Beautiful

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10. Jensen

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10

Jensen

Me desperté sobresaltado al oír un rumor a mi derecha y me incorporé sobre un codo.

Las mantas se escurrieron de mi cuerpo, deslizándose cadera abajo. Los ojos de Pippa se apartaron de mi cara, bajaron y volvieron a subir de nuevo. Se puso colorada y no me costó adivinar el motivo.

Me había quitado los pantalones cortos en algún momento después de nuestro… intercambio en la cama.

Me veía desnudo por primera vez a la luz de la mañana.

—Te has levantado —dije, con la voz todavía cargada de sueño. Cuando se despejó mi visión, observé que se había puesto unas mallas y una camiseta y que se había recogido el pelo de cualquier manera en un moño. Estaba agachada junto a la cama, atándose los cordones de un par de zapatillas de colores vivos—. ¡Y ya estás vestida!

Por primera vez en esas vacaciones, no tenía ganas de saltar de la cama. Tenía ganas de notar su calidez bajo las sábanas.

—Sí, perdona —susurró—. He intentado no despertarte.

—¿Adónde vas?

Me invadió la inquietud. ¿Iba a marcharse sin más?

Tras una leve vacilación, dijo:

—Me voy a hacer yoga con Becky.

Me incorporé del todo y la miré con los ojos entornados.

—Sabes que no tienes por qué hacerlo, ¿no?

—Lo sé —dijo, asintiendo con la cabeza—, pero quedé con ella.

Se puso a observar su zapatilla, pero yo sabía que había algo más.

—¿Y? —pregunté.

—Yyy… —dijo, alargando la palabra—. Quería tener un momento para pensar. Eres el primer hombre con el que me despierto después de Mark… en mucho tiempo.

Me senté en el borde de la cama y me cubrí con la sábana. Me incliné, me apoyé los codos sobre los muslos y la observé.

—Vale.

—Me apetecía —me aseguró en voz baja, mirándome a los ojos—. Haré algo nuevo y aprovecharé para tomarme las cosas con calma.

Alargué el brazo y cogí su mano. Estaba fría, como si se hubiera lavado las manos bajo el grifo antes de ir a ponerse las zapatillas.

Se mordisqueó el labio inferior mientras sus ojos escudriñaban mi rostro.

—En una escala de perezoso a Woody Allen, ¿cómo andas de nervios?

Entre risas, dije:

—Me encuentro en un punto intermedio entre un perezoso y un viejo perro gandul.

—¡Ah! —exclamó, sorprendida—. Vale. Puedo soportarlo.

Noté una tensión en el pecho.

—Mira, hagamos un trato.

Se puso de rodillas y se acercó un poco más.

—De acuerdo.

—Pasémoslo bien —dije, mirando fijamente nuestras manos. Las suyas resaltaban, pálidas y lisas, contra mi piel bronceada. Los tendones y venas surcaban el dorso de su mano; era muy fuerte—. Nos queda una semana y media para estar juntos —dije—. Tú vives en Londres y yo estoy en Boston. Hasta el momento, este viaje ha sido…

—Demencial —dijo, sonriéndome—. Bueno. Diferente.

—Todo eso —convine, asintiendo con la cabeza—. Así que hagamos un trato: somos socios en esto. Quiero que tus vacaciones sean perfectas.

—Yo también quiero que las tuyas sean perfectas.

Se inclinó y me dio un beso en la cara interna de la muñeca.

—Y si decides que quieres viajar como soltera… —empecé.

—Te lo diré —dijo, acabando la frase por mí—. Igualmente —se apresuró a añadir, y apoyó mi mano en su mejilla—. Me gusta el plan.

—Entonces ¿seguro que no prefieres volver a la cama? —pregunté, atrayéndola hacia mí hasta situarla entre mis piernas.

Sin embargo, ella se resistió, aunque se tomó unos segundos para mirarme el pecho, el estómago y las caderas.

—Debería… ir a hacer yoga.

Exhalé despacio.

—De acuerdo. ¿Dónde habéis quedado?

—Hemos decidido saltarnos lo del vapor y practicar en el jardín trasero.

—¿Has hecho yoga alguna vez?

Negó con la cabeza.

—Nunca en mi vida. Pero consiste en inclinarse y levantar las piernas en el aire. No puede ser muy difícil.

Me eché a reír.

—Por lo menos, Becky lo intenta —dijo ella en voz baja, poniéndose seria—. Y responder es más fácil para mí, tu esposa, que para ti.

