BAC

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Capítulo 3

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Estaba frente a su ordenador, leyendo el correo en una de las pantallas, mientras esperaba que se terminara de abrir el proyecto en la otra. Bostezaba con los brazos tras la cabeza cuando vio aparecer a Juan, el guardia de seguridad, acompañado por su jefe. Cambió su postura de inmediato.

– Carlos, me tienes que acompañar, es urgente. – le dijo su jefe, con gesto agrio.

Que su jefe, Eduard, fuese a buscarlo por tema urgente no era una novedad, no le extrañó lo más mínimo, pero sí que un guarda de seguridad de la empresa lo acompañara.

– ¡Joder! Mierda…al final será cierto lo de los despidos… – pensó Carlos, bloqueando el ordenador y levantándose con parsimonia de la silla.

Su jefe le pidió que le apuntara en un papel la contraseña de su ordenador. Carlos, sorprendido, obedeció y su jefe se sentó a teclearla. Al ver que podía desbloquear el ordenador sin ningún problema, lo apagó y le pidió al guardia de seguridad que lo cogiese. El guardia de seguridad, obediente, desconectó todos los cables de la unidad principal y lo agarró con ambas manos.

Nervioso, Carlos siguió a su jefe. Le extrañó que no se dirigiesen a su despacho. Pasaron de largo. Tampoco parecía que fuesen al despacho del jefe de personal, situado en la planta superior. El resto de empleados observaba la escena, algunos incluso se habían levantado de sus sillas para poder ver lo que estaba ocurriendo.

Había salas de reuniones dispuestas a lo largo del pasillo hasta la entrada de la oficina. Su jefe continuó andando, sin girarse en ningún momento. Juan, el guarda de seguridad, cerraba la pequeña comitiva con el ordenador debajo de su brazo derecho. El reloj de la oficina marcaba las cinco menos diez. Pasaron de largo las salas y se dirigieron a la salida, escaleras abajo.

Carlos torció el gesto cuando se abrió la puerta y vio un coche patrulla de los Mossos d’Esquadra esperando fuera. Uno de los policías le pidió su carnet de identidad. Tras confirmarla, el otro agente, se acercó a Carlos para esposarlo y sacarle el teléfono móvil del bolsillo del pantalón.

– ¿Qué pasa aquí? ¿Qué he hecho? No entiendo nada, ¿puedo saber por qué me detienen? ¿Alguien me puede explicar que cojones pasa aquí? – preguntó Carlos.

Miró de un lado a otro con cara de incredulidad y después miró a su jefe, para pedirle un favor.

– Eduard, ¿puedes avisar a mi esposa? – preguntó Carlos.

Su jefe asintió y se acercó para entregarle el papel con la contraseña manuscrita al policía que acababa de esposar a Carlos. El otro policía indicó al guardia de seguridad que introdujera el ordenador en el maletero de otro coche que había aparcado detrás de su coche patrulla.

– Necesitamos que venga a comisaría a prestar declaración, es usted sospechoso de un delito. – informó a Carlos el policía que lo había esposado, mientras lo empujaba dirección al coche.

Carlos entró en el coche mientras veía como muchos de sus compañeros cotilleaban asomados a las ventanas del edificio donde trabajaba. Cabizbajo, sin tener ni idea del motivo por el que habían ido a detenerlo al trabajo, comenzó a repasar mentalmente cual podía ser la causa de la detención. Recordó que esa misma mañana había tenido una discusión con un conductor en el atasco camino al trabajo. Le había insultado tras cerrarle el paso en un cruce. Aquel conductor llevaba un coche caro, lujoso. Pensó que igual se había topado con algún personaje poderoso. Fue lo único que le venía a la cabeza. Recordaba incluso la cara del conductor. Era lo más violento que había hecho en días, si no semanas. Se consideraba un ciudadano normal, nada problemático.

