Azul

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PASABAN algunos minutos después de las dos de la tarde. Fátima e Índigo se encontraban sentadas en la terraza del jardín, Índigo había servido el té y acariciaba el cabello de Fátima, y ella dejaba que su mirada orzara sobre las olas que el viento producía en los rosales del jardín. No había podido dormir ni un solo segundo durante la noche, ella aún experimentaba esa extraña mezcla de excitación y desconsuelo. Estaba retraída, mucho más que de costumbre, a penas si había pronunciado un par de palabras durante toda la mañana, había dejado casi intacto su plato durante el almuerzo, y ahora, había permitido que la taza de té se enfriara.

—Fátima ¿qué te pasa?. No me hablas, no me haces preguntas, no comiste casi nada, el té se ha enfriado, y desde que salimos al jardín sólo contemplas la rosaleda como si estuvieras esperando encontrar algo entre los arbustos.

—Índigo, me siento cansada es todo. Anoche no pude dormir.

—Fátima, no me mientas. Hoy cuando te estaba vistiendo descubrí un moretón en tu espalda. —Ella recordó el golpe en el tronco del árbol— Además, tu vestido tenía una rasgadura y la falda tenía manchas de barro. Tus vestidos se enlodan cuando te arrodillas entre los rosales para cortar las flores, y no creo que a media noche hayas venido al jardín a cortar rosas. Fátima, ¿te ocurrió algo?. ¿Tú tía te maltrató?. Sabes que puedes confiar en mí por completo. — Fátima clavó la mirada en los ojos negros de su nana. Índigo sujetó las manos de ella entre las suyas y la miró con una expresión angustiosa dibujada en su rostro— Fátima, no me atormentes más con tu silencio.

Fátima recostó su cabeza en el hombro de su nana y ella le acarició el pelo, tratando de calmar lo que afligía a la joven.

—Índigo, anoche...

Tenía que sacarlo, tenía que decirle a alguien lo que había sucedido, tenía que hablar con alguien de lo que la estaba consumiendo y solamente podía ser Índigo quien la escucharía y la arroparía y la consolaría y le ayudaría a curar su maltrecho corazón hasta que sanara.

Si, finalmente lo reconocía para sí misma, Oliver le había destrozado el corazón.

Sin embargo, sir Henry tenía otra teoría de cómo curar un corazón lesionado, y para probarlo, echó a andar su plan sin demora.

Él y el capitán Drake llegaron a la mansión y se presentaron ante Amelia, solicitando una audiencia con ella. Y como ya lo había previsto Morgan, Amelia los recibió con total amabilidad y cortesía. Los condujo hasta la terraza del jardín, justo en donde se encontraba Fátima.

—Fátima, tenemos visitas.

Amelia apareció en el umbral del portón que conducía al jardín. Ella se hizo a un lado dejando pasar a Sir Henry y al Capitán Drake, indicándoles con el brazo extendido que tomaran asiento.

En el instante en que Fátima vio a Oliver, se levantó de un salto, golpeando con la rodilla la mesa de herrería blanca, provocando que la taza que contenía su té helado se derramara sobre la falda de su vestido. Índigo se apresuró a limpiar el líquido antes de que se manchara la seda.

—Señoría. —Fátima hizo una caravana apresurada y casi volando se dirigió a la puerta por donde ellos habían entrado para salir huyendo de aquel lugar— Le ruego me disculpe, debo retirarme, debo cambiarme el vestido, se ha arruinado. Tía regresaré en unos minutos.

—Por favor, ordena que traigan más té y pastas. Discúlpela usted señoría. Es una joven torpe.

Oliver miró a Amelia con los ojos entornados, dándole una apariencia de mortíferas dagas de jade a sus ojos, levantó un poco la orilla de su labio superior y casi le mostró los dientes apretados en señal de desaprobación. Él sintió que le hervía la sangre cuando esa mujer insultó a su Fátima.

Fátima ni siquiera notó la reacción de él a la burla de su tía. Emprendió la retirada a toda prisa al interior de la casa, pero al pasar al lado del Capitán Drake, sus ojos verdes cambiaron de dirección y atrajeron a los ella como un imán, y ella pudo distinguir una mancha verduzca y violácea sobre su pómulo izquierdo. Inmediatamente regresó a su memoria el puñetazo que le había dado sir Henry cuando evitó que Oliver abusara de ella. Fátima no bajó el rostro y tampoco despegó sus ojos de los de él. Su rostro se modificó en un segundo y en los labios de él se delineó una casi imperceptible sonrisa.

