Azul

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—Índigo ve a descansar, yo me haré cargo de Fátima.

—Discúlpeme don Santiago, pero usted no luce muy entero como para quedarse al lado de ella.

—No te preocupes que no me quebrantaré por causa de varias noches en vela.

Me respondió esbozando una débil sonrisa. Hubiera jurado que él había hecho un monstruoso esfuerzo por sonreír.

—Señor de Alarcón, tengo la impresión de que a usted le ha afectado de manera muy particular lo que esta sucediéndole a Fátima. No quiero ser una entrometida, pero ¿usted perdió a su esposa de manera similar?. —Le pregunté sin más rodeos.

Él bajó el rostro y se estrujó las manos un par de veces, luego me miró. Dudó en responder mi pregunta. A punto estaba de pronunciar alguna palabra y la desbarataba con un suspiro. Coloqué mi mano sobre las de él y comenzó a hablar.

—Si, perdí a alguien. A mi prometida. —Él hizo una pausa para evitar que su voz se quebrara— Yo la quería, por lo menos eso creía en aquel tiempo. El compromiso estaba pactado y solamente faltaba esperar a que la fecha de nuestra boda llegara. Pero, una tarde ella apareció en mi casa, me pidió que esa misma noche nos fuéramos juntos de aquel pueblo. Ella estaba asustada, desesperada, no paraba de caminar de un lado a otro del salón. A mí no me pareció correcta su proposición, pensé en ella y en su familia. Su reputación se dañaría terriblemente si nos fugábamos. Intenté hacerla cambiar de opinión, pero ella insistió en que huyéramos. Le ofrecí apresurar la boda, pero ella no cambiaba de idea. Ni ella cedió a mi negativa y yo tampoco a su propuesta. Ella rompió nuestro compromiso y se marchó completamente desolada. Yo no entendí semejante arranque, ella no solía comportarse de esa manera. Le di mil vueltas a ese asunto en mi cabeza, hasta que al no encontrarle una solución que me convenciera, decidí ir a casa de ella y pedirle una explicación. Cuando llegué a esa casa, había estacionado frente a la puerta de ingreso un carruaje con un blasón real en la portezuela. Me recibió el padre de ella. Él se sorprendió al verme, sin embargo, no dudó en hacerme pasar a la sala, me ofreció de beber y sin más preámbulos exigí hablar con ella. Él se negó a mi demanda, me dijo que tenía planeado visitarme al día siguiente para hablarme del compromiso, que finalmente lo habían pensado mejor y que decidieron que no era conveniente entregar a su hija en matrimonio a un hombre que no tenía familiares renombrados. Que si bien poseía una fortuna yo no pertenecía a una familia de alcurnia. Me sorprendió escuchar ese discurso, porque en nuestras conversaciones pasadas él siempre había mencionado todo lo contrario. Si bien era cierto que mis padres habían muerto hacia ya muchos años y que yo estaba solo, yo provenía sin duda de una familia honorable. Escuchamos un grito. Él se levantó de inmediato y corrió a su despacho. Yo lo seguí. La puerta de aquel cuarto estaba cerrada con llave. Él llamaba desesperado a su hija, pero solamente escuchábamos como se estrellaban cosas, cristales o cerámica. Definitivamente se estaba desarrollando una batalla en el interior de aquel cuarto. Hice al anciano a un lado y con la pierna golpeé la puerta de madera, la chapa se desprendió y las hojas de madera se abrieron de par en par. Lo que vimos fue horrendo. Ella estaba atrapada entre la pared y un hombre que vestía ropas lujosísimas.

—¡Catalina!.

Gritó su padre, y justo en ese momento, aquel hombre se separó un poco de ella.

Ella se deslizó hasta el piso dejando sobre la pared un camino de sangre. En su vientre estaba clavada una daga. Yo corrí hacia ella, mientras su padre y aquel hombre hablaban. Escuché que el hombre decía que había intentado detenerla, pero que ella no quería seguir viviendo. Yo me arrodillé y la sujeté en mis brazos.

—Santiago. —Ella apenas podía hablar, de su boca empezaba a brotar un río de sangre— Fue él. Él nos arruinó y forzó a mi padre a comprometerme con él. Yo lo rechacé. —Ella en un último esfuerzo levantó su brazo y lo señaló— Él lo hizo.

