Behemoth

Behemoth


Diecisiete

Página 19 de 47

DIECISIETE

Cuando se encontraba a medio camino de regreso al camarote del contramaestre, un lagarto mensajero se detuvo en el techo justo sobre su cabeza y fijó sus ojos en ella.

—Señor Sharp —graznó con la voz de la científica—, hoy le necesito y vestido con el uniforme de gala. Vamos a visitar al sultán.

Deryn se quedó mirando fijamente a la bestia, preguntándose si habría oído bien, ¿el Sultán? ¿El hombre que gobierna todo el maldito Imperio otomano?

—Le he dicho al señor Rigby que lo libere de sus obligaciones —prosiguió el lagarto—. Reúnase conmigo en el campo de aterrizaje al mediodía y asegúrese de ir impecablemente vestido.

Deryn tragó saliva.

—Sí, señora. Allí estaré. Fin del mensaje.

Cuando la bestia se marchó rápidamente, cerró los ojos y maldijo en voz baja. Ni siquiera tenía un uniforme de gala que ponerse, al menos no desde el día anterior. Deryn se había quitado la chaqueta antes de saltar a la trompa del Dauntless, pero su única camisa de gala aún estaba manchada de rojo intenso por la bomba de especias. Incluso después de lavarla dos veces, la camisa seguía desprendiendo un olor lo suficientemente fuerte como para hacer estornudar a un caballo muerto. Tendría que pedirle prestada una a Newkirk y eso significaba tener que hacer algún arreglo con su costurero.

Refunfuñó y se encaminó corriendo hacia su camarote.

Horas después, mientras Deryn bajaba por la pasarela, el rumor de los motores clánker se extendía por todo su alrededor. En la sombra de la aeronave, Newkirk, el contramaestre y una docena de aparejadores estaban montándose en un escuadrón de caminantes en forma de asnos y de búfalos de agua. Se encaminaban a los mercados en busca de provisiones y parecía que iban deprisa. Si el Leviathan no abandonaba la ciudad a última hora de la tarde, los otomanos tendrían derecho a confiscarlo.

Los oficiales no habían dicho a nadie cuál era el siguiente destino de la aeronave. Pero fuera donde fuese que estuviesen destinados, Deryn dudaba de tener la posibilidad de ver Estambul o a Alek de nuevo, no por lo menos hasta que la guerra terminase.

Observó a Newkirk un momento, envidiando su disfraz. Toda la expedición iba vestida con ropas árabes para evitar que los jóvenes turcos los viesen y empezasen otra protesta. Ojalá ella pudiese estar haciendo trabajos propios de la aeronave en lugar de diplomáticos…, o lo que fuese que la doctora Barlow fuese a hacer.

La científica esperaba a unos cientos de yardas de distancia del Leviathan en una franja vacía de la pista de aterrizaje pasada la torre de amarraje. La doctora vestía su abrigo de viaje más elegante, y hacía girar un paraguas cerrado mientras esperaba de pie junto a una pequeña caja llena de paja. Uno de los últimos huevos estaba en su interior, brillando como una gran perla al sol. De modo que la carga secreta de la doctora Barlow finalmente sería entregada al sultán.

Pero ¿por qué llevarse con ella un cadete ayudante?

Cuando Deryn se acercó, la doctora Barlow se dio la vuelta y dijo:

—Llega un poco tarde, señor Sharp, y su aspecto deja mucho que desear.

—Lo siento, señora —dijo Deryn, ajustándose el cuello de la camisa.

La camisa le sentaba mal a pesar de haberse pasado una hora cosiéndola a toda prisa. Y lo peor era que olía a Newkirk, aquel caraculo no se había tomado la molestia de lavarla el día anterior.

—He tenido que pedir prestada esta camisa. La mía todavía olía a especias.

—¿Solo tiene un uniforme de gala? —la doctora hizo chasquear la lengua—. Tendremos que ponerle remedio a eso si va a continuar asistiéndome.

