Azar

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SEGUNDA PARTE: EL CABALLERO » Capítulo 3. Fieles servidores… y el resplandor de un farol

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»Powell respiró hondo. “Todo en orden”, dijo el capitán Anthony en tono sereno y mesurado. Entregó a Powell el farol, aún resplandeciente, y se dirigió a popa para contemplar cómo se alejaba aquella amenaza de destrucción salida a ciegas, con su mirada bicolor, de la noche ciega, en alas de un vendaval tempestuoso. Hasta se pudo distinguir, desde popa, su perfil negro y engolado, entre las andanadas de espuma que iba levantando a su paso.

»Tal como suele ocurrir casi siempre desde un navío que avanza contra viento y marea, no pareció que fuese muy grande su velocidad, sino que se desplazaba más bien con indolencia, a grandes y espaciadas zancadas, entre pausa y pausa, por entre el oleaje encrespado. Sólo cuando rebasó la popa del Ferndale, a la distancia de un grito, su tremenda velocidad resultó bien aparente. Ocluida la luz roja, irguiéndose cual sombra inmensa sobre la cresta de una ola, desapareció de un solo impulso, fundiéndose en el espacio carente de toda luz.

»—Por poco —dijo el capitán Anthony con voz indiferente, la justa para hacerse oír a pesar del viento—. Panda de cegatos a bordo… En fin, puede usted apagar el farol.

»Silenciosamente, Powell invirtió la caperuza y se extinguió la llama del bidón; con un simple giro de muñeca devolvió la oscuridad total a la toldilla de popa. Y al mismo tiempo se desvaneció en su mente la visión de otra llamarada enorme, despiadada, surgida con virulencia de un blanquecino arremolinarse del mar, que hubiese iluminado hasta las nubes, llevándose por delante, en su volcánica irrupción, el maderamen, los cadáveres, los fragmentos de dos barcos hechos añicos. Al desvanecerse, su alivio fue inmenso. Me dijo que no se pudo dar cuenta del miedo que había pasado, y no en general, sino debido al espanto que imaginariamente acababa de conjurar, hasta que todo hubo terminado. Lo calibró (puesto que el miedo es una tensión enorme) por la sensación de fatiga y de flojera que le sobrevino de inmediato.

»Caminó hasta el tambucho y al agacharse a dejar el farol en su lugar correspondiente, vio en las tinieblas el óvalo inmóvil del rostro de la señora Anthony.

»—¿Qué es lo que va a ocurrir? ¿De qué se trata? —le susurró en calma.

»—No pasa nada, ya no hay peligro —contestó en un susurro.

»Se quedó agachado, con la cabeza dentro del mamparo, mirando fijamente el óvalo blanco y fantasmal. Se extrañó de que no hubiese salido corriendo al puente. Se había quedado quieta en su sitio. Qué valor, qué sangre fría, qué hermoso dominio de sí misma. Y no lo hizo por ignorancia. Supo que existía un peligro inminente, y probablemente intuyó de qué naturaleza.

»—Se ha quedado usted aquí, a pie firme, en espera de lo que pudiese ocurrir —murmuró Powell con admiración.

»—¿No fue acaso lo mejor que pude hacer? —inquirió ella.

»No supo qué decir. Podría ser. Le confesó que él no habría tenido agallas. No, él no. Su carne y su sangre, todo su ser, se habrían rebelado. Habría pensado que debía por fuerza ver lo que se avecinaba, cerciorarse de ello. Recordó entonces el farol, que al prender podría haberle abrasado la cara, y le manifestó su preocupación.

»No es nada, no me duele. ¿Nota el olor del cabello quemado?

»Lo dijo con un tono de especial alegría. Puede que estuviese aún asustada, pero de ninguna manera abrumada, y no padeció los efectos de ninguna reacción. Todo ello confirmó y agrandó, si tal aumento fuese posible, la buena opinión que tenía Powell de la “alegre y valerosa muchacha”, aun cuando le pareció una monstruosidad referirse en tales términos, incluso para sus adentros, a la esposa del capitán. “Pero lo cierto es que no lo parece”, pensó a manera de excusa, extenuado, e iba a añadir alguna cosa sobre el momento en que prendió el farol cuando oyó otra voz distinta en el camarote principal, otra voz que decía algo imposible de discernir. Habló en tono despectivo; la voz llegaba desde el pie de la escalera. Y la única voz que podría resonar en el camarote principal a tales horas era la del padre de la señora Anthony. El pálido óvalo que tanto miraba Powell desapareció de golpe de su vista, tanto que lo pilló desprevenido. Se quedó por un instante en la abertura del tambucho; como su esbelta figura ya no obstruía la angosta escalera, las voces le llegaron a mayor volumen, sin que pese a todo pudiese discernir qué estaban diciendo. El anciano caballero estaba agitado por algún motivo, y su hija intentaba calmarlo, “meterlo en vereda”, como dijo el propio Powell. Se alejaron del pie de la escalera y Powell a su vez se apartó del tambucho. A pesar de todo, imaginó haber oído las palabras “Perdido para mí” antes de marcharse. Las había pronunciado el señor Smith.

