Ballerina

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ACTO IV » 33

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«Quiero esconder la verdad, quiero protegerte, pero no hay ningún lugar en el que podamos escondernos. No te acerques tanto, dentro está oscuro. No quiero decepcionarte, pero estoy atado al infierno, aunque creo que todo esto es por ti, no quiero esconder la verdad. Cuando sientas mi calor, mira dentro de mis ojos, donde se esconden mis demonios. Yo digo que es cosa del destino, está tejido en mi alma, necesito dejarte ir. Tus ojos brillan tan fuerte, quiero salvar su luz; ahora no puedo escapar a esto, salvo que tú me digas cómo».

Aleksei estaba sentado en el piano en casa de Kat, donde tocaba, expulsando un poco el miedo y la angustia. Cada canción que tocaba o cantaba era triste; había perdido la luz del hombre que ella había conocido un año atrás, pero no se lo reprochaba. Después del año por el que había atravesado, lo comprendía, aunque le doliese el alma verlo así. It’s where my demons hide era la canción que más se repetía en aquel salón con decoración al más puro estilo imperial. Katerina comprendía que aquello era algo así como una terapia para él. Se limitaba a sentarse cerca de él, a veces incluso tocaban y cantaban juntos, aunque la mayor parte del tiempo ella se limitaba a verlo tocar, y sentía un profundo orgullo y admiración. Ella lo miró un segundo, y su mundo se quedó reducido a los ojos esmeralda en los que, sin quererlo, se vio enredada. Apenas un instante en el que las notas de Mozart los transportaron a los salones vieneses, donde personajes como la emperatriz de Austria, a la que tanto admiraba, miraba perturbada al que se suponía era el amor de su vida. Pero no lo era, y el corazón se le fue fragmentando poco a poco cuando se dio cuenta de que lo perdía. Exactamente así se sentía Katerina.

Instantes, momentos, segundos… Se solía decir que pueden cambiar la vida por completo. Un encuentro podía convertirse en aquello que marcaría un antes y un después, y Aleksei tuvo dos momentos que marcaron su vida. El primero fue el día que había visto a Katerina bailar en la sala de ensayo y las ganas irrefrenables de danzar junto a ella se habían apoderado de él. La conexión, esa de la que hacía gala, surgió ese día en su vida haciéndole distinguir lo que era un momento clave de aquello que no lo era. No llegó a captar la transcendencia de aquel frío día en Rusia ni vislumbró lo valioso que sería ese recuerdo, que atesoró en su mente en los días más amargos que vinieron después. Y el segundo fue algo más terrible, el aciago día en el que el médico le dijo que padecía leucemia. La vida, que le había dado golpes a lo largo de los años, se le quebró entonces; la armoniosa y absolutamente perfecta felicidad con Kat se esfumó. Comprendió que no podía arrastrarla a un sinfín de pruebas, de idas y venidas al hospital, de ingresos, de sufrimiento y lágrimas; a verlo vomitando y pálido, mareado y febril… Por ello decidió abandonarla en Zúrich aquella noche, con la promesa de regresar a por ella, y así lo hizo. Cuando los médicos le dieron el alta y le permitieron volver a su rutina, tomó una firme decisión. Amaba a su madre por encima de todo y, desde que su padre había fallecido, no quiso dejarla a su merced. Sin embargo, una noche, ella, que al fin y al cabo era una madre y ya se sabe que las madres son sabias, se sentó en el sofá junto a él y, agarrándole la mano, le pidió algo.

—Alek, ya basta, tienes que hacer tu vida. Yo hice la mía: dejé el que fue mi hogar para correr junto a tu padre las mayores aventuras que la vida nos tenía preparadas, y entre ellas, tú. —Él le sonrió, entendía la preocupación de su madre. Fueron meses de tantas cosas que habían tenido que atravesar, verlo tan agotado, tan rendido y, aun así, luchando contra viento y marea. Pero sabía que no era feliz en aquel pueblecito que lo había visto nacer; sabía que solo había una persona capaz de volver a hacerlo sonreír y soñar con un futuro—. Ve por ella, cielo, estoy segura de que te estará esperando.

Aquello le recordó a la última noche que se habían visto en Zúrich: los ojos de Kat, que brillaban con el llanto en ellos, las palabras susurradas junto al río… «El hilo de la conexión está atado a tu meñique desde el primer día que bailamos juntos en la sala de ensayo, siendo unos completos desconocidos y, si no crees en el destino, no importa, porque ataré ese hilo a tu dedo y no dejaré que se rompa. Nunca».

Con aquellas palabras, cargadas de significado, había querido decirle muchas cosas: que entre Marie y él nada había sucedido, y jamás podría volver a suceder; que sentía celos porque ella irradiaba tanta luz, brillaba tanto que cegaba a todo el mundo. ¿Cómo no iba a enamorarse nadie de ella?; de ahí los celos por su nuevo compañero. Quiso decirle que no solo su padre había muerto, lo que asoló a su madre y a él mismo, sino que le acababan de diagnosticar una enfermedad. En un principio, pensó en decírselo, pero, cuando se dio cuenta de que ella lo abandonaría todo por estar a su lado, descartó la idea. Por eso esas palabras que ella no comprendió, pero que fueron el sello para su futuro mejor, ese que, sin duda, tendrían algún día.

