Beautiful

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1. Pippa

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—Puede ser ambas cosas —dije—. A menudo significa Philippa, pero en mi caso soy simplemente Pippa. Pippa Bay Cox. Mi madre Coco es estadounidense, de Colleen Bay, y de ahí proviene mi segundo nombre. Siempre le había encantado el nombre de Pippa. Cuando mi madre Lele se quedó embarazada del hermano de Coco, esta la obligó a prometerle que, si era niña, le pondrían Pippa.

Él se echó a reír.

—Perdone. ¿Dice que su madre fue fecundada por el hermano de su otra madre?

«Vaya. Siempre me olvido de contar esta historia con delicadeza…».

—No, no, no directamente. Utilizaron una pipeta —expliqué, riéndome también. Menuda imagen mental estaba dibujando—. Entonces la gente no consideraba nada normal que dos mujeres tuviesen un bebé juntas.

—Claro —convino—, supongo que no. ¿Es hija única?

«… porque es aquí donde la historia se tuerce siempre».

—Sí, lo soy —confirmé, asintiendo con la cabeza—. ¿Tiene usted hermanos?

Jensen sonrió.

—Tengo cuatro.

—A Lele le habría gustado mucho tener más hijos —comenté, sacudiendo la cabeza—. Sin embargo, mientras ella estaba embarazada de mí, mi tío Robert conoció a mi tía Natasha, encontró a un Dios muy severo y decidió que lo que había hecho era un pecado. Me considera una especie de aberración. —Para aligerar el ambiente, añadí—: Espero no necesitar nunca médula ósea o un riñón.

Jensen pareció levemente horrorizado.

—Claro.

Comprendí con un ligero sentimiento de culpa que apenas llevábamos cinco minutos allí sentados y ya había empezado a contarle la historia de mi vida.

—En fin —dije, cambiando de tema—. Tuvieron que conformarse solo conmigo. Por suerte, las mantuve muy ocupadas.

Su expresión se suavizó.

—Seguro que sí.

Levanté mi copa de champán y di un buen trago. Las burbujas picaban un poco.

—Ahora quieren nietos, pero, gracias al Capullo, van a tener que esperarse.

De un último trago, me acabé la copa.

Llamé la atención de Amelia y alcé mi vaso.

—¿Hay tiempo para otra antes de que despeguemos?

Con una sonrisa, se llevó mi vaso para volver a llenarlo.

—Mire lo inmensa que es la ciudad de Londres —murmuré, mirando por la ventanilla mientras ascendíamos. La ciudad osciló debajo de nosotros y fue engullida poco a poco por las nubes—. Preciosa.

Cuando miré a Jensen, se apresuró a quitarse uno de los auriculares, que sostuvo con delicadeza en la mano.

—Perdone, ¿qué dice?

—Oh, nada. —Noté que las mejillas se me ponían calientes y no supe muy bien si era por la vergüenza de ser la típica compañera de asiento charlatana o por el champán—. No me había dado cuenta de que se había puesto los auriculares. Solo decía que Londres parece enorme.

—Es que es enorme —dijo, inclinándose un poco para mirar—. ¿Ha vivido siempre allí?

—Fui a la uni en Bristol —contesté—, pero volví al encontrar trabajo en el estudio.

—¿Estudio? —preguntó, dejando a un lado los dos auriculares.

—Sí, ¿no se lo había dicho? Trabajo en un estudio de ingeniería.

Enarcó las cejas, impresionado, y me apresuré a hablar para moderar el nivel de su respeto.

—Soy una humilde colaboradora —le aseguré—. Estudié matemáticas, así que me limito a hacer cálculos numéricos y a asegurarme de que no echamos la cantidad equivocada de hormigón en ninguna parte.

—Mi hermana es ingeniera biomédica —dijo con orgullo.

—Son cosas muy distintas —dije con una sonrisa—. Ella hace cosas muy pequeñas y nosotros hacemos cosas muy grandes.

