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11. Pippa

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Pippa

Una vez que acordamos poner fin al viaje en Connecticut, sentí que me quitaban un peso de encima. La idea era buena; la realidad, no tanto. A cambio, nos subiríamos al monovolumen y viajaríamos hasta Vermont antes de lo previsto para pasar una semana larga de tranquilidad en la cabaña. Como decía Niall: de nuevo en nuestra burbuja.

Todo sonaba muy fácil. Relajado, ¿no?

Sin embargo, nos quedaba una noche más en el hostal, y las otras dos parejas tenían previsto encerrarse en sus respectivas habitaciones con comida a domicilio y… bueno, ya me entendéis.

Jensen y yo podíamos salir a cenar y arriesgarnos a encontrarnos con Becky y Cam en aquella población tan pequeña… o simplemente quedarnos en el hostal.

No lo hablamos. No teníamos ningún plan. Solo… caminamos hacia allí, entramos, dejamos nuestras cosas sobre la cama y nos miramos.

—Bueno —dijo.

—Bueno.

Tras inclinarse a explorar el minibar, sacó una botella de medio de chardonnay y la levantó con un interrogante en la mirada.

—¿Aún no te has hartado del vino? —pregunté, con una carcajada.

—No creo que me harte nunca del vino —dijo, alargando el brazo hacia el sacacorchos.

No hubo necesidad de charla nerviosa mientras abría la botella. Era un hombre acostumbrado a ser observado en el centro de la habitación, a que la sala permaneciera en silencio cuando él hablaba, a que lo llevaran allí con la finalidad de que otros oyeran lo que tenía que decir e hicieran lo que hacía él. Observé cómo flexionaba el antebrazo al girar el sacacorchos. El corcho salió del cuello de la botella con un suave chirrido.

—¿En qué estás pensando ahora mismo, mientras me miras? —preguntó, alzando la vista solo cuando el corcho estuvo libre y capturado en la ancha palma de su mano.

—Solo… miraba.

Asintió con la cabeza, como si le bastase esa respuesta. Sonreí levemente, porque era justo el tipo de respuesta que solía darme Mark, y yo siempre insistía para que me dijese algo más.

Me pregunté si la relación que teníamos se le haría rara a Jensen, anclada como estaba en la nada más absoluta. De ese rollo no saldría ninguna asociación empresarial; tampoco una asociación romántica. Como era un hombre acostumbrado a centrar sus esfuerzos en actividades que mereciesen su tiempo, me pregunté si tendría que preparar algún proyecto sobre eficiencia o si yo era como un texto escrito en una pizarra blanca con las instrucciones «Pendiente hasta el 28 de octubre».

Me resultaba verdaderamente fascinante.

Se me acercó despacio y me tendió una copa medio llena de vino. Sin embargo, antes de que pudiera llevármela a los labios, se me acercó y apoyó su boca cerrada sobre la mía. Presionando, abriendo, saboreándome.

En algún momento de los dos últimos días, se habían girado las tornas. Jensen parecía menos desconcertado, menos sorprendido ante mí y más seguro de sí mismo, como si ahora persiguiese algo familiar y estuviera dispuesto a restablecer el control.

Se apartó, indicó con un gesto la copa que tenía en la mano y me dejó dar un sorbo antes de regresar inmediatamente para lamer el vino de mis labios.

—Me gusta cómo se mueven tus labios —dijo en voz baja, muy cerca, con los ojos aún concentrados en mi boca—. Siempre que hablas, es imposible no mirarlos.

—Es por el acento.

Lo había oído antes. A los hombres estadounidenses les gustaba ver hablar a las mujeres británicas; no era un misterio: hacemos morritos con las palabras, coqueteamos con ellas.

Sin embargo, Jensen negó con la cabeza.

—Son tan rosados… —dijo—. Y carnosos. —Se inclinó para besarme de nuevo y luego se apartó, trasladando su mirada hasta mis ojos y más arriba, hasta mi pelo—. Me dijiste que te tiñes el pelo a menudo, ¿no?

Atrapó un mechón entre sus dedos, que deslizó hasta la punta.

—A veces.

—Me gusta así —comentó, contemplando cómo sus propios dedos repetían la acción—. Ni rojo, ni rubio.

