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47 – REVELACIÓN

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17 de mayo, 2017

Silencio. Luz que pasa a través de las persianas. Humo. ¿Humo? Claro, al hacer la transferencia entre ambas realidades temporales, la del edificio en llamas y el tranquilo piso logroñés, unos dos metros cúbicos de aire limpio se han materializado en medio del incendio mientras otros dos metros cúbicos de polvo y humo han acompañado a Javier en su viaje de vuelta a la tranquilidad. Javier se arranca la máscara de la cara y respira profundamente. Mira la hora en el reloj del salón: la hora correcta. 13:45.

Sólo ahora que todo ha acabado se da cuenta de que su corazón está encabritado. Suelta todo lo que lleva encima, que queda en el suelo desperdigado de cualquier manera, se quita la máscara y la arroja también al suelo, e inmediatamente después se quita a tirones el traje ignífugo y toda la ropa mientras se dirige al cuarto de baño, se mete en la ducha y se queda allí no menos de quince minutos debajo del agua templada.

Cuando sale de la ducha está más tranquilo. Se seca, se pone algo de ropa y vuelve al salón donde el TaqEn está beatíficamente en el suelo, rodeado por dos bolsas con parte de su contenido esparcido alrededor, una máscara antigás y una linterna encendida. Y humo, que aunque se va disipando aún huele mucho, recordándole el escenario dantesco donde estaba hacía sólo unos minutos… o 35 años.

Una hora más tarde ha ventilado el piso, recogido los restos de su accidentado viaje y del bricolaje anterior para confeccionar proyectiles caseros de carga hueca y guardado el TaqEn en su lugar habitual en el armario. Javier se sienta por fin en la mesa del despacho con el ordenador encendido y las bolsas llenas de títulos, dispuesto a hacer inventario de lo que ha salvado del fuego del pasado. No tiene hambre, la experiencia vivida le ha encogido el estómago y no sería capaz de comer nada. De beber, sí, al menos litro y medio de agua ha bebido desde su arribada. Sigue teniendo la sensación de que hay algo mal, de algo que no encaja, un come-come que no le abandona, pero de momento no puede identificarlo.

Comienza a catalogar los bonos al portador por importe, fecha de vencimiento y tipo de interés. La tarea le lleva casi toda la tarde. Aproximadamente la mitad de los títulos son de 1000 dólares. En el resto predominan los de 5000 o 10000, pero los hay también de 500 y unos pocos de 100. Las fechas de vencimiento varían desde el mismo enero de 1983 hasta 2006, es decir, en 2017 no valían absolutamente nada, estaban ya todos amortizados, pero en el pasado sí que eran valiosísimos. Y anónimos. En cuanto a los tipos de interés, aunque los apunta también, en realidad no le importan mucho. Esta vez no le mueve el interés, ¡sino el capital!, como decía el antiguo dicho.

Cuando acabó, exhausto, hizo la suma final: 41 856 700 dólares. Silbó. ¡Casi 42 millones de dólares! Tenía solucionado su problema. Ahora sí, ahora podría efectivamente hacer realidad su plan. Con ese capital inicial en la década de 1980, más los cuatro millones largos que ya tenía allí producto de sus transacciones con los diamantes, podría llegar a finales de la década de 2010 con el capital suficiente para poner en marcha todo lo que había imaginado. Se había arriesgado mucho, pero había merecido la pena.

Incluso había batido un pequeño record, se dijo… durante unos minutos a partir de las seis de la tarde del día 1 de enero de 1983 había estado simultáneamente

tres veces, él o una copia suya anterior, en el mismo momento temporal. La primera, en Zurich, esperando para volar al día siguiente a Nueva York y tener su reunión con Barney Bolton y Marion Pollock; la segunda, en Phoenix, sentado en el coche alquilado en el exterior del banco en llamas, tomando nota de todo lo que ocurría; y la tercera, por fin, equipado con un traje ignífugo, rescatando del fuego unos bonos del Tesoro que le serían muy útiles de aquí en adelante… y no había pasado nada. No había habido nada que lo impidiera. El sacrosanto Principio de Causalidad no se había sentido ofendido.

Por todo ello estaba alegre. Alegre como no lo había estado en mucho tiempo. Ahora sí sentía el hambre. Estaba famélico, sería capaz de comerse un buey relleno de pajaritos, pensó, risueño.

Guardó los bonos al portador al lado del TaqEn y bajó a un restaurante cercano, donde cenó opíparamente. Mientras lo hacía no dejaba de pensar en su reciente aventura a través del tiempo y de las llamas… quedaría bonito como subtítulo de una peli de aventuras, se dijo, pero nunca nadie debería conocer nada de esta aventura. ¡42 millones de dólares! ¡De 1983! Eso era mucho dinero, y él lo usaría de forma apropiada. Aunque era una cantidad menor de la que se hablaba en las noticias de Phoenix de los días posteriores al incendio, seguía siendo una cantidad muy respetable, suficiente para él. Quizás las «fuentes bien informadas» que habían consultado los medios de comunicación estuvieran equivocadas a la hora de estimar cuánto dinero había en la cámara acorazada del banco, porque desde luego allí no había 60 millones en bonos del Tesoro al portador y 20 millones de dólares en efe…

Javier dio un respingo. ¡20 millones de dólares en efectivo! Claro, eso era lo que no le cuadraba, ese come-come que tenía por dentro y que no conseguía concretar. Ahora lo veía claro. Los periódicos y las televisiones habían coincidido en la cifra, explicando además que si había tanto efectivo guardado era porque los comerciantes habían ingresado el dinero obtenido en las ventas de Navidad y el banco aún no había tenido tiempo de transferirlo a la Reserva Federal. Pagaría el seguro, decían. 20 millones era la cifra que citaban todos.

