Beautiful

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1. Pippa

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Pippa

He tratado de no tomarme demasiado a mal la estrecha amistad entre la lucidez y la visión retrospectiva.

Como, por ejemplo, que solo cuando te dispones a realizar tus exámenes finales te des cuenta de que podrías haber estudiado un poco más.

O tal vez que, al contemplar el cañón de una pistola que te apunta a la cara, pienses: «Jolín, he sido una auténtica imbécil».

O quizá que acabes de encontrarte con las vigorosas y blancuzcas nalgas del idiota de tu novio mientras le echa un polvo a otra mujer en tu cama y reflexiones con una pizca de sarcasmo: «Vaya, por eso no arregla nunca ese peldaño que cruje. Es la alarma contra Pippa».

Le arrojé el bolso en mitad de un empujón y le di en plena espalda. El sonido fue semejante al que provocarían cien barras de labios al chocar contra una pared de ladrillo.

Para ser un infiel y mentiroso cabrón de cuarenta años, Mark estaba en muy buena forma.

—¡Gilipollas! —silabeé mientras él intentaba, con bastante poca gracia, bajarse de su amiga.

Había retirado las sábanas; era evidente que el muy vago no quería tener que llevarlas hasta la lavandería de la esquina antes de que yo volviese a casa. La polla le rebotó contra el vientre.

Se la tapó con la mano.

—¡Pippa!

Hay que reconocer que la mujer, mortificada, se cubrió la cara con las manos.

—Mark —dijo con voz ahogada—, no me dijiste que tuvieras novia.

—¡Qué curioso! —contesté por él—. A mí no me dijo que tuviera dos.

Mark emitió unos cuantos sonidos aterrados.

—Márchate —le dije, alzando la barbilla—. Coge tus cosas y vete.

—Pippa —consiguió articular—. No sabía que…

—¿Que vendría a comer? —pregunté—. Ya me lo he imaginado, cariño.

La mujer se levantó humillada y empezó a recoger su ropa. Supongo que lo más decente por mi parte habría sido volverme y dejar que se vistieran en medio de su avergonzado silencio. Sin embargo, para ser justos, tampoco era decente por parte de ella afirmar que ignoraba que Mark tuviese novia cuando todo lo que había en la puñetera habitación era de un delicado tono turquesa y las lámparas de las mesillas tenían las pantallas forradas de encaje.

¿Acaso creía estar visitando el piso de su mamá? ¡Venga ya, joder!

Mark se puso los pantalones y se me acercó levantando las manos, como si se aproximara a un león.

Me eché a reír. En ese preciso momento, era mucho más peligrosa que un león.

—Pippa, cariño mío, lo siento mucho.

Dejó que las palabras flotaran en el espacio que había entre nosotros, como si pudieran bastar para aplacar mi rabia.

En un instante mi mente elaboró todo un discurso elocuente y bien formado. Hablaba de las quince horas diarias que yo trabajaba para financiar la empresa que él acababa de montar, hablaba de que él vivía y trabajaba en mi piso pero no había fregado un solo plato en cuatro meses, hablaba de la gran concentración que parecía haber puesto en proporcionarle un poco de diversión a aquella mujer y en la poca que había dedicado a hacerme feliz a mí en los últimos seis meses. No obstante, pensé que él no merecía tanta energía por mi parte, por muy espléndido que hubiese sido ese discurso.

Además, su incomodidad, que iba en aumento con cada segundo que pasaba sin que yo dijese una palabra, resultaba demasiado agradable. No me dolía mirarle, aunque habría sido lo lógico en ese tipo de situación. Lo que sentía en cambio era que algo se incendiaba en mi interior. Supuse que debía de ser mi amor por él, prendido como papel de periódico al calor de una cerilla.

Dio un paso más hacia mí.

—No puedo imaginarme cómo te sientes ahora mismo, pero…

Ladeé la cabeza mientras sentía en mi interior el resquemor de la rabia y le interrumpí:

—¿No puedes? Pues Shannon te dejó por otro. A mí me parece que sabes muy bien lo que siento ahora mismo.

