Ava

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Capítulo 3

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Una mariposilla de alas azuladas alzó su vuelo en vicisitud de la magia que allí se suspendía mientras un nuevo día se abría a las puertas de lo imperecedero. Las cortinas amarillentas de la sala bailoteaban con la brisa que cruzaba bajo el arco de las ventanas y con el roce de las matutinas líneas de aquel sol crepuscular, todo indicaba que un nuevo día se estaba presentando.

Las horas de albor ya se habían fijado en lo amplio del territorio y, estando ahora dentro del albergue, Ava y Natalia cuidaban de Oscar tras el repentino incidente. El hombre había llevado consigo la desdicha de caer desde lo alto de un antiguo silo en reparación; tenía ahora dolor de espalda, mareo e incluso, un poco de fiebre, su esposa e hija, evidentemente, tenían razones para estar preocupadas.

Natalia acababa de hervir una zanahoria y un zapallo pequeño. El puré estaba sobre el plato y ella intentaba, sin efecto alguno, que el hombre ingiriera un simple bocado, ambas se estresaban en tanto él rezongaba y recordaba lo mucho que le dolía la espalda.

—Esta comida es asquerosa, mujer. Ni siquiera le has puesto sal —comentó mientras lo obligaban a tragar el primer bocado.

—Ya basta, Oscar —dijo su mujer—. Debes comer de una vez ¡Yo te advertí que tengas cuidado! ¡Ahora hasta te vino la fiebre!

—Este puré me traerá más, mucha más fiebre —barbulló probando un segundo bocado—. ¡Mi cabeza se resquebraja!

—Oh, padre… Cuanto quisiera que estés bien. —Ava le tomó la mano—. Por la noche tuviste demasiada fiebre.

—Lo sé, pero quizá deba descansar un par de minutillos más. —Apartó el tenedor que le acercaba Natalia, dio media vuelta y trató de dormir.

Las dos mujeres se pusieron de pie, recogieron la comida y salieron de la habitación en silencio.

—¿Qué haremos, madre? No quiero que empeore su situación…

—Oscar es muy testarudo, él finge que está recuperado, ¡pero no es así! Actúa. —Natalia dio media vuelta, cogió un utensilio, llevó la pasta de zapallo y zanahoria a la orilla del plato, lo arrastró dentro de un cuenco y lo guardó en uno de los anaqueles—. Me preocupa la fiebre.

—¿Y si llamamos a un médico?

—¿Con qué dinero? No tenemos para pagarle Ava. Pero en caso de que empeore aún más, buscaré a la señora de los Cabrerizo del cabello y haré que pague aunque sea una curandera.

—Esas cosas son patrañas… —desestimó ella.

—Con intentar no se pierde nada... ¡Vamos, Ava! Ten fe.

—Tienes razón, iré al pueblo. —La joven dio media vuelta, caminó hacia un espejo de pared y comenzó a cepillar su cabello—. Visitaré la iglesia, Dios nunca nos ha escuchado. Pero capaz que algún día lo haga —explicó al tiempo que Natalia acomodaba unas brasas en la estufa y ponía a hervir leche de cabra.

Las patas de Araél se detuvieron delante de aquel inmenso monumento religioso. El trayecto había sido largo, pero al llegar por fin a la estimada iglesia de la ciudad, Ava mimó la cabeza del caballo, dio un brinco para bajar, acomodó el sillín y, en silencio, vislumbró el gran edificio y quedó perpleja. Aquel santuario cristiano estaba adornado con infinidad de imágenes talladas en sus paredes, vitrales de ensueño en las ventanas, mayólicas únicas para la época y gruesas pilastras labradas.

La imagen era, en verdad, imponente, pero decidió que ya era momento de ingresar, amarró, entonces, el corcel a uno de los postes que había en la acera, se irguió, miró al frente y entró mientras inspiraba una última caricia de aire fresco. La inmensurable puerta de dos placas chirrió al desplazarse y, avanzando ya sobre las pulcras cerámicas de la ermita, Ava deambuló en el interior del recinto sagrado contemplando, a su vez, la oscuridad que allí reinaba. Las sombras iban de un lado a otro y al distinguir la tenue refulgencia que atravesaba los trozos de vitral, quedó embelesada con aquella delicada imagen hasta que, finalmente, llegó a los pies de una estatua representativa.