La conversación con su madre se sintetizó en decirse ambos lo mucho que se querían, en aceptar que debían separarse para que Aleksei buscase su felicidad junto a Kat, en alcanzar la paz que volviese a equilibrar su vida, y entonces lo supo. Debía volver al lugar donde había sido feliz con ella. Por eso se marchó al pueblo de Viena, donde compartió los mejores días junto a Katerina. Se instaló en una casita con aire de cuento, pero más modesta que el hogar de la bailarina. Volvió a recorrer los lugares por los que había paseado con ella, tocó el piano sin descanso, rememoró los días en los que Kat admiraba y demostraba su fascinación por aquel instrumento en sus manos… Y, un día, por casualidad, al pasear por el pueblo, se encontró con Franz, que le contó el problema de Anastasia, la cual estaba ingresada en una clínica cercana. Charlaron sobre Katerina, sobre su nueva vida y él le confesó su enfermedad. Desde entonces, el expartenaire vio con otros ojos a Aleksei, al que siempre había tenido antipatía. Conoció al hombre que había sacrificado su propia felicidad por la de ella, al hombre enamorado de la ballerina, a la que dejó libre para triunfar y respirar la felicidad que llevaba años trabajando. Pero Franz sabía que ella seguía con la herida abierta, pues seguía enamorada de ese hombre con una taza de café entre sus manos. Se calló y no les dijo nada ni a ella ni a él; solo cuando llegó el momento adecuado, la llamó, la trajo de vuelta para hablar sobre Anastasia, sobre su nueva vida y propiciar el encuentro con Aleksei.

***

Katerina entró a la biblioteca llevando cinco libros en sus manos, con los que hacía equilibrios para que no se cayeran. Esa sala era tan impresionante como el resto de la casa; era un lugar acogedor, con las paredes forradas de estanterías llenas de libros, de esos que tienen tapas de piel y letras doradas. Sus padres habían sido grandes amantes de la literatura, y en sus viajes compraban ejemplares de todos los rincones que visitaban; incluso compraban antigüedades, verdaderas joyas, primeras ediciones, que conservaban allí como el gran tesoro que eran.

Las ventanas eran altas y lo suficientemente grandes como para iluminar la estancia. A Kat le había fascinado desde pequeña aquel lugar; recordaba ir allí de la mano de su madre. Mientras ella se entretenía con sus libros de niña pequeña, mucho más accesibles, su madre se sentaba cerca de ella y de la chimenea, que en invierno crepitaba sin cesar, a leer los clásicos de la literatura romántica del siglo xviii. Y, además de en cientos de cosas más, en eso también había salido a su madre.

Dejó los libros en una mesa cercana a la ventana y buscó el ejemplar que llevaba días buscando: La vida como obra de arte, de Goethe, el autor alemán que ya había fascinado a su madre y del que se había enamorado perdidamente. Max lo había localizado y se lo dejó en esa mesa para que ella dispusiera de él. Inspiró satisfecha y se sentó en la butaca, como había hecho Valèrie muchas veces, cerca de la chimenea, con el libro de Goethe en sus manos.

Horas pasaron sin que se percatara del paso del tiempo. No fue hasta que Aleksei entró en la habitación y rozó su brazo para sacarla de su lectura que se fijó que la luz ya no traspasaba las ventanas. Al parecer, estaba lloviendo, pero ella ni siquiera se había fijado. Ambos giraron la cabeza cuando unas gotas fuertes impactaron en las ventanas y un relámpago iluminó la biblioteca, iluminada —a duras penas— por el fuego que se estaba apagando.

—Solo hay dos cosas capaces de abstraerte tanto de la vida: el ballet y la lectura. —Kat le mostró una dulce sonrisa mientras él tiraba de su mano para levantarla. Caminaron de regreso al salón, y ella se sentó en el piano, donde hacía unas horas había estado sentada junto a Alek. Comenzó a tocar una melodía algo más alegre que lo que últimamente resonaba por la casa. Él se sentó en la butaca situada tras ella, donde Kat lo observaba sin parar, disfrutando de aquella visión. Una vez que terminó de tocar, giró el cuerpo y se quedó mirando al hombre por el que respiraba y que hacía arder su piel con un leve roce. Subieron al dormitorio tras cenar con Max y Magda, fingiendo que se habían reencontrado por azares del destino y que su vida marchaba perfectamente, sin ser ese etéreo momento el que pudiera destrozarlos en unos pocos días.