Sospeché que el motivo por el que le gustaba así era el mismo por el que no me agradaba a mí: era un pelo bastante discreto y disciplinado. Era largo y con unas ondas muy clásicas. Vagamente rubio, vagamente rojo, quizá incluso vagamente castaño… Reacio a comprometerse. Yo quería un pelo que hiciera una declaración: HOY, SERÉ DE COLOR ROSA.

—El color natural de tu pelo te resalta el azul de los ojos —continuó diciendo, y mi mente pisó el freno—. Los labios se te ven más rosados. Te da un aspecto demasiado perfecto para ser real.

«Vaya».

Nadie me había dicho eso jamás, y de pronto el rosa me pareció un color tremendamente inoportuno para un pelo.

—¡Menudo cumplido! —dije, sonriendo de oreja a oreja.

Sus ojos esbozaron una sonrisa, pero su boca permaneció igual, con los labios levemente separados, como si me saborease en el aire. Alzó su copa, la apuró de un trago largo y la dejó sobre el escritorio, a su espalda. Acto seguido, se volvió de nuevo hacia mí. Estaba claro que esperaba que yo hiciera lo mismo.

Así que me puse a dar lentos sorbitos.

—Pippa —dijo, riéndose.

Me dio un beso en el cuello.

—¿Sí?

—Acábate el vino.

—¿Por qué?

Cogió mi mano y la apoyó sobre la parte anterior de sus pantalones para que pudiera notar el porqué.

—Llevo todo el día mirándote, con esos pantalones ceñidos y esa blusa casi transparente.

—Supongo que estarás acostumbrado a ver mujeres con gruesos jerséis de cuello alto y elegantes faldas de lana hasta la rodilla.

Se echó a reír.

—Ven aquí.

La sonrisa desapareció de mi cara al comprender lo que estábamos a punto de hacer. Él se percató.

—No tenemos por qué hacerlo —susurró—. Todo ha ido muy deprisa, ya lo sé.

—Pero… quiero hacerlo.

Jensen me quitó el vaso de la mano, lo dejó caer de cualquier manera encima del escritorio y me levantó en vilo. Mis piernas rodearon su cintura. Al cabo de un instante estaba encima de mí, moviendo su cuerpo sobre el mío.

Se frotó contra mí impaciente, buscando un ritmo. Su boca cubrió la mía, sus labios succionaron mis labios, su lengua se deslizó en el interior. Con un gemido, subió mi pierna hasta su cintura.

—Llevo horas empalmado.

Dios, podía correrme así.

La noche anterior lo había hecho.

Su miembro justo ahí, entre mis piernas, tan bien, desplazándose más duro, más rápido; su aliento caliente en mi cuello, sus suaves gemidos desatados ahora, como si fuera un jersey, yo hubiera tirado de un hilo suelto y ahora se estuviera deshaciendo poco a poco.

—No quiero correrme así —logré articular, bajo su cuerpo—. Quiero…

Cuando me quitó la blusa, se oyó un ruido. Tendría que comprobar más tarde si la prenda se había desgarrado o si se trataba solo de una puntada descosida. Me arrancó de un tirón los pantalones y las bragas. Se despojó de la camisa alargando el brazo hacia atrás, agarrando un puñado de algodón y tirando de él hacia delante hasta meterse el pelo en los ojos.

Unas manos febriles le bajaron los pantalones. Revolvió en la maleta buscando un preservativo, y el sonido del papel de aluminio al desgarrarse pareció invadir la habitación.

El húmedo deslizamiento del condón, la sensación de él colocándome encima, sujetándose la polla para que yo la acogiera en mi interior…

Cuando lo hice, nos quedamos en silencio, oyendo nuestra respiración entrecortada. Fue un momento de conciencia plena. Jensen contemplaba mi rostro. Me sentía totalmente desnuda encima de él, como no me había sentido jamás en ninguno de mis rápidos y torpes encuentros empapados en alcohol o de mis polvos apresurados bajo las sábanas. Mi vida sexual hasta ese momento parecía muy… obvia en comparación con aquello, y, aunque Mark le llevase a Jensen bastantes años, jamás lo vi tan seguro, tan maduro, tan… experimentado.

