Behemoth

Behemoth


Dieciocho

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DIECIOCHO

El Stamboul descendió justo en el interior de los muros de palacio, en un frondoso jardín del tamaño de un campo de críquet.

El Kizlar Agha se quedó en la proa de la nave, gritando órdenes a los hombres de los propulsores, haciendo ajustes mientras descendían. Deryn pronto vio por qué apenas había espacio para aterrizar una aeronave. No obstante, la nave se posó con precisión en el lugar donde cinco caminos se cruzaban, con tanta suavidad como un beso, y como si fuera un vistoso pabellón que completase el diseño de un jardín. Las frondosas palmeras que les rodeaban temblaron bajo la estela de los propulsores de la aeronave.

La pasarela se abrió y el Kizlar Agha acompañó a Deryn, la doctora Barlow y los dos tripulantes con la caja de huevos hacia el jardín del sultán.

Un centenar de ventanas aparecían bajo ellos, pero todas estaban cubiertas con celosías de metal que brillaban doradas bajo la luz del sol. Deryn se preguntó si habría gente mirándolos a través de los estrechos listones, cortesanos y consejeros o el famoso harén del sultán de incontables esposas.

Aquello no era nada comparado con Buckingham Palace, donde Deryn había visto el cambio de la Guardia Real Leonesca el primer día que había estado en Londres. El palacio tenía cuatro plantas de altura y era tan cuadrado como un pastel. Sin embargo, aquí los edificios eran bajos y estaban rodeados de columnas, con sus arcos decorados con baldosas en forma de tablero de ajedrez en mármol blanco y negro, tan brillantes como las teclas de un piano. Tuberías de vapor se enroscaban por las paredes cubiertas de mosaicos como tubos de lagartos mensajeros, desprendiendo vapor y resoplando por las energías que contenían en su interior. Había guardas apostados en cada puerta, africanos vestidos con relucientes uniformes de seda y armados con alabardas y cimitarras.

Deryn pensó en cómo sería vivir rodeado de este espectáculo y pompa, todo pensado para deslumbrar a la vista. ¿Acaso el pobre Alek había crecido en un lugar con tanto lujo?

Todo ello debía de ser suficiente para volverte loco: tener un millón de criados observando todos y cada uno de tus movimientos.

Todos los guardias hacían complicadas reverencias al Kizlar Agha murmurando el mismo saludo que la doctora Barlow había usado.

—¿Eso es la forma turca para decir «hola»? —Deryn susurró, pensando que tal vez ella podría aprender la frase.

—Árabe. Aquí en palacio se hablan muchos idiomas —la doctora Barlow echó un vistazo a las cañerías de vapor—. Esperemos que el alemán no sea uno de ellos.

Pronto fueron conducidos a un gran edificio de mármol que se erigía separado del resto del palacio. Tres chimeneas ardiendo se alzaban hacia el cielo desde su tejado y el sonido de motores chirriando resonaba en su interior.

El Kizlar Agha se detuvo ante un pasaje abovedado sellado por dos puertas de piedra.

—Ahora entraremos en el salón del trono del sultán Mehmed V, Señor de los Horizontes.

Dio tres palmadas y las puertas se abrieron con un siseo provocado por el vapor. De dentro salió un olor a carbón ardiendo y de grasa de motor encubierta con incienso.

El salón del trono estaba oscuro después del contraste de la brillante luz solar del exterior y Deryn apenas pudo ver qué había al principio. Sin embargo, ante ella se alzaba lo que parecía ser un gigante sentado con las piernas cruzadas, tan grande como los autómatas que había visto en la calle el día antes. Era una estatua de metal vestida con centenares de metros de seda negra, un fajín de ropa plateada extendida atravesando un pecho lleno de medallas y un fez carmesí del tamaño de una bañera sobre su extraña cabeza con cuernos.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Deryn reparó en un hombre que estaba sentado debajo de la estatua. Iba vestido exactamente con las mismas ropas y estaba sentado en su diván de seda en la misma posición, con las piernas cruzadas y las manos descansando en sus rodillas.