Con un delicado jaloncito de su brazo, Índigo rompió el hechizo esmeralda de los iris corsarios. Fátima e Índigo caminaron sin detenerse rumbo a su alcoba, pero en algún momento Fátima volvió la mirada hacia atrás y notó que él a punto estuvo de ir tras ella, pero el gobernador, también sujetándolo del brazo, movió su cabeza negativamente y Oliver obedeció esa señal.

¿Qué estaba haciendo él ahí?.

¿Acaso pretendía acusarla de haberle fastidiado la noche?.

¡Dios Santo, en qué endemoniado, no, “endragonado” lío se había metido!

Unos cuantos pasos dentro de su alcoba, las piernas se le ablandaron, con prisa alcanzó el borde de la cama y se sentó. Índigo la abrazó. No había necesidad de que ella dijera nada, su nana había presenciado algo extraordinario en esos pocos segundos en que Oliver y Fátima se habían mirado a los ojos. Fátima ya no logró contenerse más, las lágrimas se le amotinaron para después saltar por la borda sin control y comenzaron a brotar las palabras de su boca.

—Anoche en la fiesta. Él estaba ahí...

Ella le contó a Índigo todo lo que había en sus recuerdos de la noche anterior. Índigo la sujetaba entre sus brazos con tanto cuidado como si no quisiera apretarla de más para no romperla, Fátima estaba fracturada y necesitaba cuidados, ternura, mucha ternura para reconstruirse lentamente.

—Te dije que los piratas eran de cuidado.

Índigo, acariciaba el pelo de su Fátima, mientras con la mano libre, limpiaba las lágrimas que aún rodaban por las mejillas de la joven.

—Pero él no mencionó nada del consultorio, en cambio lo hizo parecer como si solamente quisiera bailar conmigo...

Sin embargo, en medio de toda esa lluvia salada, ella se dio cuenta que no lloraba por sentirse acorralada, sino porque por alguna extraña razón, el simple hecho de volver a verlo había encendido toda clase de sensaciones en su cuerpo. Sensaciones que ella estaba obligada a desmembrar y olvidar.

—¡Cómo pudo tu tía decirle semejantes cosas!.

—El Capitán Drake aparentemente lo tomó con serenidad, no insistió más, de hecho se marchó de la fiesta. Te lo digo porque sentí que me asfixiaban los comentarios de Amelia y sus amigos, lamentándose y criticando la osadía del capitán Drake. Salí a la terraza, no sé por qué razón mi tía lo permitió, pero lo hizo, me dejó ir sola a la terraza, yo estaba en el balcón, y vi a Oliver enfurecido caminando por el jardín, se quitó la casaca y la tiró al piso. Yo, lo seguí. Deseaba verlo de nuevo, hablar con él, ofrecerle una disculpa, tocarlo... No sé. Solo deseaba estar cerca de él. Pero, él se mantuvo reacio a mi presencia, me rechazó sin contemplaciones y cuando yo intentaba retirarme, él reaccionó de manera poco gentil. Me sujetó entre sus brazos, aprisionándome en el tronco de un árbol.

En el rostro de Índigo se cinceló un gesto descompuesto. La nana sabía lo que venía después de un ataque así.

—¡Dios Santo, Fátima!.

—Cuando él intentó besarme, yo lo mordí y él se irritó aún más. Me estrelló en el tronco del árbol y cuando yo me sofoqué y caí, él se abalanzó sobre mí y me tiró al piso. Él me tocó. Acarició mi rostro, mi cuello, su mano se instaló sobre mi pecho y luego sujetó mi rostro con ambas manos y me besó. Su beso fue profundo, inició como una explosión, pero luego se transformó en una suave llamarada que encendió un fuego incontrolable que me calcinaba todo el cuerpo. Yo no quería que sucedieran las cosas de esa manera, sin embargo sabía que si seguía oponiendo resistencia, él podría lastimarme brutalmente, y yo simplemente dejé de luchar.

La angustia que se había instalado en el rostro de Índigo, se desvaneció con el relato de ese beso y todo el huracán de sensaciones que había provocado en la muchacha. Ahora estaba claro. Fátima no estaba asustada, estaba desconsolada y decepcionada por el comportamiento atroz de Oliver. Su pequeña Fátima estaba enamorada de ese pirata y él le había roto el corazón. Y si su presentimiento no le fallaba, Oliver estaba siendo devorado por la culpabilidad.

—Entonces, él se detuvo un segundo y...