Sus manos agarraron mis caderas para ayudarme a encontrar el ritmo. La situación me abrumaba tanto que era incapaz de concentrarme, de hallar el espacio vacío que necesitaba para soltarme. Sin embargo, él pareció darse cuenta. Se sentó debajo de mi cuerpo y rompió por fin con ese hábito suyo de guardar silencio para decirme lo que sentía, para hablarme del calor que notaba. Su mano se interpuso entre nosotros y me tocó por primera vez así, apremiante y paciente al tiempo. Me entraron ganas de disculparme en un tonto arrebato; me sentía estúpida: mi cuerpo estaba tan trastornado por aquella realidad que no podía centrarme en el placer, pero a él ni siquiera pareció importarle.

Fue excitándome muy poco a poco. Me besó, me tocó y me elogió hasta que algo hizo clic en mi interior, hasta que alguna vía se deslizó en su lugar. Mi deseo cohibido y anonadado se convirtió en placer concentrado. Y ese placer, que lo arrasó todo, era tan bueno que casi me aletargaba. El orgasmo me invadió antes de oír mis propios gritos. Le estaba clavando las uñas en la espalda, frenética, con el cuello arqueado y la cara alzada hacia el techo.

Se puso encima de mí, miró el punto en el que se unían nuestros cuerpos y volvió a deslizarse en mi interior. Sus ojos me recorrieron hasta llegar a mi rostro, y solo cuando me estuvo mirando empezó a moverse otra vez.

—¿Estás bien? —susurró.

Asentí con la cabeza, pero lo cierto era que no estaba bien. En absoluto. Estaba perdiendo poco a poco mi puñetera cabeza.

Aquello no era lo que yo entendía por un rollo. Jensen no era superficial, olvidable. No era poco serio ni displicente. Era atento, era considerado y, me cago en la puta, parecía más interesado en pasar tiempo conmigo que en dormir, comer e incluso liquidar la historia con Becky. Casi daba la sensación de que era eso lo que quería.

Pero solo temporalmente.

Para asimilar su cuerpo con las manos, pasé mis palmas por la definición de su espalda, la firme curva de su trasero y el musculoso desplazamiento de sus caderas.

Ascendí por su vientre. Por su pecho.

Mis brazos subieron para enroscarse en torno a su cuello e instar a su cuerpo a volver al mío.

Sonrió, y sus labios buscaron los míos para darme un beso breve y lleno de ternura. Apretó el rostro contra mi cuello y cedió a la necesidad que tenía su cuerpo de follar de verdad.

La piel resbaladiza de su pecho se deslizaba sobre la mía arriba y abajo, arriba y abajo. Notaba en mi cuello su aliento cálido y entrecortado.

Aceleró el ritmo, exhalando un fuerte gruñido. Bajó la mano por mi costado para levantarme más la pierna, para entrar más hondo, para moverse mejor en mi interior. Solo fui capaz de observar cómo pasaba de disfrutar con aquello a vivirlo como una necesidad vital. Noté que su cuerpo llegaba a un punto de no retorno y que empezaba a gruñir con cada respiración. Finalmente se tensó bajo mis manos, emitiendo un largo y áspero gemido.

El sonido resonó en mi oído y pareció instalarse tiernamente a nuestro alrededor.

Sexo.

Habíamos practicado sexo.

Buen sexo. Y no solo bueno, sino también… real.

Y no se apartó de mí, no se retiró inmediatamente.

Su boca ascendió por mi cuello dejando un reguero de besitos cálidos. Al llegar a mis labios, nos besamos con la boca abierta para recuperar el aliento, sin palabras.

No sé qué habría podido hacer con un hombre como Jensen en mi vida cotidiana.

¿Habría podido siquiera dejarlo entrar, o habría seguido centrada en hablar, beber, contar chistes y vivir inmersa en el caos? ¿Me habría mirado siquiera, con mi pelo multicolor, mi dinámico tatuaje de un pájaro y mis faldas chillonas?

«No —pensé—. En ninguna otra circunstancia miraría dos veces un hombre como Jensen a una mujer como yo. Y aunque lo hubiera hecho, yo no habría tenido ni la más mínima idea de qué hacer con su atención».

Me incorporé al despertar de repente.