—Bienvenida, doctora Barlow —dijo él, dando la vuelta a su mano que mostró una palma vacía.

Tras él, la estatua se estremeció, imitando sus movimientos. Era un autómata: ¡todo el salón del trono era un inmenso mecanismo! No obstante, el rumor de los motores y los engranajes estaba sofocado hasta tal punto que no alcanzaba ni un susurro, amortiguado por los espesos tapices y muros de piedra, de modo que la gigantesca estatua parecía casi viva.

Por el rabillo del ojo, Deryn vio que la científica estaba haciendo una leve reverencia, como si se encontrase con estatuas gigantes cada día. Deryn se recuperó de su sorpresa y se inclinó desde la cintura, de la misma forma que había visto que hacía Alek cuando se dirigía a los oficiales del Leviathan. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo comportarse ante un maldito emperador y deseó que la científica se hubiese tomado la molestia de dedicarle un momento para explicárselo.

—Mi señor Sultán, le traigo saludos de Su Majestad el rey Jorge —dijo la doctora Barlow.

—Que la paz sea con él —respondió el sultán, inclinando su cabeza un poco.

Tras él, el autómata gigante hizo lo mismo.

—También os traigo un obsequio.

«JEFE DEL IMPERIO OTOMANO: SULTÁN Y CALIFA»

La doctora Barlow desvió la cabeza en dirección a la caja del huevo.

El sultán alzó las cejas. Deryn se sintió aliviada al ver que el autómata no reproducía las expresiones faciales. La máquina gigante era ya lo bastante extraña tal como era.

—Una extraña forma para un acorazado. Y un poco pequeño para ser un Behemoth —dijo el sultán.

Tras un momento de incómodo silencio, la científica carraspeó.

—Nuestro pequeño obsequio no es, por supuesto, una sustitución para el Osman, o su criatura de compañía. Aunque Su Majestad siente mucho este desafortunado incidente.

—¿De veras?

—Profusamente —afirmó la doctora Barlow—. Solo hemos tomado prestado el Osman debido a que nuestra necesidad es mayor. Gran Bretaña está en guerra y vuestro Imperio está, y espero que siga estando, en paz.

—La paz también tiene sus límites. El sultán se cruzó de brazos y la estatua hizo lo mismo a continuación.

Al observarla ahora con más atención, Deryn se dio cuenta de que los movimientos de la máquina eran un poco rígidos, como un marino que ha bebido demasiado e intenta actuar como si estuviese sobrio. Tal vez para ayudar a la ilusión, el sultán se movía lenta y cuidadosamente, como un actor haciendo pantomima. Deryn se preguntó si el sultán controlaba al autómata él mismo o si había ingenieros ocultos observando desde algún cubículo escondido, con las manos moviéndose deprisa por las palancas y los diales. De alguna forma, plantearse cómo funcionaría por dentro hacía que aquel enorme aparato pareciese menos inquietante.

—Estoy segura de que vuestras preocupaciones son muy grandes, mi señor sultán. La doctora Barlow miró hacia la caja del huevo. Y esperamos que esta criatura fabricada, aunque humilde, resulte ser una bien recibida distracción de todas ellas.

—Los alemanes nos han dado ferrocarriles, aeronaves y torres de radio —replicó el sultán—. Todas las glorias del mekanzimat. Ellos entrenan a nuestros ejércitos y arreglan nuestras máquinas. Han reconstruido este palacio y nos ayudaron a aplastar la revolución hace seis años. ¿Y lo único que vuestro rey puede ofrecerme es una «distracción»?

El sultán hizo un gesto hacia la caja del huevo y la mano del autómata se extendió por la habitación agitando el aire al pasar por encima de la cabeza de Deryn. La muchacha se encogió de hombros, preguntándose lo poderosos que podrían ser aquellos dedos gigantes.

La doctora Barlow no pareció inmutarse en absoluto.

—Tal vez sea solamente un comienzo —dijo ella, inclinado su cabeza un poco más—. Pero os ofrecemos este obsequio con la esperanza de un futuro más feliz.