En cuanto lo dije, surgieron los recuerdos de los primeros tiempos, aquellos días en que nos encontrábamos en el bar como simples amigos y disfrutábamos de largas conversaciones sobre mis aventuras amorosas y sus relaciones fracasadas. Recordé haber pensado que debía de haber querido mucho a su mujer, porque estaba destrozado sin ella. Intenté evitar enamorarme de su agudo sentido del humor, su pelo oscuro y rizado y sus luminosos ojos castaños, pero fracasé. Y una noche, para mi absoluta felicidad, todo cambió entre nosotros.

Tres meses más tarde se mudó a mi casa.

Seis meses después, le pedí que arreglara el escalón que crujía.

Dos meses después de eso, me rendí y lo arreglé yo misma.

Eso fue ayer.

—Saca tus cosas del armario y lárgate.

La mujer pasó apresuradamente por nuestro lado sin alzar la vista. ¿Me acordaría siquiera de su cara, o solo recordaría toda la vida el vigoroso movimiento de las nalgas de Mark encima de ella y la frenética oscilación de su polla tras volverse impulsado por el pánico?

Al cabo de unos instantes oí que la puerta de la calle se cerraba de un portazo, pero Mark seguía sin moverse.

—Pippa, no es más que una amiga. Es hermana de Arnold, ya sabes, el del fútbol. Se llama…

—No me digas cómo se llama —dije con una carcajada incrédula—. ¡No me importa una mierda!

—¿Qué…?

—¿Y si tiene un nombre bonito? —le corté—. ¿Y si algún día estoy casada con un buen tipo, tenemos un bebé y mi marido sugiere ese nombre, y yo digo: «Ah, sí, es muy bonito. Por desgracia, no podemos ponérselo a nuestra hija porque Mark le echó un polvo en mi cama, con las sábanas apartadas porque es un vago y un capullo, a una chica que se llamaba así»?. —Lo fulminé con la mirada—. Ya me has estropeado el día, quizá incluso la semana. —Ladeé la cabeza, reflexionando—. Desde luego, no me has estropeado el mes, porque el bolso nuevo de Prada que me compré la semana pasada es una verdadera pasada, y ni tú ni tu culo blancuzco y traidor podríais echarlo a perder.

Él sonrió, tratando de no echarse a reír.

—Incluso ahora —susurró en tono de adoración—, incluso después de haberte traicionado así, eres una chica muy divertida, Pippa.

Tensé la mandíbula.

—¡Largo de aquí, Mark!

Hizo una mueca de disculpa.

—Es que tengo una teleconferencia a las cuatro con los italianos, ¿sabes?, y esperaba poder hacerla desde…

Esta vez lo interrumpió mi mano cruzándole la mejilla.

Coco dejó una taza de té delante de mí y me pasó una mano por el pelo en un gesto reconfortante.

—Que le den por culo.

Lo dijo en un susurro, pensando en Lele.

A la buena de Lele le encantaban las motos, las mujeres, el

rugby y Martin Scorsese. Pero sabíamos por experiencia que no le gustaba nada que su esposa dijera tacos en casa.

Enterré la cara entre mis brazos cruzados.

—¿Por qué son tan capullos los hombres, mamá?

La palabra «mamá» era para las dos, porque era el único nombre al que respondían ambas. Al principio resultaba confuso: llamaba a una y se volvían las dos. Por eso, en cuanto supe hablar, Colleen y Leslie me dejaron llamarlas Coco y Lele en lugar de «mamá».

—Son capullos porque… —empezó Coco, y luego se interrumpió sin saber qué decir—. Bueno, no todos son capullos, ¿verdad?

Supuse que miraba a Lele en busca de confirmación, porque su voz regresó con más fuerza cuando dijo:

—Y, por cierto, las mujeres también pueden ser capullas.

Lele acudió en su rescate.

—Lo que sí podemos decirte es que no cabe duda de que Mark es un capullo, y las dos nos hemos llevado una gran decepción.

Aquello también resultaba triste para mis madres. Mark les caía bien. Les agradaba que estuviera a medio camino entre mi edad y la de ellas. Apreciaban sus gustos sofisticados en cuestión de vinos y su interés por Bob Dylan y Sam Cooke. Cuando estaba conmigo, le gustaba aparentar que todavía no había cumplido los treinta años. Cuando estaba con ellas, se transformaba fácilmente en el mejor amigo de unas lesbianas de cincuenta y pico. Me preguntaba qué versión de sí mismo debía de exhibir con aquella fulana anónima.