—¡No quiero oír más!.

—No hay más. El Gobernador lo sorprendió, de un jalón lo alejó de mí y le propinó tal puñetazo en el rostro que lo hizo tambalear y caer al piso. Sir Henry prometió que no hablaría de lo que había presenciado. Al final, Oliver terminó con un moretón en el rostro y yo pasé la noche en vela recordando sus manos, su cuerpo y sus besos con todo detalle. ¿Qué voy a hacer ahora, Índigo?.

Ella tomó un pañuelo y mientras con una mano secaba el rostro de Fátima, con la otra acomodaba los mechones de cabello que se había escapado del moño flojo.

—Debemos bajar Fátima o tu tía sospechará. Además tendrás que enfrentarte a él algún día y si el Gobernador y el capitán Drake han venido, no creo que estén aquí para ocasionarnos problemas. El Gobernador te dio su palabra de no divulgar lo sucedido.

—Él es pirata también, ¿cómo podría confiar en él?.

—Vamos a tener que averiguarlo. Fátima, no importa el motivo de su visita, yo no me separaré de ti por ninguna razón. Debes cambiarte el vestido.

La repentina serenidad de Índigo, confundió a Fátima. Al principio de su relato su tranquilo rostro moreno perdió el color, después sus facciones se endurecieron y al final de la historia su cara retomó su acostumbrada serenidad.

Fátima se quitó el vestido e Índigo seleccionó uno de color verde pálido. Mientras su nana le ayudaba a vestirse, le observaba el rostro con una curiosidad que incomodaba a Fátima. Contemplaba sus ojos y dibujaba una sonrisa nerviosa en sus labios.

Las dos bajaron corriendo la escalera y casi volaron al atravesar la sala, pero cuando llegaron al corredor que conduce a la terraza, disminuyeron la velocidad hasta casi extinguirla. En la terraza del jardín, Amelia, sir Henry y el Capitán Drake estaban sentados y no bebían absolutamente nada. Fátima recordó que su tía le había ordenado pedir té para los invitados y ella se había olvidado de hacerlo. Amelia, la miró con una mueca de desaprobación y molestia petrificada en su rostro. Fátima supo de inmediato que cuando las visitas se marcharan ella tendría serios problemas, había desobedecido una orden. Se volvió a Índigo susurrándole que ordenara el té y las pastas y la nana se marchó al instante.

—Señora, lamento la tardanza...

—Olvida las excusas, no serán necesarias.

La respuesta de Amelia había sido tan inusualmente dulce a pesar de lo agrio de su rostro, que en las presentes circunstancias inmovilizó a Fátima. Ella jamás le había hablado imprimiendo en sus frases ninguna clase de amabilidad, siempre se dirigía a Fátima de forma autoritaria y cortante.

—Como tú digas, tía.

—Señoría le presento a mi sobrina, Fátima de Castella. —Sir Henry se puso de pie, sujetó la mano de ella y la besó respetuosamente. Fátima hizo una breve caravana— Fátima, el señor Gobernador Sir Henry Morgan y el Capitán Oliver Drake. Seguramente lo recuerdas, es el caballero que te confundió anoche en la fiesta de los Altamira.

La voz fingida e hipócrita de tía Amelia le provocó náuseas a Fátima. Ahora le llamaba a Oliver, “caballero” y además parecía haber olvidado todos los insultos que le había proferido la noche anterior.

—Señoría, es un honor conocerlo. —El gobernador no había roto su palabra. A decir verdad, se mostraba como un total desconocido— Capitán Drake.

Fátima inclinó la cabeza para saludar a Oliver, la tensión entre ellos era tan obvia que cada uno de los presentes la interpretaron a su manera. Amelia, se sintió orgullosa de ver como su continuo avasallamiento sobre Fátima había dado resultado al convertirla en una muñeca que seguiría cualquier orden que le fuera dada.

Sir Henry, pensó que este par de tontos estaban complicándose las cosas a más no poder. ¿Por qué simplemente no podían aceptar que ella estaba ofendida por la estúpida actitud del otro, y que él estaba dispuesto a lamer el piso para conseguir que ella lo perdonara, y finalmente que ambos entendieran que se amaban, tan simple como eso?.

Por su parte Indigo, quien, después de haber ordenado el té, había regresado a la terraza, sabía que Oliver tendría que cruzar un largo y empinado camino para recuperar a Fátima, y que probablemente podría perderse en el intento. Ella era obstinada, y él parecía ser muy persistente, de otra manera él no estaría aquí, de pie frente a ella y tragándose las ganas de abalanzarse sobre ella y estrecharla entre sus brazos. Habría una gran batalla entre ellos, y no estaba muy claro el resultado, bien podrían ganar los dos o los dos arruinarse sin remedio.

