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SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 3. Fieles servidores… y el resplandor de un farol

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Capítulo 3

Fieles servidores… y el resplandor de un farol

»Pensó el joven Powell que toda la tripulación se estaba dando cuenta. Desde luego, la conducta del capitán con su esposa y con el padre de ésta era sobradamente llamativa. Era como si fuesen una pareja de pasajeros poco o nada gratos de tratar. Claro que tal vez no siempre fuese así. Era posible que el capitán estuviese irritado por cualquier otro motivo.

»Cuando el pesaroso Franklin subió el puente, el señor Powell hizo un comentario al respecto. Y es que le había picado la curiosidad.

»—¿Le parece a usted? —masculló el contramaestre—. ¿Irritado dice? —se abotonó la gruesa zamarra hasta el cuello, y sólo entonces añadió—: Ah, pues es posible que sí —y carraspeó sonoramente, cortando por lo sano todo intento de proseguir la conversación. Ahora bien, nada habría bastado para inducir en el recién nombrado segundo oficial de a bordo un ánimo propicio a las confidencias. Era la suya una prudencia instintiva. Powell no llegó a suponer siquiera por qué había resuelto guardar para sus adentros el coloquio mantenido con el señor Smith. Con todo, su curiosidad no se adormeció. Poco tiempo después, de nuevo con el cambio de guardia, en el curso de un breve intercambio de pareceres hizo mención, de modo bastante casual, del padre de la señora Anthony, e intentó sonsacar al contramaestre, deseoso de saber quién era.

»—Haría falta toda la inteligencia de un hombre muy listo para averiguarlo, tal y como están las cosas a bordo —dijo un señor Franklin inesperadamente comunicativo—. La primera vez que lo vi fue cuando ella lo trajo en un simón, una mañana, a eso de las once y media. El capitán había subido a bordo bastante antes, temprano, y estaba en el camarote que se le había preparado. ¿Le he dicho ya que si desea algo del capitán hay que llamar con fuerza del lado de babor? Pues así es. Este navío no sólo es muy distinto de como fue: es que no se parece en nada a ningún otro. ¿Sabe usted de algún barco en el que el camarote del capitán quede a babor? Los dos camarotes de popa se han remozado de arriba abajo, hasta parecer unos salones de palacio. Quince días se pasaron ajetreados a bordo los obreros de una cuadrilla contratada por una de las casas más relamidas del West End, quince días con sus colgaduras y sus muebles, como si la reina en persona fuese a zarpar con nosotros. Por descontado, el auténtico camarote que ha de ocupar el capitán es el de estribor, pero el bueno de nuestro capitán se conforma con un simple catre a babor, de modo que si nos hiciera falta su presencia en cubierta, de noche, nadie tenga que molestar a la señora Anthony. ¡Nerviosa, decía usted! ¡Faltaría más! La mujer que desposa a un marino y toma la decisión de hacerse a la mar con él, no debería sobresaltarse por oír una voz más alta que otra, vamos, digo yo. En fin, lo mismo da. En cuanto asomó el viejo simón por la esquina del almacén, llamé al capitán para anunciarle que su señora subía a bordo. Contestó a mi llamada, pero como no lo vi venir bajé yo mismo al muelle para ayudarla a descargar. Y en esto que salta del coche muy agitada, y sin cogerme del brazo, sin decir siquiera “gracias” o “buenos días”, lo mínimo, se vuelve en redondo al coche y veo que baja despacio el viejo farsante. No me había fijado en él; no había esperado que viniese nadie más. Me llevé un buen sobresalto. Y ella va y dice: “Mi padre… El señor Franklin”. En las presentaciones, me estuvo observando como un búho. “Encantado de conocerle, señor”, le dije. Tenían los dos un aire muy gracioso, como si algo les hubiese ocurrido por el camino. Ninguno de los dos movió ni un dedo, y yo me quedé a la espera. El capitán asomó por la toldilla de popa; lo vi acodado a la amura, y acto seguido desapareció. Supuse que iba de camino a recibirlos como es debido, en el muelle. Pero volvió simplemente a su camarote. Así pues, al no verlo, tomé la palabra: “Permítame ayudarle a subir a bordo, señor”. “¡A bordo!”, me espeta con gesto alelado. “¿A bordo?”. “Hombre, la escala no es una preciosidad, pero resulta bastante sólida”, le digo, pues me pareció un tanto asustado. Tampoco es que fuese una ruina andante, el viejo. Podrá usted juzgar con sus propios ojos. Va más derecho que una estaca, y parece aún pletórico de vida. Con eso y con todo, ni se movió siquiera, así que empecé a sentirme un tanto estúpido. Entonces ella da un paso al frente. “Muy amable, señor Franklin; yo misma ayudaré a mi padre”. Me dejó de una pieza… Qué manera de dejarme con la palabra en la boca. Se metió sin más entre su padre y yo, sin siquiera dirigirme una mirada. Retrocedí. Habría subido a bordo de inmediato, dejándolos en el muelle y que subieran o que se quedaran allí hasta la semana siguiente, sólo que me bloqueaban el paso. No podría haberles dado un empellón. Sólo el diablo sabe qué es lo que se estaba cociendo entre los dos. Ella estaba pálida como la muerte, y hablaba con él atropellándose, comiéndose casi las palabras. Él se puso rojo como un pimiento; que me aspen si me engaño. Un vejestorio con muy mal café, se lo aseguro. Y mala gente, de veras. En fin, no importa. No logré oír qué fue lo que de ese modo le decía ella, pero rae quedó bien claro que puso en ello todo su corazón, porque temblaba de pies a cabeza. Parecía —digo parecía, fíjese bien— como si él no deseara subir a bordo. Claro está que no podría haber sido ésa la razón. Sé bien lo que me digo. Total, que ella lo agarró del brazo, por en cima del codo, como si fuese a arrastrarlo, o a empujarlo. No estaba yo ni a tres metros de ellos dos. ¿Debería haberme alejado? ¿Sí? ¿Y por qué? Tenía ganas de subir a bordo en cuanto me despejasen el camino. Tampoco es que quisiera oír sus murmullos enojados. En cualquier caso, no podía quedarme allí de por vida, así que hice ademán de pasar junto a ellos, en el supuesto de que nulo permitieran. Y así me enteré de algo de lo que se decían. Fue el viejo, que dijo de malas maneras no sé que de estar “bajo la suela” de no sé quién. “No quiero semejante sacrificio”, dice luego. No sabría yo decirle a que se estaba refiriendo. De lo que estoy completamente seguro es de que reñían. Ella le mira entonces por encima del hombro y se da cuenta de que yo estoy casi pegado a ellos. No sé qué pudo decirle en ese momento al oído, pero él cedió repentinamente. También él se volvió a mirarme, y subieron los dos juntos tan de prisa que cuando llegué al puente sólo pude ver la portezuela del corredor que se cerraba a sus espaldas. Raro, ¿que no? Pero si sólo fuese raro, todo esto sería lo de menos. Por la tarde llegó a bordo el equipaje, en baúles nuevecitos. A media noche salimos de la dársena. Y que me aspen si sé de hecho quién era el viejo, o qué es lo que era. No he conseguido averiguarlo. No, no tengo ni idea. Podría ser cualquier cosa. Lo único que puedo decirle, joven, es que una vez, hace de esto muchos años, cuando fui a las carreras de Derby con un amigo mío, vi a uno de esos tunantes trileros que se parecía al misterioso padre de la señora, tal como había salido del simón, como se parecen dos gotas de agua.