»El capitán Anthony no se había movido de la tapa de regala. Seguía en la misma postura que había adoptado para ver cómo desaparecía el otro navío, cabeceando cada vez más sombrío en medio del tumultuoso rugir de la mar. No hizo el menor movimiento; Powell, cerca de él pero sin atreverse a hablarle, pues tan enigmático estaba, sumido en su contemplación de la noche, que la juventud de Powell lo llevó a callar. A sus inexpertos ojos, su incomprensible estatismo al otear las tinieblas pareció presa de un pesar incomprensible, de un anhelo o una pena.

»¿Por qué será que la quietud de un ser humano resulta tantas veces tan impresionante para otros, tan sugerente del mal, como si nuestro destino radicase en una agitación incesante? La inmovilidad del capitán Anthony no tardó en resultar casi insoportable para su segundo de a bordo. El señor Powell, que dio en pasear alrededor de la claraboya, empezó a desear que su capitán abandonase el puente cuanto antes. “¿Por qué no baja de una vez a su camarote?”, se preguntó impaciente. Arriesgó un carraspeo.

»Fuera o no efecto de su carraspeo, el capitán Anthony tomó la palabra. No se movió ni un ápice. De espaldas al eje del navío, preguntó a Powell con cierta aspereza si el contramaestre había tenido el descuido de no informarle debidamente de que su camarote estaba de babor.

»—Sí, señor —dijo Powell acercándose a su espalda—. El contramaestre me indicó que golpease por babor en caso de que se requiriese su presencia en el puente; lo que sucede es que en ese momento se me olvidó.

»—No debería permitir tales olvidos —dijo el capitán con esfuerzo—. No quiero —añadió murmurando— que la señora Anthony se asuste por ningún concepto. ¿No se da usted cuenta?

»—Esta vez no se asustó ni lo más mínimo —dijo Powell con ingenuidad—. Fue ella quien me encendió el farol, señor.

»—¡Qué me dice! —exclamo el capitán Anthony dándose la vuelta—. ¿Que la señora Anthony encendió el farol? ¿La señora Anthony?

»Powell hubo de explicarle que permaneció en todo momento en la escalera del tambucho.

»—En todo momento… —repitió el capitán. A Powell le pareció muy raro que, en vez de ir a comprobarlo por sí mismo, el capitán preguntase:

»—¿Sigue ahí en este momento?

»Powell dijo que se había retirado a los camarotes después que el otro barco pasara sin colisionar con el Ferndale. El capitán Anthony hizo ademán de retirarse, cuando el señor Powell añadió una nueva información: “El señor Smith llamó a la señora Anthony desde el salón, señor. Creo que ahora están hablando los dos”.

»Le sorprendió que el capitán renunciase después de todo a su intención de bajar.

»Al contrario, comenzó a pasear por la popa sin hacer caso del frío, de la humedad del viento y de las salpicaduras del oleaje. Además, no llevaba más que el pijama y las zapatillas. Powell se instaló en la toldilla para reanudar su guardia. Cuando al cabo de un rato giró la cabeza para mirar a hurtadillas a su excéntrico capitán, no logró ver su activa y sombría figura yendo de un lado a otro. El segundo oficial del Ferndale fue a popa, buscándolo, y se dirigió al marinero que manejaba el timón.

»—¿Ha bajado el capitán?

»—Sí, señor —dijo el timonel; tenía la mejilla izquierda abultada por un trozo de tabaco de mascar, y los ojos fijos en la bitácora—. Ahora mismo. Riéndose.

»—Riéndose —repitió Powell con incredulidad—. ¿Dice usted que se reía el capitán? Debe de equivocarse. ¿De qué se podría reír?

»—No lo sé, señor.

»El viejo marinero manifestó una honda indiferencia ante las emociones humanas. De todos modos, tras una dilatada pausa decidió conceder unas palabras más a la debilidad del segundo oficial.

»—Pues sí, iba paseando por cubierta, como tiene por costumbre, cuando de pronto emitió una carcajada y se dirigió a la escalera. A lo que se ve, se le ocurrió algo gracioso, seguro.

»¡Algo gracioso! A eso no pudo dar crédito el señor Powell. En ese momento tampoco se preguntó por qué. A los hombres se nos ocurren cosas más o menos graciosas en toda clase de situaciones, y eso nos pasa a todos. No obstante, el señor Powell se quedó de una pieza al tener conocimiento de que el capitán Anthony se había reído sin motivo visible aquella noche en concreto. Por alguna razón, esa impresión le resultó desagradable. Y se le ocurrió entonces, cuando terminaba su guardia, con las frías ráfagas del viento en plena cara, surgidas de las tinieblas en que la mar picada gruñía furiosamente en torno al barco, se le ocurrió pese a su ingenuidad que quizá las cosas no siempre sean como con toda confianza se espera; se le ocurrió que quizás no fuese el capitán Anthony un hombre feliz… Comprenderá usted que hasta cierto punto estaba sobradamente preparado para oír los lamentos del apoplético y sensible Franklin acerca del capitán. Y aunque siempre los hubiese escuchado con un desprecio que era en gran medida fruto de la sinceridad, me reconoció que en lo más profundo de su ser comenzó a formarse la inexplicable e inquietante sospecha de que no todo iba como debiera en el camarote, tan insólitamente aislado del resto del navío, sospecha que fue creciendo contra su voluntad…

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