ocasiones he estado contigo.

Me miraba fijamente e intentaba parecer duro, lo intentaba de veras, pero yo podía ver a través de su expresión cuánto estaba sufriendo, y casi no podía soportarlo. Me sentía tan mal como me había sentido con mamá.

—Belinda, ¿cómo puedes decir estas cosas? —inquirió.

Y lo decía con el corazón. Lo sé, porque yo me sentí de la misma manera la última vez con mamá.

—Marty ¡tú nos estás amenazando! ¡A Jeremy y a mí! ¡Y también a G. G.! —le repliqué gritando—. Marty, déjanos en paz.

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