Deryn puso mala cara.

—¿Asistiéndola, señora? Francamente, nunca me había imaginado que acabaría haciendo gestiones diplomáticas.

—Tal vez no. Pero es lo que pasa cuando uno resulta útil, señor Sharp. Usted fue imprescindible durante la batalla del Dauntless, mientras el embajador y sus lacayos estaban bastante desesperados —la doctora Barlow suspiró—. Pronto tendré miedo a dejar la aeronave sin su protección.

Deryn puso los ojos en blanco. Incluso cuando dispensaba elogios, la científica siempre se las apañaba para impregnarlos de un tono de burla.

—Espero que no tema que hoy también la ataquen, señora.

—Nunca se sabe. No somos tan bienvenidos en este lugar como me habría gustado.

—Eso es bastante cierto —dijo Deryn, todavía escuchando la furia que había en las voces de los manifestantes—. Pero quisiera preguntárselo, señora. ¿Qué es un Behemoth?

La doctora Barlow la miró entornando los ojos.

—¿Dónde ha escuchado esa palabra, señor Sharp?

—Era lo que gritaban ellos ayer. Me refiero a los jóvenes turcos.

—Mmm, por supuesto. Es el nombre de la criatura de compañía del Osman y, en consecuencia, parte de la desafortunada apropiación de lord Churchill.

Deryn frunció el ceño.

—Pero los krakens no tienen nombres. Ninguna bestia lo tiene a menos que se trate de toda una nave.

Behemoth no es un nombre propio, jovencito, sino una especie. Verá, esta criatura no es en absoluto un kraken, sino algo completamente nuevo. Y también un secreto militar, de modo que será mejor que dejemos el tema —la doctora Barlow inclinó un poco hacia atrás su paraguas para mirar al cielo—. Creo que esta es nuestra aeronave.

Deryn se protegió los ojos del sol que se alzaba en el cielo con la mano y vio que se acercaba una peculiar embarcación.

—Es bastante… llamativa, ¿no es cierto, señora?

—Por supuesto. Se espera que los invitados del sultán lleguen con estilo.

La nave clánker no alcanzaba a ser ni una cuarta parte de la longitud del Leviathan, pero era tan sofisticada como un pastel de boda. Un fleco de borlas revoloteaba desde su bolsa de aire y doseles de seda henchidos por el viento cubrían la barquilla, como si algún príncipe otomano hubiese decidido a ir a planear en su cama con baldaquín.

La nave se sostenía gracias a un largo globo cilíndrico colocado sobre ella con varias chimeneas que iban a parar a su barriga, cada una alimentada por aire caliente proveniente de llameantes chimeneas en forma de monstruosas cabezas.

Los propulsores impulsaban la nave mediante unos brazos largos y entrelazados, algunos apuntando hacia arriba, otros hacia abajo y los dos más grandes impulsando la nave hacia delante. La proa estaba tallada con la forma de un pico en forma de gancho de halcón y, a ambos lados de la barquilla, estaban talladas unas alas rectas que se desplegaban como cuchillas.

Los propulsores de la nave dieron vueltas y se retorcieron hasta que se posaron suavemente en la hierba mal cuidada de la pista de aterrizaje.

Cuando una pequeña pasarela se desplegó de su barquilla, la doctora Barlow cerró su paraguas y señaló con él la caja con el huevo.

—Si hace el favor, señor Sharp.

—Imprescindible, ese soy yo —dijo Deryn, alzando la caja con un gruñido.

Siguió a la científica por la pasarela hasta una plataforma abierta, rodeada por una baja barandilla, como la cubierta superior de un navío de vela. La estela del propulsor se arremolinaba a su alrededor, haciendo ondear el velo que tenía sujeto al sombrero hongo la doctora Barlow.