»Todo esto lo dijo el contramaestre de los ojos saltones con voz resentida y melancólica, haciendo no pocas pausas, como si hablase con el dulce murmullo del mar. Era en su caso una especie de amargo placer encontrarse con las orejas sin estrenar de un recién llegado, al cual pudo repetir todos estos pesares, todas sus quejas y suspicacias, de las que había hablado hasta hartarse con la banda de fieles subordinados del capitán Anthony. Era evidentemente un gran alivio para su atribulada conciencia, tanto que se olvidó de la mínima cautela que es siempre aconsejable con un completo desconocido. De todos modos, con el señor Powell no tenía en realidad nada que temer. Interesado desde el principio por todas estas quejas, las provocaba por distraerse. Después, al repasarlas mentalmente, se sintió impresionado; a medida que fue creciendo su impresión con el paso de los días, también fue en aumento su resolución de guardarlas para sus adentros.

»Le resultó tanto más fácil guardar su resolución porque el sentimiento de sorpresa y de distracción que tuvo Powell ante lo que se le antojaba un mero absurdo no estuvo libre de una cierta indignación. Eran todavía pocos sus años, demasiado nueva su posición, escasa la confianza que tenía en sus propias opiniones, de modo que no se pudo permitir expresar lo que pensaba bajo ningún concepto. Por otra parte, ¿de qué habría servido su intervención? ¿Qué falta hacía?

»Pero todo este asunto, familiar y misterioso al mismo tiempo, ocupaba de continuo su imaginación. La soledad del mar intensifica los pensamientos y los hechos de la propia experiencia, como si ésta se hallase en el centro del mundo, tal y como el barco en que se navega permanece siempre en el centro del círculo del horizonte. Empezó a ver al apoplético contramaestre de los ojos saltones y al saturnal auxiliar de ojos cargados como si fuesen víctimas de una especie de extraña demencia secreta, que había emponzoñado sus vidas. Pero no les mostró sus simpatías por ello, no. Esa extraña afección despertó en él una suerte de suspicaz asombro.

Una vez, era de noche de nuevo, ya que los oficiales del Ferndale se turnaban en las guardias, con lo que no les faltaban ocasiones de conversar, una vez, decía, el robusto señor Franklin, silueta curiosamente voluminosa bajo las estrellas a las que ponía por habituales testigos de sus desahogos, le interrogó con una brusquedad en modo alguno insensible, sino propia de su carácter directo.

»—Tengo entendido que ya no viven sus padres, joven.

»El señor Powell repuso que había perdido a sus padres a muy temprana edad.

»—Mi madre aún vive —declaró el señor Franklin en un tono que delató su gratitud porque así fuera—. La anciana señora se conserva estupendamente. Por supuesto, hay que facilitarle toda clase de comodidades. A una mujer hay que cuidarla; llegado el caso, a mí que me den una madre. Diría sin miedo a mentir que si no se hubiese conservado tan bien, probablemente me habría dado por casarme. En fin, no lo sé. Nosotros, los marinos, no tenemos demasiado tiempo para pensar en nosotros mismos. De todas formas, la anciana señora ahí sigue, y por eso puedo decir que no he mirado a una muchacha en toda mi vida. No porque no fuese yo propenso, en mis tiempos mozos, a frecuentar la compañía de las mujeres, todo hay que decirlo —añadió con patética entonación, en tanto el blanco de los ojos le relucía de amor bajo el claro cielo de la noche—. Muy propenso, sí señor.

»Estas confidencias entretenían a Powell, y como sólo tenían lugar cuando relevaba al contramaestre de su puesto de guardia, nada tuvo que objetar al respecto. La presencia del contramaestre hacía que la primera media hora de su guardia, y a veces más, se le pasara sin sentir. Si a su superior no le importaba restar horas al sueño, en ese asunto no podía meterse el señor Powell. Franklin era un buen hombre que en modo alguno deseaba jactarse de su amor filial.

»—Me refiero, es evidente, a la compañía de mujeres respetables —aclaró—. De las otras no digo nada. No culpo de nada a nadie, pero un joven bien educado como usted sabe de sobra que poco provecho y menos diversión puede obtenerse de ellas —soltó un profundo suspiro—. Ojalá se hubiese conservado la madre del capitán Anthony tan bien como la mía. Tendría que haber cuidado de ella, y lo habría hecho mejor que nadie. El capitán Anthony es un hombre como hay que ser. Y así se habría salvado del más ridículo…

»No llegó a terminar la frase, que ciertamente se le había amargado en la lengua. “Allá va de nuevo”, se dijo el señor Powell, y se rió entre dientes.

»—No entiendo por qué se muestra tan duro con el capitán, señor Franklin. Pensé que era usted un gran amigo suyo.