Sólo que en la cámara acorazada del Phoenix Traders City Bank no había ni un solo billete de dólar. Ni uno.

No había visto ni uno solo en su revisión apresurada del interior de la cámara, y tenía necesariamente que haberlos visto. ¡Eran más de 200 kilos de billetes, por favor! Era imposible que le hubieran pasado desapercibidos. No estaban allí. Si este hecho no le llamó inmediatamente la atención era simplemente porque no le interesaban, su mente los había descartado de antemano y los ignoraría. Sólo quería bonos, no efectivo. Pero lo cierto es que allí no había ni un solo dólar. Y si los billetes no estaban donde debían… ¿dónde estaban?

Eso. ¿Dónde demonios estaban? Ahora empezaban a cuadrarle algunas cosas que no tenían fácil explicación. Ahora entendía por qué los vigilantes no vigilaban nada, por qué no estaban en su puesto y por qué no actuaron con celeridad para apagar el primer conato de llamas. Ahora entendía que el fuego hubiera comenzado en los cuadros eléctricos, donde se había producido un oportuno cortocircuito precisamente cuando menos probable era, dado que un día de fiesta por la tarde había mucho menos consumo eléctrico que en horas de oficina: no había nadie en el banco, ninguna luz estaba encendida y ningún aparato electrónico en marcha. Ahora entendía que el fuego se hubiera propagado a tal velocidad. Por mucha madera noble que hubiera, no era lógico que en tan corto espacio de tiempo las llamas lo hubieran devorado todo. Seguro que habían utilizado «acelerantes», es decir, gasolina o algo similar, para avivar el fuego. Ahora entendía por qué se había tardado tanto en avisar a los bomberos. También sabía ahora qué era lo que contenían los bidones de la cámara acorazada. No era agua, no. Probablemente era gasolina o, como mínimo, disolvente. Algo que ardiera bien y, a ser posible, que explotara al hacerlo, ayudando a propagar las llamas. El que inició el fuego quería asegurarse de que lo devoraba todo a su paso. Y lo hizo bien: del edificio no quedó piedra sobre piedra.

Javier seguía en trance. Sólo ahora se daba cuenta de que había corrido mucho más peligro del que creía haber pasado. Su traje hubiera podido resistir las primeras llamas que habían llegado ya a la cámara, pero si hubiera permanecido allí unos segundos más, las llamas habrían alcanzado el combustible… y Javier hubiera sido volatilizado en el acto por la ingente explosión. Estaba anonadado. Y profundamente indignado.

Ahora lo sabía, estaba muy claro. No había sido un incendio fortuito, ni se trataba de un desgraciado accidente, no. Se trataba de un robo, un simple y asqueroso robo normal y corriente efectuado por alguien muy bien colocado dentro del banco, alguien que tenía acceso a sitios y lugares restringidos a los que muy pocos lo tenían. Alguien que era capaz de introducir dos bidones de gasolina en una cámara acorazada con cerradura de seguridad y apertura retardada y constantemente vigilada por circuito cerrado de televisión. Un robo desde dentro, posiblemente realizado por algunos de los directores del banco, a quienes no les había importado destruir de paso el edificio completo para birlar limpiamente todo el dinero. Un desaprensivo, un auténtico hijo de Satanás. O varios.

Seguramente ese dinero no había estado nunca en la cámara acorazada. Ignoraba cómo ni por qué, pero estaba claro que nunca había estado allí o, si estuvo, alguien se lo llevó. Pero en los libros, y para todo el mundo, el dinero sí que estaba depositado en la cámara, esperando que al día siguiente fuera transportado hasta la Reserva Federal. Entonces, por desdicha, un malhadado e incontrolable incendio arrasa el banco y quema hasta el último centavo, justamente cuando los vigilantes deciden echar una canita al aire, algo completamente irregular que nunca deberían haber hecho… vaya, ¡qué mala suerte! El edificio ha ardido hasta los cimientos y se han volatilizado enseres, dinero y documentos, todo. No ha quedado ni rastro. La compañía de seguros paga las pérdidas, que a su vez compensará subiendo las primas a todo el resto de clientes, y todos tan contentos. Sobre todo, aquel o aquellos que tienen a buen recaudo un montón de dinero contante y sonante y quien sabe si otro tanto en bonos al portador…

Eso es lo único que no le acaba de cuadrar a Javier. ¿Por qué no se llevaron también el resto de bonos del Tesoro al portador, que eran casi como dinero en efectivo en la época? ¿Es que no eran válidos por alguna causa? ¿Estarían quizás marcados y por eso los dejaron allí? ¿O simplemente es que el que lo hizo no sabía de la existencia de los bonos, o tal vez no tenía acceso a la cámara y sí al efectivo…?

Javier reparó de pronto en que el magnífico entrecot que tenía a medio comer se le había quedado frío, completamente frío. Casi tanto como se había quedado él mismo.

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