—¿Me estás protegiendo? —pregunté, sonriéndole.

—Puede.

Solté una suave carcajada.

—¿Quién habría imaginado que eras una sabia conciliadora?

Se estiró para darme un beso en la barbilla.

—Nos vemos en el desayuno.

Me puse los vaqueros y un jersey y bajé a buscar una taza de café de la jarra que descansaba en una mesita, junto a la recepción. Acto seguido, salí al porche trasero. Una espesa capa de niebla flotaba sobre la hierba. Hacía mucho frío, pero el paisaje era precioso. Toda una gama de verdes estallaba detrás de las densas nubes, en la hierba, los árboles y las lejanas colinas. Nada más bajar los anchos peldaños posteriores, un poco a la izquierda del edificio, sobre un césped liso y suave, Becky y Pippa se estiraban en unas esterillas que debía de haber traído Becky para utilizarlas con Cam.

Di un sorbito de café y me puse a observarlas.

La buena forma física de Pippa tenía que deberse a la genética y a su constante energía y movimiento más que a una inclinación natural hacia el deporte. Incluso mientras se estiraba, parecía inquieta y poco segura de sí, sin dejar de hablar y moverse.

La puerta de tela metálica rechinó a mis espaldas y Ziggy vino a sentarse en el escalón junto a mí, rodeando con las manos una taza humeante.

—¿Qué puñetas está haciendo? —preguntó, con la voz aún áspera.

—Yoga.

—¿Eso es yoga?

—Al menos, es la versión de Pippa.

—Vaya. ¿Y con Becky? Tendría que haberla mandado a tomar por culo.

Asentí con la cabeza, sonriendo detrás de mi taza.

—Al parecer, es de las que cumplen su palabra.

Becky se enderezó y le indicó a Pippa algo que no pude oír. A continuación, Pippa se inclinó hasta tocarse las puntas de los pies y levantó rígidamente una de las piernas hacia atrás. Era muchísimo menos flexible que Becky.

Estaba ridícula.

Era espectacular.

Ziggs soltó un bufido.

—Esta Pippa es la hostia. Se parece a la pequeña Annabel haciendo yoga.

Becky repitió lo que Pippa había hecho y luego pasó a exhibir una versión complicada de la postura del perro boca abajo que estuvo a punto de mandar a Pippa de cabeza al suelo.

—Creo que Becky se está pasando mucho con ella —dije, sacudiendo la cabeza cuando Pippa se derrumbó sobre la esterilla riéndose tontamente.

—¿En qué sentido?

—Pippa dijo que practicaba realmente ese imaginario yoga con vapor al estilo británico.

Mi hermana entornó los ojos, observándolas con más seriedad, y comentó:

—Lo raro es que ni siquiera me preocupa la posibilidad de que Pippa no sea capaz de cuidarse.

—Becky no es exactamente una depredadora —comenté con sequedad—, y no están luchando con espadas. ¡Solo es yoga, por el amor de Dios!

—No —dijo ella, riéndose—. Me refiero a que, después de esa historia tan complicada que habéis montado, ahora viene un simulacro de yoga. Sin embargo, es como si… Pippa estuviera dispuesta a todo. Me gusta ese aspecto de ella.

Tumbadas ahora boca arriba, levantaron las piernas y las dejaron caer hacia atrás para formar la postura de halasana. Lo sabía porque había asistido a unas pocas clases de yoga.

Oí exclamar a Pippa:

—¡Uff!

Soltó una carcajada y se le subió la camiseta, dejando a la vista la mayor parte del estómago y la espalda.

—Tiene un cuerpo bonito —murmuró Ziggy.

—Es verdad.

Noté que mi hermana se volvía a mirarme.

—¿Habéis…?

—No del todo.

—Pero ¿casi? —insistió, esperanzada.

La miré a los ojos.

—No pienso comentarlo contigo.

Ella acogió mi réplica con una leve sonrisa.

—Me gusta.

El desasosiego se instaló en mis tripas. A mí también me gustaba Pippa. El problema era la imposibilidad del asunto.

Aparté de mi mente ese pensamiento y volví a centrar mi atención en el césped, donde mi falsa mujer y mi exmujer continuaban haciendo yoga juntas. Pippa, que se había levantado, alzó una pierna, dobló la rodilla y se cogió el pie con una mano mientras estiraba el otro brazo hacia delante, en una postura que, si no recuerdo mal, se llamaba natarajasana. Pippa cayó de bruces y acabó aterrizando en una torpe voltereta a medias. Se tumbó de espaldas y se llevó las manos al vientre, riéndose. Becky se enderezó y miró a Pippa con una sonrisa divertida.