A esto, el señor Franklin no pudo contener una exclamación. No era duro con el capitán, ni mucho menos. Nada más lejos de sus sentimientos. Y… ¡amigo! Por descontado que era buen amigo suyo y su fiel servidor. Rogó a Powell que entendiese que si el capitán Anthony decidiera cerrar un trato con el demonio en persona, y si el demonio se portase bien con el capitán, él, Franklin, tendría por correcto en lo mas profundo de su corazón entablar amistad con el demonio, por elemental respeto a su capitán. Así de sencillo. Por otra parte, si un santo, un ángel de alas blancas, apareciese de repente…

»Volvió a callar, como si su propia vehemencia le diese miedo. Luego, con su patética y reconcentrada voz (que nunca había levantado de forma inaceptable), observó que de nada servía hablar. Estaba clarísimo que el capitán era un hombre distinto al de antes.

»—Por mi parte —dijo el joven Powell—, es imposible juzgar tal cosa.

»—¡Santo Dios! —susurró el contramaestre—. ¡Que me diga eso un joven educado e inteligente como usted, que lo ha podido ver con sus propios ojos…! ¿Acaso es ése el aspecto que tiene un hombre feliz, eh? Será usted todo lo joven que quiera, pero no es un niño; le desafío a que me diga que sí.

»El señor Powell no recogió el guante. No sabía qué pensar de la opinión del contramaestre. No obstante, fue como si hubiese ensanchado un ápice su comprensión de las cosas. Concedió que el capitán, ciertamente, no tenía buen aspecto.

»—Que no tiene buen aspecto —repitió el contramaestre con voz contrita—. ¿Cree usted que un hombre con una cara como la suya puede esperar algo positivo de la vida? Se ve que no ha rodado usted mucho por esta vida, pero es usted marino; me dice que ha trabajado ya en tres o cuatro navíos. Y bien, ¿ha visto alguna vez al capitán recorrer la cubierta de su propio barco como si no supiese qué suelo pisa? ¿Ha visto usted cosa parecida? Que me cuelguen si no se olvida a cada paso de dónde está. Por supuesto, eso no quita para que sea, como es, un marino de primera, pero suerte tiene, pese a todo, de que esté yo a bordo con él. A estas alturas, sé perfectamente qué quiere que se haga sin que me lo tenga que decir. ¿Sabía usted que no me ha dado ninguna orden desde que zarpamos? ¿Sabía usted que no me ha dirigido la palabra, a menos que antes le hubiese hablado yo? ¡Yo! Su contramaestre, su compañero durante seis años, con quien no ha cruzado palabra desde entonces. Así es. Ni una mirada siquiera. Cierto que cuando le exijo que me hable, aparece de nuevo su mejor condición, el ojo vivo, la voz afable. No podría ser de otro modo con su viejo Franklin. Pero ¿de qué sirve? El ojo, la voz, todo está a muchas millas, y por todo ello me ando con mucho cuidado al hablar con él cuando no está despejada la toldilla de popa. Sí, sólo cuando estamos solos los dos, y el mar con nosotros. Pensará usted que la conversación es bien fácil; soy el único contramaestre con el que ha navegado, señor Franklin por aquí y señor Franklin por allá; cuando algo se torcía en donde fuese, la primera palabra que se le oía vocear por el puente era “¡Franklin!”. Soy trece años mayor que él. Pensará usted que la conversación y el trato más fáciles no pueden ser, ¿verdad? Sólo nosotros dos en la toldilla en la que nos vimos por primera vez… siendo él un jovencísimo capitán, y entonces me dijo que estaba seguro de que nos llevaríamos de maravilla. Ahí lo tiene; han pasado treinta y un días de travesía y todo aquello ya no sirve de nada. Es como hablar con un hombre que se hubiese quedado en tierra. Imposible hacerle regresar, imposible sacarlo de su estupor. A veces me entran ganas de agarrarlo del brazo y sacudirlo: “¡Despierte, capitán! ¡Despierte! ¡Lo necesitamos en cubierta!”.

»El joven Powell reconoció en estas palabras la expresión de un auténtico sentimiento, cosa rara en este mundo en el que tantos mudos hay, por no hablar de las muchas y excelentes razones por las que un hombre en sus cabales no debiera delatarse ni siquiera en alta mar, y entendió que este estallido le inspiraba algo muy parecido al respeto. No había sido ruidoso; la grotesca y achaparrada silueta, cuya cabeza parecía encajada a presión entre los hombros cuadrados, a golpes, se movió vagamente dentro de un reducido espacio, limitado por los dos toneles de provisiones amarrados al barandal de la toldilla, sin gesticular, con las manos en los bolsillos de la zamarra y los codos pegados al cuerpo; la voz, sin resonancia, pasó del enojo al desconsuelo y vuelta a empezar, sin levantar el tono, en su atropellada perorata, interrumpida tan sólo para inspirar a fondo, como si le ahogase la reprimida pasión de su hondo pesar.

El señor Powell, aun conmovido hasta cierto punto, no por ello se dejó convencer. Y cuando ya daba por terminada la perorata, el otro, titubeando es la oscuridad, volvió a explotar sólo que sin levantar la voz, atribulado, respetuoso del silencio del navío y de la vasta paz del mar.

»—¡Han tenido que hacerle algo! ¿Qué será? ¿Qué podrá ser? ¿No se le ocurre nada? ¿No lo sabe?

»—¡Santo cielo! —el joven Powell se quedó de una pieza al darse cuenta de que Franklin apelaba directamente a su persona—. ¿Cómo iba yo a saberlo?

»—Usted habla a veces con esa doncella pálida y de ojos negros… Les he visto conversar más de una docena de veces…

»El joven Powell, de golpe helada toda su simpatía, comentó con desdén que la señora Anthony no tenía los ojos negros.

»—Igual me da de qué color los tenga; ojalá no los hubiese fijado nunca en el capitán —replicó Franklin—. Ella y ese viejo barbilampiño que la domina y que mira su blanca palidez como la muerte con sus ojos amarillentos… ¡Dios los confunda! Tal vez me diga usted que no tiene los ojos amarillentos, ¿eh?