Toda la tripulación estaba formada por hombres de piel oscura, pero no vestían ropas del desierto como los africanos que Deryn había visto desde la montura del elefante el día anterior. En lugar de eso, vestían uniformes de seda y altos turbantes de color rojo y naranja. Dos de ellos cogieron la caja del huevo que sostenía Deryn, atándola rápidamente con correas a unas abrazaderas de metal en la cubierta.

Uno de los hombres vestía un sombrero cónico y sus ojos estaban protegidos con anteojos de pilotar. Una especie de bestia mecánica colgaba de su hombro, como un búho con grandes ojos y una boca completamente abierta. Un minúsculo cilindro colgaba del pecho de la máquina, con una pluma electrónica que rascaba su superficie rodante.

El hombre se adelantó e hizo una reverencia a la doctora Barlow.

—Que la paz sea con usted, señora. Soy el Kizlar Agha. Bienvenida a bordo.

La científica contestó en un idioma que Deryn no reconoció, una lengua de sonidos más suaves que el alemán. El hombre sonrió, repitiendo la misma frase mientras hacía una reverencia a Deryn.

—Cadete Dylan Sharp —dijo ella, inclinándose a su vez—. Encantada de conocerle, señor Agha.

La doctora Barlow se echó a reír.

—Kizlar Agha es un título, señor Sharp, no un nombre. Él es el jefe de la guardia de palacio y del tesoro. Es el hombre más importante del Imperio, después del sultán y el gran visir. Es portador de mensajes importantes.

—Y de visitantes importantes también —dijo el hombre alzando una mano.

Las chimeneas arrojaron fuego, enviando una oleada de calor a través del aire.

La nariz de Deryn captó el dulce olor del propano ardiendo. Se estremeció y apretó la mandíbula, al darse la vuelta para sujetarse a la barandilla cuando la nave se elevó en el aire.

—¿No se encuentra bien, señor Sharp? —dijo el Kizlar Agha, inclinándose más hacia ella—. Marearse es una extraña enfermedad para un aviador.

—Me encuentro bien, señor —dijo Deryn rígidamente—. Solo es que los globos de aire caliente me ponen un poco nervioso.

El hombre se cruzó de brazos.

—Le aseguro que el yate imperial Stamboul es tan seguro como cualquier aerobestia.

—Estoy convencido de que así es, señor —dijo Deryn, pero sus manos aún agarraban la barandilla.

Las chimeneas escupieron fuego otra vez, rugiendo como un tigresco furioso.

—Ayer tuvimos una especie de batalla —dijo la doctora Barlow, poniendo una de sus frías manos en la mejilla de Deryn—. Y alarmas y excursiones de nuevo por la noche. Me temo que el señor Sharp ha estado muy ocupado.

—Ah, sí. Me enteré de que los Jóvenes Turcos les asediaron —dijo Kizlar Agha—. Hoy en día hay revolucionarios por todas partes. Pero no nos molestarán en palacio, y tampoco en el aire.

La nave había ya traspasado la verja de la pista de aterrizaje y los manifestantes que se encontraban en la puerta parecían pequeñas hormigas bajo ellos.

Mientras la doctora Barlow y el Kizlar Agha hablaban, Deryn se quedó mirando la ciudad intentando no reparar en el aire vibrante de calor a su alrededor. Las sinuosas calles de Estambul pronto estuvieron debajo del Stamboul, con destellos de metal de los caminantes brillando bajo la capa de humo. Los girotópteros pasaron revoloteando, pareciendo tan delicados como mariposas.

Alek estaba ahí abajo en alguna parte, o al menos eso suponía. A menos que ya se hubiese internado en los bosques del Imperio, donde los mapas del Servicio Aéreo mostraban solo montañas y llanuras polvorientas, de camino hacia el lejano Oriente.

Cuando el Kizlar Agha volvió a sus obligaciones, la doctora Barlow se unió a Deryn en la barandilla.

—¿Está seguro del todo de que no se golpeó la cabeza ayer noche, señor Sharp? No tiene buen aspecto.