Resultaba más que evidente que se había descubierto el pastel: Pippa no era ninguna yogui.

—Hanna y yo lanzaremos las bolas rojas —me explicó Pippa un par de horas después—. Will y tú lanzaréis las azules. —Soltó una risita tonta y alzó una bolita amarilla; yo respondí con un suspiro paciente, aunque divertido—. Este es el bochín. —Lo puso sobre mi palma abierta y dijo—: Arrójalo más allá de la línea central, pero sin sobrepasar la línea de un metro. —Señaló la quinta línea blanca pintada en la hierba—. Esa de allí.

Estábamos jugando a las bochas, nada menos, en el ondulado césped situado junto al hostal. Después del yoga, Pippa se había reunido con los demás para disfrutar de un brunch acompañado de mimosas. Becky y Cam se nos habían añadido en el último momento.

Tuve la sensación de que durante la noche se había solidificado la tensión y, aunque mi decisión de evitar los dramas era firme, Becky parecía no saber adónde mirar y acabó comiéndose los huevos de mala gana, sin decir nada, durante la mayor parte de la comida.

El problema no era que la conversación resultase forzada; era que carecíamos totalmente de puntos en común, de temas de conversación con los que seguir cuando se acababa la charla trivial y educada. Tampoco ayudaba mucho mi absoluta falta de interés por saber lo que había hecho ella en los últimos seis años.

Yo observaba a Becky con disimulo, mirándola de vez en cuando. ¿De verdad había sido siempre tan callada, tan gris? Traté de descubrir si solo producía esa impresión porque la situación resultaba incómoda y estaba claro que ella era la mala de la película en muchos aspectos, así que se andaba con pies de plomo… Sin embargo, en realidad, aparte del extraño llanto del día anterior, me daba la sensación de que Becky era la de siempre.

Ahora disponíamos de dos horas antes de salir a visitar unos viñedos en grupo y, en lugar de subir a la habitación para tomar una placentera ducha, como yo había sugerido, Pippa y Ziggy nos habían desafiado a Will y a mí a un partido de bochas.

Cogí la bolita y me aproximé a la cancha.

—Sí, señora.

—Pero no la cagues —se apresuró a añadir.

A mi lado, mi hermana soltó una risita.

—Esto es muy importante —añadió Pippa en voz alta cuando alargué el brazo para lanzar—. Hombres contra mujeres; no querrás hacer mal papel.

Me detuve, me volví y la miré por encima del hombro.

—No creo haber hecho mal papel hasta el momento.

Ziggy emitió un sonido de protesta, pero Pippa me sonrió.

—Sí, pero, como quizá recuerdes, la que estaba en condiciones de jugar con las bolas era yo. Así que…

Mi hermana dio un grito y se marchó a toda prisa. En ese preciso momento, una mano gigantesca tapó la boca de Pippa. Will le pasó un brazo por la cintura y la alzó en vilo para alejarla de allí.

—Yo me ocupo de esta —dijo, con una carcajada—. Vamos, Jens, ya puedes lanzar.

Me volví otra vez hacia la cancha de bochas y tiré la bola cuidadosamente sobre la hierba. Rodó a solo unos centímetros de la línea de un metro. Un lanzamiento limpio.

Pippa pateó y se agitó hasta liberarse de los brazos de Will. A continuación, fue a coger la primera bola roja.

—Y ahora las damas os enseñaremos cómo se hace de verdad.

—Se parece mucho al shuffleboard, ¿no? —pregunté, pillándole el tranquillo al juego—. Aunque en este caso hay que acercarse lo más posible al bochín.

—Exacto —contestó Ziggy—. La diferencia es que a las bochas juegan los hipsters en bodegas, mientras que al shuffleboard juegan los ancianos en cruceros.

—No solo los ancianos —protestó Pippa, inclinándose para tirar—. Hay una fantástica mesa de shuffleboard en uno de mis pubs favoritos.

—Fascinante —le susurré al oído.

Pippa se volvió sobresaltada y fingió mirarme mal.

—Vete.

—Háblame de esa mesa de shuffleboard en un pub —murmuré, esforzándome por distraerla.

Se volvió y me miró. A tan poca distancia, el azul de sus ojos era impactante. Me dio un vuelco el corazón y, cuando se recuperó, se me puso a mil por hora.

Qué rollo tan extraño.

—Se te da fatal distraer a la gente —dijo.

—¿En serio?