—¿Un obsequio? ¿Después de tantas humillaciones? —el sultán miró el huevo de nuevo—. Tal vez sus regalos ya nos han distraído durante demasiado tiempo.

Súbitamente los dedos gigantes se cerraron sobre la caja formando un puño. El crujido de la madera al partirse resonó por los muros de piedra y sus trozos resbalaron como cerillas por el suelo. El huevo estalló con un crujido nauseabundo y unos filamentos translúcidos rezumaron entre los dedos de metal. Al formar un charco sobre el suelo de piedra, el hedor a sulfuro se unió al humo del carbón y del incienso.

Una exclamación de horror se escapó de la boca de la científica, y Deryn miró sorprendida primero el puño cerrado y luego al sultán. Extrañamente, el hombre también parecía sorprendido, como si no se hubiese dado cuenta de lo que estaba haciendo. Por supuesto, él no había hecho nada, había sido el autómata.

Deryn miró la mano extendida del sultán. Sus dedos aún estaban abiertos, simplemente hacían un gesto hacia la caja del huevo y no estaba cerrada en un puño.

Los ojos de Deryn buscaron rápidamente por la habitación. El Kizlar Agha y la tripulación que había transportado la caja con el huevo tenían una expresión atónita en su rostro y no había nadie más en la habitación. Pero entonces vio que había una galería superior tras la cabeza de la estatua. Estaba cubierta con ventanas con celosías y, por un momento, Deryn pensó que había visto unos ojos mirando hacia abajo a través de los listones.

Miró rápidamente a la doctora Barlow, intentando que la científica se diese cuenta de que el sultán tenía la mano abierta. Pero la cara de la científica estaba pálida y completamente inmóvil, y su aplomo aplastado junto con el huevo.

—Veo, mi señor sultán, que he venido demasiado tarde —a pesar de su expresión devastada, todavía su voz era fría como el acero.

El sultán también debió de escucharla así. Se aclaró la voz levemente antes de hablar.

—Tal vez no, doctora Barlow —unió sus palmas, pero el autómata siguió inmóvil, con su mano gigante inmóvil alrededor del huevo aplastado y rezumante—. En cierto modo los platos de la balanza ya se han equilibrado.

—¿A qué os referís?

Precisamente hoy hemos podido sustituir el acorazado que ustedes nos tomaron prestado con dos barcos en lugar de uno —el sultán sonrió—. Permítame que le presente al nuevo comandante de la armada otomana, el almirante Wilhelm Souchon.

Un hombre salió de las sombras y Deryn se quedó con la boca abierta. Vestía un almidonado uniforme azul de la marina alemana, excepto por el fez carmesí de la cabeza. Chocó los talones de sus botas, se inclinó ante el sultán y después se dio la vuelta para saludar a la doctora Barlow.

—Señora, le doy la bienvenida a Estambul.

Deryn tragó saliva. De modo que los dos acorazados alemanes habían desaparecido de aquella forma; ¡los otomanos los habían ocultado al precio de quedárselos! Y no se habían conformado con quedarse los barcos, sino que además habían puesto al almirante del Goeben al mando de toda su maldita armada.

«UN REGALO APLASTADO»

La científica simplemente se quedó con la mirada fija, muda de asombro por primera vez desde que Deryn la conocía. El silencio se prolongó de forma extraña. El único sonido que se escuchaba era los últimos restos del huevo goteando sobre el suelo de piedra.

Finalmente Deryn carraspeó y devolvió el saludo del alemán.

—Como oficial de mayor rango presente, le doy las gracias en nombre de las Fuerzas Aéreas británicas, por su, humm…, hospitalidad.

El almirante Souchon la miró fríamente.

—Creo que no nos han presentado, señor.

—Cadete Dylan Sharp, a su servicio.

—Un cadete. Ya veo —se dirigió de nuevo a la doctora Barlow y le ofreció la mano—. Discúlpeme, señora, por las formalidades militares. Casi olvido que usted es una civil. Encantado de conocerla. Y qué suerte que gracias a mi reciente nombramiento no nos conozcamos como enemigos.

