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Capítulo 2

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– Hola señorita Amaya. – le saludó Sabino, inclinándose para darle la mano. – Soy el inspector Sabino Muguruza. Este es mi compañero, el inspector Diego González. Tenemos entendido que usted encontró al señor Castro esta mañana. Nos gustaría hablar de los hechos, si no le importa.

– Claro, lo que necesiten. – contestó Sara, cabizbaja.

– ¿Puede contarnos lo ocurrido desde que llegó esta mañana a la finca? Suponemos que ya habrá tenido que repetir el relato unas cuantas veces en lo que va de día, pero piense que cualquier detalle puede ser clave para la resolución del crimen. – le indicó Diego, mientras ponía su Smartphone en modo grabadora. – Usted tranquila, respire hondo y comience cuando esté preparada. Repito, cuéntenos hasta el más mínimo detalle que recuerde.

– Vale. – dijo Sara tragando saliva y haciendo una breve pausa. – Llegué a la puerta de la finca como cada día, sobre las ocho de la mañana, bueno, realmente a las ocho y diez, hoy me había retrasado, era un poco más tarde… Verán, normalmente mi pareja me trae al trabajo y esta mañana se había dormido. Me dejó en la puerta y se marchó a trabajar. La puerta de la entrada estaba cerrada, así que tuve que abrir yo.

Diego permanecía impasible, observando cada movimiento de Sara, cada caída de ojos, como se apartaba el pelo de la cara mientras hablaba. Sabía que esos gestos sin aparente importancia podían ocultarse intentos de distracción o actos reflejos en caso de engaño. Tomaba notas en su libreta de tanto en tanto. Era consciente que aquello solía poner nerviosas a las personas que eran interrogadas.

– ¿Tiene usted llave? – intervino Sabino. – ¿Normalmente se encuentra esa puerta abierta o cerrada?

– Sí, tengo llave, y sobre la puerta, depende. Normalmente cuando llego está abierta… Si la señora Paquita, la encargada, llega antes, la deja abierta. – contestó Sara diligentemente. – Pero a veces está cerrada, depende si Paquita se para a comprar en el mercado o se entretiene hablando con algún vecino, así que no me extrañó que estuviese cerrada. Abrí la puerta principal y me dirigí a la finca por el camino. Entré por la puerta de entrada del servicio, la que está en el lateral de la casa.

Hizo un gesto señalando en dirección a la puerta.

– Si no le importa, mejor vayamos fuera y reconstruyamos sus pasos. – indicó Diego.

Cerró su libreta llena de garabatos y la dejó junto al borde de la mesa. Cogió el móvil para poder seguir grabando la conversación.

– Vale. – dijo Sara, levantándose. – ¿Puedo encenderme un cigarrillo? Estoy un poco nerviosa.

– Por supuesto, fume usted si quiere. Pero continúe con el relato. – respondió Sabino.

Salieron al jardín por una de las enormes cristaleras que flanqueaban el comedor. Una vez fuera, Sara encendió un cigarrillo y expulsó el humo mirando hacia arriba mientras se dirigían la puerta de servicio, situada en el mismo lateral de la casa, a unos veinte metros de distancia.

– Ésta es la puerta por la que suelo entrar. – dijo Sara, parándose delante y dando otra calada al cigarrillo.

Había dos agentes de uniforme junto a la puerta, vigilando que no se alteraran unos posibles rastros de huellas que la brigada científica había marcado en el suelo. Diego miró la puerta con detenimiento. Comprobó que no tenía cerradura, tan solo un pestillo en la parte de dentro. Sara apagó el cigarrillo casi entero en un cenicero de pie colocado para ese fin a unos metros de la puerta y volvió al lado de Diego.

Uno de los guardias, con guantes en sus manos, les abrió la puerta para dejarlos pasar y entró tras ellos. Les recordó que no debían tocar nada.

Pasaron a un distribuidor que conducía a la cocina y al almacén.

– ¿Sigo? – preguntó Sara.

– Sí, por favor. – le indicó Sabino, haciéndole un gesto para que pasara delante de ellos.

– Pues dejé mi bolso en el almacén. Tenemos un colgador para dejar nuestras cosas y un pequeño cuarto para cambiarnos, pero yo suelo venir cambiada de casa. – continuó explicando Sara.

El agente pasó delante de ellos, abrió la puerta del almacén y encendió la luz, aunque no era necesario, ya que entraba luz suficiente por una ventana situada en una de las paredes. Entraron al almacén y Sara señaló la percha y la puerta del fondo, donde estaba el cuarto que había mencionado.

– Después cerré la puerta y fui al cuarto de baño, a hacer mis necesidades… – dijo Sara, ruborizada, bajando los ojos avergonzada y señalando dirección al pasillo. – Cuando acabé, cogí los trastos de limpiar y me fui a hacer los cuartos de baño de la planta de arriba.