El coche de policía conectó las sirenas para abrirse paso entre el tráfico, seguido a escasos metros por el otro coche, un Audi A3 negro. Era hora punta y comenzaban las retenciones en el nudo de la Trinidad, como cada día. El trayecto duró media hora, tiempo que Carlos aprovechó para repasar mentalmente una y otra vez su nulo historial delictivo. No encontraba una causa para explicar todo lo que le estaba pasando. El coche entró en el aparcamiento del edificio de los Mossos d’Esquadra situado en el Passeig de Torras i Bages de Barcelona.

Los policías ayudaban a salir a Carlos del coche patrulla, cuando otro coche entró en el parking a toda velocidad. Su hermana Clara salió de aquel coche gritando a los policías que no la tocasen. Era todo un carácter, siempre había sido así.

– ¡Clara! – gritó Carlos, con los ojos llorosos, mezcla de rabia e impotencia. – ¿Qué haces tú aquí? ¿Qué ha pasado?

Un policía le mandó callar y lo trasladaron a empujones hacia el ascensor, mientras se llevaban a su hermana hacia las escaleras, entre protestas. Podía oír a su hermana gritando, quejándose desde la distancia.

Carlos fue conducido hasta una habitación de la primera planta. Una sala pequeña, donde los policías que lo habían detenido le indicaron que se sentase en una de las sillas antes de salir. Se quedó allí solo, esposado, inmóvil, durante varios minutos. Se preguntó cuántas veces había visto escenas similares en películas policiacas o series de televisión. Nunca había imaginado que se encontraría en esa situación. Se sentía indefenso, con las manos esposadas a la espalda, dentro de aquella sala insonorizada con una tenue iluminación. No tenía ni la más remota idea de lo que le iba a pasar. ¿Le torturarían? No soportaba el dolor físico.

De repente, se acordó de su esposa. ¿Cómo habría reaccionado a la noticia? Confiaba en que su jefe la hubiese llamado. Conociéndola, estaría nerviosa, mucho. También se acordó de su hija, su peque. Sus ojos volvieron a nublarse.  Sus pensamientos fueron interrumpidos cuando dos personas entraron en la sala, eran un hombre y una mujer.

– ¿Saben ustedes si han avisado a mi familia? Por favor, ¡díganmelo! – suplicó Carlos. – Necesito saberlo, ¡mi esposa estará preocupada!

– Tranquilo, no se preocupe, señor Marín, su esposa está al corriente de la situación en que se encuentra. – respondió la policía que se había sentado frente a él.

–  Hemos mandado una patrulla a requisar el material informático a su domicilio y ha sido informada del motivo de su detención.

– ¿Y yo? ¿Cuándo me lo van a decir a mí? – gritó Carlos, en un arranque de ira. – ¡Me parece increíble que me detengan en el trabajo, requisen mi móvil, se lleven el ordenador del trabajo y nadie me dé una explicación!

El policía se acercó a quitarle las esposas y a continuación hizo un gesto. La cámara que había en el techo se puso en marcha, a juzgar por el led que acababa de encenderse.

– Señor Marín, menos humos. Está aquí para prestar declaración sobre la muerte del señor Julio Castro. Hay indicios que le relacionan con los BAC, supuestos autores del asesinato. Ella es la inspectora Olga Fernández y yo soy Ángel Pérez, intendente de la brigada criminalística de los Mossos d’Esquadra. – dijo el serio policía que estaba parado de pie frente a él.

Carlos se quedó parado, sin respiración. Palideció de golpe, como si le faltase el aliento. Estaba aturdido. Finalmente, al cabo de unos segundos, acertó a articular unas palabras.

– ¿Qué? ¿Cómo…? ¿El asesinato de quién? ¿No será una broma? Joder, ¡me cago en la puta! Les juro que no entiendo nada… – dijo Carlos, con los codos sobre la mesa y una actitud más segura. – ¿Están seguros de que no se han equivocado de Carlos Marín? Debe haber un montón de gente con mi nombre. De hecho, un día me llamaron de tráfico para declarar sobre un accidente y…

– No tenemos duda alguna que usted es el Carlos Marín que buscamos. – interrumpió Pérez. – ¿Reconoce usted esta conversación?