Ella se convulsionó un segundo y murió en mis brazos. Ese hombre se percató de que ella me había hablado antes de morir y de inmediato empezó a gritar llamando a sus guardias.

—Seguramente es usted el causante de esta tragedia. ¿Es este el pretendiente de Catalina?. —Preguntó escandalizado al anciano que no sabía bien a bien que hacer.

—Si señor.

—Ella me confesó antes de suicidarse que usted la había violado, y eso no pudo superarlo esa pobre muchacha.

Los guardias que custodiaban el coche de ese hombre, se dejaron venir sobre mí y me aprendieron.

—¡Eso es una calumnia!. ¡Las últimas palabras de Catalina fueron en su contra, ella dijo que usted la había atacado, que usted los había arruinado y que había forzado a su padre a comprometerla con usted!. —Le grité, mientras intentaba liberarme.

—¡Aprésenlo!.

Me desconcertó el hecho que el padre de Catalina no hiciera nada en mi favor, ni siquiera abrió la boca, solamente se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer en una silla. Los soldados comenzaron a golpearme.

—¡Llévenlo al carruaje!. Lo trasladaremos directamente a prisión. Ustedes permanezcan aquí para que auxilien a la familia mientras llegan los oficiales para que levanten el acta correspondiente.

Guardé silencio mientras me arrastraban hacia fuera de la casa, me esposaron y me arrojaron al interior del coche y un par de minutos después aquel hombre subió al carruaje. Se sentó frente a mí y me miró de manera burlona.

—Me imagino lo que te dijo esa mujerzuela, pero tu testimonio no tiene validez frente al mío. Sé que eres un hombre acaudalado, pero yo soy un noble y si lo deseo puedo en este mismo momento desaparecer a toda tu familia cercana y lejana. —No lo interrumpí, me di cuenta de que él no tenía idea de mi situación, así que pensé sacarle partido— De nada serviría acusarte de un crimen que no cometiste y por el que te condenarían sin pensarlo, sin embargo te voy a proponer un trato que no podrás rehusar. Te concedo la libertad a cambio de que te alejes de España. Yo permitiré que te marches sin problemas, y hasta te daré la oportunidad de que lleves contigo algo de tu dinero para que puedas establecerte en un nuevo sitio. Pero, sólo hay una condición, si aceptas, cuando yo necesite de tus servicios, tú deberás estar disponible. Si te rehúsas, me encargaré también de desaparecer a toda la parentela de la muerta. —Hizo una pausa, como si pretendiera darme un par de minutos para extender la amenaza que acababa de hacerme, luego continuó— Tengo planes interesantes y necesito a alguien que se establezca en la Nueva España para que me sirva de contacto. Y tú eres una pieza perfecta. ¿Qué dices?.

No tenía muchas opciones. Accedía a su propuesta o de lo contrario me llevaría a la horca directamente y además, la familia de Catalina sería masacrada. Si yo conservaba mi vida, encontraría la manera para hacerlo pagar por lo que había hecho, así que acepté su ofrecimiento. Me mantuvieron varios días incomunicado en una mazmorra que estaba en el sótano de su mansión. Después, me instaló en una habitación de su casa y me proporcionó ropa, dinero y todo lo necesario para un viaje largo. Me dio instrucciones precisas, y de hecho fue él quien seleccionó el lugar en donde yo debía establecerme.

Varios meses después me encontré en la Nueva España, abandonado en Veracruz y custodiado por un par de guardias que me seguían por todos lados. Yo no escapé, ni siquiera lo intenté, huyendo de él nunca lo lograría mi deseo de hacerlo pagar por la muerte de Catalina, así que preferí mantenerme a su servicio, tarde o temprano consumaría mi venganza. Pasaron varios años, y mandó llamar de regreso a sus guardias y luego vino a verme.

Yo había prosperado con mi negocio y él comprobó que yo había trabajado duro para salir adelante. Entonces me recordó una vez más su amenaza, y lo hace cada que tiene oportunidad. En aquel momento me ordenó buscarle casas en puntos estratégicos en donde la Corona española tenía presencia y también incluyó a Jamaica. Viajé a Puerto Bello y después a Jamaica, y compré las fincas que él me había solicitado. Y fue más difícil quitármelo de encima y hasta ahora vivo prisionero de sus amenazas y órdenes.