La habitación estaba a oscuras y supuse que seguía siendo de noche, aunque no tenía verdadera percepción de la hora; en algún momento, Jensen debía de haberse levantado para cerrar todas las cortinas y construir una fortaleza oscura y cálida.

Esperaba haber permanecido acurrucada de lado con finura, respirando por la nariz como una dama. Por desgracia, no era la durmiente más delicada del mundo.

Lo cierto es que seguramente desperté a Jensen con mi sobresalto, porque se incorporó junto a mí y me frotó la espalda con una mano cálida.

—¿Estás bien? —preguntó.

Asentí, secándome la cara.

—He tenido un sueño raro.

Posó los labios sobre mi hombro desnudo.

—¿Una pesadilla?

—No exactamente. —Volví a tumbarme y tiré de él para que se acostara junto a mí; luego me acurruqué de lado para situarme frente a él—. Es algo que sueño muy a menudo. Al principio, salgo de mi piso. Llevo un vestido nuevo y elegante, y me siento estupenda. Sin embargo, a medida que transcurre el día, me doy cuenta de que la falda es más corta de lo que yo creía y me pongo a tirar de ella, nerviosa, preguntándome si es apropiada para el trabajo. Al final estoy en una reunión importante, o entro en una clase nueva, o… Bueno, ya me entiendes.

—Sí.

—Y veo que lo que yo creía un vestido es en realidad una simple blusa y que voy desnuda de la cintura para abajo.

Jensen se echó a reír y se inclinó hacia delante para besarme la nariz.

—Te has despertado gritando.

—Es terrible darte cuenta de que has ido a trabajar medio desnuda.

—Me lo imagino.

—¿Cuál es tu sueño recurrente?

Cerró los ojos, reflexionando. Emitió un sonido de placer cuando le pasé la mano por el pelo. Tenía un pelo muy suave, muy corto por los lados y un poco más largo en la parte superior. Lo suficiente para cogerlo con el puño cerrado. Me pareció que le gustaba.

—Lo que sueño con más frecuencia es que estoy matriculado en un curso y me doy cuenta al final del semestre de que tengo el último examen y todavía no he estudiado ni he ido a clase.

—¿Qué crees que dicen de nosotros esos sueños? —pregunté, dándole un masaje en el cuero cabelludo.

—Nada —murmuró, con voz ronca y relajada—. Creo que todo el mundo sueña las mismas cosas.

—La verdad es que este rollo no se te da nada bien —dije en voz baja, mirándolo a la cara mientras bajaba por su cuello y empezaba a frotarle los hombros—. Me tranquilizas en plena noche después de un mal sueño. Me abrazas. Me besas así después de que hagamos el amor por primera vez.

Encogió los hombros, pero no dijo nada.

Nos callamos los dos, y pensé que se había dormido hasta que su voz se alzó desde el silencio:

—Supongo que no se me dan muy bien los rollos sin ataduras. Lo intento.

—Pues, a juzgar por mi sensación de haber follado con un martillo neumático, creo que hay aspectos que se te dan muy, pero que muy bien.

Lanzó un gruñido tan grave que le resonó en el pecho. Noté el sonido como una corriente de electricidad sobre la piel. Me acurruqué contra él. Su brazo me rodeó y me estrechó contra su cuerpo.

—¿Así está bien? —preguntó, apretando los labios contra mi cuello.

—Creo que ya sabes que lo he pasado bien.

—No esperaba que te mostraras tan tímida al principio —reconoció.

—Yo tampoco. —Hice un sonido de placer cuando ascendió con la boca hasta situarla bajo mi mandíbula—. Eres un amante perfecto.

—¿Yo? —Se echó a reír suavemente—. Cuando me he corrido, he estado a punto de desmayarme.

Alcé la barbilla con orgullo.

—¿Tan increíble he estado?

—Sí. —Se dio la vuelta hasta colocarse encima de mí y me miró fijamente—. ¿Qué es lo que tienes?

—Como mucho queso.

Jensen ignoró mis palabras.

—Eres tonta, y preciosa, y…

—¿Un poco torpe?

Negó con la cabeza, todo sinceridad.

—Simplemente, eres inesperada.

—¿Quizá porque no buscas nada esperado aquí?

Me miró sin comprender, con una pregunta en la mirada.