A Oliver le estaba resultando agónico tener que hacer uso de cada gramo de disciplina que poseía, deseaba besar a Fátima, sentirla cerca, amoldada a su cuerpo, deseaba que ella lo tocara, y deseaba también no ser tan idiota como para pensar en esas cosas justo en este momento tan inoportuno, porque empezaba a sentir como su cuerpo comenzaba a responder a sus deseos insatisfechos.

Y Fátima, pensaba cuál sería la mejor manera de abofetearlo, si le golpeaba la mejilla izquierda donde ahora lucía su poco estético cardenal, seguramente le produciría más dolor. Después de todo, ella no quería hablar con él, su orgullo la impelía a rechazarlo, pero su alocado corazón, estaba trepidando por poder sentirlo cerca, tan cerca como la noche anterior.

Oliver estaba de pie al otro lado de la mesita. Bajo sus ojos había oscuras manchas, él tampoco había dormido la noche anterior. Con la mano cruzada sobre su abdomen se aferraba a la empuñadura de su espada, tenía el sombrero bajo el brazo izquierdo y su camisa estaba abierta desde el cuello hasta el pecho. Su traje era más sencillo que el del Gobernador, pero lucía mucho mejor que el político. La tela se adhería perfectamente bien a las curvas de sus músculos ¡Por Dios!. ¡A Fátima le estaba costando la vida no contemplarlo!.

—Milady.

Oliver inclinó la cabeza a manera de saludo y ancló su mirada sobre la mesa hasta que Sir Henry llamó su atención. Oliver estaba incómodo. Nervioso. La forma en que Oliver estrujaba la empuñadura de su espada, ponía de manifiesto su inquietud, bien podría haberla partido en dos, si hubiera sido de cualquier otro material que no fuera metal.

—Doña Amelia, quisiera hablar con usted a solas si me lo permite, tengo un asunto algo serio y solamente usted podría indicarme una solución precisa. Y le agradecería que pudiéramos comentarlo en privado, si no tiene objeción.

Sir Henry se lanzó a la ofensiva sin cuartel, era ahora o nunca. Si seguía demorando el asunto, posiblemente Oliver no pudiera tolerar más estar tan cerca de Fátima y no tocarla, y entonces tendrían un serio problema.

—Me intriga señor Gobernador, no imagino que cosa podría ser.

—Capitán Drake, sería muy cortés de tu parte si invitas a la señorita de Castella a dar un paseo por el jardín, mientras yo converso con doña Amelia.

Las piernas se le ablandaron a Fátima, sintió como un escalofrío corría desde su cerebro hasta incrustársele en el estómago provocándole un punzante dolor. Sus manos estaban húmedas y se le descompuso la respiración. Su rostro perdió color y por un instante creyó que se desmayaría, aunque no tenía idea de cómo hacerlo, jamás le había sucedido, pero pensó que ese sería el momento perfecto para escenificar un desmayo aunque solo tuviera que dejarse caer al piso de manera muy poco elegante. Fátima miró con los ojos muy abiertos a su tía y espero que ella le diera alguna orden.

—Fátima, has escuchado al señor gobernador, ve con el capitán Drake a dar un paseo por el jardín.

Definitivamente este era el momento perfecto para desmayarse.

Amelia había repetido la indicación del político de mala manera. En otras circunstancias, ella jamás habría permitido que Oliver siquiera diera un paso dentro del portón de ingreso de su mansión, sin embargo, la misteriosa petición de sir Henry la tenía desconcertada y no podía permitirse que cualquier cosa que el político le solicitara precisamente a ella, se le fuera a escapar de las manos, esto podría representar oro extra para sus arcas, y eso bien podría valer la pena arriesgar un poco a Fátima con la compañía de un pirata.

Oliver asintió, esbozaba una delicadísima y muy varonil sonrisa de complicidad. Y sin mayor aspaviento, el Capitán Drake siguió las instrucciones del político.

—Con su permiso señoría. Doña Amelia. —Oliver se acercó a Fátima, ofreciéndole el brazo. Su relampagueante mirada verde, se posó sobre la de ella. Casi no podía creer que el plan de Henry hubiera surtido el efecto esperado. Y si por él hubiera sido, habría levantado a Fátima en brazos y habría corrido tan rápido como pudiera para alejarse de aquel sitio.— ¿Señorita de Castella, me haría el honor de pasear conmigo por el jardín?.