—Lamento mucho escuchar su historia don Santiago. Nunca me lo hubiera imaginado.

—Nadie puede imaginarse las historias que otras personas llevan escritas en sus memorias. Índigo, conozco profundamente el dolor que está experimentando Fátima, aunque no con la intensidad que la atormenta a ella. Y créeme que el remordimiento y la culpa me están consumiendo.

—¿El remordimiento y la culpa?. Don Santiago, usted no podía hacer otra cosa que seguir las instrucciones de ese sujeto. Si se hubiera negado, habría sacrificado su vida en vano. Usted no pudo impedir esa tragedia, así como nosotros no pudimos evitar ésta.

Él se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar en silencio. Santiago temblaba como si fuera un niño pequeño que está abatido por la desolación. Me acerqué a él y lo abracé, él apoyó su cabeza sobre mi hombro y durante varios minutos liberó la tristeza que lo laceraba.

—Ahora entiendo que el duque de León, ha cometido cualquier cantidad de fechorías por todas partes. Y por su culpa Santiago ya ha sufrido demasiado, Fátima. La pérdida de su prometida, las amenazas de Alfonso, la destrucción de Viridian, el secuestro de Oliver y su amor por ti. Él se está consumiendo. No te pido que lo ames, sólo te ruego que lo protejas.

Ella tenía los ojos húmedos, la nana estaba luchando para mantener las lágrimas a raya. Pero estaba suplicándole con tal ahínco que logró estremecer a Fátima.

Fátima sabía... Estaba segura de que él la amaba, mucho antes de que él lo gritara frente a todo mundo. Una punzada horrible estalló en su pecho. ¿Por qué no se lo dijo?. Si él tenía prisionero a Oliver, y tenía la seguridad de que no sería descubierto, ¿por qué no le dijo que la amaba?.

—Índigo, yo no puedo ofrecerle nada. —¿No podía o temía hacerlo?— Pero tampoco pretendo ocasionarle daños. Yo solamente quiero recuperar a Oliver.

Y tampoco quería ver muerto a Santiago. Nadie sabe cómo se pondría ella si eso sucediera. Ni siquiera ella misma. Ya había soportado una muerte, y no se creía capaz de tolerar otra más.

—¿Estás segura?. —Desde luego que no estaba segura pensó Fátima— Prométeme que vas a proteger a Santiago cuando llegue el momento. Prométeme que no permitirás que Oly o alguno de sus hombres lo ejecuten. Prométemelo Fátima. —Le dijo con voz insistente, casi ordenándoselo.

Fátima recordó el último beso, ese brevísimo instante en que los labios de Santiago tocaron los de ella. Volvió también a su memoria la primera vez que Oliver la besó en el jardín de la casa de los Altamira. La arrebatadora pasión de Oliver contenida en un diminuto beso y, en Santiago era una explosión de desesperada dulzura.

Los dos eran tan diferentes.

—Solamente puedo ofrecerte la posibilidad de evitar una tragedia, eso es todo.

—Eso es suficiente. Y quiero pedirte un favor más.

—Habla.

—No lo lastimes. Él te ama sin reservas y no puedes castigarlo por eso. No te pido que lo alientes, solo te ruego que no le destroces el corazón.

¿Qué no le destroce el corazón?.

¿Esta mujer estaba loca?.

¡Maldita sea!. ¿Y su corazón qué?. A nadie parecía importarle que ella también tuviera un corazón y que para su condenada desgracia ya estuviera partido en dos.

—No quiero escuchar más peticiones Índigo. No entiendo la razón por la que me colocas en una encrucijada como esta. No puedo prometerte más y tampoco puedo garantizarte nada.

—Está bien Fátima.

Durante el resto del viaje, Índigo no volvió a hablar, y Fátima siguió su ejemplo. Dadas las circunstancias era mejor no forzar ninguna conversación. Ella no estaba segura de lo que debía hacer, tampoco cómo debía reaccionar una vez que Santiago estuviera sobrio, o cuando Oliver fuera libre. De lo único que estaba plenamente convencida era que no permitiría que Alfonso volviera a devastar sus vidas. Incluida la de Santiago.