A Aleksei se le adormeció el brazo izquierdo, aunque poco importaba. No había dejado de observarla dormir, de sentir su respiración, pegada a él. Aquella noche se metieron en la cama y, sin hablar, se dieron lo que necesitaban: abrazos. Entre las sábanas, se embriagaron uno del otro, compartiendo miradas silenciosas, en las que se dijeron todo lo que se habían echado de menos, el amor tan fuerte que los unía, su conexión… Y él se dijo una vez más que no quería dejar de observarla dormir, deseaba pasar infinidad de noches así; algunas veces amándola, otras simplemente recreándose en su luz. Pero la enfermedad podía aparecer de nuevo; de hecho, una nueva consulta médica lo aguardaba y estaba asustado, quizá debía volver al duro tratamiento. Y, durante todos esos meses en los que no sabía si se recuperaría, ella no lo abandonó, por muy lejos que estuvieran uno del otro. Sabía que debía luchar por sí mismo, por sanarse él primero, por no hacer sufrir más a su madre y a Marie, que a su manera lo quería. Pero, sobre todo, luchó porque sabía que no tenía derecho a hacer sufrir a Katerina. El amor que los había unido les había marcado la piel y el alma, entretejiendo millones de recuerdos que anidaron en sus corazones y de los que bebió cada día para soportar la angustia, el miedo y el dolor.

Kat se quedó sin aire al día siguiente, cuando sintió el espacio vacío a su lado. Se puso la sudadera de Aleksei, con su olor impregnado, sintiéndolo de nuevo en la piel. Bajó a la cocina, donde Magda le dijo que el señor Ivanov estaba fuera desde temprano. Cogió una manta, por si acaso a él no se le hubiese ocurrido llevar una, y salió en su busca. Tardó poco en encontrarlo, sentado en el viejo tronco, donde, lo que parecía hacía siglos, habían estado sentados juntos. Llegó hasta él y lo tapó con la manta, cubriendo a ambos; agarró sus manos, heladas, y trató de calentarlas con las suyas.

—No deberías salir sin nada de abrigo, podrías ponerte… —Pero se detuvo antes de pronunciar la palabra que parecía haberse convertido en tabú entre ellos. Él la miró y se acercó más a ella para que la intimidad compartida fuera tan íntima que no existiera ni un milímetro de aire entre ambos.

—Puedes decirlo, mi vida, no pasa nada —musitó, retorciendo sus manos en las de ella. Katerina aún tenía muchas preguntas sin respuesta, angustia que la iba devorando por dentro y que aún no había externalizado. La vio titubear y, tras depositar un beso en su cabeza, le guiñó un ojo y la alentó a hablar.

—Si me lo hubieses dicho, Alek, en ese momento, en el puente… yo… —Se mostró pequeña, encorvándose, luchando con las lágrimas.

—Tú hubieses venido conmigo, pero deseaba que por fin cumplieras tu sueño, después de lo valiente y fuerte que habías demostrado ser. No podía hacerte eso, solo te habría causado más dolor del que ya has padecido en tu corta vida.

—Yo no soy fuerte, simplemente lo era porque tú me dabas la fuerza. —Aleksei reaccionó cogiendo su cara entre las manos y estampándole un beso en la boca, uno de tantos, húmedo y cargado de las emociones que contenían. Respiró nervioso junto a esa boca, por no saber abrirle los ojos y verse tal cual era ella en realidad.

—Eso no es cierto, Katerina. Tú siempre has sido valiente, has sido fuerte, pero te has negado la evidencia creándote un complejo que te ha atado de por vida. Yo simplemente tiré de ese pedazo de cuerda que vi asomar un día, porque, si hay alguien que se merece ser feliz más que nadie, esa eres tú. —Ella sollozó, llevando sus manos a las de Alek, que sujetaban su cara, por donde caían las lágrimas. Él siseó con ternura, acallando el dolor que le partía el alma a los dos.

La rodeó con los brazos y permanecieron inmóviles escuchando el rumor del agua que llevaba el río y llegaba hasta allí. Por eso Kat adoraba ese preciso lugar: porque no se vislumbraba el bosque, ni siquiera se adivinaba, pero se podía sentir.

—Hubo días muy duros, realmente jodidos, agradezco que no estuvieras en ellos. Cuando amas a alguien, deseas evitarle toda tristeza, dolor o angustia, e incluso anhelas verla feliz aunque no sea a tu lado —le aseguró, diciéndole nuevamente que la quería.

—«Ser amado por lo que uno es en realidad es la mayor de las dichas. La mayoría ama a los demás por lo que pueden aportar, aman la versión egoísta del ser querido, el cuerpo que ven ante sus ojos. Pero cuando sabes que no puedes amar así, cuando sientes que nunca has amado de esa forma antes y que nadie te amará de la misma forma cuando te evapores del mundo…, esa es la esencia del amor» —dijo Katerina, recordando las frases que su madre apuntaba en el diario y mirándolo a los ojos.

—«Un loco enamorado sería capaz de hacer fuegos artificiales con el sol, la luna y las estrellas para recuperar a su amada» —recitó Aleksei a Goethe con la sonrisa curvada en sus labios. Kat lo besó, aún con el sabor amargo del llanto en sus labios; él no pudo resistirse a su cuerpo, que vibraba en cada caricia, y la tomó en brazos y la llevó al interior de la casa para amarse sin medida, para sentir cómo la piel volvía a su sitio, al lugar donde debía estar, y grababa con tinta invisible, en sus cuerpos, las palabras que tanto significaban para ellos: te conecto.

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