Behemoth

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Treinta y ocho

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TREINTA Y OCHO

—¿Los demás están por ahí cerca? —preguntó Alek.

Deryn se apartó del visor y miró hacia atrás. No se veía nada en el horizonte, excepto las siluetas de unos árboles pequeños retorcidos a causa del salitre a lo largo de las cimas de los acantilados. Luego los vio: un trío de rastros de humo que destacaban bajo la luz de las estrellas a no más de dos millas de distancia.

—¡Sí, todos! A tres kilómetros más o menos detrás de nosotros —miró el indicador de la presión, que solamente ahora estaba empezando a subir de nuevo—. Y también hay algo bueno. Dentro de unos minutos podremos volver a lanzar las bombas.

—No tenemos mucho tiempo. Cúbrenos mientras intento librarnos de este alambre.

Cuando Deryn iba a coger la palanca del cañón de vapor, uno de los elefantes de guerra disparó. El proyectil no dio en el blanco por poco, pero sí lo bastante cerca para que Deryn fuese lanzada hacia atrás apartándola de los controles. Grava y arena entraron disparadas por el visor, arañando sus gafas protectoras.

—¿Hace el favor, señor Sharp? —preguntó Alek.

Señor Sharp —repitió Bovril con una risita.

Deryn se levantó a gatas del suelo y tiró de la palanca. Un siseo llenó sus oídos. La cabina del piloto de pronto se volvió tan caliente y húmeda como un invernadero. Al otro lado del visor, en el exterior, el mundo desapareció tras un velo blanco.

Alek manejó los pedales y los controles manuales, cortando a ciegas el enredo de tela metálica. Más allá de la nube de vapor estalló otro cañonazo, pero las explosiones de respuesta resonaron en la distancia.

—Están disparando a los demás —dijo Deryn.

—¡Pues entonces es el momento de atacar! —dame más presión en el brazo de lanzamiento.

—Con mucho gusto, Su Alteza —Deryn tiró de nuevo de los cebadores del motor—. ¡Pero es que hemos vaciado las calderas para fabricar este vapor y ahora estás bailando como un loco, con lo cual aún estás consumiendo más energía!

—De acuerdo —dijo Alek deteniendo al Genio y haciendo que se pusiera en cuclillas.

Cuando los motores estuvieron al ralentí, el indicador de distancia empezó a subir de nuevo.

A través de aquella nube blanca les llegó el chasquido de las metralletas: los otomanos estaban disparando al banco de nubes de vapor, escuchando por si las balas chocaban contra el metal.

—Nos encontrarán pronto —dijo Alek. Tiró del disparador y Deryn escuchó cómo una tercera bomba de especias se situaba en su sitio.

Limpió la condensación del indicador de distancia. Trescientos metros y subiendo.

—¡Esto bastará si cargamos contra ellos!

—¿Estás loco? ¡Ellos son tres y nosotros solo uno!

—Sí, pero no tenemos mucho tiempo. Escucha a tu bestia.

Deryn miró al loris. Sus pequeños ojos estaban cerrados como si hubiese decidido echar una siesta. Pero un suave ruido surgía de sus labios, un zumbido y un chasquido como la estática de la radio de Klopp. Ella había escuchado aquel sonido antes…

—¡Arañas chaladas! —soltó Deryn.

—Ciertamente.

Alek apretó los pedales. Cuando el Genio avanzó atronadoramente, las nubes calientes se separaron a su alrededor.

El cañón Tesla se alzaba en lo alto de los acantilados y su estructura brillaba contra el oscuro firmamento. Unas débiles chispas viajaban por sus puntales inferiores como luciérnagas revoloteando alrededor de una hoguera. Su brillo se derramaba por el campo de batalla.

Se inclinó hacia delante para mirar arriba con los ojos entornados en dirección a las estrellas. Ninguna silueta oscura se movía entre ellos, pero, si los otomanos estaban cargando su cañón, era porque debían de haber visto que el Leviathan se aproximaba.