—Aun así, lo que hace usted es impresionante.

Sonreí al oír eso.

—¿Y usted?

Inspiró hondo y muy despacio, y supuse que no le apetecía nada pensar en el trabajo.

—Soy abogado y estoy especializado en derecho mercantil. Me dedico sobre todo a hacer los trámites necesarios cuando se fusionan dos empresas.

—Parece complicado.

—Se me dan bien los detalles. —Se encogió de hombros—. Hay muchos detalles en mi trabajo.

Volví a observarlo: la raya que bajaba muy recta por el centro de cada pernera del pantalón, los brillantes zapatos marrones y el pelo peinado sin un solo mechón fuera de sitio. Su piel se veía cuidada, y llevaba hecha la manicura. Sí… se notaba que era un hombre detallista.

Eché un vistazo a mi propia indumentaria: un vestido suelto de color negro, medias a rayas moradas y negras, unas rozadas botas negras hasta la rodilla y un antebrazo cargado de pulseras. Llevaba el pelo recogido de cualquier manera en una especie de moño y no me había molestado en maquillarme antes de salir corriendo hacia el metro.

Menuda pareja formábamos.

—Algunas veces me gustaría que el bufete tuviera algo más de personalidad —dijo, tras observarme a su vez. Después de un breve silencio, añadió—: Lástima que no necesitemos especialistas en matemáticas.

Disfruté de aquel cumplido mientras él volvía a su música y a su lectura con gestos rápidos y casi forzados. Solo entonces caí en la cuenta de que llevaba algún tiempo bastante apática. No era capaz de mantener la atención de mi novio. No era capaz de reunir la energía necesaria para avanzar en mi profesión. Hacía meses que no disfrutaba de unas vacaciones, y ni siquiera recordaba la última vez que salí de copas con mis amigos. Últimamente no me molestaba en teñir mi pelo rubio rojizo de algún color divertido. Estaba en un punto muerto.

Lo estaba.

Ya no.

Amelia se inclinó hacia mí con una sonrisa.

—¿Le traigo otra?

Le tendí mi copa. Corría por mis venas el atolondramiento de las vacaciones, la aventura y, sobre todo, la emoción de escapar de todo.

—Sí, por favor.

El champán y sus ácidas burbujas se abrieron paso a través de mi pecho hasta llegar a mis extremidades. Notaba cómo se relajaba mi cuerpo poquito a poco, de los dedos al brazo y después al hombro. Me miré las manos. Mierda, llevaba el esmalte estropeado. El calorcillo llegaba ya al tatuaje de un pájaro que tenía en el hombro…

Apoyé la cabeza en el respaldo y suspiré satisfecha.

—Esto es mucho mejor que tener que registrar mi piso para ver qué se dejó el Capullo al marcharse.

Jensen se sobresaltó a mi lado.

—Perdone, ¿cómo dice? —preguntó, quitándose uno de los auriculares.

—Mark —le aclaré—. El Capullo. ¿No se lo he contado?

Me observó con atención. Parecía divertido. Sin duda pensaba que estaba borracha, pero no me importaba una mierda. Luego dijo con delicadeza:

—Pues no, no lo había mencionado.

—La semana pasada llegué a casa y me encontré a mi novio echándole un polvo a una gilipollas sin nombre.

Solté un hipido.

Jensen se mordió el labio inferior para no echarse a reír.

¿Tan borracha estaba ya? Solo había tomado… Conté con los dedos. Oh, mierda. Me había tomado cuatro copas de champán y tenía el estómago vacío.

—Así que le di la patada —dije, enderezando la espalda y esforzándome por parecer más sobria—. Pero resulta que no es tan fácil. Me dijo que no se puede vivir con alguien durante ocho meses y acabar con todo en un solo día. Le contesté que probara suerte y que yo quemaría todo lo que quedase.

—Estaría muy enfadada, claro —dijo Jensen en voz baja, quitándose el otro auricular.