El jefe de Diego mostró al detenido una transcripción impresa de una conversación de WhatsApp. Carlos cogió el papel que le acercaba Pérez y lo leyó con la boca abierta.

– No creerán que esto iba en serio, ¿no? – masculló Carlos con una sonrisa irónica en su rostro. – ¡Joder! ¡Es una conversación de gente normal, gente indignada con la clase política de su país, no una amenaza real! Ven… aquí pone “alguien debería ajusticiar a los corruptos”, ¡en ningún caso hablamos de hacerlo nosotros! ¡Se están equivocando! No tengo nada que ocultar, busquen lo que quieran. Yo no he hecho nada, ni mi hermana tampoco.

– ¿Nos puede decir que hizo ayer, jueves día quince de julio? ¿Dónde estuvo? – preguntó Olga, mientras leía algo en un papel. – Su jefe nos ha dicho que el lunes, día doce le avisó que el jueves se quedaría trabajando desde casa. Su esposa nos ha dicho exactamente lo mismo, pero necesitamos algún otro testigo que pueda confirmar que estuvo allí y no salió de la ciudad.

Carlos, pensativo, escudriñó entre sus recuerdos. Serio, con las cejas levantadas y moviendo los ojos, comenzó a relatar lo que hizo el día anterior.

– A ver, déjeme pensar… – comenzó Carlos. – Ayer me levanté sobre las seis a dar un jarabe a mi hija Anna. La pobre ha pasado una otitis y no está curada del todo, así que mi mujer y yo nos turnamos para darle el medicamento. Fui a la cocina por el jarabe y una cuchara. Ah, pero antes me detuve en el cuarto de baño para orinar y lavarme las manos. Después de despertar a mi hija para darle la medicina, estuve unos cinco minutos tumbado con ella para que se volviera a dormir. Volví a la cocina a dejar el jarabe y echar la cuchara a lavar. Me encendí un cigarro en el lavadero y vi que mi vecino de abajo, Joan, salía de la portería y se dirigía a su coche para ir a trabajar.

Olga tomaba notas en su cuaderno, sin dejar de observar al detenido. Aquel relato detallado parecía cierto, no había observado en Carlos ningún gesto que manifestase lo contrario. Pérez lo escuchaba con el semblante serio, tenso, como si le molestara el nivel de detalle del relato.

– El miércoles llegué bastante tarde a casa, tuve mucho trabajo, así que tuve que dejar el coche mal aparcado en el vado del taller de la esquina. – continuó Carlos. – Intentando no hablar muy alto para no molestar a los vecinos, llamé a mi vecino y le dije si podía esperar un minuto, para que me diese tiempo a cambiar mi coche. Me contestó que sí, así que me puse unas chanclas, cogí las llaves y bajé corriendo las escaleras. Aparqué el coche en el hueco que dejó mi vecino y subí de nuevo a casa. Creo que aquí tienen mi coartada.

Carlos Marín finalizó el relato reclinándose en la silla con una amplia sonrisa en el rostro y cruzándose de brazos. Acto seguido miró a los dos policías complacido y les habló con más calma.

– Joan Segarra, vive en el piso segundo cuarta. Ya saben, hablen con mi vecino, y asunto aclarado, ¿no? – dijo el detenido.

– No tan rápido. – Pérez se echó hacia delante y lo miró a los ojos, impasible. – Señor Marín, su vecino nos puede confirmar que lo vio y habló con usted ayer sobre las siete de la mañana. Aunque sea cierto, usted habría tenido tiempo de sobra de viajar a Ibiza, perpetrar el crimen y volver a su casa el mismo día. Tiene que ser algo más sólido, esto no significa que no haya podido usted asesinar a la víctima.