Dio otro paso adelante y fue a lanzar la bola dibujando una parábola. En ese preciso instante, dije en voz baja:

—Aún siento tu calor por toda la polla.

La bola salió disparada y aterrizó fuera de los límites. Ella se giró bruscamente y me dio un puñetazo.

—¡No es justo!

Atrapé su mano y empecé a forcejear. Apoyé la frente en su espalda y le sujeté los brazos con suavidad.

—He sido muy malo, ¿a que sí?

Will cogió una bola azul y se puso a hacerla saltar ligeramente sobre su mano mientras se adelantaba para tirar.

—Chicos, sois un encanto.

Lo dijo con aire ausente, pero pude ver que Pippa acusaba el efecto de esas palabras. Me miró por encima del hombro, preocupada, y se apresuró a salir de entre mis brazos.

Dándome espacio instintivamente.

Qué inoportuno. Pippa se volvió de nuevo hacia mí, miró por encima de mi hombro, en dirección al hostal, y se desinfló ligeramente.

—Becky.

—¿Qué?

Ladeó la barbilla para señalar algún punto a mis espaldas y repitió:

—Becky. Viene hacia aquí.

Me di la vuelta con una sonrisa.

—¡Hola, Becks!

Becky se sobresaltó.

—Hacía una eternidad que no me llamabas así.

—Es que hacía una eternidad que no te veía.

Mi frase debió de afectarla, porque hizo una mueca.

—Venía a ver si queríais salir un poco antes. Ha llegado el monovolumen.

—No me he duchado —dijo Pippa—, aunque puedo ir deprisa.

—Vale —dijo Becky, sin dejar de observarme—. Claro.

Pippa retrocedió, mirándonos, y echó a andar hacia el hostal.

—¿Tienes que ducharte? —preguntó, repasándome de pies a cabeza hasta clavarme la mirada en la barba incipiente de la mandíbula.

—Sí, supongo. Creo que subiré con ella.

—¿Podríamos hablar un momento antes?

Miré detrás de Becky y vi que Pippa había desaparecido ya en el interior del edificio.

—Becky —dije en tono afectuoso, notando la presencia de Will y de mi hermana, que, a pocos metros de distancia, fingían no escuchar—, ahora no es buen momento.

—¿De qué quería hablar? —preguntó Pippa, abrochándose la blusa.

«Adiós, pechos perfectos».

—¿Jensen?

Parpadeando, alcé la mirada hasta su cara.

—¿Mmm?

—Te preguntaba de qué quería hablar Becky —dijo, riéndose de mí.

—¡Ah! —Me encogí de hombros y me froté el pelo mojado con una toalla. Muy a mi pesar, nos habíamos duchado por separado—. Ni idea. Puede que fuese de la casa de nuestros sueños, esa que va a vendernos Cam.

Pippa soltó un gruñido escéptico mientras se ponía un par de pantalones negros muy ajustados y meneaba las caderas para subírselos. La blusa era prácticamente transparente.

—Beacon Hill debe de ser muy elegante. Lo digo por la ilusión que parece hacerle conseguir esta falsa comisión.

—¿Es eso lo que te vas a poner? —pregunté, levantando la barbilla.

Ella se miró.

—Pues sí. Y unos zapatos. ¿Por qué?

«Porque te veo los pechos».

—Por nada.

Se pasó las manos por el estómago, observándome con indecisión. De pronto, apretó la mandíbula.

—Si crees que puedes opinar sobre lo que me pongo, es que no entiendes cómo funciona esto.

Me puse de pie con una carcajada.

—No, si me gusta. Te veo el sujetador.

—¿Y? —preguntó, ladeando la cabeza.

—Y me hace pensar en tus tetas.

Pippa se agachó y se puso las botas.

—Eres mucho menos maduro de lo que yo creía.

Fuimos los últimos en incorporarnos al grupo junto al monovolumen. Subimos a la primera fila de asientos y nos hicimos un lío con los cinturones de seguridad. No sé muy bien cómo nos las arreglamos: Pippa acabó con una tira alrededor del cuello y a punto estuvo de perder uno de los botones de la blusa. La hebilla se me enganchó en el bolsillo.

Mientras me esforzaba por deshacer el enredo, me miró pasmada.

—Viendo esto, no creo que me atreva nunca a dejar que me ates.

Un silencio acogió sus palabras. Le retiré el cinturón del cuello y miré a los demás pasajeros.

—No estamos solos, ¿verdad? —susurró teatralmente.

—Hay más gente —confirmé—. Te observan con curiosidad.