¡Que Dios mismo la protegiera!.

En que endemoniado lío estaba metida y ella ni siquiera lo había provocado.

El coche cruzó la reja que rodeaba la mansión, habían llegado a casa de Santiago. Índigo permaneció silenciosa y evitó a toda costa observar a Fátima, su mirada se había adherido a la ventana y se desprendió en el instante en que el cochero abrió la portezuela. Ella esperó a que Fátima bajara y luego descendió cargando los paquetes. Fátima abrió la puerta de la casa y esperó que Índigo entrara, la nana se apresuró hacia la escalera cargando los paquetes, dobló a la derecha y continuó ascendiendo hasta que se perdió en el pasillo que conducía a la habitación de Fátima.

Ella exhaló. Tenía la cabeza revuelta, una mezcla de sentimientos contradictorios se habían apoderado de su corazón y su cerebro enfrascándose en una batalla uno contra el otro. En el pecho tenía un nudo, estaba segura de que justo ahí se desarrollaba la lucha. En cualquiera de los casos, si ganaba el corazón o el cerebro, ella sería la única víctima.

Subió la escalera y se dirigió a la habitación de Santiago. Una de sus sirvientas salía en ese preciso momento de la alcoba, cargando la ropa ensangrentada de él.

—¿Ya despertó?. —Preguntó en voz baja.

—Desde hace un par de horas. Preguntó por usted. Ahora se está cambiando, parece que va a salir.

—Gracias.

La sirvienta se alejó. Fátima se sacudió partículas de polvo imaginarias de la falda, jaló un par de veces hacia abajo el corpiño, tocó su cabello para comprobar que todo en ella estaba en su sitio y llamó a la puerta y sin esperar que él autorizara la entrada, ella se introdujo en la habitación.

Santiago vestido con una camisa de hilo blanca, pantalón y chaleco gris y botas altas, intentaba anudarse la corbata, pero con las heridas y las vendas inmovilizando sus dedos le resultaba muy complicado, y a través del espejo, él la contempló a ella de pie en el umbral de la puerta.

—¡Regresaste!.

A pesar de lo apesadumbrado de la expresión en su rostro, la alegría en el tono de su voz era notoria.

—Hicimos un pacto. —Recalcó ella secamente.

—Iba a salir a buscarte, se estaba haciendo tarde y no volvías.

Era evidente que estaba angustiado. Su voz había tomado tintes graves, pero no se volvió para mirarla de frente, permaneció observándola a través del espejo.

—Hicimos un pacto. —Insistió ella— Mi cautiverio a cambio de la vida de Oliver, ¿lo has olvidado?.

—De ninguna manera. Fátima, lo que sucedió esta mañana...

—Estabas ebrio y no actuabas con cordura.

Él se volvió hacia ella, pero no avanzó. Él mantuvo la distancia entre ellos. Ella dio un par de pasos dentro del cuarto y cerró la puerta tras de sí.

—Es cierto, estaba ebrio, pero cada una de las palabras que te dije son sinceras, y nunca antes había actuado con más cordura que esta mañana. Yo te amo y a pesar de lo que sienta, intuyo que si ese amor proviene de cualquier otra fuente que no sea él, te resulta ofensivo y aberrante. Respóndeme algo Fátima, ¿acaso él nunca perdió el control cuando estaba a tu lado?.

En su rostro se dibujaba la ironía, la amargura. Él estaba luchando contra sí mismo para no abalanzarse sobre ella, para no abrazarla y obligarla a entender lo mucho que ella le importaba. Pero, la herida que llevaba en el corazón era mucho más profunda y dolorosa que las que tenía en las manos y eso limitaba sus acciones.

Esa pregunta le arrebato a ella las palabras por un instante, catapultándola a aquella noche en el jardín de los Altamira, la primera vez que Oliver la había besado y casi se atraganta.

—Santiago. No he venido a recriminarte, ni a discutir contigo sobre... —Ella guardó silencio y cambió la conversación— Quiero que continúes relatándome tu historia.