– ¿Ibiza? ¡Pero que dicen! – comentó Carlos un tanto airado. - Yo nunca he estado en Ibiza, se equivocan completamente.

Olga reconoció al instante el gesto que le acababa de hacer su jefe con la cabeza. Se levantó y salió de la sala para llamar a Nicolau. Le pidió a su compañero que mandase una patrulla al domicilio del vecino del detenido y comprobaran la veracidad del relato. Cuando volvió a entrar, el sospechoso estaba callado, inmóvil, con la mirada perdida de un niño al que han cogido en su primera mentira.

Carlos seguía pensando como poder demostrar que no había sido él, que no tenía nada que ver con los hechos por los que lo mantenían detenido. Permaneció en silencio, con la cabeza gacha, rascándose la cabeza con su mano izquierda. Tan solo tenía que recordar todos los detalles del día anterior. Se consideraba una persona con buena memoria. El jueves se levantó sobre las ocho, se dio una ducha y tras desayunar se fue al despacho que tenía montado en el piso. Tenía que finalizar la presentación de un proyecto. Estuvo preparando la documentación durante unas tres horas, solamente interrumpidas por su hija, que fue a darle los buenos días cuando se despertó y su mujer, que entró al despacho un rato después para llevarle un café y de paso, proponerle una pausa para hablar de los planes del fin de semana. También salió al lavadero un par de veces a fumar, bueno, quizás fueron cuatro o cinco… No encontraba nada para poder demostrar que no se había movido de su domicilio. Continuó haciendo memoria. Recordó que estuvo trabajando hasta la hora de comer y prosiguió tras echarse una pequeña cabezada en el sofá. Nada.

Olga lo observaba atenta, mirando como el detenido movía sus ojos de un lado a otro mientras hacía memoria.

– ¡Ya lo tengo! – exclamó Carlos repentinamente. – Hay dos personas que pueden confirmarles que estaba en mi casa el jueves sobre las ocho de la tarde. A esa hora aún no tenía terminado el trabajo. Mi esposa se había marchado con mi hija al parque para que le diese un poco al aire, la pobre llevaba casi una semana en casa con lo de la otitis. Recibí una llamada de una empresa de telefonía y cuando estaba tratando de deshacerme de aquella pesada, llamaron a la puerta. Pensé que era mi esposa, que había olvidado algo, pero no, eran dos señores trajeados, dos testigos de Jehová, intentando convencerme para que me uniera a su congregación. Les dije que no me interesaba lo más mínimo, pero, aun así, me dejaron un folleto, tomaron nota de mi nombre y me prometieron que se pasarían en otro momento.

Pérez volvió a mirar a Olga y ésta, reaccionó de la misma forma. Una vez fuera de la sala, sacó su móvil del bolsillo y marcó un número de teléfono.

– Nicolau. Sí, soy yo otra vez. Espera, es otra cosa. – dijo Olga. – Dile a la patrulla que ha ido a hablar con el vecino del coche que pase por el domicilio del señor Marín. ¿Qué? ¿Hay dos agentes en casa del detenido? Vale, pues diles que busquen un folleto de una iglesia evangelista o similar. Es probable que dos de sus miembros sean la coartada del señor Marín.

A juicio de Olga, Carlos Marín decía la verdad, pero tenía experiencia en casos parecidos donde el detenido parecía sincero. Ya había visto personas negando los hechos de los que se acusaban en otras ocasiones. De hecho, no recordaba haber oído a nadie confesar la autoría de un crimen en el primer interrogatorio. Entró de nuevo en la sala. En ese momento Pérez se levantó, se dirigió a la puerta y dio orden a la pareja de Mossos que custodiaba el acceso para que trasladasen al presunto delincuente en uno de los calabozos. También les pidió que subieran a Gemma, otra de las detenidas.

Mientras tanto, Olga se acercó a comprobar si había algún avance en los rastreos informáticos que perpetraban Miravet y su equipo, quienes estaban revisando los contenidos de los dispositivos requisados a los tres detenidos. Esperaba que encontraran algún rastro digital, un email comprometedor o visitas a páginas webs sospechosas.