»Powell, sin el menor interés por el color de los ojos del señor Smith, hizo un vago gesto. Amarillentos o no, le daba lo mismo.

»—No, claro —murmuró entre sí el contramaestre—. ¿Cómo va a saberlo, si no es más que un crío? Para eso hace falta un poco de madurez.

»—Ni siquiera alcanzo a entender qué es lo que pretende decir —observó el señor Powell con frialdad.

»—Y hasta el hombre más maduro y perspicaz se quedaría de una pieza al ver esta obra endemoniada —prosiguió murmurando el contramaestre—. En fin, he oído hablar de mujeres capaces de acabar con un hombre de una forma u otra al tenerlo bien sujeto en tierra fírme, pero traerse sus brujerías a alta mar y maniatar de ese modo a un hombre como él… Eso roza lo inconcebible. ¡No lo puedo entender! Sí puedo, en cambio, vigilar. ¡Que se enteren bien, me digo!

»Incapaz de agacharse o encorvarse por su absoluta falta de flexibilidad, su recio corpachón no pudo expresar abatimiento. De pronto parecía muy fatigado; arrastró los pies al salir de la toldilla. Antes de marcharse, habiendo dilapidado una hora de su descanso, volvió a interpelar a nuestro joven amigo, el cual se hallaba al pie del palo mayor, con un aire glacial, nada receptivo, expresado en su silencio y en su inmovilidad. No se arrepentía, dijo, de haberle hablado sin pelos en la lengua sobre un asunto tan serio.

»—No soy quién para juzgar la seriedad del caso, señor —fue la franca respuesta de Powell—. Pero si acaso piensa que me ha relatado algo nuevo para mí, debo decir que se equivoca. Este asunto sale a relucir cada vez que abre la boca; es exactamente lo que he oído más o menos desde mi llegada a bordo.

»Powell se expresó con franqueza, pero sin intención de ofender. No le faltaba esa sensatez instintiva; percibía con claridad que se trataba de un asunto muy serio, ya que nada tenía que ver con la razón. No deseaba enemistarse con el contramaestre. Y el señor Franklin no se lo tomó a mal. A la sincera observación del señor Powell, contestó con idéntica sinceridad y sencillez, reconociendo que era muy probable. Como le abrumaba de continuo una cosa semejante (que frisaba casi en la brujería), lo maravilloso era que lograse pensar en otras cosas. El pobre hombre tuvo que haber sentido en la agitación de sus pensamientos la ilusión de hallarse metido hasta el cuello en un combate constante contra quién sabe qué poderosa maldad; sus últimas palabras, a medida que bajaba lentamente por la escalerilla, expresaron la extraña esperanza de que él, Powell, se pusiera “de nuestra parte”.

»El señor Powell (imagínese el asalto lanzado directamente, en alta mar, sobre un joven de su carácter) se limitó a contestar con una risa incómoda, azorada, que reflejó con toda exactitud el estado de su alma inocente. El apoplético Franklin, ya a mitad de la escalerilla, subió de nuevo los peldaños. ¡Sí, como lo oye! Un joven hecho y derecho, esperaba el contramaestre, jamás permanecería al margen, sin tomar partido, viendo cómo un hombre, buen marinero y capitán suyo, se encontraba en una situación tan grave; lo propio era que actuase en contra de la pareja de tierra adentro que… El señor Powell lo interrumpió, a punto de perder la paciencia: ¿cuál era el problema? ¿A qué estaba aludiendo exactamente?

»—¿Qué es lo que está insinuando? Explíquese —exclamó, presa de una irritación por otra parte injustificable.

»—No quisiera ni imaginármelo; ahí abajo, en el salón, con la única compañía de esos dos… —murmuró Franklin sin contenerse—. Le doy mi palabra; no quisiera ni imaginármelo. Sabe Dios qué estará pasando ahí abajo… No se ría… Bastante lamentable fue la última travesía, cuando la señora Brown dispuso del camarote de proa; ahora es infinitamente peor. Me da miedo. A veces ni siquiera concilio el sueño, sólo de pensar en él, ahí abajo, solo, alejado de todos nosotros.

»La señora Brown era la esposa del auxiliar de a bordo. Conviene que sepa usted que poco después de su visita a la casa de campo de los Fyne (con todas las consecuencias que tuvo), Anthony recibió la oferta de realizar una travesía a las Azores, para transportar a Londres la carga de un navío que, averiado tras colisionar con otro o tras encallar, no sé bien, recaló en el puerto de San Miguel, condenado a no navegar más. Roderick Anthony disponía de contactos capaces de procurarle esta clase de asuntos lucrativos. Así pues, Flora de Barral había cumplido, como primera experiencia en alta mar, nada menos que cinco meses de travesía, una simple excursión. Y Anthony, que con toda claridad intentó mostrarse tan atento como pudo, convenció a la esposa de su fiel auxiliar de a bordo, la señora Brown, para que viajase en esa travesía como criada de su esposa. Ahora bien, fuera por la razón que fuese este acuerdo no se mantuvo en las travesías posteriores. Y el contramaestre, atormentado por infinidad de alarmas y vagos presentimientos, lo lamentaba. Lamentaba que Jane Brown ya no estuviese a bordo, como una especie de representación de los fieles servidores del capitán Anthony, que observara con toda tranquilidad qué ocurría en la parte del navío que ese matrimonio fatal había substraído a su vigilancia. Habría sido una precaución excelente, porque la señora Brown era una mujer de total confianza.

»Powell no creyó que hubiese nada sobresaliente en lo que parecía un simple trabajo de espionaje. Ahora bien, con su sencillez de costumbre, dijo que siempre habría creído que a la señora Anthony le hubiese alegrado contar con otra mujer a bordo. Pensaba en la pálida y aniñada personalidad de la joven, que en su opinión alguien tendría que haber cuidado. Joven e inocente, siempre contempló a la muchacha como una persona inmadura, como una niña prácticamente.

