Ava

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Capítulo 4

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El oleaje del mar cubrió también los tobillos de Jesús a medida que se arrimaba a la joven de tez pálida. El desconcierto fue grande al percatarse ambos del eventual reencuentro al margen de las saladas aguas y, advirtiendo la emoción de sus almas ante el vistazo que estaban dando, la brisa del aire sacudió sus cabellos mientras la alegría figuraba en sus rostros.

—Oh, Jesús… —clamó acongojada—. ¿Qué haces por aquí? —inquirió bajando sus brazos.

—Siempre vengo aquí a pensar… El mar es mi verdadero mundo, pero ¿tú, Ava? ¿Qué te sucede? —preguntó con curiosidad.

—Unos borrachos me trajeron aquí a la fuerza —confesó temblorosa—. Por suerte pude escapar, pero fue horrible, me sentí mal.

—¡Cielos! —enunció sujetándole las delicadas muñequillas—. ¿Pero cómo sucedió? ¿¡Qué clase de hombre podría hacer semejante aberración!?

—Fue repentino… Yo iba en mi caballo y los dos ebrios me asaltaron para luego dejarme inconsciente en el suelo. Y ahora desperté aquí, estaban dormidos así que huí.

—¡Dime dónde están! Iré a buscarlos —dijo de un sobresalto mientras daba media vuelta.

—No, Jesús… Te lo suplico, ya solo quiero paz. Estoy bien. —Ella se arrimó y le tocó los hombros—. Gracias. Pero si quieres puedes llevarme hasta mi casa… Araél ya debió marcharse solo tras el infortunio. ¡Mi madre debe estar preocupada!

—Será un honor, Ava… —ultimó perdiéndose en los ojos verdes de la dama—. Nunca me arrepentiré de haber venido esta noche aquí a meditar. Desde niño suelo venir a esta playa, hundo los pies en el agua, miro la infinidad de astros que se suspenden desde lo inalcanzable del éter y navego en mi vasto mundo de ilusiones. Sin embargo, quizás sea este día en el que una de esas tenues ilusiones decidió convertirse en realidad —susurró con voz peculiar, mientras la joven se sonrojaba, bajaba las manos, miraba al costado, sentía la espuma del mar pasar entre sus tobillos y veía como el muchacho le extendía su mano—. ¿Vienes? —inquirió en una cordial invitación para llevarla de regreso al hogar campestre.

Ella le dio la mano, sonrió, sintió la calidez entre sus dedos y dejándose guiar por la magia que habitaba en aquel ambiente de flotantes energías, caminó tras él, salió del agua, la arena se pegó en su piel, avanzó a su lateral izquierdo y marchando ya, lado a lado, hacia el oscuro corcel, montaron al educado animal; él por delante, ella por detrás con sus piernas hacia un mismo lado. Así, el joven Esparza sujetó las pequeñas riendas y pensando que escoger un camino alternativo sería más entretenido, le indicó al caballo que empezara a correr al tiempo que la señorita perdía el equilibrio y le cruzaba las manos por el abdomen.

Ava se sentía obligada a abrazarlo ante el riesgo de caerse y testificando así el paisaje que se alzaba a su alrededor, gritó de emoción, sintió como la criatura aumentaba la velocidad y corría sobre el agua formando a cada paso un cortinaje de lluvia salada. La espuma blanca quedaba al borde de la ribera; galopando con ímpetu por encima de las pequeñas olas, ambos protagonistas de este inolvidable episodio sentían en sus semblantes el toque de las pequeñas gotas. Ella lo sujetaba con más fuerza y, con sus cabellos al aire al igual que Jesús, gritó, bajo la tribuna cósmica, cuando un grupo de aves nocturnas pasaba en un efímero vuelo por delante.

—¡Esto es increíble! —vociferó—. ¿Dónde estuviste escondido todo este tiempo?

 

—Detrás de las estrellas… —susurró en voz baja en tanto el corcel los llevaba a puro vigor.

 

El caballo cortó de raíz algunas hierbas verdes y las masticó, mientras los dos jóvenes bajaban de su envés, caminaban cierta cantidad de pasos y se detenían frente a la antigua granja de trabajo, se miraban a los ojos y continuaban con la plática. Acababan de llegar al lugar tras el largo trayecto desde la playa de Cartagena.

Araél estaba también allí, al lado del alto ciprés verde, intentando descansar. Ava se alegró al ver a dicho animal a salvo y, sabiendo que las horas seguían avanzando, miró a Jesús, suspiró y volvió a agradecerle por su cordial gesto de ayuda. De no haber sido por él, todavía estaría caminando por las sendas del campo bajo el desamparo de la noche, ya la rescataba en una segunda ocasión, y así la dama no tuvo más que inclinarse y reiterar.