El ambiente era deleznable, hasta la caída de una mota de polvo podría haberse oído en tanto silencio, pero poniéndose ya de rodillas, la joven inclinó su cabeza, cerró sus párpados y respiró en paz. Mientras suplicaba ante aquella ilustración de Cristo en la cruz, tembló, meditó en todo lo que estaba sucediendo y apretujó sus manos; oyó pasos por detrás, pero continuó con su secreta oración para tratar de ayudar a su padre; una trémula voz la interrumpió.

Ava no era cristiana, su familia no compartía ciertas ideas y acciones que se promovían bajo el nombre y la autoridad del catolicismo, pero había acudido al viejo templo con el deseo de ser escuchada por Dios, y oró con sus emociones a viva luz hasta que el cura nombrado emergió en escena e intervino.

—¿Has venido a suplicar a Dios? —preguntó con desdén.

—Solo quiero que me escuche… Mi padre está muy enfermo —respondió ella poniéndose de pie.

—La familia Eiriz… —suspiró él—. Viven en la lejanía de aquella granja. ¡Tu familia nunca ha dado limosna! Nuestro Dios nos aguarda desde el cielo, esperando ver nuestra compasión. Él mira y ve cuando han dado a su favor —comentó el clérigo.

—Yo solo quiero hablar con él… Por favor, déjeme hacerlo.

—No, niña. ¿Tú quieres hablar con Dios? Debes demostrar entonces tu devoción.

—No tenemos dinero, Padre. Se lo suplico.

—Vete de la iglesia. Ni Dios ni sus ángeles querrán a alguien como tú en vuestra casa. ¡Ya vete! —le ordenó el dirigente de aquel lugar.

Sin más por hacer, Ava miró hacia abajo, se llenó de vergüenza y marchó por el pasillo principal en tanto el cura daba media vuelta y regresaba a la sacristía. En un lateral, una de las jóvenes que estaba allí presente la detuvo y la cogió del hombro.

—No te vayas —dijo ella con una sonrisa—. Mi nombre es Sofía, ¿cómo te llamas?

—Soy Ava Eiriz —contestó—. ¿Qué sucede?

—Lo siento, pero no pude evitar escuchar tu plática con el cura Cirilo. Lo que oí está muy mal, pero permíteme ayudar, por favor —añadió extendiendo su mano con algunas monedillas.

Sofía era una señorita hermosa. Una dama elegante de veinte años de edad, caballo rubio, ojos grisáceos, personalidad frágil y llevaba una vestimenta señorial. Su familia era de prestigio en la ciudad. En esta ocasión se encontraba recorriendo Cartagena para visitar a una costurera amiga y, de pasada, había ingresado a la iglesia donde el Padre Cirilo siempre los recibía con gozo.

—No, por favor… Me iré de aquí y listo. Todo estará bien — atinó a responder—. Ni siquiera soy cristiana.

—Me sentiré mejor si te ayudo. La súplica es mía Ava… Permíteme ayudarte, no lo hagas por ti, hazlo por tu padre. — Tomó su mano, le abrió los dedos y dejó allí las moneditas.

—Me da rabia dar dinero en esta iglesia, pero como dijiste recién lo haré solo por mi padre. ¡Gracias, Sofía! —le habló con pena en su mirada—. Aunque la hipocresía abunda en este lugar. ¿Cómo puedo pagarte?

—No será necesario —mencionó—. Es un obsequio, lo necesitas más que yo.

—Entonces dime dónde vives, cuando pueda iré a llevarte un dulce de frambuesa, los preparo yo, son deliciosos.

—¿¡Si!? ¿Frambuesas? Pero aquí no se cultivan…

—Un amigo de mi padre las trae del norte, así que tenemos la oportunidad de prepararlas y comerciarlas… Con mi madre somos las únicas que las hacemos.

—Perfecto… Sería hermoso que puedas pasar por mi finca, incluso podríamos tomar té y comer algún bocadillo —agregó con una sonrisa—. Entonces escucha con atención así luego no te extravías.

En cuestión de minutos ambas señoritas se despidieron, Ava dio la limosna, oró a puro temblor por la salud de su querido padre Oscar y salió de allí en cuanto pudo. Percibió, nuevamente, los aromas de la ciudadela, vio algunas nubes en el horizonte, desanudó la sirga del poste, saludó al caballo, verificó que la montura estuviera bien sujetada y, dando un salto, comenzó a avanzar de regreso al hogar.