»—¿Que se habría alegrado? ¿Ella? Bah, si fue ella misma la que ordenó que la despidieran… No deseaba que nadie rondase los camarotes de popa. La señora Brown lo sabe con absoluta certeza; así se lo dijo a su marido. Puede usted preguntárselo al auxiliar; entérese de lo que tiene él que decir al respecto. Por eso no me gusta lo que se dice nada; era una mujer eficiente, que sabía estar en su sitio. Pero no, nanay: tuvo que marcharse. Sin haber cometido ningún error, sin tener culpa de nada, dese cuenta. Al capitán le dio vergüenza tener que despedirla.

Todo por esa mujercita que tiene, sí; los dos pájaros se han apoderado de él. Ya no puedo hablar con él ni un minuto en la toldilla sin que aparezca de rondón ese trilero, ese embaucador. Mire, le diré una cosa. Una vez le oí decir algo que… No, sabe Dios que no fue adrede; lo único que pasó fue que se olvidó de que yo estaba al otro lado de la claraboya, con mi sextante, y le oí… Ya sabe usted cómo se arrima a su hija, cómo se pone a charlar sin casi abrir la boca… Sí, oí la palabra con toda claridad. Hablaba del capitán, tratándolo de “carcelero”. ¡De carcelero!

»Franklin se interrumpió para lanzar una imprecación blasfema. Reinó el silencio un buen rato, y el dulce cabeceo del barco, suavemente impulsado por el alisio del nordeste, pareció casi un sortilegio que aplacó y adormeció las suspicacias de los hombre que se confían a la mar.

Se oyó un hondo suspiro, seguido por la voz del contramaestre, preguntándose con verdadera desazón si acaso era ésa la única forma disponible para hablar de un hombre al que deseaba lo mejor. En tal caso, no eran necesarias más pruebas de que algo andaba francamente mal. Por tanto, dijo tener plena confianza, cuando ya por fin se retiró a descansar, en que Powell se pusiera de su parte. Y esta vez el señor Powell no replicó con una risa azorada.

»El joven oficial fue sintiéndose cada vez más sorprendido por la naturaleza de las incongruentes revelaciones que se le iban haciendo en el ambiente del mar abierto. Seguramente nos resulta muy difícil entender plenamente, en toda su amplitud, en toda su profundidad, cómo fue su experiencia, ya que nosotros no nos hemos hecho a la mar a los catorce años y nueve meses de edad, recién salidos de una escuela privada. Acodado sobre los obenques de mesana, tan quieto que el timonel, al otro lado de la toldilla, fácilmente habría sospechado (si es que no llegó a sospechar) que había cometido el imperdonable delito de quedarse dormido durante su guardia, se esforzó por reconsiderar todo el asunto desde un ángulo tal que encajase en sus elementales nociones de psicología. “¿De qué diantre se preocuparán tanto?”. Su interrogación nació de una impaciencia aturdida y despectiva. Con eso y con todo, llamar a un hombre “carcelero” no dejaba de ser una extravagancia; era prueba de ingratitud, de hostilidad, de hosco desagrado. Lamentó que el señor Smith fuese en efecto culpable de tal cosa, ya que, en honor a la verdad, hay que decir que hasta cierto punto le había afectado gratamente que el padre de la señora Anthony se tomase por él un comedido interés. La juventud aprecia esa clase de reconocimiento, que es al fin y al cabo la forma más sutil de la adulación que puede prodigar la vejez. El señor Smith aprovechó toda clase de ocasiones para acercársele en el puente; sus comentarios, ciertamente, eran a veces peregrinos, enigmáticos, pues era sin lugar a dudas un anciano y excéntrico caballero. Ahora bien, de ahí a motejar a su yerno (al cual nunca se acercaba en el puente) de “carcelero” y cosas peores, a sus espaldas, mediaba un mundo.

»Y el señor Powell se asombraba…

»Y yo también —Marlow cambió de tono—, yo me asombraba más si cabe, mientras me lo iba refiriendo. Diríase que el infortunio marca a sus víctimas, haciéndoles una señal en la frente, para escarnio de las multitudes. No hablo de una cuestión numérica; dos hombre pueden a veces comportarse como una apiñada multitud, y tres lo harán sin duda ninguna, siempre que sus emociones estén comprometidas. Era como si Flora de Barral tuviese esa marca en la frente. ¿Había nacido la muchacha destinada a ser víctima, condenada a ser detestada, oprimida, como si fuese demasiado delicada, como si no tuviese ninguna suerte, ya que a los gafes se les tiene a menudo por pecadores, así como la desdicha es tenida por crimen?

»En efecto, me asombraba más aún, pues no en vano conocía yo a la joven algo mejor que el señor Powell, aun cuando sólo fuese por saber cuál era su verdadero apellido, aparte de conocer mejor al capitán Anthony, aun cuando sólo fuese por saber que era hijo de un delicado poeta erótico, de temperamento extremadamente refinado y autocrático. Aún es más: yo era sabedor de su historia común, que Powell desconocía por completo. El capítulo de esta historia que él me iba desvelando, un capítulo marinero, con personajes nuevos, como el sentimental y apoplético contramaestre o el reconcentrado auxiliar de a bordo, por pasmoso e intrigante que a él le resultase, teniendo en cuenta su desconocimiento del resto, para mí lo fue más incluso, por pertenecer a la misma serie y figurar colocado inmediatamente después del capítulo de la entrada del Hotel Oriental, en el que yo mismo desempeñé mi papel. A la vista de las declaraciones de Flora y de mis sabias intervenciones, todo esto no pudo ser más inesperado. Ella había obrado de buena voluntad, y desde luego que yo también; en cuanto al capitán Anthony, por lo que pude colegir a partir de lo que dijo Fyne, había obrado obviamente de buena voluntad. Si tan exaltada expresión pudiera aplicarse a los oscuros personajes de esta historia, diría que todos estábamos colmados de los más nobles sentimientos e intenciones. Allí estaba el mar, para darles el refugio de su soledad frente a las mezquinas sugestiones de tierra firme. Tenía yo todo el derecho del mundo a maravillarme, asombrado por el curso de los acontecimientos.