—Quiero decir que ahora mismo estás haciendo lo que toca y que lo estás disfrutando —aclaré.

Jensen se inclinó para besarme. Apoyó sus labios en los míos, atrapó despacio el inferior y lo mordió con suavidad.

—Eres la chica perfecta para las vacaciones.

Hubo algo en su frase que me produjo un pequeño retortijón, que clavó una minúscula astilla en la carne tierna de mis sentimientos. No se trataba de que yo no quisiera ser la chica perfecta para sus vacaciones, sino de que él era mucho mejor que eso. Jensen era un hombre ideal en muchos aspectos y saldría renovado de ese viaje para buscar a una mujer que resultase adecuada para él. Una mujer que no fuese tonta, ni torpe, ni inesperada. Ni adicta al queso. Yo volvería a casa y me pasaría el resto de la vida comparando al siguiente tío, y al que vendría después, con el hombre que en ese momento estaba encima de mí.

De todos modos, allí estaba yo, en ese viaje, con un grupo de personas a las que admiraba sinceramente. Para ser franca, había tenido mucha suerte de conocer a aquella gente. No sabía si estaba a la altura.

Como si él lo supiera o viese esa inseguridad en mi rostro, dijo:

—Tengo la impresión de que serías una amiga muy divertida.

Lo miré parpadeando mientras trataba de alejar la vaga desazón que invadía mi pecho.

—¿Significa eso que no te gusto desnuda?

Me moví un poco y lo noté duro de nuevo entre mis piernas.

—Créeme, me gustas desnuda.

No supe traducir el tono de su voz en mi cabeza. Un «amigo muy divertido» y alguien bueno en la cama eran esencialmente todo lo que yo quería de un amante. Pero el tono de Jensen seguía sonando a aquello de la «chica para las vacaciones».

—¿No sales con amigas? —pregunté.

—Bueno… todas mis amigas están casadas o… la relación es estrictamente platónica.

—Qué triste.

Se echó a reír y me dio un beso en el cuello.

—Si quiero a una chica, quiero estar con ella, no ser su colega.

—¿Es que Becky y tú no erais colegas?

Encima de mí, Jensen se quedó inmóvil. Después se apartó despacio y se echó a un lado.

—No te sientas incómodo —dije, acercándome y acurrucándome contra su pecho—. Solo estamos hablando.

—Lo cierto es que no —dijo en voz baja, con la vista clavada en el techo—. Durante nuestro segundo curso en la universidad, una noche nos emborrachamos y nos enrollamos. A partir de ese momento, dimos por sentado que estábamos juntos.

—Pero supongo que te gustaba estar con ella.

Se encogió de hombros y dijo:

—Era Becky. Era mi novia.

—¿Una novia divertida?

Se volvió a mirarme.

—Sí, era divertida.

Practicaba una compartimentación muy rara.

—Por eso no tienes aventuras, ¿sabes? —dije—. Porque metes a la gente en categorías. Posible novia quizá esposa algún día, o amiga.

—A ti no te meto en ninguna categoría —replicó, volviendo a sonreír un poco por fin.

—Y por eso creo que te resulto inesperada.

Se echó hacia atrás y me miró a la cara.

—¿Qué edad tienes? Debería saberlo.

—Veintiséis.

—Pareces sensata.

Eso me provocó una sonrisa.

—Casi siempre me siento como una idiota, así que cogeré ese cumplido y me lo guardaré aquí.

Hice el gesto de metérmelo en un bolsillo del pecho.

Se inclinó hacia delante para darme un beso en la mano y dijo:

—Háblame de tu último novio.

—¿Quieres volver a oírlo todo sobre Mark? —pregunté, incrédula.

Él negó con la cabeza, riéndose.

—No, perdona, el que vino antes.

—Supongo que te referirás a algún hombre con el que haya pasado del primer polvo, ¿no?

Jensen se rio aún más y asintió con la cabeza, así que dije:

—En ese caso se llamaba Alexander, ¡no Alex, por Dios!, y quería casarse al cabo de tres citas.

—¿Te gustaba?

Reflexioné. Parecía que hubiese pasado mucho tiempo.

—Sí, creo que me gustaba mucho. Pero yo solo tenía veinticuatro años.

