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25 – DECISIÓN

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25 – DECISIÓN

8 de noviembre, 2016

Javier dedicó el resto de la semana que estuvo en La Palma para pasear por la playa, hacer excursiones por la isla con su cochecito alquilado… y pensar. Pensar continuamente. Pensar en qué hacer, cómo seguir. Quedó un día más con su amigo Gonzalo para comer en un pequeño restaurante regentado por una encantadora palmeña de casi 70 años que había adoptado a Gonzalo como si fuera su hijo, pero no hablaron en absoluto de viajes en el tiempo ni de incoherencias entre teorías físicas, sino del monotema de casi todas sus conversaciones en el seno de «Save the Brave World»: el penoso estado de las instituciones españolas: Administración estatal, Justicia, Gobiernos territoriales…

La publicación de escándalo tras escándalo en los que se revelaba que servidores públicos y todo tipo de personajes de dudosa laya se hacían de oro a costa del erario público estaba teniendo en la población el efecto contrario del que se suponía que debía tener: hartazgo, cansancio, dejadez… Cada vez interesaban menos las noticias sobre corrupción. Los ciudadanos de a pie estaban hartos. Al final iba a ser verdad eso que decía Goebbels, «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad», pero en versión española: «Un cohecho repetido mil veces al final se convierte en honorable». Porque luego, a la hora de votar en las elecciones que se realizaban cada tanto, los electores volvían a votar mayoritariamente a los mismos partidos y personajes que les habían estado robando a manos llenas durante tantos años… o, como mucho, se quedaban en casa. Era evidente: al español medio le gusta que le roben. Ya se sabe el viejo aforismo: ¡Dios nos ponga donde haiga!… Así difícilmente se podría limpiar la escena de tanto mangante.

Al final de la comida brindaron con el poco vino canario que quedaba en sus vasos por la regeneración de la sociedad. Cosa harto difícil, pero cada cual haría lo que estuviera en su mano para conseguirlo. Poco sería, pero menos es nada.

El domingo dejó su habitación del hotel, devolvió el coche en el pequeño aeropuerto de la isla y tomó un vuelo que le llevó en poco más de dos horas a Madrid, y de allí a Benicassim en autobús, al apartamento de sus padres donde había dejado el artefacto. Al día siguiente hizo el viaje de vuelta a su domicilio de Logroño en su coche, con el TaqEn bien guardado entre ropas en una maleta. Al llegar recogió la correspondencia, entre la que encontró una carta de la Universidad de Manchester en la que le proponían incorporarse a su prestigioso Departamento de Paleontología… Con todos los acontecimientos de las últimas semanas casi ni se acordaba de que había enviado su currículum a varias instituciones europeas.

Agradeció mucho que la Universidad de Manchester le ofreciera trabajo, pero antes de tomar ninguna decisión debería hacer algo. Debería asegurarse de una vez por todas de qué era en realidad el TaqEn. Debería probarlo. Lo había decidido en La Palma, paseando entre la laurisilva de la Caldera de Taburiente o viendo morir las olas del Océano Atlántico en su costa. El TaqEn funcionaba o no. Era un artefacto del futuro o no. Era una broma gigantesca o no. Tenía que averiguarlo. En el caso de que efectivamente fuera lo que parecía que era, lo que él mismo decía ser, entonces tenía una oportunidad única, un regalo que no debería desaprovechar.

Pero lo primero que había que hacer era comprobar si realmente el aparato hacía lo que decía que hacía… o no. Bien porque fuera desde el principio una broma, porque se hubiera estropeado su mecanismo tras más de 20000 años encerrado en la Cueva de las Pinturas, o por cualquier otra causa.

Tenía que probarlo.

Y estaba aterrorizado.

En su casa de Logroño, tras desayunar, pues el manual no decía nada de que hubiera que estar en ayunas para viajar, Javier estaba delante del TaqEn situado sobre el aparador del salón, mirándolo fijamente, acopiando fuerzas para la prueba. En caso de que funcionara como se suponía que debía hacerlo, acometería el plan que había forjado estos días en sus largos paseos por la naturaleza de la isla canaria. Si no funcionaba en absoluto… trataría de olvidarse del asunto y seguramente se mudaría a Manchester. Lo que le aterraba es que funcionara a medias o defectuosamente, que le trasladara a un punto perdido del globo, o en medio del océano, o a 5000 metros de altura… o que trasladara sólo una parte del equipaje, o sea, él, y dejara el resto en su casa de Logroño.