Sara hizo el ademán de dirigirse hacia la planta de arriba por unas escaleras situadas entre el almacén y la cocina. Sabino con un gesto le indicó que se detuviera.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en la planta de arriba? ¿Escuchó usted algo raro? – intervino Sabino. – Creo que no es necesario de momento, no hace falta que subamos, continúe por favor.

– Bueno, ni vi ni escuché nada raro. Saben, cuando limpio pongo la radio, pero uso los auriculares, solo en un oído, por si me llaman. – explicó Sara. – Me gusta escuchar música mientras trabajo, se hace más ameno. Estuve una hora y media, supongo... En la planta de arriba hay dos lavabos y dos cuartos de baño completos, ¿los han visto? Son muy grandes y a los señores les gusta que estén bien limpios, así que lleva su tiempo dejarlos bien.

– O sea que serían aproximadamente las nueve y media cuando terminó los baños, ¿no? ¿Qué hizo a continuación? – preguntó Diego, que estaba empezando a impacientarse.

– Pues bajé a fumar un cigarro al mismo sitio donde hemos estado antes. Aproveché para hablar un rato por WhatsApp con mi novio y unas amigas. Después volví a coger los trastos de limpiar y me fui hacia la sala de juegos. Me extrañó que las persianas estuviesen bajadas, así que las subí. Son automáticas, ¿saben? Suben solas por la mañana y bajan solas por la noche. Como están de obras con la luz, pensé que igual había saltado el automático. – explicaba Sara.

Diego, atento, analizaba los gestos de la expresiva Sara. No notó nada raro. Tomó nota mental para que Álvaro comprobase los horarios con los mensajes que Sara había mencionado.

– Comencé a pasar el aspirador desde la entrada y al momento, vi algo raro, un bulto extraño sobre una de las mesas de billar. Dejé el aspirador y me acerqué. – dijo Sara, a quien se le comenzó a quebrar la voz. – Y vi al señor Julio allí, tumbado boca abajo… Enseguida noté que estaba muerto, había mucha sangre, no respiraba…

Sara rompió a llorar y Diego le tendió un pañuelo de papel mientras le subía la barbilla y la miraba a los ojos. Tenía unos ojos marrones grandes, muy expresivos.

– Sara, intente recordar. ¿Tocó usted algo? ¿Comprobó si Castro respiraba? – dijo Diego intentando tranquilizarla con sus manos sobre los hombros de Sara.

– Diría que no, pero estaba muy nerviosa… No sé, me puse a llorar y llamé a gritos a la señora Paquita. Como pensé que estaba sola, salí fuera, encendí un cigarro para intentar calmarme y llamé a mi novio para que avisara a la policía. Yo no tenía el número de teléfono y estaba asustada. En quince minutos o así llegó una patrulla y comenzaron a llamar a más gente y hacerme el mismo tipo de preguntas que me están haciendo ustedes ahora – respondió sollozando Sara a la vez que se apartaba de Diego. – El señor Julio tenía sus cosas, mal genio, pero no era mala gente, pobrecillo.

Y se puso a llorar otra vez. Se la veía realmente afectada. Diego sabía que esas reacciones eran difíciles de controlar o simular.

– Bueno, cálmese señorita Amaya. – le dijo Sabino, usando un tono de voz más dulce de lo habitual en él. - Muchas gracias por la información, creo que nos será muy útil. Creo que eso es todo de momento, ¿no?

Diego asintió con la cabeza a la respuesta de su compañero. Con un gesto indicó que podían volver a la calle. El agente cerró las puertas a medida que avanzaban.

Los inspectores dieron las gracias al agente y acompañaron a Sara hasta la entrada de la casa. Una vez allí se despidieron de Sara e indicaron a los policías de paisano que la llevaran a su casa.

Diego y Sabino se quedaron fuera. Sabino se encendió un cigarro mientras ambos seguían con la mirada al coche que llevaba a Sara de vuelta a su casa. El vehículo se alejó por el camino de salida de la finca lentamente, sin hacer apenas ruido.

Sabino llamó por teléfono a Álvaro para que confirmaran la versión de Sara y de su novio. La respuesta de Álvaro fue inmediata. Le contestó que ya lo habían hecho los policías que la habían interrogado aquella mañana, que todo estaba en orden.

– Menudo marrón nos ha caído… – dijo Sabino a Diego tras colgar, mientras expulsaba el humo lentamente. –  Y que calor que hace, ¡la hostia!

– Sí, tienes razón, en las dos cosas… – sonrió Diego con una mueca.

Diego aprovechó la pausa para responder a los WhatsApp de sus amigos, que organizaban la despedida de soltero de su amigo Ramón. La última propuesta de Rubén, que había sido elegido responsable. Fin de semana a Ibiza. Que original…

Aprovechó para llamar a Olga y ponerla al día de la charla con Sara. Fue una conversación breve y de carácter meramente profesional, dado que Sabino estaba cerca.

Cuando finalizó la llamada, los dos inspectores se dirigieron a la terraza donde les estaban esperando Álvaro y Eva. Tenían que poner en común todos los hallazgos sobre el caso y exponer teorías.

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