—Seguro, me encuentro genial —dijo Deryn, sujetándose al pasamanos de la barandilla aún con más fuerza. No iba a volver a contar otra vez lo del accidente de su padre. Sería mejor cambiar de tema—. Es solo que esta mañana durante el desayuno he mantenido una extraña conversación con el conde Volger… sobre nuestra bestia perdida.

—¿De veras? Muy emprendedor por su parte.

—Dijo que la había visto ayer noche. La bestia debió de nacer antes de que Alek se fuese y aquel tonto se la llevó con él —Deryn se volvió a la doctora Barlow y entornó los ojos—. Aunque usted ya lo sabía, ¿verdad, señora?

—La posibilidad me pasó por la mente. La científica se encogió de hombros. Era la única explicación lógica sobre la desaparición de la criatura.

—Sí, pero no era solamente una cuestión de lógica, ¿cierto? Usted sabía que Alek intentaría escapar antes de que nos fuésemos de Estambul, de modo que usted le puso al cuidado de los huevos la pasada noche.

Una sonrisa apareció tras el velo de la doctora Barlow.

—¿Qué sucede, señor Sharp, me está usted acusando de intrigar?

—Llámelo como usted desee, señora, pero Alek siempre se estaba quejando de que usted recolocaba los calentadores cuando él estaba vigilando los huevos. Los ponía más calientes cuando estaba él que cuando estaba yo. A medida que Deryn hablaba y emitía sus sospechas en voz alta, las piezas iban encajando más y mejor.

—Y usted nunca me permitía que yo le visitase mientras él estaba cuidando los huevos. ¡De manera que cuando la bestia naciera, sería precisamente él quien estaría en la sala de máquinas y solo!

La doctora Barlow miró a lo lejos y dijo severamente.

—¿Está seguro del todo de que no se golpeó la cabeza ayer noche, señor Sharp? No acabo de entender qué está diciendo.

—Estoy hablando de las bestias que hay dentro de estos huevos —dijo Deryn, mirando la caja de cargamento—. ¿Qué son, al fin y al cabo?

—Son secreto militar, jovencito.

—Sí, y ahora vamos a llevar uno a este tipo, el sultán. ¡Un aristócrata clánker, igual que Alek!

Deryn se quedó mirando fijamente a los ojos a la doctora Barlow, esperando una respuesta. Se había dirigido a la científica de la forma más ruda que se había atrevido hasta el momento, pero entre la noche sin dormir y los descubrimientos que había hecho aquella mañana, la furia había tomado el control de su lengua. Todo estaba empezando a tener sentido. Por qué la doctora Barlow había estado tan dispuesta a guardar el secreto de Alek y no contárselo a los oficiales y por qué desde el principio le había puesto al cuidado de los huevos. Ella quería que uno de los huevos eclosionara mientras Alek estuviese solo en aquella habitación.

¿Cuál era el propósito de la bestia en realidad? ¿Y por qué Alek simplemente no había dejado el dichoso experimento en la nave?

Al cabo de un momento de mirarse fríamente, la doctora Barlow rompió el silencio.

—¿Acaso el conde Volger dijo algo en concreto sobre la criatura?

—En realidad no —Deryn se encogió de hombros—. Puede que haya mencionado algo sobre estrangularlo para que callase.

La doctora Barlow alzó las cejas de golpe y Deryn sonrió. Al juego de guardar secretos podían jugar los dos.

—Aunque creo que solo estaba intentando pasarse de listo.

—Por supuesto —dijo la doctora Barlow fríamente—. Parece que sois muchos los que lo estáis haciendo.

Deryn sostuvo la mirada de la mujer.

—No estoy intentando pasarme de listo, señora. Yo solo quería saber… ¿Está Alek en peligro con esta bestia?

—No sea absurdo, señor Sharp —la doctora se acercó más inclinándose y bajó la voz—. El loris perspicaz, como se le conoce, es bastante inofensivo. Nunca pondría a Alek en peligro.