—Pensé que no deseabas escucharla. —Hizo una pausa— Y después de lo que ha sucedido en estos días, estaba seguro de que no volverías a dirigirme la palabra.

—Tú no puedes tomar decisiones por mí. Quiero que continúes con tu historia.

—De acuerdo. Ven conmigo.

Él dejó la corbata sobre la cama, se dirigió a la puerta y la abrió, con el brazo extendido le indicó que saliera. Él no la tocó, ni siquiera lo intentó; caminaron uno al lado del otro hasta que llegaron a la biblioteca, él abrió la puerta y la mantuvo abierta para que ella entrara primero. Una vez dentro, él ya no cerró la puerta con llave. Santiago se dirigió a la silla detrás de su escritorio y ella caminó hacia la ventana más alejada.

Ella sentía la necesidad de poner espacio entre ambos, de abrir un precipicio si fuera necesario. Mientras más lejos de él, ella se sentiría menos turbada, menos doblegada y confundida.

En verano, los días son tan largos, que el sol aún ilumina hasta entrada la noche, y para cuando Santiago comenzó a hablar, el sol empezaba a sumergirse en el horizonte.

—¿Puedo preguntarte a dónde fuiste?. Conchita me dijo que te habías ido muy temprano, justo después de que perdí el conocimiento.

¿Avergonzado?.

¿Molesto tal vez?.

No, definitivamente preocupado. Cuando él despertó con la cabeza hecha un lío y a punto de reventarle, lo primero que hizo fue preguntar por Fátima. Sintió como si un rayo le hubiera caído encima cuando supo que ella se había marchado. Las últimas dos horas habían resultado ser pavorosas para él. Más no por haber dejado sin vigilancia a la prisionera, ella no era su prisionera, nunca lo había sido, pero le masacraba la idea de haberla perdido, de dejarla ir sin siquiera presentarle resistencia y por lo menos, haberle suplicado que no lo abandonara. Él estaba dispuesto a eso y más para retenerla a su lado.

—Fui al Puerto a comprarme vestidos. No deseo vestirme con ropa de duelo, cuando

mi esposo está vivo.

Ella sabía que eso lo iba a lastimar. Deseaba herirlo, por colocarla en esta situación atroz. Y lo consiguió. Ella blandía las palabras como si tuviera una espada tan afilada que con el simple hecho de hablar, pudiera provocarle heridas serias al mismo viento.

Santiago sonrió. La sonrisa más amarga que jamás hubiera creído poder dibujar en su rostro y a pesar de todo, se la concedió.

Ella se estaba enfrentando a él en un duelo y su primera estocada dió en el blanco. Le había ensartado su estúpido corazón.

Él empezó a hablar como si las palabras le brotaran cual chorros de sangre.

En cuanto cayó la noche me dirigí al embarcadero. Había movimiento en la cubierta del barco, marinos subían y bajaban del navío; arreaban las velas, verificaban las amarras, había un frenesí desconcertante a bordo del navío. Yo subí por el tablón de madera que habían adaptado como puente y caminé hasta alcanzar la cubierta. Me sorprendió encontrar a Oliver y a Alastair envueltos en una conversación por demás extraña.

—En su carta, Anderson me informaba que tuvo una hija, desafortunadamente parece que la madre está grave. No he tenido más noticias. Espero que ella sobreviva. —Dijo Oliver.

—¿Y el título?.

—Seguramente lo pasará a alguno de sus parientes. No lo sé.

—Buenas noche señor Drake. Señor Vane.

Estreché las manos de ambos.

—Señor de Alarcón, llega usted temprano.

—Temía no encontrar el navío a tiempo, señor Drake. El embarcadero es gigantesco y pensé en venir mucho antes para tener la oportunidad de buscar en donde estaba ubicada su nave.

—Desde luego. Eugene, por favor conduce al señor de Alarcón a su camarote.

—Aye sir. Acompáñeme señor de Alarcón. —Eugene me condujo al camarote que me había sido asignado— Zarparemos en un par de horas. —Me dijo sin ninguna clase de atención o interés de su parte.

—Gracias.

Coloqué mi maleta en una esquina del camarote, luego me recosté en el camastro y esperé. Varios minutos después Oliver llamó a la puerta y entró.