»Espero que, si se dio cuenta, el señor Powell me perdonase la sonrisa de la que fui culpable en esos instantes. Había una luz más bien débil en el interior de su cúter. Y mi sonrisa fue débil también; débil y fugaz. La vida de la joven se me había presentado como una aventura tragicómica, la aventura más triste que pueda darse en la tierra, encajonada entre risas abiertas y lágrimas incontenibles. Sí, la historia más triste y la más banal; por ser banal, quizá la que más merezca nuestra compasión sin reservas de ninguna clase.

»La realidad puramente humana es susceptible de lirismo, pero no de abstracción. Para comprenderla cabalmente, sólo pueden servirnos las pruebas de una lógica concatenación de los hechos y los personajes. Empezando por Flora de Barral, a la luz de mis recuerdos estaba yo convencido de que su papel tuvo que ser cuando menos pasivo, ya que la pasividad es inevitable por parte de las mujeres, siendo su suerte esperar al destino, aunque algunas, y no siempre las que más destacan por su inteligencia, puedan disimular mediante las vanas apariencias de la agitación. Flora de Barral no es que fuera excepcionalmente inteligente, pero sí que era enteramente femenina. Adoptaría una actitud pasiva (y no quiero decir inerte) en circunstancias en las que el mero hecho de ser mujer bastara para dotarla de una oculta y suprema importancia. Y haría gala de su paciencia, de su resistencia, ya que ésa es la esencia del poder visible, tangible, de las mujeres. De eso no me cabía ninguna duda. ¿No había dado antes muestras de su resistencia? Sin embargo, es tan cierto que el germen de la destrucción yace a la espera en la fuente misma de nuestra fuerza, que cabe perecer por exceso de resistencia o por no resistir en absoluto.

»Le confío el decurso de mis pensamientos. Me acordé, cómo no, de la primera vez que la vi, jugueteando o comulgando seriamente con las posibilidades de un precipicio. En cambio, no pregunté al señor Powell qué fue, a la postre, de la señora Anthony. Dejé que prosiguiera a su manera, con la sensación de que por extraños que fuesen los hechos que pudiera revelarme, con toda seguridad los conocería yo más a fondo de lo que él llegaría a conocerlos, de lo que podría incluso adivinar.

Marlow hizo una larga pausa, como si no supiera si había ofrecido una opinión que escapara a mi entendimiento. Deliberadamente, no hice gesto alguno.

—¿Me entiende?

—Le entiendo perfectamente —dije—. Usted es un experto del caos psicológico. Su narración es como una de esas historias de pieles rojas, en las que los nobles salvajes raptan a una muchacha, y el honrado trampero, pertrechado sólo con su incomparable conocimiento del bosque, sigue el rastro y va leyendo los signos de su destino gracias a una huella aquí, una rama partida más allá, una baratija encontrada acullá… Siempre me han gustado las historias de este género. Continúe.

Marlow sonrió indulgente al oír mi broma.

—No es exactamente un cuento infantil —dijo—. Muy bien, continúo. Los signos, como usted dice, no fueron demasiado numerosos, pero sí convincentes, y cuando el señor Powell tuvo conocimiento (llegado a cierto punto, me sentí obligado a comunicárselo) de que yo había conocido a la señora Anthony antes de que contrajera matrimonio, de que en cierto modo había sido yo su confidente… Porque no me podrá negar que lo fui, en cierto modo… O, bueno, digamos que había tenido la posibilidad de ver… Una muchacha, estará usted de acuerdo, es muy similar a un templo. Uno pasa por delante y se asombra ante los misteriosos ritos que se celebran, las plegarias que se elevan, las visiones que se tienen. El privilegiado amante o esposo que recibe la llave del santuario no siempre sabe cómo emplearla. Yo, por mi parte, sin título ni mérito alguno, por pura obra del azar, recibí permiso para mirar por la puerta entreabierta, y pude asistir a la más triste de las profanaciones posibles, ver la marchita brillantez de la juventud, un espíritu aún no degradado ni deteriorado irremediablemente, pero sí aturdido y desesperado por una crueldad gratuita, destruida toda confianza en la vida propia y ajena, y una temeridad fatalista, resignada, una insensibilidad pesarosa, y todo ello con absoluta simpleza, con ingenuidad casi, ante las dificultades materiales y morales de la situación. ¡La pasiva angustia de los infortunados!

»¿No se había agotado aún, me pregunté, ese persistente infortunio, que tanto recuerda el odio desatado por un poder invisible, interpretado, tangible, peligroso, debido a las acciones de los hombres?

»El señor Powell, como bien puede imaginar, se había quedado con los ojos como platos ante mi afirmación. Pero estaba además desbordado por los recuerdos de sus experiencias a bordo del Ferndale, y la extrañeza que sintió al verse involucrado en cuanto acontecía a bordo, simplemente porque su apellido coincidía con el titular de la agencia de fletes, mantuvo en él un estado de asombro por el que toda otra coincidencia, por improbable que fuese, no podía al fin y al cabo resultar tan sorprendente.

»Esta singular casualidad estuvo tan presente en sus pensamientos que siempre se sintió como si todo fuesen falsas apariencias. Y esta sensación le resultó tan incómoda que de ella extrajo el coraje de resolverse a penetrar la aterradora altanería, la reserva de su capitán. Necesitaba quitarse un peso de encima. Imagino que su juventud tuvo que ser una ayuda impagable. Sí, la juventud es una fuerza. El capitán Anthony no pudo evitar el fijarse en ello, y sentirse refrescado al ver algo intacto, indemne, no endurecido aún por el sufrimiento. Si no, es posible que la propia novedad de ese rostro, a bordo de un navío en el que llevaba años y años viendo siempre las mismas caras, le llamara poderosamente la atención.

»Que un buen día cruzase unas palabras con su nuevo segundo de a bordo, o que se contentara con mirarlo, es algo que desconozco; lo cierto es que el señor Powell atrapó al vuelo la ocasión. El capitán se dio una momentánea, sobresaltada tregua en sus incesantes paseos, pero pronto dejó de fruncir el ceño, escuchó hasta el final lo que quiso decirle el joven y, al final, se rió un poco.

»—¡Ah! ¿Esa es la historia? ¿Y le ha parecido conveniente informarme de todo ello?