Finalmente tomó aire y se dispuso a seguir cuidadosamente las instrucciones del manual. Mediante el geolocalizador espaciométrico tomó las coordenadas exactas de su casa, el mismo punto en que se encontraba, pues su viaje, si se producía, tendría como destino la misma habitación en que estaba ahora.

Encendió el TaqEn. ¿Necesitaría más carga? El manual decía que si no tenía carga suficiente para saltar, lo avisaría en su pantalla y no realizaría el salto. Pero, ¿y si no funcionaba? Vale, pensó, asumo que tiene carga suficiente; al fin y al cabo no ha viajado en el tiempo aún desde que cargué su batería, sólo he leído el manual… cinco o seis veces, de acuerdo, pero eso no debería consumir mucha energía… ¿no? Y además lo tuvo cargando un rato después de la lectura. Asumió que sí tenía energía suficiente y pasó al punto siguiente.

Estableció las coordenadas de destino: las mismas que las de origen.

Estableció el lapso temporal: 5 minutos al futuro. Menos de los siete y pico que es el supuesto máximo, por si acaso. Tiempo habrá de probar desplazamientos más largos. O eso esperaba.

Colocó el TaqEn en el suelo del salón, la habitación más grande de la casa, en medio de la habitación que antes había vaciado en lo posible de muebles y otros trastos. Estaba perfectamente horizontal, como pedía el manual.

Se subió encima. Miró su reloj de muñeca: las 11:32. Se agachó, tomó aire y pulsó la tecla de lanzamiento, que muy acertadamente estaba marcada con una admiración.

Vio cómo comenzaba una cuenta atrás. 10, 9, 8. Se incorporó para asegurarse de estar todo él dentro del «Espacio TaqEn». Ya se había asegurado de que no hubiera lámparas ni otros adminículos cerca. Había medido hasta dónde llegaría el «Espacio TaqEn» al menos diez veces y creía que no había problemas… si el manual decía la verdad.

La cuenta atrás prosiguió. 7, 6, 5.

Sudaba. Y el corazón le iba a mil por hora.

De pronto notó una especie de flujo magnético que le erizó el vello de los brazos. La clausura del espacio vinculado, pensó. Sea eso lo que sea. Faltan dos segundos. Si todo va bien, claro.

¿Un fogonazo? No, más sutil. Como un cambio momentáneo de luz en la habitación, un parpadeo. Su vello dejó de pronto de estar erizado. La clausura ha sido anulada. ¿Qué ha ocurrido? O mejor, ¿ha ocurrido algo?

Javier miró su reloj de pulsera: las 11:33. Apenas un minuto, lo que quiere decir que el salto no ha funcionado. El TaqEn no funciona. No supo si eso le aliviaba o le fastidiaba. Ambas cosas, en realidad.

Se bajó de encima del TaqEn y miró a su alrededor. No notó nada. Nada había cambiado. Seguía en medio del salón de su vivienda en Logroño y todo estaba exactamente como antes.

No, un momento, todo no. ¡El reloj que había sobre el aparador marcaba las 11:38! No se había dado cuenta de comprobarlo con su reloj de pulsera antes de la prueba, pero normalmente estaba en hora. Javier era un maniático de la «hora exacta» y siempre llevaba todos sus relojes perfectamente ajustados. ¿Habría fallado el reloj? ¿Y cómo es que el suyo no había adelantado?

Claro, se dijo, ¡qué estúpido! Mi reloj ha viajado conmigo y nada lo ha alterado. Ha seguido contando los segundos como si tal cosa. Sin embargo el reloj de la habitación no ha viajado, ha seguido contando los minutos tranquilamente según su propio tiempo… y ahora marca cinco minutos más que el mío. Los mismos cinco minutos de salto que había programado en el TaqEn. Por increíble que parezca, la conclusión era obvia.

El TaqEn se ha desplazado en el tiempo, cinco minutos al futuro, y él con él.

El aparato funciona.

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