—Espero que se sienta cómodo en este camarote.

—Es suficiente para mí. Además no es una travesía larga.

—Me alegro que lo encuentre confortable. Buen viaje señor de Alarcón. Tal vez en el futuro podamos hacer negocios nuevamente. Tengo interés en el azúcar y el café.

—Por supuesto, señor Drake.

Él extendió el brazo, me ofreció su mano y yo la estreché. En ese momento podía mirarlo a los ojos y hasta sonreírle, sin pensar más allá que en la celebración de un buen negocio.

Oliver no capitaneaba el barco, era Eugene quien llevaba el mando del navío. Noté la sorpresa de los marinos al verlo a bordo, escuché un par de veces que le preguntaban si era que había extrañado el mar que había vuelto a tomar el mando del barco, y él solo se limitaba a responder que habían sido órdenes del Capitán Drake. Entendí que Eugene no había navegado durante algún tiempo, y que si Oliver le había encomendado esa tarea, seguramente tendría relación directa conmigo. Era obvio que el “Capitán Drake” como lo llamaban, aún tenía sus dudas sobre mí.

Me mantuve alerta, pero en realidad no ocurrió nada trascendental durante el trayecto, solo un par de conversaciones que sostuve con Eugene y en las que me limité a responder las preguntas que él me hacía sobre el viaje y sobre mi negocio. Yo tampoco hice preguntas de ninguna clase, no me arriesgaría a cometer algún error. Le indiqué con precisión donde estaba el muelle de la bodega. Varios días después atracamos ahí. Ellos bajaron el cargamento y mi gente se encargó de llevarlo al almacén.

—¿Esta no es su casa señor de Alarcón?.

Me preguntó Eugene, mientras observaba algún indicio de edificación en los alrededores.

—No señor Armitage. Mi casa está como a una hora de camino, no es suntuosa pero es muy cómoda. Además me agrada que esté situada cerca del mar. El paisaje es hermoso hasta en la época de tormentas. Los colores de la costa y el mar son vibrantes.

—Ya lo creo.

—Lo invito a beber una copa de vino, mientras su gente y la mía terminan con esta faena.

—Acepto con gusto señor de Alarcón.

—Sígame señor Armitage.

Yo debía comportarme como alguien que no ocultaba nada. Montamos los caballos que siempre tenía disponibles en la bodega, y cabalgamos hasta la casa. Le mostré la mansión y el jardín. El jardín era diferente en ese tiempo, solo había pasto y árboles, nada de flores y mucho menos rosas. Pasamos un rato agradable charlando de las plantaciones, del café, del azúcar, del mar, hablamos sobre temas que no pudieran provocar sospechas, él tampoco mencionó algo que lo colocara en una situación complicada. Fue solamente una conversación inofensiva. Un par de horas más tarde, regresamos al muelle y nos despedimos, él abordó el barco y yo fui a la bodega a verificar que la mercancía hubiera llegado en buenas condiciones, como lo hacía normalmente. El Cerulean zarpó poco tiempo después.

Sabía que Eugene le daría un reporte completo a Oliver sobre mí, mis conversaciones, mi casa, mi comportamiento, y me sentí tranquilo porque había logrado mantener mi imagen y mis motivos apegados a una realidad mercantil.

Al día siguiente me dirigí a la ciudad, precisamente con el joyero y le mostré el dibujo que había hecho de la sortija de Oliver, y le pedí que me hiciera una igual. Le pagué tres veces su costo original, porque la condición fue que la hiciera en tan solo tres días. Él era un artesano magnífico, y después de tres días, me entregó una sortija idéntica.

Con la alianza en mi bolsillo me dirigí al embarcadero, contraté los servicios de un carguero, zarparíamos en dos días rumbo a Charles Towne.

Luego me fui a una taberna de mala muerte en donde me contacté con un hombre de cualidades específicas. Era un sujeto de aspecto terrible, me atemorizo su imagen, pensé que en cualquier momento podía descuartizarme.

—Me han dicho que usted puede ayudarme a cumplir con una misión muy delicada. Necesito por lo menos a cinco personas más que se unan en esta empresa. Debemos zarpar en dos días. El barco es un carguero de nombre Tritón, está anclado en el atracadero 5.

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