Faltaban algunos kilómetros para su llegada a la granja. Aún cruzaba los senderos del monte a las afueras del término español cuando su alma se llenó de cólera por las duras palabras que el cura Cirilo había esgrimido en su contra; Ava trataba de pensar en otros asuntos cuando tres pajarillas danzaron a su lado. En sus ojos verdes se reflejó la silueta de las tres criaturillas de plumaje colorido y andando, vaciló en un haz de recuerdos sobre su linda niñez. Ella había sido osada desde temprana edad, a pesar del prejuicio de la sociedad ella amaba montar a caballo, aprender a usar un arco y corretear por el bosque.

Ava era una mujer peculiar, pero dando canto a la historia, cuando la bella señorita estaba pronta a concluir con su travesía al envés del fiel corcel, quiso el destino que aparecieran dos hombres embriagados en escena, la sorprendieron sujetando a Araél con un lazo, deteniéndola, gritando y empujándola hasta hacerla caer al suelo. De inmediato, ella se puso de pie tratando de defenderse, pero sin la fuerza necesaria, uno de ellos la acorraló por detrás hasta doblegarla, golpearla en la cabeza y dejarla inconsciente.

Lo primero que alcanzó a divisar tras despertar fue una rocosa pared con moho de la cual caían algunas gotitas de agua que se condensaban. Aquel pequeño muro de pedruscos sólidos estaba cubierto también con cierta enredadera verde que no lograba identificar con claridad. Así, las pupilas de Ava se dilataron al percibir también la oscuridad que regía a lo largo del sector donde las horas noctívagas se habían apoderado de una repentina estadía de sombras y bajíos de penumbra.

Tratando de comprender lo ocurrido: al despertar la joven recordó el ataque de aquellos dos borrachos que la acorralaron durante su viaje a caballo. Conmocionada se sentó sobre el suelo arenoso donde estaba tendida, y, observando con detalle su propio derredor, descubrió que se hallaba a la margen del mar.

Las estrellas y diversas constelaciones de quimera iluminada se espejaban en las olas de aquel moviente océano y, echando un vistazo por la zona, Ava reordenó sus ideas, oyó el bramido del rompiente marítimo, hundió sus dedos en la playa arenosa y, al mirar a un costado vio a los dos hombres totalmente dormidos en el suelo. Al lado de ellos, estaban una de sus pulseras, sus botas e incluso, una de las hebillas de la montura del caballo. Todo indicaba que eran maleantes embriagados y que, ante la oportunidad de saquearla, no habían dudado en golpearla, desmayarla, llevarla a la orilla del mar en Cartagena y revisar si poseía elementos de valor.

Un importante susto la abatía en consecuencia, pero, viéndolos como dos borrachos inofensivos, Ava no tardó en ponerse de pie, caminó con sigilo hasta ellos, cogió su pulsera, se calzó ambas botas, hurtó la hebilla del sillín, los observó con desaire, los escuchó roncar y partió en silencio. Así pues, con la sinfonía del océano clamando a lo extenso de aquella ribera, huyó con cuanta fuerza le permitían sus piernas, la señorita Eiriz luchaba por perderse entre las sombras cuando, por delante, vio una fila de rocas que le sería imposible brincar.

Por ello, se descalzó, avanzó varios pasos en dirección al océano hasta sumergir sus tobillos y así empezó a caminar a la orilla del mar. La hilera de pedruscos quedó atrás, luego de haber aclimatado sus pies con la agradable temperatura de aquellas aguas, la joven siguió avanzando, mientras las terminaciones de su vestido blancuzco se mecían con los impulsos del oleaje.

El cosmos danzaba con disímiles acrobacias en las inexploradas alturas. El campo astral brindaba grandes espectáculos durante las horas vespertinas y, sabiendo Ava que debía salir de allí, ubicar a Araél y regresar a la granja, intentó apresurarse mientras sus ojos se disipaban en las tantas maravillas que se contemplaban en medio de aquella absorta oscuridad. El horizonte estaba ornamentado con infinitas luces; tomándose, entonces, un tiempo para descansar, se detuvo, suspiró en paz, quedó perpleja ante el escenario que estaba vislumbrando, y, dejándose llevar por un adalid de sensaciones, agradeció a la vida, caminó un paso más hacia el mar, mojó sus pantorrillas y, al dar medio giro, el asombro se ancló en ella cuando distinguió la imagen de Jesús en la proximidad.

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