La científica extendió su mano y permitió que el almirante se la besara.

—Encantada, por supuesto —lentamente se recuperó, y se dirigió de nuevo al sultán—. Dos acorazados son, desde luego, dos regalos muy impresionantes. De hecho, estoy tan conmovida por esta generosidad alemana que debo ofrecerle otro regalo en nombre del gobierno británico.

—¿De veras? El sultán se inclinó hacia delante. ¿Y cuál va a ser?

—El Leviathan, mi señor Sultán.

La habitación se quedó en silencio de nuevo y Deryn parpadeó. ¿Es que la científica se había vuelto completamente loca de remate?

—Es el más famoso de los grandes respiradores de hidrógeno —prosiguió la doctora Barlow—. Tan valioso como el Osman y su compañero juntos y una creación que vuestros amigos alemanes nunca podrán igualar.

El sultán pareció bastante complacido y Deryn se fijó en que la sonrisa del almirante Souchon se había quedado petrificada en su rostro. Ella misma estaba perpleja, incapaz de creer lo que la científica estaba diciendo.

—Doctora Barlow —habló Deryn—, por supuesto, es costumbre hablar primero con el capitán antes de, hum…, regalar su nave.

—Ah, por supuesto —la doctora Barlow hizo un gesto con la mano—. Gracias por recordármelo, señor Sharp. Necesitaremos unos días para comunicarnos con el ministerio de Marina, mi señor sultán, antes de efectuar esta transferencia.

—Me temo que esto no va a poder ser, doctora Barlow —dijo el almirante Souchon, poniendo una mano en la espada—. El límite para abrigar a una nave de combate en tiempo de guerra es de veinticuatro horas. La ley internacional es muy estricta en esta cuestión.

—¿Me permite que le recuerde, almirante, que su propio período de gracia fue extendido mientras se llevaban a cabo las negociaciones? —dijo el sultán suavemente.

El alemán abrió la boca, luego la cerró e hizo una profunda reverencia.

—Por supuesto, mi señor sultán. A sus órdenes.

Recostándose en su diván, el sultán sonrió y se cruzó de brazos. Sin que el autómata tuviese que imitarle, Deryn se fijó en que se movía de forma más fluida. O tal vez es que sencillamente estaba disfrutando de enfrentar a dos grandes potencias entre sí.

—Entonces todos estamos de acuerdo. Doctora Barlow tiene cuatro días para entregarme el Leviathan —dijo.

Treinta minutos después, el Stamboul se alzaba en el aire de nuevo. Cuando pasaron sobre el brillante estrecho en su lento regreso hacia el campo de aterrizaje, el Kizlar Agha se unió a Deryn y la doctora Barlow en la barandilla, con el rostro pálido.

—No sé qué deciros, señora. Mi señor sultán hoy no era él mismo.

—Parecía lo suficientemente firme en sus convicciones —dijo la doctora Barlow, con la voz aún temblorosa por la conmoción.

—Por supuesto. Pero no ha sido el mismo desde que ha regresado a palacio. Los alemanes han cambiado muchas cosas allí. No todos nosotros aprobamos estos cambios.

Deryn frunció el ceño, queriendo mencionar lo que había visto acerca del autómata. Pero no podía hacerlo delante del consejero más próximo al sultán.

El búho mecánico aún estaba colgado del hombro del Kizlar Agha, pero se fijó en que el cilindro que llevaba al pecho ya no rodaba. Tal vez era una especie de máquina de grabación y el hombre la había desconectado para mantener sus palabras en secreto.

—¿Está diciendo que tal vez cambie de opinión acerca de los regalos del Káiser? —preguntó la doctora Barlow con prudencia.

El Kizlar Agha extendió sus manos.

—Eso no lo sé, señora. Pero nuestro Imperio ha luchado en dos guerras estos últimos diez años y ha sufrido también una revolución sangrienta. No todos nosotros queremos unirnos a esta locura en Europa.

La doctora Barlow asintió con la cabeza.

—Roguemos entonces para que ustedes consigan hacerse escuchar.