—¡Índigo!.

El vocablo salió mecánicamente de la garganta de Fátima, recordándole a la mujer su propuesta de no abandonarla en ningún momento. La joven no respondió ni negativa ni afirmativamente a la petición del capitán Drake, solo lo miraba desafiante, echando toda clase de vociferaciones por los ojos.

Fátima sujetó el brazo del capitán Drake y zarparon juntos adentrándose en el mar de rosas, árboles y arbustos.

El simple hecho de tocar su brazo, le provocó a ella una incontenible sensación de calor. Adivinó la tensión de los músculos que tocaba con sus dedos; la tibieza de su piel a través de la tela. Ella sintió como se acumulaba el fuego en sus pómulos mientras navegaban por el jardín hasta que las figuras de Amelia y Sir Henry fueron devoradas por los arbustos y la distancia. Entonces, Fátima zafó su brazo y el capitán Drake se detuvo. A pesar de la evidente alteración de la joven, ella luchó para mantener la compostura, había sido adiestrada para conservar el temple bajo cualquier circunstancia, aunque ahora le estaba resultando poco menos que una locura controlarse estando tan cerca de este hombre. La respiración de ella se volvió irregular y su abominable orgullo se inflamó de tal manera, que a punto estuvo de lanzarle una ráfaga de fuego a través de sus ojos.

Oliver contempló aquel despliegue de ferocidad dibujado en el rostro de ella, y en lugar de atemorizarse, se volvió más audaz, si ella estaba reaccionando de esta manera, no podía ser otra cosa que su orgullo haciendo erupción, y si no se equivocaba al leer esa señal tan obvia, entonces era cierto que ella sentía algo especial por él, de otra manera ella estaría aterrorizada y definitivamente no era temor lo que él veía en sus hermosos ojos avellana.

¡Maldición!.

¿Por qué no solamente la abrazaba y la besaba hasta que se extinguiera todo rastro de orgullo o rabia en ella?.

En estas circunstancias, ella no le permitía ni siquiera acercársele demasiado, ya había zafado su brazo y se había alejado de él unos cuantos pasos.

Era ahora o nunca, él supo que debía hablarle en este momento, antes de que ella echara a correr y se refugiara en algún sitio al que él no podría tener acceso. Por lo menos, no por el momento.

Su voz era extremadamente profunda, con tintes agónicos y muy masculina, cuando finalmente le habló.

—Fátima, ahora soy yo quien desea ofrecerte una disculpa... —Pero ella no pensaba de la misma manera, no le permitió concluir la frase, lo abofeteó tan fuerte que la silueta rojiza de su mano se plasmó en la mejilla izquierda— Lo merecía. Permí... —Por segunda vez ella golpeó su rostro— Fáti... —A punto estuvo ella de completar una tercera bofetada, pero él aferró su muñeca en el aire deteniendo su ataque— Merezco que me trates así. Entiendo que te sientas ofendida, pero ahora debes escucharme primero y después podrás desfigurarme la cara, si así lo deseas.

—Fátima, permítele hablar.

Por primera vez Índigo hizo la sumisión a un lado para construir una frase de concreto. El rostro de la negra estaba serio, su eterna sonrisa se había esfumado y sus brazos estaban cruzados sobre su enorme pecho. Esa posición solamente la empleaba cuando ella discutía con alguno de los criados.

Fátima se tragó el orgullo, levantó el rostro y lo miró a los ojos. Y ese fue un grave, grave error. Ella estuvo a punto de exhalar y echarse a temblar de... ¿ternura?, cuando vio en los ojos de él la inquietud que lo estaba consumiendo. Él volvía a hablarle sin protocolos, era su igual y ella claudicó.

—De acuerdo. Te escucho capitán Drake.

A ella le sorprendió la reacción que él había tenido. Ella lo había abofeteado dos veces, quería castigarlo por haberse comportado brutal con ella, porque él no había entendido la atracción que experimentaba ella por él. ¡Qué hombre más ciego!. En lugar de enfurecerse, él permaneció inquietantemente sereno. ¡Por Dios!, ¿Qué clase de hombre era este?.

—Definitivamente merezco tu desprecio.

—Definitivamente lo mereces. —Ella le respondió tajante y mirándolo directamente a los ojos. Oliver bajó la mirada un segundo y rió de manera sutil, al escudriñar un segundo en los ojos de ella había encontrado ese algo especial que rompió la tirantez de ese momento. En sus ojos había brillado una chispa de anhelo. Esa era una señal extraordinaria— Supongo que ofrecer una disculpa es solo un burdo chiste para ti.