—¿Y?

—Yyy… —refunfuñé en tono de broma—. Incluso ahora, tengo la sensación de que apenas me conozco a mí misma. ¿Cómo podría prometer serle fiel a alguien durante toda la vida cuando todavía no estoy segura del todo de si le estoy siendo fiel a esta versión mía?

Se me quedó mirando y me pregunté si mis palabras le hacían pensar en su matrimonio con Becky.

—¿No quieres casarte? —dijo despacio, como si le costara entenderlo.

—Sí. Quizá. Algún día. Pero no es mi objetivo en la vida. No voy por el mundo preguntándome si el hombre que me acaba de sonreír en la calle puede aparecer más tarde en el bar del hotel, si nos pondremos a hablar y, pumba, de pronto me veré llevando un vestido blanco con cola.

Asintió con la cabeza, comprendiendo. Después se echó un poco hacia atrás, seguramente dándole vueltas a algo, así que tiré de él y le pregunté:

—¿Tú enfocas todas las citas pensando en el matrimonio?

—No —dijo con aire precavido—, pero no me molesto en salir con una chica más de una vez si no me imagino con ella.

—¿Ni siquiera para echar un polvo?

Sonrió y me besó la nariz.

—Bueno, mi amiga Emily sería la excepción, pero, por norma general, no me acuesto con mujeres con las que no salgo.

—¿Solo «chicas para las vacaciones»?

Jensen se permitió esbozar una leve sonrisa.

—Solo chicas para las vacaciones.

—De todas formas está bien, ¿no? —dije en voz baja.

Me besó. Su lengua se deslizó sobre la mía, cálida y resbaladiza, provocándome un anhelo en el pecho y más abajo, entre las piernas.

—Está bien no tener presión, saber que ninguno de nosotros quiere más.

—Creo que disfrutas con esta clase de sexo —susurré—. Creo que te gusta soltarte y ponerte guarrete en la cama.

—Es cierto que suelo esperar unas cuantas citas antes de acostarme con una chica. Y hace algún tiempo que no tengo una novia propiamente dicha.

—¿Cuál fue la última mujer con la que estuviste? ¿Emily?

Negó con la cabeza y se mordisqueó el labio inferior, pensando, mientras su mano subía y bajaba por mi espalda desnuda.

—Veamos. Se llamaba Patricia…

—¡Patricia! —dije con una risotada—. ¿Jugaste con ella a los banqueros desobedientes?

Se me acercó un poco más y me hizo unas cosquillas en el costado.

—¿Cómo lo sabes? Lo cierto es que trabaja como ejecutiva en Citibank.

—Entonces ¿pasasteis un rato divertidísimo en la cama?

Jensen se echó un poco hacia atrás y me dedicó una mirada de advertencia antes de replicar:

—Las relaciones no se basan solo en lo que ocurre en la cama.

Cuando pronunció esas palabras, noté la irónica presión de su miembro contra mi vientre y bajé la mano para rodearlo.

—Pero lo que ocurre en la cama es vital para una relación. Al menos al principio.

Se movió hacia atrás y hacia delante. No lo solté.

—Cierto…

Compartimos unos momentos de contacto visual. Sus caderas se movieron despacio hacia delante y hacia atrás mientras arrastraba la polla por la palma de mi mano. Me entraron ganas de tocar todo su cuerpo, no solo porque me gustaban sus contornos y su tensión, sino también porque intuía que nadie se había impuesto nunca como misión conocer de memoria cada fragmento de él.

—Es una lástima… —empezó, y dejó la frase sin acabar al empezar a moverse más deprisa, con la respiración entrecortada.

—Sí que lo es —susurré.

»Es una lástima que sea demasiado excéntrica para ti.

»Es una lástima que estés demasiado ocupado para mí.

»Es una lástima que solo esté conociendo mi propio corazón y tú tengas el tuyo envuelto en plástico de burbujas.

Su boca cubrió la mía. Sus labios cálidos y un poquito húmedos descendieron por mi cuello. Tiró de mis pechos, chupando. Sus dientes bajaron más aún, por encima de mi ombligo, hasta que estuvo allí, cálido y jadeante, pasando la lengua por el espacio anhelante entre mis piernas.