—Lo intentaremos. Que la paz sea con ustedes y con todos nosotros —dijo él, a continuación se inclinó y regresó a la proa de la aeronave.

—Qué interesante —dijo la científica mientras el hombre se alejaba—. Tal vez aún exista esperanza para este país.

—¿A qué se ha referido él exactamente? —preguntó Deryn.

—Tal vez planee darle a su emperador un buen consejo —se encogió de hombros—. O tal vez algo más. Los sultanes ya han sido reemplazados con anterioridad.

Deryn se dio la vuelta hacia la barandilla y de pronto estaban allí abajo: el Goeben y el Breslau amarrados en el Cuerno de Oro.

—El almirante no mentía —dijo ella, al ver emblemas carmesí otomanos ondeando de los mástiles principales de los acorazados—. Ayer debían de estar ocultos en el mar Negro.

—Tenía que haberlo sabido —dijo la doctora Barlow—. Aquellos barcos estaban atrapados, y ya no tenían ningún valor para los alemanes. Por lo tanto, ¿por qué no ofrecerlos como soborno?

—Sí, y hablando de sobornos… —Deryn tragó saliva, casi temiendo preguntar—. ¿Qué es eso de entregar el Leviathan? ¿No se habrá usted vuelto loca de remate, no?

La doctora Barlow la miró de reojo.

—No sea pesado, señor Sharp. Aquello ha sido simplemente una táctica para podernos quedar más tiempo. Lo que por supuesto usted ya sabía, puesto que ha desempeñado su parte a la perfección. Otros cuatro días pueden resultarnos bastante útiles.

Deryn frunció el ceño. ¿Desempeñado su parte? Ella solo había dicho lo primero que se le había pasado por la cabeza.

—Pero, si no vamos a darle la nave a los otomanos, ¿qué sentido tiene quedarnos aquí?

—De veras, señor Sharp —dijo la científica, con la frialdad de acero volviendo a su voz—, ¿cree que haría un viaje por toda Europa sin tener un plan alternativo?

—¿Y este es su plan, señora? ¿Hacer falsas promesas al sultán para que este aún se enfurezca más? No lo creo.

La científica suspiró.

—Dudo que la furia del sultán signifique alguna diferencia, de una forma o de otra, el Imperio otomano ya está en manos alemanas.

—Sí, eso es realmente cierto —dijo Deryn—. Y hablando de manos, no estoy seguro de que el sultán quisiera realmente aplastar aquel huevo.

La doctora Barlow miró fríamente a Deryn.

—¿Está usted diciendo que la obra de mi vida ha sido destruida por accidente?

—Por accidente no, señora. Pero el sultán no cerró la mano. Simplemente estaba señalando el huevo y luego el autómata cogió y aplastó a su pobre bestia, ¡por su cuenta!

La doctora Barlow se quedó en silencio un momento y luego asintió lentamente.

—Por supuesto. ¡Soy una idiota! Aquel salón del trono fue construido por ingenieros alemanes, por lo tanto son ellos quienes tienen el control y no el sultán. Ellos forzaron su mano, para poder intervenir y hablar.

—Sí —Deryn miró de nuevo hacia el agua. El Stamboul había completado su vuelta y el Goeben se estaba alejando en la distancia. Pero aún podía ver la imponente forma del cañón Tesla, con sus puntales cubiertos de aves marinas revoloteando a su alrededor—. Eso hace que nos preguntemos cómo obligarán a mover la mano al sultán la próxima vez, ¿verdad?

—Exactamente, señor Sharp.

Deryn miró hacia el agua que se extendía por el horizonte. La flota de la Marina Real del Mediterráneo estaba estacionada justo al sur del estrecho, aún esperando a que emergiesen el Goeben y el Breslau. Y, en la dirección opuesta, la marina rusa estaba en sus puertos del mar Negro, todavía sin ser conscientes de que su antiguo enemigo el sultán tenía dos nuevos acorazados.

Lo único necesario era que el almirante Souchon hiciese una pequeña incursión en ambas direcciones y los otomanos se verían arrastrados hacia la guerra.

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