—En mi caso, sí y no —reconocí, incorporándome y secándome la cara—. Si lo pienso, puede que Mark estuviese tan hecho polvo por lo de Shannon porque nunca se le había ocurrido a él engañarla.

Alcé la mirada hasta los ojos de ambas, llenos de preocupación.

—Quiero decir que ni siquiera se le pasó por la cabeza hasta que ella le engañó. Si eres infeliz, no deja de ser una salida, aunque sea terrible. —Sentí que la sangre huía de mi rostro—. ¿Y si se convirtió en la manera más rápida y sencilla de romper conmigo?

Me miraron fijamente sin saber qué decir mientras presenciaban cómo me invadía el horror.

—¿Es eso? —pregunté, mirándolas alternativamente—. ¿Estaba intentando acabar con la relación y fui demasiado tonta para verlo? ¿Se acostó con otra en mi propia cama para deshacerse de mí? —Me pasé la mano por la boca—. ¿Acaso no es más que un tremendo cobarde con un buen pito?

Coco se tapó la boca para no echarse a reír. Lele pareció reflexionar debidamente sobre la pregunta.

—No puedo hablar de lo del pito, cariño, pero te diría sin dudarlo que ese hombre es un cobarde.

Lele me agarró del codo con firmeza, me ayudó a levantarme y me obligó a seguirla hasta el mullido sofá. Luego tiró de mí hasta que me acomodé junto a su cuerpo esbelto y firme. Al instante, las curvas cálidas y suaves de Coco se apretaron contra mi otro costado.

¿Cuántas veces nos habíamos sentado así? ¿Cuántas veces habíamos hecho eso mismo, sentarnos muy juntas en el sofá mientras reflexionábamos sobre el misterioso comportamiento de algún novio? Juntas nos las habíamos arreglado. No siempre conseguíamos respuestas, pero nos sentíamos mejor después de abrazarnos en el sofá.

Esta vez no se esforzaron mucho por formular hipótesis. Cuando tu hija de veintiséis años llega a casa con penas de amor y tú eres una lesbiana casada con tu primer amor, que conociste treinta años atrás, no puedes decir gran cosa aparte de «Que le den por culo».

—Trabajas demasiado —murmuró Lele, besándome el pelo.

—No soportas tu trabajo —añadió Coco mientras me daba un masaje en los dedos.

—¿Sabéis que fui a comer a casa por eso? Tenía ganas de romper en mil pedacitos mi pila de hojas de cálculo y echarle a Tony su propio café por encima de la cabeza, así que decidí que una buena cerveza y unas cuantas galletas me sentarían bien. Qué ironía.

—¿Podrías dejarlo y venirte a casa? —dijo Coco.

—Ay, mamá, no quiero —murmuré, ignorando la leve sensación de entusiasmo que despertó en mí la sugerencia de dejar mi empleo—. No podría.

Miré la ordenada sala de estar que teníamos delante: la pequeña televisión que se utilizaba más como repisa para apoyar los jarrones llenos de flores de Coco que para su función original; la nudosa alfombra azul que un día fue un campo de minas formado por zapatos de Barbie escondidos; el suelo de madera meticulosamente teñido que asomaba debajo.

Era cierto que no soportaba mi trabajo. No soportaba a mi jefe, Tony. No soportaba el hastío de los interminables cálculos numéricos. No soportaba ir y venir de la oficina, no soportaba no tener ya allí a ningún buen amigo desde que Ruby se había marchado hacía casi año y medio.

No soportaba sentir que cada día se fundía con el siguiente.

«Pero quizá tengo suerte —recordé—. Al menos tengo trabajo, ¿no? Y amigos, aunque la mayoría se pase el tiempo chismorreando en el bar. Tengo dos madres que me quieren muchísimo y un armario lleno de ropa con la que se le caería la baba a la mayoría de las mujeres. La verdad es que a veces Mark era encantador, pero, si he de ser sincera, un poco dejado. Buena polla, lengua perezosa. En forma, pero bastante aburrido, ahora que lo pienso. ¿Quién necesita a un hombre? Yo no».

Tenía todo eso; en realidad, una buena vida. Entonces ¿por qué me sentía tan mal?