—Y cierta consternación —añadió Niall, secamente.

Pippa alzó la vista y le dedicó una sonrisa encantadora al chófer, que la miraba por el espejo retrovisor.

—Y estoy sobria. Ha tenido suerte.

Will se volvió desde el asiento del copiloto.

—¿Vais a dar mucho la lata hoy?

—Seguramente —reconocí—. ¿Te duele mucho la cabeza?

Se rio mientras se volvía de nuevo hacia delante.

—Cada vez menos.

—¿Hasta qué hora estuvisteis por ahí? —preguntó Becky desde el fondo del todo.

—Más o menos hasta las doce, ¿no? —conjeturó Ruby.

Cam se inclinó hacia delante en su asiento.

—¿Adónde fuisteis?

—Estuvimos en la enoteca del hostal —le contestó Niall.

Un denso silencio invadió el monovolumen durante unos segundos.

—No os vimos marcharos —dijo Becky.

Pippa se puso tensa. Le apoyé una mano en el muslo para que no se sintiera obligada a responder.

—El karaoke era muy ruidoso —dijo Ziggy, y percibí la sonrisa en su voz—. Y la cerveza me da sueño.

Ellen saltó:

—Encontramos una exposición de bordados en la misma carretera. Tienen piezas increíbles. Lo digo por si a alguien le apetece ir con nosotros después.

Siguió un desagradable silencio. Miré a Pippa y vi el esfuerzo que le estaba costando no aceptar la invitación, a sabiendas de que su propio sentido de la obligación la empujaba a hacerlo. Le apreté el muslo con más fuerza. Me miró a los ojos y sonrió débilmente.

—Suena muy bien —dijo Niall, diplomáticamente—, pero hemos reservado para comer bastante tarde.

—Tengo otro mensaje de Bennett —anunció Will, y luego explicó en pocas palabras la situación al resto del grupo antes de leer en voz alta—: «Esta mañana Chloe ha planchado mi camisa. Ya venía planchada de la tintorería, pero ha dicho que no se habían lucido mucho. ¿Has leído eso? Ha planchado. Mi camisa».

—No parece tan malo —dijo Pippa—. Raro, pero no absurdo.

—Tendrías que haber conocido a la antigua Chloe —explicó Will—. La antigua Chloe habría quemado la camisa de Bennett antes de planchársela.

El móvil me vibró en el bolsillo. Había desactivado las notificaciones de correo electrónico y no me imaginaba quién podía llamarme o mandarme un mensaje de texto. Saqué el móvil y vi un mensaje de mi hermana.

«Esto es una mierda. Quiero oír los mensajes de Bennett en nuestro monovolumen, no con toda esta gente. Quiero recuperar nuestro grupito».

Tecleé rápidamente una respuesta. «¿Y si los viajes organizados no son lo nuestro?».

«¿Qué le pasa a la mamarracha de Becky?».

«No lo sé», respondí.

«Ni me importa», pensé, aunque no lo añadí.

Y, por supuesto, Becky volvió a abordarme en la excursión para hablar conmigo.

Solté la mano de Pippa y, después de que mi simulacro de esposa me diera su aprobación con un leve gesto de la cabeza, me aparté hacia un lado, entre las sombras de las barricas de roble.

—Me alegro de verte —empezó Becky.

Asentí con la cabeza, pero no dije lo mismo.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Pippa me gusta mucho.

Se me hizo un nudo en el estómago. A mí también me gustaba Pippa.

—Cam parece… genial. Enhorabuena.

—Gracias.

—Gracias a ti por sacar a Pippa a hacer yoga esta mañana —dije con una sonrisa—. Tiene un sentido de la aventura muy divertido.

—No sabía que era su primera vez.

—Estoy seguro de que lo ha practicado mucho, aunque en su imaginación.

Ambos nos reímos cortés e incómodamente. Becky miró hacia un lado e inspiró hondo. Y antes de que pudiese hablar, antes de que saliera ningún sonido de su boca, yo ya quería dejar esa conversación.

—Mira —dije—, no creo que debamos hacer esto.

—¿No crees que… debamos hablar? —preguntó.

Su rostro me resultaba muy familiar, a pesar de los seis años transcurridos. Grandes ojos castaños, cabello castaño oscuro. La gente describía siempre a Becky como «mona» porque era menuda y vivaracha, y porque, salvo en ese viaje, siempre tenía una sonrisa en los labios. Pero era más que mona; era preciosa. Simplemente, no estaba hecha de algo muy sólido por dentro.