—Gracias, Jesús…

—No fue nada, Ava… Era mi deber, pero aguarda —agregó sacando unas moneditas de su bolsillo—. Me contaste que tu padre estaba enfermo, déjame ayudar para pagar el médico.

—No será necesario, podemos arreglarnos —dijo apartando su mano.

—Hazlo por él… Y si no quieres recibirlo, entonces que sea un préstamo —acotó dejándole aquel dinerillo entre los dedos. —¿Por qué haces esto, Jesús? Soy una desconocida para ti…

—En ocasiones es bueno seguir el dictado de nuestras almas. ¿No piensas así?

—Debería meditarlo —atinó a responder—. Pero ya es tarde, debo ir a descansar. En unas horas ya tendré que levantarme y partir a la ciudad, tengo algunos dulces por vender.

—Entonces me despediré. —El muchacho se inclinó, besó los nudillos de su mano derecha y, fijó su vasta atención en las iris de ella—. Que descanses.

—Tú también, que tengas una linda noche. —La dama giró, acarició su largo vestido blancuzco e, ingresando ya a su hogar, extendió la mano, dio un último saludo al muchacho, cerró la puerta y se perdió entre las sombras de aquella sala interior.

Sin que él la descubriese, ella se arrimó a la ventana del cuarto, deslizó la cortina con lentitud y, soltando un soplo de aire desde su más profundo ser, observó cómo Jesús daba un salto, subía al caballo negro, avistaba el horizonte, sacudía sus largos cabellos castaños, cogía las sirgas de la criatura y desaparecía a puro galope entre los gruesos troncos del territorio silvestre.

Cerrando aquella imagen tras un parpadeo, Ava desplazó la cortina, caminó hasta la cocina, bebió una vaso de jugo que al parecer había sobrado de la cena de sus padres, se acercó a la habitación de Natalia y Oscar, vio como dormían y, sabiendo que ninguno de los dos se había percatado de su ausencia, trató de ir a su habitación cuando la voz de Natalia resonó.

—¿Hija, estás bien?

—Sí, madre… Solo me levanté a tomar un vaso de jugo.

—Perfecto, con tu padre te esperamos hasta que vimos a Araél llegar y ahí nos dormimos.

—Sí, madre… Todo está bien, hasta mañana —concluyó ya marchando a su cuarto para luego cerrar la puerta, sentir un escalofrío en la espalda, recostarse, acomodar la almohada, pensar en todo lo que había sucedido, suspirar, cerrar los párpados y tratar de dormir.

Las horas avanzaron y tras haber escapado y despertado del paraje de los sueños, ahora Ava concluía con el desayuno para dentro de poco coger un nuevo bolso y viajar a la ciudad para terminar de vender los deliciosos dulces de frambuesa. Aquella mañana la señorita estaba resplandeciente, con sus rizos rubios, con sus ojos verdes, con una sonrisa en el semblante, con un vestido común de terminaciones verdes y con mucha energía positiva que la empeñaban a emprender los desafíos durante aquella brillante alborada, mientras su madre le arrimaba a la mesa dos rebanadas de pan.

Una jarrón con leche de cabra, un frasco con dulce de higo, dos damascos trozados, una jarrita de té de hierbas, una porción de manteca dura, jugo azucarado de pomelo, tres ramillas de lavanda que perfumaban la sala y un cuenco donde había: manzanas, naranjas y plátanos eran los alimentos que había sobre la mesa y que Ava podía llegar a consumir. Sin embargo, dándole un último sorbo a la taza de té, la muchacha se puso de pie, se despidió de Natalia que estaba limpiando la casa de rincón a rincón para recibir al médico más cercano. Sujetando el viejo costal amarronado, ella avanzó algunos pasos, salió de la acogedora morada, mimó al robusto caballo, ubicó de manera correcta la silla de montar, subió a él y emprendió su camino al centro urbano.

Las pajarillas volaban en las alturas con infinidad de trayectos y acrobacias que decoraban el alto campo celestial. Cada día, en aquel sector de la vasta España, la naturaleza ideaba grandes obras teatrales en admiración por la magia que siempre había dominado aquellas tierras salvajes. La fragancia del mar paseaba en cada esquina de Cartagena, así como Ava paseaba entre las callejuelas del lugar, poco a poco, ofreciendo sus dulces en las distintas casas, en tiendillas y a errabundos caminantes.

—Hola, Señora Alicia… ¿Cómo amaneció hoy? ¿Sus gatos andan bien? —le preguntó a una dama a medida que recorría el pueblo.