—¡Pero entonces por qué hizo todo lo posible para que eclosionara un huevo mientras Alek estaba con ellos!

La doctora Barlow miró a lo lejos.

—Sí, el loris fue diseñado con un alto grado de fijación naciente. Igual que los bebés patos, crea un vínculo con la primera persona que ve.

—¡Y usted hizo que este vínculo fuese con Alek!

—Una improvisación necesaria. Después de que nos estrellásemos en los Alpes, parecía que no llegaríamos a Estambul a tiempo. No quería ver todos mis años de trabajo echados a perder. Se encogió de hombros. Además, estoy bastante orgullosa de Alek y quería que tuviese toda la ayuda posible en su viaje. Para los que saben escuchar con atención, el loris perspicaz puede ser de bastante ayuda.

—¿De ayuda? ¿Cómo exactamente? —preguntó Deryn.

—Siendo perspicaz, por supuesto.

Deryn frunció las cejas, intentando descubrir qué significaría «perspicaz». Se preguntaba si en realidad podía confiar completamente en las palabras de la científica. La doctora Barlow siempre parecía tener un plan más extenso del que dejaba entrever.

—No era solo para ayudarle a él —dijo Deryn—. Alek es un clánker importante, igual que el sultán, y por esta razón usted quería que él tuviese esta bestia loris.

—Es lo que dije ayer —la doctora Barlow hizo un gesto hacia la proa en forma de pico que tenía ante ella, a las monstruosas cabezas arrojando fuego—. A diferencia de las otras potencias clánker, los otomanos no han olvidado la red de la vida. Y creo que tras este breve espacio de tiempo que Alek ha pasado con nosotros, también puede que se atenga a razones.

—¿Razones? —Deryn tragó saliva—. ¿Y qué tiene que ver una bestia recién nacida con las razones?

—Nada, por supuesto, por lo que respecta a la ley de mi abuelo: «Ninguna criatura fabricada mostrará jamás razón humana» —la científica hizo un gesto con la mano—. Tómeselo como una figura retórica, señor Sharp. Pero una cosa es cierta, esta guerra provocará una gran conmoción en las casas reales de Europa. De modo que es posible que el joven Alek tal vez un día sea tan importante como cualquier sultán, tenga o no sangre real.

—Sí, eso es lo que decía también el conde Volger.

—¿De veras? —la doctora Barlow hizo repiquetear sus dedos sobre el pasamanos de la barandilla—. Qué interesante.

Justo frente a ellos, el estrecho brillaba bajo el sol del mediodía. Casi directamente debajo de ellos había dos enormes edificios de mármol y piedra: mezquitas, por supuesto, con sus tejados en forma de cúpula como escudos gigantes dispuestos contra el cielo, con sus minaretes alzándose como lanzas a su alrededor. La plaza que había entre los edificios estaba abarrotada de gente, con los rostros vueltos hacia arriba mientras la sombra del Stamboul se deslizaba sobre ellos.

El Kizlar Agha gritaba órdenes y los propulsores cambiaban de lugar sus larguiruchos y delgados brazos. La nave empezó a descender hacia lo que parecía un parque rodeado de altas murallas. Dentro había docenas de edificios bajos, todos ellos unidos con senderos y pasajes cubiertos y un gran grupo de aún más cúpulas y minaretes, casi otra ciudad dentro de los muros de palacio.

—Tal vez no deberíamos perder de vista al conde Volger —dijo la doctora Barlow.

Deryn asintió, recordando la oferta del conde de contarle más cosas sobre la bestia si ella le traía noticias del exterior. Lo cierto era que estaba totalmente abierto a un intercambio de información.

—Bien, señora, el conde dijo que me daría lecciones de esgrima.

La científica sonrió.

—Entonces, mi querido muchacho, tendrá que aprender esgrima.

Ir a la siguiente página

Report Page