—Pues claro, y también me sentía dolida. ¡Joder, tengo veintiséis años y él más de cuarenta! ¿Por qué tuvo que buscarse a otra para echar un polvo? No tiene sentido, ¿no le parece? Aunque seguro que esa amante que tiene usted en Londres, la de la lencería y la comida a domicilio en la cama, es más joven, está buena y es perfecta, ¿a que sí?

Sonrió con la mitad de la boca.

—¿La amante que tengo yo en Londres?

—No es que yo sea perfecta, y, desde luego, nunca tomo comida a domicilio en la puta cama, pero lo habría hecho si él hubiera insistido o si hubiera querido que nos pasáramos todo el día allí. Pero ya tenía una amiga con la que echar un polvo a la hora de comer, así que, ¿por qué iba a querer hacerlo conmigo? Vaya, he vuelto a enfadarme.

Me froté la cara. Estaba prácticamente segura de estar diciendo tonterías sin sentido.

Jensen no dijo nada, pero, cuando lo miré, vi que parecía escucharme con atención.

Era como estar con mis madres en el sofá, aunque aquí había distancia y no tenía que tener presente la posibilidad de que se preocupasen por mí. Aquí podía fingir que mi aburrido trabajo y el capullo de mi ex eran algo que podía dejar atrás para siempre.

Me volví de cara a Jensen y se lo solté todo:

—Quizá fuese un poco pendón antes de él, ¿sabe? —Amelia me preguntó si quería otra copa de champán y asentí con aire ausente—. Pero cuando conocí a Mark pensé que era el amor de mi vida. Ya sabe cómo son las cosas al principio, ¿no?

Jensen asintió vagamente.

—Sexo sobre cada superficie plana, ¿vale? —aclaré—. Yo volvía del trabajo y me sentía como una cría que baja corriendo las escaleras la mañana de Navidad.

Él soltó una carcajada.

—Comparar el sexo con la infancia… Deme un instante para hacerme a la idea.

—Todos los días eran así —dije entre dientes—. Su mujer le había engañado y abandonado, y yo le vi pasar por todo aquello. Esperé durante mucho tiempo a que volviese a la vida. Y entonces lo hizo: volvió a la vida conmigo. Estuvimos juntos mucho tiempo, más o menos once meses, y eso para mí es una eternidad. Al principio todo era genial… hasta que dejó de serlo de repente. No limpiaba, no arreglaba nada de lo que yo le pedía que arreglase, y siempre era yo la que pagaba los comestibles, la comida a domicilio y las facturas, y cuando me di cuenta estaba corriendo con los gastos de su nueva empresa. —Miré a Jensen, y su rostro pareció oscilar ante mí—. Y no me importaba, ¡en serio! Le quería, ¿vale?, y le habría dado todo lo que me hubiera pedido. Pero supongo que darle una amante a la que tirarse en mi propia cama, con las sábanas retiradas para no tener que lavarlas antes de que yo llegara a casa, era demasiado para mí.

Jensen puso su mano sobre la mía.

—¿Se encuentra bien?

—Quisiera darle una buena patada en el culo, pero, por lo demás…

—A veces, cuando viajo en avión —me interrumpió él—, me tomo una copa, y quizá otra, y en ocasiones olvido cómo me afecta cuando aterrizamos. La altitud lo… empeora. —Se acercó un poco, supongo que para que yo pudiera enfocar su cara—. No le digo esto para juzgarla por querer champán, porque ese Mark parece un auténtico gilipollas, sino simplemente para que entienda que volar y beber son experiencias distintas…

—¿Debería tomar agua?

Solté un hipido y luego, para mi horror, eructé.

«Oh, Dios mío. Oh, joder».

—Me cago en la puta —logré articular, y me tapé la boca con la mano.

Seguro que un hombre como Jensen no iba por ahí eructando en público como un sapo.

Ni salía con una chica que lo hiciese.

Ni decía palabrotas.

Ni se tiraba pedos.