—Necesitas unas vacaciones —dijo Lele con un suspiro.

Noté que algo explotaba dentro de mí; un minúsculo estallido de alivio.

—¡Sí! ¡Unas vacaciones!

Aquel viernes por la mañana Heathrow era una auténtica locura.

«Vete el viernes —dijo Coco—. No habrá mucha gente».

Al parecer, no debería haber seguido el consejo de una mujer que llevaba cuatro años sin subirse a un avión. Sin embargo, Coco parecía una viejecita sabia en comparación conmigo: habían pasado seis años desde mi último vuelo; nunca viajaba por trabajo. Cogía el tren en dirección noroeste, hasta Oxford, para ver a Ruby, y cogía el tren en dirección sudeste, hasta París, o lo había cogido, con Mark, cuando queríamos unas minivacaciones y atiborrarnos de comida y vino en una loca excursión sexual con la torre Eiffel de fondo.

Sexo. Madre mía, cuánto lo echaría de menos.

Sin embargo, tenía cosas más urgentes en las que pensar, como preguntarme si había más gente en Heathrow en ese momento, un viernes a las nueve, que en toda la ciudad de Londres.

«¿Es que la gente ya no trabaja? —pensé—. Está claro que no soy la única que se marcha antes de que acabe la semana laboral, en pleno mes de octubre, para hacer una especie de vacaciones y escapar del aburrimiento del trabajo y del traidor de…».

—¡Vamos! —ladró una mujer detrás de mí.

Me sobresalté; me había quedado absorta en la cola del control de seguridad.

Di tres pasos hacia delante y miré por encima del hombro.

—¿Mejor así? —pregunté en tono categórico, ahora que nos hallábamos exactamente en el mismo orden y solo unos metros más cerca del agente que comprobaba los pasaportes.

Media hora después estaba en mi puerta de embarque y necesitaba… una actividad. Los nervios me devoraban el estómago con la clase de ansiedad que me hacía dudar entre alimentarla o matarla de hambre. No era la primera vez que volaba… Simplemente, no había volado mucho. Que quede claro: en mi vida cotidiana me sentía una mujer de mundo. Tenía una tienda favorita en Mallorca a la que acudía en busca de faldas y una lista de cafés en Roma que podía ofrecer a cualquiera que viajase allí por primera vez. Por supuesto, era una experimentada viajera en metro y sobrellevaba como si nada la masa de usuarios agresivos e impacientes, pero, por algún motivo, daba por supuesto que el aeropuerto sería más acogedor: una puerta a la aventura.

Nada más lejos de la realidad. Aquello parecía enorme, y aun así la multitud era sorprendentemente densa. La empleada de nuestra puerta de embarque daba información a gritos, y lo mismo hacía la de otra puerta de embarque situada al otro lado del pasillo. Los viajeros estaban embarcando y todo parecía un caos, pero cuando miré a mi alrededor vi que nadie parecía alterarse. Observé mi billete, apretado en el puño. Mis madres me habían comprado un billete de primera clase (un regalo, dijeron), y yo sabía cuánto les había costado. No iría a despegar el avión sin mí, ¿verdad?

Un hombre se puso a mi lado. Iba bien vestido, con traje azul marino y zapatos brillantes. Parecía mucho más tranquilo que yo.

«Pégate a este —pensé—. Si no está ya en el avión, es que no ha llegado el momento».

Recorrí con la mirada su cuello liso hasta llegar al rostro y me sentí un poquito mareada. Era evidente que observaba el mundo a través del filtro de quien se está recuperando de una decepción amorosa, pero aquel hombre era guapo de verdad, con su espesa mata de pelo claro, sus ojos de un verde intenso, concentrados en el móvil, y una preciosa mandíbula que pedía a gritos unos mordisquitos.

—Perdone —dije, apoyándole la mano en el brazo—. ¿Podría ayudarme?

Bajó la vista hasta mi mano, la alzó poco a poco hasta mi cara y sonrió.

Se le formaron unas arruguitas alrededor de los ojos, y un solo hoyuelo apareció en su mejilla izquierda. Tenía unos dientes perfectos, típicamente estadounidenses. Y yo estaba sudorosa y sin aliento.