—¿Ahora mismo? No —contesté con franqueza—. Llevaba años sin salir de vacaciones.

Tras apretarle el hombro con suavidad, volví con el grupo y deslicé mi brazo en torno a la espalda de Pippa. Mi hermana me miró a los ojos y luego observó a Becky, que regresaba junto a Cam con expresión derrotada. Sacudiendo la cabeza, intenté comunicarle que todo iba bien, pero Ziggs parecía decidida.

Tras hacer un gesto con la cabeza, se apartó del grupo y volvió hacia el vestíbulo de las bodegas. Nos alcanzó unos diez minutos más tarde, con una cesta de pícnic colgada del brazo y una sonrisa triunfal en los labios.

—Huyamos.

Deberíamos haber sabido que llovería.

—Nunca confíes en un cielo azul en octubre —dijo Ziggy, renunciando a tratar de envolver de nuevo su bocadillo empapado y dejándolo caer en la cesta que nos habían prestado las bodegas.

Estábamos sentados bajo un inmenso roble que nos resguardaba de la lluvia, pero de vez en cuando, de forma inesperada, caía un chorro de alguna de las ramas.

—¿Qué norma es esa? —preguntó Will, dándole unos tiernos golpecitos en la barbilla. Le caía el agua por la cara hasta gotear desde la punta de la nariz, pero no parecía importarle—. Nunca la había oído.

—Se me acaba de ocurrir ahora.

—Hace un calorcillo raro —dijo Pippa, volviendo el rostro hacia el cielo. Ante la expresión de protesta de todo el mundo, añadió—: Pues es verdad. En Londres, cuando llueve, hace tanto frío que no te sientes simplemente mojado, sino calado hasta los huesos.

—Es cierto —convino Ruby—. Al ser de San Diego, pensé que me encantaría la lluvia, pero ya no la soporto.

A pesar de ello, a ninguno parecía importarnos demasiado la lluvia; desde luego, no lo suficiente como para abandonar el prado que se extendía junto a las bodegas, enmarcado por los colores del otoño y por los árboles cargados con las últimas manzanas de la temporada.

—Solo he vivido en Londres y Bristol —dijo Pippa—. Echaría de menos a mis madres, pero no creo que echase mucho de menos Londres. Puede que necesite una aventura. Myanmar. O Singapur.

—Vente aquí —dijo mi hermana mientras se tumbaba sobre las rodillas de Will, que le envolvió los hombros con los brazos.

—Ahora mismo eso suena espectacular. De acuerdo, seguramente será por mi actual estado de ánimo: un exinfiel en Londres, un empleo deprimente, que siempre nos entren ganas de mudarnos a cualquier sitio en el que estemos de vacaciones, etcétera. De todos modos, creo que me gustaría pasar una temporada en Estados Unidos.

Ziggy se incorporó sobre un codo, seria de pronto:

—Vale, ¿y por qué no lo haces? ¡Hazlo!

—No es tan fácil —intervino Niall—. Hay que conseguir un empleo, un visado…

—Bueno —dijo Ziggs, enjugándose unas cuantas gotas de agua de la cara—, si te interesa, tengo muchos contactos en el mundo de la ingeniería.

Continuó hablando de contrataciones internacionales y de algunos conocidos que tenía en el sector, pero desconecté y me puse a observar a Pippa. Componía una mezcla sorprendente de dulzura y descaro, de concentración y ligereza. Casi me parecía ver a la niña que se enfrentaba en su interior con la mujer responsable para decidir quién se llevaría el gato al agua.

—No lo sé —dijo Pippa en voz baja—. Tengo mucho en que pensar.

La lluvia arreciaba, empezando a caer con más fuerza desde las hojas. De pronto, dejamos de sentirnos resguardados. Pronto nos rodearía el agua.

—Chicos —dijo mi hermana mientras nos levantábamos y recogíamos nuestra basura—, sé que ya saqué el tema anoche, pero creo que tenemos que poner fin a este viaje. Nos quedan dos días más en la zona, y tengo la sensación de que…

—¿De que somos más felices en nuestra burbuja? —dijo Niall, acabando la frase por ella.

Todos me miraron, casi al unísono. No quería ser el motivo por el que abandonáramos Connecticut antes de lo previsto, pero al final parecía que no era el único con ganas de escapar. Así que acabé cediendo:

—Vale, muy bien. Tenéis razón.

—Más vino —dijo Pippa—, menos extraños.

Me miró y añadió entre risas:

—Bueno, aparte de mí.

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