– ¿Hola guapa, que te trae por aquí? – dijo Miravet al ver entrar a Olga por la puerta. – No me lo digas… ¡vienes a verme!

– Ya quisieras tú… ¿Tenemos alguna novedad de los sospechosos? – preguntó Olga.

– Joder, ¡pues es una lástima! En fin, que le vamos a hacer… – contestó Miravet suspirando y mirando a los ojos de Olga. – Solo hemos tenido tiempo de buscar a fondo en los dispositivos de Carlos Marín. De momento, pelis, series bajadas de internet y fotos de su familia. Gigas de información de bajo o nulo interés policial y ninguna relación con el motivo de su detención. Eso sí, ¡hay que reconocer que ese tío tiene buen gusto! Tiene bajadas todas las temporadas de Juego de Tronos, Breaking Bad, True Detective y porno de calidad. Y fotos, miles de fotos de su hija, hasta de sus mojones. Sí, en serio, ¡mirad!

Giró el monitor para que todos los ocupantes de la sala viesen la foto, donde se veían unas deposiciones en un váter de plástico. La imagen provocó las risas del grupo de informáticos que trabajaban allí.

– Poca actividad en redes sociales, tiene dos cuentas de Twitter, básicamente sigue a tuiteros de renombre, como @gerardotc o un tal @norcoreano. Esos deben ser sus preferidos, ya que favea y retuitea casi todo lo que publican esos payasos. No suele escribir mucho. En Facebook tampoco, nada remarcable en los contactos ni comentarios dignos de mención. Lo único que he encontrado un fichero comprimido con contraseña tanto en el ordenador del trabajo como en el móvil. Pentium, crackéalo, a ver si vemos que esconde. – continuó Miravet.

El tal Pentium asintió con la cabeza, mientras intentaba conectar un cable USB a su portátil. Pentium no estaba de acuerdo con Miravet. Tanto @norcoreano como @gerardotc tenían un don, eran capaces de sacar punta a las noticias de actualidad, darles una clave de humor y tan solo usando ciento cuarenta caracteres. Sus tweets era publicados en muchísimas redes sociales e incluso periódicos. Notó que Olga lo miraba. La inspectora lo observaba con curiosidad, no lo conocía.

– ¿Sabes? No entiendo como en las películas siempre aciertan a la primera cuando conectan un puto USB. En la vida real tienes que probar dos o tres veces antes de meterlo bien en el conector. ¡Hala, ya está! – dijo el joven informático cuando pudo conectarlo, soltando un sonoro bufido. – ¡Que patada en los huevos le pegaba al que inventó este puto conector!

Los ficheros comenzaron a volcarse a su portátil. Olga no reconoció el sistema operativo que usaba aquel joven informático, así que se acercó y se quedó mirando la pantalla, curiosa. Se presentó.

– Hola, soy Olga Fernández, brigada criminalista. – dijo la inspectora, tendiéndole la mano.

– Sergi. – el muchacho se levantó de la silla y la saludó educadamente. – He visto que mirabas el ordenador. Es una distribución de Linux un tanto especial…

– Ah, ya decía que no me sonaban esas ventanas. – añadió Olga, mostrando interés.

El poco disimulo con el Pentium estaba repasando la anatomía de Olga denotaba que no solía tener mucho contacto con especímenes del sexo contrario. Ella lo notó, pero no le importó lo más mínimo.

– Perdonad, mea culpa, no os he presentado… Este es Sergi Cortés, pero todos le llaman Pentium. Nos lo han prestado para que nos eche una mano. – comentó Miravet. – Dicen que es un crack en estas cosas.

Pentium trabajaba en el equipo de Álvaro Pons. Se había desplazado aquella tarde desde Madrid, al conocerse la noticia de la detención de los tres sospechosos en Barcelona. Aquel joven se había pasado al bando de los buenos tras varias detenciones por accesos ilegales de páginas webs y servidores del Ministerio de Defensa. Desde que abandonó el lado oscuro, era la mano derecha de Álvaro.