Ava era conocida en aquellos sitios, la gente de Cartagena solía observarla durante las horas matinales o los periodos del ocaso, allí, sobre su caballo, siempre dispuesta a trabajar, a ayudar a quien se lo solicitara o, simplemente, para conversar de cualquier tema de interés.

—Buen día, señor Adolfo. ¿Cómo está su esposa? Envíele un saludo.

La joven iba platicando con los diversos personajes de aquel pueblo. Con el innegable carisma que la identificaba era imposible que alguien la tratase mal o se negara a responderle (con excepción de algún ebrio perdido en el monte). Así, la hábil domadora, cocinera y arquera se desplazaba frente al gran cuartel militar, frente a la ostentosa capilla, a la antigua casa del médico, al chirriante muelle, al salón de reuniones e incluso, frente al ayuntamiento.

—Que tenga un lindo día… Pronto iré a visitarlos. ¡Mi madre seguro les envía saludos! —exclamó saludando a una de las ancianas del condado—. Adiós, Anabela.

El tiempo avanzaba sin previo aviso y siendo ya más de media mañana, Ava debía viajar al norte y ubicar la finca de aquella amiga que se había topado en la iglesia. Aún tenía aquella deuda pendiente tras haber aceptado las monedillas que el cura Cirilo le exigiera para poder orar. Indicándole al corcel el camino por tomar, cogió las riendas con fuerza y se apresuró para llegar tan rápido como le fuera posible.

Así pues, arribó finalmente a la poderosa hacienda de la prestigiosa familia. No cabía duda de que aquella era la ubicación que Sofía le había dado, pero se sorprendió de todos modos ante la riqueza que estaba advirtiendo. No pudo evitar mirar todo lo que le llamaba la atención, como las estatuillas del jardín, la gran fuente de agua que estaba delante de la edificación de dos pisos de altura, las dos torres que servían de mirador, los inmensos y añejos árboles que ornamentaban el paisaje, los ostentosos ventanales de cristal resplandeciente, los balcones superiores, la galería exterior que bordeaba dicha morada, las escaleras de ingreso, las plantas trepadoras que cubrían toda el ala oeste de la mansión y las decoraciones labradas en las pilastras. Mientras se aproximaba a la gran puerta de acceso principal, Ava descendió del caballo, lo dejó allí con precaución, percibió el aroma de las plantas del armonioso vergel, subió las escalerillas con lentitud, dio un golpe sobre la placa de madera y aguardó sin más a que una mujer le abriera la puerta.

—Buen día… ¿En qué puedo ayudarla? —inquirió la servidora.

—Hola, un gusto en conocerla. ¿Se encontrará la señorita Sofía? —preguntó sin alzar demasiado su voz.

—Aguarde un instante que pronto estará por aquí. —La veterana mujer cerró la puerta y se escuchó como se perdían sus pasos a la distancia.

Ava no debió esperar mucho. La brisa sacudía sus cabellos ambarinos en tanto aguardaba la aparición de aquella buena joven, así que preparada para saludarla, continuó viendo los minutos pasar cuando por fin la manecilla giró y la portezuela se deslizó.

—¡Ava! has venido hasta aquí… ¡Gracias amiga! —clamó Sofía con alegría.

—Fue difícil encontrar el lugar, pero debía venir. ¡Aún estaba en deuda contigo! —mencionó en un cordial saludo en tanto la señorita la invitaba a pasar al interior de la sala—. Hermosa casa en verdad.

—Gracias —respondió Sofía—. ¿Y tú como estás, Ava? ¿Tu padre ha mejorado?

—Por suerte sí. Incluso esta mañana mi madre pudo llamar a uno de los médicos del pueblo.

—Perfecto —dijo mientras la invitaba a tomar asiento en uno de los confortables sofás—. Por aquí también todo marcha con normalidad. ¿Quieres tomar algo, Ava? Creo que tenemos jugo de naranja o si quieres un poco de agua.

—Por favor —contestó al tiempo que Sofía solicitaba aquello a la servidumbre con una simple seña con la mano.

—¿Y qué traes en ese saco de tela?

—Son los dulces… ¿Recuerdas que prometí traerte uno?

—Claro que sí. ¡Gracias, Ava! ¿Y qué más te gusta hacer aparte de cocinar?

—Pues… suelo montar a caballo… y… y también hago tiro de arco. Sé que suena raro, pero me gusta hacerlo.

—¡Oh, cielos! Es estupendo, yo nunca me atrevería…

—Solo es cuestión de intentar —añadió riendo cuando se oyó que alguien bajaba las escaleras. Ava elevó su mirada y distinguió a un joven caballero de espalda.

—Oh… Allí viene —comentó Sofía—–, él… él es mi hermano… mi hermano Jesús.

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