Los elefantes de guerra aún estaban disparando a los otros caminantes y sus morteros estaban muy elevados. Aunque, cuando Alek cargó hacia delante, una de las torretas empezó a rodar…

Momentos después su cañón principal vomitó llamas y humo. El proyectil impactó lo suficientemente cerca para hacer que el Genio se tambalease. La aguja del indicador de distancia tembló y a continuación cayó, la presión se escapaba por alguna parte.

—¡Nos han dado! —gritó Deryn.

—El detonador es suyo, señor Sharp —dijo Alek con calma, con los nudillos blancos de sujetar con fuerza los controles.

El Genio ahora cojeaba y toda la cabina del piloto se balanceaba de un lado a otro.

Deryn agarró el disparador y sus ojos miraron rápidamente de un lado a otro entre el indicador de distancia y los tres elefantes de acero que tenía delante. La aguja se había detenido a unos cuatrocientos metros, temblando insegura, y la distancia entre ellos y los elefantes disminuía a cada paso que daban.

El elefante más cercano balanceó su trompa hacia el Genio disparando violentamente con su metralleta. Las balas golpearon la armadura con un sonido parecido al de unas monedas sacudidas en una lata. Una bala se deslizó por el visor, una astilla de metal caliente lanzando chispas alrededor de sus cabezas.

«CHOQUE»

—¿Te han dado? —preguntó Alek.

—¡A mí no! —dijo Deryn.

—¡A mí no! —repitió Bovril y luego llenó la cabina con su risa maníaca.

Otro de los grandes cañones de los elefantes estaba midiendo la puntería.

La aguja del indicador de distancia empezó a moverse de nuevo, subió y finalmente ya estuvieron lo suficientemente cerca. Deryn tiró del disparador y el brazo lanzador del caminante se balanceó sobre su cabeza mientras corrían como un jugador de bolos moviéndose rápidamente para descargar una pelota de críquet a un bateador.

La bomba de especias impactó directamente en el elefante que estaba más cerca, explotando en un remolino de color rojo intenso. La máquina se tambaleó, pero la nube se alejó rápidamente, extendiéndose por los relucientes puntales inferiores del cañón Tesla.

—¡Maldita sea! ¡El viento aquí es demasiado fuerte! —gritó Deryn.

Por supuesto el viento siempre soplaba con más intensidad en los acantilados costeros. ¡Había sido un memo no dándose cuenta de ello!

Pero Alek no vaciló, abalanzándose directamente contra el elefante. Por lo menos, aquel golpe directo causó algún daño, puesto que la máquina otomana estaba tambaleándose como un ternero recién nacido.

Aunque justo antes de que chocasen, la gran cabeza del elefante había rodado sobre su cuello, alzando los dos colmillos con púas…

Alek retorció los controles pero el caminante se estaba moviendo demasiado deprisa para darse la vuelta. Con un terrible chirrido de metal, el Genio se empaló contra uno de los colmillos con una explosión de vapor que salió disparada de las calderas que tenía en el pecho.

El aire de la cabina del piloto se volvió húmedo y muy caliente, todas y cada una de sus válvulas silbaban como una tetera.

El elefante movió la cabeza, empujando al Genio salvajemente y arrancando a Deryn de su asiento. Esta gritó cuando sus manos tocaron el metal ardiendo del suelo y las garras de la bestia se clavaron aún más en su hombro.

—¡Estamos acabados! ¡Abandonemos la nave! —gritó ella.

—¡Aún no! —Alek tiró de una palanca hacia atrás con una mano, golpeando el lanzador de bombas con otra y, con el último resquicio de fuerza que le quedaba al Genio, bajó el brazo lanzador.

Deryn se alzó, intentando ver algo a través de sus gafas y vio cómo las bombas de especias que quedaban, casi una docena de ellas, resonaban por el cargador del brazo y después estallaban contra la espalda del elefante.

—Arañas chaladas —dijo el loris perspicaz.

—Abre —dijo Deryn, desatándose—. ¡Dentro de un momento no vamos a poder respirar!