»—Sí, capitán.

»—Lo de menos es cómo llegase usted a bordo —dijo Anthony. Y continuó dando buena muestra de que quizá no estaba tan ausente de su navío como Franklin había dado por supuesto—. No se atormente. Me da la impresión de que se lleva usted muy bien con todo el mundo —dijo en tono cortante, precipitado, como si hablar le lastimara, al tiempo que su mirada erraba de nuevo sobre la mar.

»—Sí, capitán.

»Powell me dice que al mirarle a la cara, en la que había reaparecido su aterrada expresión, se sintió impulsado a decir, por un vago sentimiento de amistad: “Me siento muy feliz de estar a bordo, capitán”.

»La firmeza de la mirada que le devolvió de súbito desconcertó al señor Powell, que incluso retrocedió un paso. Fue como si el capitán hubiese olvidado el significado de la palabra “feliz”.

»—¿Cómo…? Ah, sí… Usted… Claro, feliz. ¿Por qué no iba a serlo?

»Lo dijo tan sólo en un murmullo; acto seguido, Anthony reanudó su impenitente caminar por cubierta, vuelta la mirada al mar, bien lejos de su barco.

»Cierto es que los marinos tienden por lo general a mirar en lontananza, pero en el caso del capitán Anthony había algo, como dijo el propio Powell, muy peculiar, voluntario, como si quisiera ahorrarse la contemplación del dolor o de la tentación. Era algo muy pronunciado, al menos tan pronto se tenía conciencia de ello. No era que el capitán, y Powell se esmeró en explicarlo, no viese las cosas con ojos de capitán de navío. Prueba de ello fue que en aquella ocasión le dio la orden, tras caminar un rato en silencio, de arriar las velas de estay, y estaba dándole asimismo algunos consejos sobre el tema de velas de estay cuando por el tambucho emergió la señora Anthony, escoltada por su padre. Se acomodó en el asiento de sotavento de la claraboya, como siempre. El capitán cortó lo que fuese a añadir y, al cabo de un rato, bajó al camarote.

»Pregunté a Powell si el capitán y su esposa no conversaban jamás en el puente. Dijo que no; en cualquier caso, nunca llegaron a cambiar más que un saludo. Existía entre ellos una especie de tirantez. Por ejemplo, en la ocasión que me estaba refiriendo, cuando apareció la señora Anthony sí llegaron a mirarse; los ojos del capitán, desde luego, la siguieron hasta que tomó asiento. En cambio, no le dijo nada, ni se aproximó a ella; después, abandonó el puente sin volver siquiera la cabeza hacia ella.

»Pregunté a Powell qué hizo él entonces, una vez retirado el capitán a su camarote.

»—Me acerqué a conversar con la señora Anthony. Estaba pensando que debía aburrirse; parecía una perfecta desconocida en el barco.

»—El padre estaba con ella, claro.

»—Siempre —dijo Powell—. Siempre estaba sentado cerca de la claraboya, como si montase guardia alrededor de su hija. Creo —añadió— que era para ella un motivo de preocupación. No lo digo porque llegara a manifestarlo; la señora Anthony estaba siempre un tanto apagada, siempre presta a mirar a la cara a quien fuese.

»—¿Conversó mucho con ella? —insistí, siguiendo mi interrogatorio.

»—Me dejaba hablar con ella, más bien —confesó el señor Powell—. No es que le interesara demasiado, pero me dejaba hablar. Nunca me quitó la palabra.

»Todas las simpatías del señor Powell estaban de parte de Flora Anthony, de soltera De Barral. Era el único ser humano más joven que él mismo a bordo del Ferndale, en el que no había siquiera un grumete entre toda la tripulación. En efecto, tuvo que ser la juventud lo que creó una especie de vínculo entre los dos. La expresión abierta del joven Powell tuvo que resultarle a ella distinguidamente placentera en medio de las caras ya maduras, curtidas, arrugadas e incluso hostiles que iba viendo a su alrededor. Con toda la cálida generosidad de su juventud, Powell estaba de su parte, por así decir, antes incluso de saber que existían a bordo partes por las que optar, antes de enterarse de qué se trataba aquella opción. Era una joven, así de sencillo. Y muy agradable. No indagó mucho más. Flora de Barral no era muchos años más joven que él; por la razón que fuese, quizá por contraste con la idea preconcebida que se tiene de la esposa del capitán, no pudo mirarla más que como se mira a una persona extremadamente joven. Al mismo tiempo, aparte de la posición a la que él la había exaltado, Flora ejercía sobre él esa supremacía sobre un hombre de su misma edad que una mujer tiene debido a su precoz madurez. De hecho, es bien fácil darse cuenta de que sin haber dispuesto nunca de más de media hora de conversación sostenida, debidamente guardadas las distancias, los dos jóvenes iban haciéndose amigos, y a ojos del viejo, digo yo.

»Powell me contó a su manera cómo entró en relaciones con la esposa del capitán. Fue mucho antes de su memorable conversación con el contramaestre, poco después de salir del canal de la Mancha. Reinaba el mal tiempo; soplaba un fuerte viento de proa, anunciando galerna. El Ferndale, con el velamen recogido en su práctica totalidad, cruzaba de sesgo la ruta de regreso de los barcos, sin más que dejarse llevar de través, ya que carecía de sentido darse prisa, pues el cielo era cada vez más amenazante. Serían las diez de la noche y estaba Powell solo en la toldilla, de guardia, cara al viento y sujeto al barandal de popa, cuando en medio del blancor de las olas espumeantes, bajo la negrura del cielo, acertó a ver las luces de posición de otro barco. Las estuvo mirando un tiempo; el barco iba a gran velocidad, llevado por el vendaval. Va a pasar muy cerca, se dijo; de pronto, le entró una gran desconfianza ante el barco que se aproximaba. Viene derecho a nosotros, pensó. No era obligación suya cambiar de ruta; al contrario[5]. Y aumentó la inquietud del joven oficial al acordarse de las cuarenta toneladas de dinamita que transportaba el Ferndale en la bodega; no es precisamente el cargamento ideal cuando uno se pone a pensar con un mínimo de ecuanimidad en una amenaza de colisión inminente. Oteó las dos luces minúsculas en la negra inmensidad en que reverberaba la ruidosa cólera del mar. Le fascinaron hasta el punto de que la obviedad de su presencia le dio al poco la convicción de que estaban en peligro. Sabía bien qué hacer en caso de emergencia, pero pensó con toda propiedad que su deber era prevenir de inmediato al capitán.