—¿Podría decirme cómo funciona esto? —pregunté—. Hace muchos años que no viajo en avión. ¿Tengo que embarcar ya?

Siguió mi atención hasta el billete que tenía apretado en la mano y lo ladeó un poco para poder verlo.

Uñas cortas y limpias. Dedos largos.

—¡Oh! —dijo, y soltó una risita—. Su asiento está junto al mío. —Alzó la mirada hasta la puerta de embarque y añadió—: Están haciendo el preembarque, para los pasajeros que viajan con niños o que necesitan un poco más de tiempo. Luego embarcamos los de primera clase. ¿Quiere venir conmigo?

«Le seguiría más allá de las puertas del infierno, señor».

—Eso sería genial —dije—. Gracias.

Él asintió con la cabeza y se volvió de nuevo hacia la empleada de la puerta de embarque.

—La última vez que volé fue a la India, hace seis años —le dije, y él volvió a mirarme—. Tenía veinte años y fui a visitar Bangalore con mi amiga Molly, cuya prima trabaja en un hospital de allí. Molly es un encanto, pero las dos somos bastante torpes cuando viajamos. Estuvimos a punto de equivocarnos de avión e irnos a Hong Kong.

Él soltó una risita. Yo era consciente de que los nervios me estaban traicionando e impulsando a hablar demasiado, mientras que él solo se mostraba cortés, pero de todas formas no pude evitar terminar de contarle mi insustancial anécdota.

—En la puerta de embarque, una mujer muy amable nos explicó dónde teníamos que ir y echamos a correr hasta la otra terminal, a la que habían trasladado nuestro vuelo. No habíamos oído los avisos porque habíamos ido a buscar unas cervezas al restaurante. Subimos al avión justo antes de que saliera.

—Qué suerte —murmuró. En ese momento nuestra empleada anunció que podían embarcar los viajeros de primera clase. Él levantó la barbilla en dirección a la pasarela y me dijo—: Nos toca a nosotros. Vamos.

Era alto, y cuando echó a andar su culo me llevó a recordar con nostalgia a Patrick Swayze en

Dirty Dancing. Bajé la mirada a lo largo de su cuerpo y me pregunté cuánto tardaba un hombre en dejarse los zapatos tan brillantes. Si hubiese buscado un hilo suelto en su traje, alguna pelusilla, sin duda me habría quedado con las manos vacías. Era meticuloso, y sin embargo nada envarado.

«¿A qué se dedicará? —me pregunté cuando por fin subimos al avión—. Debe ser un hombre de negocios. Estará aquí por trabajo, tendrá una amante en algún apartamento elegante de Chelsea. La habrá dejado esta mañana haciendo pucheros en la cama, vestida con la lencería que le regaló ayer como gesto de disculpa después de que su reunión se alargara demasiado. Ella le habrá dado comida a domicilio entre sábanas de raso, y luego le habrá hecho el amor toda la noche, hasta que él se haya levantado de la cama a las cuatro de la mañana para empezar a abrillantarse los zapatos…».

—¿Señorita? —dijo el hombre, en el tono de alguien que ha tenido que repetirlo al menos una vez.

Di un bote y esbocé una mueca de disculpa.

—Lo siento, estaba…

Me indicó con un gesto que me acomodara en el asiento de la ventanilla. Me senté y guardé mi bolso bajo el asiento delantero.

—Lo siento —volví a decir—. No recordaba lo organizado que puede ser el embarque.

Hizo un suave gesto con la mano para restar importancia a mis palabras y señaló:

—Es que viajo mucho en avión. Podría decirse que funciono en piloto automático.

Vi que sacaba del maletín un iPad, unos auriculares con cancelación de ruidos y un paquete de toallitas antisépticas. Utilizó una toallita para limpiar el reposabrazos, la bandeja y el respaldo del asiento de delante y luego sacó otra para limpiarse las manos.

—Ha venido preparado —murmuré, sonriente.

Él se echó a reír con naturalidad.

—Como le he dicho…

—Viaja mucho en avión —dije, acabando la frase por él. Acto seguido, me reí sin disimulo—. ¿Siempre está tan… atento?

Me miró, divertido.

—En una palabra: sí.

—¿Le toman el pelo por eso?