Mientras Alek daba vueltas furiosamente a la manivela manual, ella abrió de un puntapié la taquilla que había al fondo de la cabina y sacó un rollo de cuerda de allí.

—¿No te alegras de haber practicado el amarre? —gritó por encima del estrépito del vapor y los cañonazos.

—Casi preferiría no saber lo que pretendes hacer —dijo Alek.

—Tonterías. ¡Esto es fácil comparado con escaparse deslizándose por un Huxley! ¡Algún día te lo contaré!

Cuando la cabeza del Genio se abrió, Deryn ató la cuerda y la dejó caer por la espalda del caminante. Salió apoyándose en el borde de la cabina y miró hacia abajo a la nebulosa nube blanca que había bajo ellos. El último vapor que salía de las calderas del Genio aún estaba surgiendo en oleadas de la trompa que sobresalía de su espalda.

—Iré yo primero —dijo ella—. Así, si te deslizas demasiado rápido, yo frenaré tu caída.

—¿No te dolerá un poco?

—Sí. ¡Así que no te dejes caer demasiado rápido!

Deryn se ató a la cuerda con un mosquetón y echó una última ojeada a la batalla que había a su alrededor. Otro de los elefantes de guerra había sido golpeado: estaba dando vueltas en círculo con un montón de polvo rojo esparcido por su brillante armadura de acero. El Minotauro de Lilit estaba avanzando mientras el golem de hierro permanecía atrás, con su enorme brazo derecho lanzando bombas de especias al elefante que quedaba. Incluso con la brisa marina soplando en dirección contraria, los olores de las especies y de los cañonazos eran asfixiantes.

Luego lo vio: el Sahmeran estaba echado sobre su barriga a media milla de la torre, derramando humo negro y aceite ardiendo.

—Han alcanzado a Zaven —exclamó.

—Y eso no es todo —Alek señaló hacia la ciudad, donde una nueva columna de humo se estaba alzando en la distancia.

—¡Maldita sea! ¡Llegan refuerzos enemigos!

—No te preocupes. Aquel caminante está a diez kilómetros de distancia y los otomanos no tienen ninguno muy rápido.

—Rápido —repitió Bovril.

Deryn le miró intensamente.

—¿Qué diablos estás diciendo, bestezuela?

—Rápido —dijo otra vez.

Un choque gigantesco resonó por el campo de batalla: el Minotauro de Lilit había cargado directamente contra el último elefante de guerra que aún estaba intacto. Ambas máquinas cayeron, rodando una sobre la otra como gatos en una pelea. Una amplia nube roja se alzó arremolinándose en todas direcciones, empujada por el vapor de las calderas rotas de ambas máquinas, haciendo que las estrellas del cielo pareciesen de color rojo sangre.

Los dos caminantes dejaron de rodar en el centro de una ondulante columna de polvo y humo de motor. Ninguno de los dos se movía ya.

—Lilit… —dijo Deryn con voz ronca.

El Minotauro había caído, pero su cabeza no parecía haber sufrido daños. Tal vez la muchacha estaba a salvo en su caparazón de metal.

—Mira —dijo Alek—. ¡Ella ha abierto el camino para Klopp!

Tan solo quedaba un elefante en pie, estaba cubierto de polvo rojo y apenas se movía. El golem de hierro avanzaba pesadamente con buen ritmo sin nada que se interpusiera entre él y el cañón Tesla.

Pero Klopp no se dirigió hacia el elefante herido o el cañón, se dirigía directamente hacia ellos.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Deryn—. ¿Por qué está viniendo hacia aquí?

Alek soltó una maldición.

—Klopp y Bauer siguen las órdenes de Volger. ¡Vienen a rescatarme!

—Diablos, esto es lo que te pasa por ser un maldito príncipe.

—Técnicamente, un archiduque.

—Lo que seas, pero tenemos que indicarles de alguna forma que no necesitas que te rescaten. ¡Vamos!

Deryn alzó la cuerda y sintió que Bovril se sujetaba más fuerte en su hombro.

—Abandonemos nave —dijo la bestia.

La muchacha saltó, deslizándose entre nubes de vapor caliente.

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