Y ni siquiera llevaba una pelusilla en el traje.

Me disculpé entre dientes, pasé por encima de él y me dirigí al lavabo, donde pude echarme agua en la cara, respirar varias veces para tranquilizarme y soltarme un sermón a mí misma en el espejo.

Cuando regresé a mi asiento al cabo de unos minutos, Jensen se había dormido.

El aterrizaje fue muy movido, y Jensen se despertó de golpe en su asiento. Él había dormido casi cuatro horas, pero yo no había podido pegar ojo. A mis amigos el alcohol les daba sueño; a mí me espabilaba. Era una lástima, porque habría preferido dormir a pasarme el vuelo elaborando un catálogo mental de todas las señales de la infidelidad de Mark que había pasado por alto y reprochándome mi capacidad para hacer el ridículo con un extraño.

El aeropuerto internacional Logan, insulso y gris, se extendía ante nosotros. Amelia dio los avisos, supuse que habituales, recomendándonos permanecer sentados, retirar con cuidado el equipaje y volver a volar con aquella compañía.

Lancé una rápida mirada a Jensen, y aquel movimiento hizo sonar un gong metálico en mi cabeza.

—¡Oooh! —gemí, apretándome la frente—. Odio el puto champán.

Él me dedicó una sonrisa cortés.

Señor, qué guapo era. Confié en que alguien le esperara en casa, alguien a quien pudiera contarle que había conocido en el avión a una británica desquiciada y desaliñada.

Sin embargo, una vez que nos permitieron ponernos de pie, sacó su teléfono móvil del maletín y miró con el ceño fruncido la larga lista de mensajes.

—De nuevo en la brecha, ¿no? —pregunté con una sonrisa.

Él no me miró.

—Que tenga buen viaje.

—Gracias.

Me mordí los labios literalmente para no añadir una explicación inconexa sobre el motivo por el que le había bombardeado con mi incesante parloteo y le había eructado encima. En lugar de eso, seguí el avance de su culo perfecto hasta la terminal, diez pasos detrás de él.

Tras cruzar la terminal y pasar por la zona de recogida de equipajes, me encontré a mi abuelo esperando al pie de la escalera mecánica. Llevaba una camiseta de los Red Sox de Boston y unos desteñidos pantalones color caqui con tirantes.

Su abrazo me recordó el de Coco: firme, suave y cálido, sin muchas palabras de bienvenida.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó, echando a andar y pasándome un brazo por los hombros.

Notaba las piernas débiles y temblorosas. Qué no habría dado por una ducha caliente.

—He tomado demasiado champán y le he soltado un rollo tremendo a ese pobre tío que va por allí.

Levanté la barbilla, indicando al hombre de negocios alto que caminaba unos cuantos pasos por delante de nosotros, hablando ya por el móvil.

—Ah, ya —dijo mi abuelo.

Le lancé una ojeada, asombrada una vez más de pertenecer a una estirpe tan discreta y afable. Habían transcurrido dos años desde la última visita de mi abuelo a Londres, y hasta ese momento nos habíamos visto en todas las vacaciones. Él nunca hablaba con excesivo entusiasmo de nada, pero su apoyo silencioso hacia Lele y Coco era incondicional.

—Me alegro mucho de verte —le dije—. Ya echaba de menos tu cara y tus tirantes.

—¿Cuándo sales de viaje? —preguntó mi abuelo en respuesta.

—La fiesta se celebra mañana —contesté—, y el domingo a primera hora saldremos a visitar las bodegas. Pero volveré cuando acabe el viaje y pasaré unos días contigo.

—¿Tienes hambre?

—Muchísima —dije—. Pero no quiero nada de alcohol. —Me recogí a toda prisa en otro moño el pelo enredado y luego me froté la cara con las manos—. Uf, voy hecha un desastre.

Mi abuelo me miró de arriba abajo y, cuando nuestros ojos se encontraron, comprendí que solo veía lo mejor de mí.

—Estás preciosa, Pippa.

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