—Más fuerte —pedí, ahogando un grito, al ver que me lamía con demasiado cuidado—. No seas delicado.

Hizo lo que le pedía. Deslizó sus dedos en mi interior mientras chupaba y lamía. Fue perfecto, frenético. Mi cuerpo perseguía y perseguía la sensación hasta que supe lo que quería, y…

—Aquí arriba… por favor.

En cuestión de segundos estaba allí, necesitándolo tanto como yo. Se puso un condón. Sentí un gran alivio al notar que me penetraba. Pesado, ávido, metiendo los brazos bajo mis hombros para sujetarse.

Me entraron ganas de verlo desde arriba, lo necesitaba, con una extraña desesperación, porque, de pronto, estaba pensando en Mark, en sus vigorosas nalgas y en la sensación que me produjo, incluso en aquel dramático momento en que el corazón se me estaba rompiendo en mil pedazos dentro de la garganta; la sensación de que sus movimientos encima de la mujer sin nombre eran remotos y distantes, como los de una máquina oscilante.

Sin embargo, aquí, daba la impresión de que Jensen intentaba deslizarse a través de cada centímetro de mí.

Su pecho sobre el mío, nuestros muslos unidos, su polla en mi interior. Empujaba a fondo, arqueándose contra mí, como si tratara de penetrarme por completo.

Era como si cada fragmento de él necesitase contacto. ¿Cómo podía no ver un hombre tan refrenado por sus propias normas cuánta pasión anhelaba?

Me agarré a su trasero, tirando de él para que entrase aún más hondo, estimulándolo con mi voz y mis movimientos desde abajo. Encajábamos. Suena absurdo, y siempre había detestado esa idea, pero era cierto: su cuerpo encajaba con el mío como si fuéramos piezas torneadas complementarias. Me costó contenerme y no morderle el hombro, que acuchillaba el aire sobre mí.

No quería que aquello terminara, no podía imaginarme despertando sin aquella sensación y pasando el día sin su piel contra mi piel, su boca en mi cuello y sus sonidos guturales, tan poco refinados, casi salvajes, resonando en mi oído. Ver aquella parte de él me producía euforia. Era como ver soltarse la melena al primer ministro, a un zar o a un rey.

Mi orgasmo fue como una auténtica revelación, una espiral que me invadió desde el centro, ascendiendo y descendiendo al mismo tiempo. Me arqueé y flexioné debajo de él, rogándole que no parara, «no pares, por favor, Jensen, no pares nunca».

Sin embargo, tuvimos que parar, porque su cuerpo, cada vez más tenso, hizo lo mismo encima de mí: sus brazos me agarraron y su rostro se apretó contra mi cuello en una postura de alivio que dio la impresión de ceder y soltar a la vez.

Ambas cosas parecen lo mismo, pero no lo son. Lo percibí con toda claridad.

El aire a nuestro alrededor era cálido y sereno. Despacio, aunque no lo suficiente, se mezcló con el aire acondicionado de la habitación, y todo pareció enfriarse. Jensen salió de mi interior en un movimiento que nos llevó a los dos a gemir en voz baja. Se arrodilló entre mis piernas para quitarse el condón y luego se quedó allí sentado, con la barbilla contra el pecho, respirando profundamente.

Yo había tenido otras aventuras. Había tenido rollos de una noche con unos cuantos hombres. Hombres que me caían bien, hombres distraídos, hombres hambrientos; olvidables en muchos aspectos.

Lo de esa noche era muy distinto.

Sabía que recordaría a Jensen cuando fuese una anciana y pensara en mi vida. Me acordaría del amante que tuve en Boston, durante mis vacaciones. Me acordaría de ese momento de ternura en que se sintió abrumado por el amor que acabábamos de tener. Puede que hubiese sido una chispa, un fósforo frotado contra el pavimento y apagado, pero estaba allí.

Lo miré fijamente mientras alargaba el brazo a través de la cama para tirar el preservativo en la papelera que descansaba junto a la mesilla de noche. Volvió conmigo, cálido, cansado y deseoso de la lánguida clase de besos que constituyen el más dulce preludio del sueño.

No me asusté, pero tampoco me sentí entusiasmada.

Porque Jensen estaba en lo cierto: todo aquello resultaba muy inesperado.

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