—Te equivocas. Sin embargo, al contemplar esas avellanas que tienes en los ojos, me parecieron más brillantes, tanto o más que ayer. Tus ojos chispeaban cuando te sostuve por la cintura aquel día en la casa del doctor Parker, igual que anoche mientras te estrechaba entre mis brazos. En tu mirada no había temor, tal vez un poco de furia por lo sorpresivo de mi arrebato, pero... —Hizo una pausa, dándole tiempo a ella para que reaccionara— Tú respondiste cuando te besé.

¡Era suficiente!.

¡Cómo se atrevía a decirle esas barbaridades!. Aunque secretamente tuvo que reconocer que era cierto.

Una vez más ella pensó que se había equivocado al descubrir esos extraños destellos en sus ojos verdes. Este hombre no solo le había descuartizado el corazón, ahora intentaba humillarla y chantajearla. Su rabia estalló vistiéndolo todo de rojo.

—Capitán Drake, tus comentarios me parecen insolentes. Y no creo que esas frases ligeras, formen parte de ninguna clase de disculpa. Permíteme informarte que yo no me considero una fracción de tus conquistas, arrebatos o averías a las que seguramente debes estar acostumbrado cuando te topas con alguna dama. Y si saciar tus “arrebatos” es lo que buscas, te advierto que has venido al lugar equivocado.

Él mantuvo una aparente calma, que definitivamente no tenía. Deseaba poder sujetarla por los hombros y sacudirla hasta hacerla entender que le estaba costando la vida, poder decirle que se diluía por dentro y que estaba haciendo uso de todo el control que tenía y hasta del que nunca creyó tener, para no arruinar esta nueva oportunidad de hablar con ella. Él entornó los ojos y la miró cincelando en su rostro vestigios sarcásticos. Si esta mujer no se conmovió con su zozobra evidente, entonces él estaba condenado a vivir con el rechazo de ella acuestas.

—Tienes razón en una cosa. No es eso lo que yo estoy buscando. Aunque por otro lado debo ratificar que estoy en el lugar correcto.

El rostro masculino, ahora vestido de una ironía casi teatral regresó a la tensión con la que había iniciado su discurso.

—¡Tu arrogancia es tóxica.

Ella le dijo con voz desafiante, se dio vuelta y avanzó varios pasos apresurada, alejándose de él. Oliver recorrió la distancia que ella había puesto de por medio con un par de zancadas y se colocó a su lado. Él le habló mientras caminaban por el jardín, esta vez su voz no tenía tintes seductores, más bien eran palabras suplicantes las que pronunciaba con su varonil voz.

—Fátima, anoche por primera vez en mi vida, me sentí mezquino. No porque Morgan me reprendiera, sino por lo que yo había hecho contigo. Mi intención era comprometerte. —Fátima casi se atraganta al escuchar la brutal confesión— Recordé el roce de tus manos sobre mi pecho, tu piel suave en la palma de mis manos, tu aroma de flores, tu pelo castaño y tus ojos. Tus enormes ojos que me miraban con un extraño brillo cuando me entregaste la casaca, ese brillo que envidiaría la misma luna. Y tu beso, lo sentí virginal. Único. No te pude apartar de mi cabeza en toda la noche. Te quise... —Hizo una pausa y recompuso la frase— Te quiero conmigo y para mí. Por favor, —Sujetó la delicada mano entre las suyas, y se detuvieron. Su voz se tornó más ronca y casi podría decirse que dolorosa— créeme que en realidad lamento mucho lo que ocurrió anoche y no me consuela pensar que pudo ser de otra manera. Reconozco que fui un bruto y tú no merecías que yo te tratara de esa forma. Aunque mis razones eran poderosas que... —¡Que necio!. ¿Qué demonios estaba a punto de hacer? Se reprendió. Oliver cerró la boca y guardó silencio— Te suplico que aceptes mis disculpas. Fátima, necesito que me perdones. Te confieso que jamás había sentido la necesidad de ofrecer explicaciones a nadie antes y mucho menos a una mujer.

Él estaba derrotado, a sus pies y a punto de comer tierra si ella se lo pedía a cambio de su perdón. ¿Por qué significaba tanto que ella lo perdonara?. Él solo sabía que si ella no lo hacía, él quedaría sumido en un pozo, negro, profundo y solitario.

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