»Atravesó el puente de un salto. Desde que el mundo es mundo, es costumbre en la mar que el camarote del capitán se encuentre por la banda de estribor. Hace falta imaginarse a un capitán con la nariz en el cogote si resulta que tiene su camarote por la banda de babor. Powell olvidó por completo lo que le había indicado el contramaestre a este respecto. Dio un salto, como he dicho; golpeó con la bota el maderamen y se arrimó al manguerote de ventilación, gritando “¡Suba al puente, capitán!”, con una voz que no le tembló, que no denotó su miedo, pero que podríamos calificar de sumamente expresiva. No podría existir error ninguno en la urgencia de su llamada. Y en vez del esperado “¡Voy!” de alerta, seguido por el ruido de pasos apresurados, oyó sólo una débil exclamación… y el silencio.

»¡Juzgue usted su estupor! Se quedó en el sitio, con la oreja pegada al manguerote de ventilación, clavada la vista en las luces amenazantes que bailaban a merced de las ráfagas de viento sobre las coléricas tinieblas del mar. Fue como si hubiese pasado una hora a la espera, cuando en realidad no transcurrió ni un minuto antes de que aullase por el tubo: “¡Capitán Anthony! ¡Capitán!”. Un agitado “¿Qué sucede?” fue cuanto oyó ahí abajo, sólo que por boca de la señora Anthony, amén de sus rápidos y ligeros pasos… ¿Por qué no intentaba despertarlo? “¡Busco al capitán!”, voceó, y en ese momento renunció a todo, lanzándose a todo correr al tambucho, donde se guardaba una bengala, resuelto a actuar por su cuenta.

»De camino miró al timonel, cuyo rostro iluminado por las lámparas de bitácora parecía tranquilo. “Atento a orzar todo a barlovento en cuanto le dé la señal”, le dijo con rapidez. “Entendido, señor”, le contestó el otro con voz firme. Tras dar una voz a popa para que subiera el contramaestre, corrió por el costado del barco y encendió la bengala sobre la amura.

»No produjo más que un mínimo chisporroteo. El artefacto, deteriorado tal vez por la humedad, no prendió como debiera. La duración de todos estos actos hay que medirla en segundos; Powell me confesó que, ante tal fracaso, le invadió una absoluta parálisis de pensamiento, de habla, de todos los músculos. El imprevisto de que fallase el artefacto pudo más que todas sus facultades. Aquél fue el único desenlace para el que su imaginación no podía estar preparada. Se quedó anonadado. Se espabiló al pensar que debía hacer algo de inmediato, lo que fuese, a menos que hubiese decidido que era imposible impedir una colisión de través seguida por la explosión de la dinamita, con la que ambos barcos saltarían hechos pedazos y todos sus ocupantes se volatilizarían en una inmensa y estruendosa llamarada.

»Vio que se producía la catástrofe y, al mismo tiempo, sin poder siquiera abrir la boca o mover un dedo para conjurar la visión, oyó muy cerca la comedida voz del capitán Anthony: “¿No quiere prender? ¡Pues tírela! ¡Tráigame el farol, de prisa!”.

»Powell se puso en acción de un brinco, con todas sus fuerza. El farol se guardaba dentro del tambucho, con una caja de fósforos a mano. Sin tener conciencia de haberse movido, estaba ya tirando del asa del tambucho. Agarró el bidón a oscuras e intentó encender un fósforo. Como tuvo que sujetar el casquillo del farol con un brazo contra el pecho, como tenía las manos húmedas y entumecidas y le temblaban los dedos, partió un fósforo. Se le apagó el segundo, a cuyo resplandor vio la descolorida cara de la señora Anthony, poco más abajo, en las escaleras. Los ojos de la joven, muy cerca de los suyos (ya que estaba agachado en el primer escalón) parecieron arder a la luz que se apagó. Desde el puente le llegó la voz del capitán, de golpe, con inesperado sarcasmo:

»—Más le vale darse prisa, si aún quiere llegar a tiempo.

»—Deme la caja —dijo la señora Anthony en un apresurado y familiar susurro, que sonó casi divertido, como si hubiesen sido dos críos embebidos en plena travesura, detrás de una tapia. Recibió con alegría la oferta, que le resultó de lo más natural, hecha sin ceremonias.

»—Tenga.

»Se rozaron sus manos en la oscuridad; ella tomó la caja de fósforos mientras él sujetaba el farol, empapado de parafina, por el asa de hierro. Pensó en advertirle que tuviese cuidado, pero sin que le diese tiempo a decirlo, el farol prendió violentamente entre los dos y la vio echarse atrás, protegiéndose el rostro con un brazo. “¡Anda!”, exclamó Powell, sólo que sin tiempo para detenerse un instante a comprobar que no se había lastimado. Salió catapultado del tambucho, directo hacia el capitán, que tomó el farol de sus manos y lo sostuvo en alto.

»La enfurecida llamarada aleteó como una banderola de seda, proyectando sobre la toldilla un intenso y movedizo resplandor entreverado de sombras, iluminando las cóncavas superficies de las velas, relumbrando sobre la pintura blanca de la barandillas. Y el joven Powell, sin aliento apenas, volvió la cabeza hacia el viento.

»El misterioso navío, una sombra adensada en la noche, no parecía avanzar, sino perfilarse más y más por el través, mirando fijamente al Ferndale con sus ojos, uno rojo y otro verde[6], que se columpiaban como si estuviesen incrustados en la cabeza furibunda y agitada de algún monstruo invisible, emboscado de noche entre las olas. Pasó un instante largo como la eternidad y, de repente, el monstruo que parecía cobrar la forma de una montaña, cerró el ojo verde sin siquiera avisar con un parpadeo.

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