Su sonrisa constituía una rara combinación de cautela y picardía, y provocó en mi pecho una minúscula reacción de entusiasmo.

—Sí.

—Pues me alegro. Sus costumbres son encantadoras, pero merecen que le tomen el pelo un poquito.

Se rio y volvió a su tarea de guardar las toallitas en una pequeña bolsa de basura.

—Tomo nota.

La azafata se nos acercó y nos dio una servilleta a cada uno.

—Me llamo Amelia y les atenderé durante el vuelo. ¿Puedo traerles algo de beber antes del despegue?

—Tónica con lima, por favor —pidió mi compañero de asiento en voz baja.

Amelia me miró.

—Pues… —empecé, haciendo una leve mueca—. ¿Qué opciones hay?

Ella se echó a reír con amabilidad.

—Lo que quiera. Café, té, zumo, refrescos, cócteles, cerveza, vino, champán…

—¡Oh, champán! —dije, dando una palmada—. ¡Parece una forma estupenda de empezar unas vacaciones!

Me incliné y metí la mano en el bolso.

—¿Cuánto es?

El hombre me detuvo tocándome el brazo y una sonrisa perpleja.

—¡Es gratis!

Al mirarle por encima del hombro, me di cuenta de que Amelia se había ido ya a buscar nuestras bebidas.

—¿Gratis? —repetí sin mucha convicción.

Él asintió con la cabeza.

—En los vuelos internacionales, el alcohol es gratis. Y en primera clase, bueno… lo es siempre.

—¡Joder! —exclamé, enderezando la espalda—. Soy una idiota. —Volví a empujar el bolso debajo del asiento con el dedo gordo del pie—. Este es mi primer viaje en primera clase.

Él se acercó un poco más y susurró:

—No se lo diré a nadie.

No supe cómo interpretar su tono y lo miré con atención. Me guiñó el ojo con gesto pícaro.

—Pero sí me lo dirá a mí si lo hago todo mal, ¿no? —pregunté con una sonrisa.

Ante la proximidad de aquel hombre y su olor masculino, a ropa limpia y betún, mis latidos eran un tambor que me retumbaba en la garganta.

—No se puede hacer mal.

«¿Qué acaba de decir?». Mi sonrisa se ensanchó.

—¿No permitirá que deje accidentalmente mis minúsculas botellas gratuitas de alcohol por todas partes? —susurré.

Él levantó tres dedos.

—Palabra de

boy scout.

Enderezó la espalda, metió la pequeña bolsa de basura en su maletín y dejó este en el suelo, cerca de sus pies.

—¿Vuelve a casa o sale de viaje? —pregunté.

—Vuelvo —me dijo—. Soy de Boston. He pasado la semana en Londres por negocios. Usted ha hablado de vacaciones, ¿no es así?

—Pues sí. —Levanté los hombros en un gesto atolondrado e inspiré profundamente—. Salgo de viaje. Necesito tomarme un respiro.

—Un respiro nunca está de más —murmuró, mirándome directamente.

Su sereno interés me ponía un poco nerviosa, la verdad. Aquellos ojos tan verdes y aquellos rasgos tan bien definidos delataban sus orígenes escandinavos. Cuando centraba su atención en mí, era como si me iluminasen con un foco. Me sentía aturdida y levemente cohibida.

—¿Cómo es que se ha decidido por Boston? —preguntó.

—Para empezar, mi abuelo vive allí —contesté—. Y, al parecer, un montón de amigos. —Solté una carcajada—. Me reuniré allí con ellos para visitar las bodegas de la costa. Será la primera vez que nos veamos, pero otra amiga me ha hablado tanto de ellos en los dos últimos años que tengo la sensación de conocerlos ya.

—Parece una aventura. —Por un instante bajó la mirada hasta mis labios antes de volver a fijarla en mis ojos—. Jensen —dijo, presentándose.

Alargué el brazo, estremeciéndome de frío al notar el roce de mis pulseras metálicas, y estreché la mano que me tendía.

—Pippa.

Amelia volvió con nuestras bebidas y le dimos las gracias antes de levantar nuestros vasos de cristal en un brindis.

—Por los viajes y los regresos —dijo Jensen con una leve sonrisa. Entrechocamos los vasos y continuó—: ¿Pippa es un diminutivo o un apodo?

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