– No pasa nada, todos estamos por otros temas… Así que Pentium, curioso apodo. ¿Algo fuera de lo común? – le preguntó Olga.

– No, la verdad que de momento poca cosa. Tampoco estamos viendo nada en los dispositivos de su hermana, ni de la cuñada. – comentó Pentium. – Son unas lesbianas un tanto sosas, no tienen ni una foto subidita de tono… ¡No enseñan ni media teta!

Olga frunció el entrecejo al escuchar aquel comentario y soltó un bufido. Pentium tecleaba rápidamente en su portátil mientras miraba de reojo a Olga. Tras escuchar el sonoro suspiro que había dejado salir la inspectora tras su último comentario, supo que debía abstenerse de soltar ese tipo de burradas, al menos, mientras ella permaneciese en la sala.

– Miravet, ya está. El fichero encriptado contiene documentación de un proyecto mecánico y los diseños en 3D del mismo, son borradores. También hay un PowerPoint. – dijo Pentium. – Ficheros Zip con contraseña a mí, ¡jejeje!

Tras dar una sonora palmada en tono jocoso, aquel joven imberbe con una leve cresta como peinado y un enorme piercing en la oreja derecha, hizo un breve resumen de lo encontrado en los portátiles y móviles de las detenidas.

– Nada. Nada de nada, estos tres están limpios. Ni rastro de BAC ni de BOC por ninguna parte. Tan solo tenemos la conversación de WhatsApp con las otras dos, la que ha ocasionado todo este jaleo. – comentó Pentium metiéndose un chicle en la boca. – No vamos a encontrar nada, estamos perdiendo el tiempo. ¿Estáis seguros de que la pista es buena?

– No lo sabemos, sigamos buscando, no pasemos nada por alto, Revisad todo de nuevo, por si acaso. – sugirió Miravet, encogiéndose de hombros.

– Bueno, ya avisareis si dais con algo que valga la pena… ¡Hasta luego! – dijo Olga, despidiéndose de los informáticos moviendo su mano derecha mientras se dirigía a la puerta.

Pentium giró con disimulo la cabeza para seguir el contoneo de caderas de Olga y le guiñó el ojo a Miravet.

Mientras tanto, Gemma, la cuñada de Carlos, otra de las detenidas por la conversación de WhatsApp sobre los BAC, esperaba en la sala esposada, mirando desafiante hacia la puerta. Se mordía el labio inferior, con rabia en la mirada, cuando entraron Pérez y Olga. Se presentaron de la misma forma que habían hecho previamente con Carlos y le expusieron el motivo de su presencia en la comisaría, a la vez que Olga le quitaba las esposas y ponía de nuevo la cámara en marcha.

Gemma dejó de morderse el labio, miró a los ojos a Olga, después a Pérez, y, de repente soltó una sonora carcajada que sorprendió a ambos policías.

– ¿Cómo? ¡Esto es realmente alucinante! ¿Detenida por una conversación de WhatsApp con mi familia? ¿Esto es legal? ¡Dónde vamos a llegar con este puto gobierno de fachas…! – exclamó la detenida.

Por un momento, parecía que el interrogatorio lo dirigía Gemma, que, arrugando y tirando la hoja con la conversación impresa al suelo, continuó con su airada protesta.

– A ver, ¿no tengo derecho a un abogado? ¿O eso solo pasa en las películas yanquis…? Vaya puro os voy a meter… – concluyó Gemma, con cara de perdonavidas.

Se recostó en la silla, mirándolos de nuevo, sus ojos no reflejaban temor. Pérez y Olga se miraron, serios. El inspector cogió la hoja del suelo e intentó que recuperara su forma original, sin éxito.

– Señorita Cuenca, ¿puede dejar de protestar y decirnos donde estuvo ayer? – preguntó Pérez, armándose de paciencia. – Cuanto antes aclaremos las cosas, antes podrá irse a su casa…

Olga se levantó y le acercó un vaso de agua, ella se sirvió otro. Pérez le hizo un gesto para hacerle saber que no él no quería.

– ¿Qué es lo que quieren saber, que hice, donde estuve y todo eso? – el tono que usaba Gemma rayaba la impertinencia. – Pues me levanté sobre las siete y media para ir al gimnasio, donde estuve un par de horas y después me dirigí a nuestro negocio. Por si no lo saben... ¡Que gilipollas soy, claro que lo saben! Clara y yo regentamos un centro de medicina alternativa en Barcelona. Nuestra recepcionista, Mar, me comentó que tenía una visita esperándome. Tanto Mar como la paciente, que, por cierto, es una actriz bastante conocida, podrán confirmar que estuve en el despacho hasta las once y pico. Después fui a realizar una consulta a domicilio. Se trata de una señora mayor que vive a dos manzanas de nuestro local. Cuando finalicé la visita, me fui a comer con Clara a un restaurante de comida rápida en el Maremágnum. Aprovechamos para mirarnos algo de ropa y volvimos al despacho sobre las cuatro de la tarde. Permanecimos allí hasta pasadas las ocho. Habíamos acabado las visitas a las seis de la tarde, pero estamos pensando en ampliar el negocio. Estuvimos reunidas con nuestro gestor para hablar de los créditos y saber cuánto podemos invertir.

Realizó una breve pausa para beber agua, miró de soslayo a Pérez y después a la inspectora. Detuvo sus ojos en los ojos de Olga. Tras pensar que tenía unos ojos marrones muy bonitos, continúo su relato.

– Tras la reunión con el gestor, nos trasladamos en un taxi hasta un restaurante japonés del barrio de Gracia, donde cenamos con unos amigos. Volvimos a casa sobre las once de la noche. Después nos dimos una ducha. – realizó una breve pausa en el relato para comprobar la reacción de los policías y añadió. – Y estuvimos follando más o menos una hora, si quieren más detalles, continúo…

Tanto Olga como su jefe hicieron caso omiso a las provocaciones de Gemma y se levantaron casi al unísono de sus respectivas sillas. Pérez se dirigió a la puerta, avisó a uno de los policías que esperaba fuera y le indicó que esposara a Gemma y la devolviese al calabozo. Sabía que la detenida iba a estar muy poco tiempo allí, no tenían nada sólido contra ella ni los otros dos detenidos. Ya habían contrastado sus declaraciones y las coartadas no dejaban entrever ningún tipo de duda, pero debían cerrar el círculo e interrogar también a Clara Marín.

Mientras tanto, Olga marcó el número de teléfono de Diego. Lo echaba de menos y tan solo llevaba unas horas sin verle. Esperaba que solucionaran el caso rápido, pensó, mientras el tono del móvil sonaba.

– Hola Diego. Sí, aquí todo bien. – a Olga se le iluminó la mirada al escuchar la voz de su amante. – Oye, hemos interrogado a dos de los detenidos por la conversación de WhatsApp y parece que están limpios. Tampoco hay nada en los ordenadores o móviles, aparte de la conversación sobre los BAC. Vosotros que, ¿alguna pista más?

– Que va. Estamos esperando a ver si la autopsia arroja alguna pista por la que podamos tirar del hilo, pero creo que hasta mañana no sabremos nada. – dijo Diego con voz cansada. – No te lo había dicho, creo que han encontrado el punto por el que han entrado los asesinos. Ah, que ya os ha llegado la información. Vale. También están procesando las huellas y pisadas tanto en la verja como en el lugar del crimen, pero aún no nos han pasado resultados.

Era tarde, había sido un día muy largo y Diego necesitaba descanso. Tanto ajetreo no le dejaba pensar.

– Te llamo después desde el hotel, ¿vale? – terminó con un suspiro Diego.

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