Ava

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Capítulo 11

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Vislumbrando la danza de las aves en lo inalcanzable de los cielos azules, Ava abría y limpiaba uno de los cajones de frambuesa que acababa de llegarle directamente desde el norte. Uno de los vecinos se lo había traído de manera gustosa, así que, retirando y lavando aquellos deliciosos frutos, la joven se entretenía con aquel tranquilo quehacer. Durante esta última semana la dama había realizado varias tareas, como reparar unos viejos espantapájaros junto a su madre, practicar tiro de arco, e ir a intercambiar verduras a la granja de los Cabrerizo. Incluso había visitado a su amiga Agustina y se había reencontrado con Jesús...

Con la puntilla de los dedos Ava acariciaba el collar que su madre le había otorgado al momento de abandonarla a la intemperie de la vida, pero dando avance al relato, allí en el predio agreste, Oscar reñía con el cerco de las cabras, Natalia regaba las plantas y Ava enjuagaba las frambuesas recién llegadas.

En la lejanía se oyó un carro. La dama levantó el semblante y distinguió dos caballos que caminaban elegantemente, pero solamente podía ver al guía hasta que se detuvo y descendió la hermosa señorita Sofía.

Ava frunció el ceño con curiosidad, pero entendió a los pocos segundos que la joven amiga debía estar visitándola, asentó el cajón de fruta, derramó el agua restante del cuenco y, secándose las manos con un paño, se aproximó y le dio un abrazo.

—¡Sofía! has venido a visitarme. Gracias. —Se alegró al saludarla—. Grata sorpresa…

—¡Oh, Ava! —gritó la joven—. Yo también te extrañaba, necesitaba verte querida amiga.

—Claro, es una alegría que estés por aquí —la invitó a pasar mientras el guía del carruaje daba media vuelta y se marchaba—. ¿Luego te vendrá a buscar? —le preguntó.

—Sí, le dije que así fuera ¡Hace bastante tiempo que no hablamos! ¿Y cómo avanza todo por aquí?

—Muy bien —contestó la dama en tanto la carroza se perdía en la distancia—. Mis padres están trabajando un poco, la vida sigue en completo orden.

—¿Y tú, Ava? El día de la fiesta allá en “La quinta dorada” desapareciste… Ni siquiera te detuviste a saludar —explicó Sofía mientras tomaban asiento en una de las bancas de madera—. ¿Te sucedió algo?

—No te preocupes… Lo mismo le dije a Jesús. Me sentí mareada, me dolía la cabeza y decidí venir, pero todo estuvo muy lindo.

—Perfecto... —suspiró mirando alrededor—. Oye, este lugar es muy bonito. Una hermosa granja.

—Gracias. —Se puso de pie y palpó una de las barricas de fruta—. ¿Te enseño el lugar?

—Sería un honor. —Sofía se sujetó de los bordes de la banca para pararse con firmeza y caminó junto a su amiga.

Era la primera ocasión en que Sofía iba de sorpresa al sitio y visitaba la granja donde vivía Ava desde corta edad. Por esa misma razón, no conocía el lugar y mirando aquel terreno agreste a medida que caminaban y platicaban, ella iba descubriendo las bellezas del campo. Por un sendero de piedrezuelas ambas jóvenes paseaban y daban un vistazo al molino de viento, al viejo silo, al establo donde dormía Araél, al corral de cabras y vacas, al sector de la huerta, al bebedero de animales, a un puente arqueado sobre un arroyo, a un cuenco para moler semillas, a un vertedero de leche, a cajones apilados. La vista trasera de la casa, los árboles colindantes del bosque y hasta el pequeño estanque natural donde algunos animales se aproximaban para hidratarse.

Ellas seguían conversando de toda clase de temas, el sol las acariciaba desde las alturas y, al llegar a otro de los laterales del terreno, los ojos de Sofía se distrajeron con las flechas y el arco que estaban apoyados sobre un montículo de pastos amarillentos.

—¡Lo había olvidado! —exclamó—. Haces tiro de arco, ¿verdad?

—Sí, uno de mis pasatiempos favoritos —comentó acercándose al montículo de hierba cortada—. ¿Quieres que te muestre cómo es?

—Por favor, nunca pude hacerlo. ¡Sería increíble, Ava! —prorrumpió con emoción—. Nadie que conozca practica esto… Quizás algún varón de la corte o los amigos de Jesús en Sevilla y Córdoba, pero para mí está prohibido —añadió riendo—. Y dime… ¿cómo es?

Ava cogió los artefactos con firmeza y en compañía de la joven se desplazaron al rincón donde generalmente solía practicar. Allí en campo abierto, con algunos árboles al costado y dos rotos espantapájaros que había hurtado de las parcelas de siembra, Ava se posicionó con la espalda erguida, acomodó los hombros, separó las piernas, levantó el arco con el brazo izquierdo, sujetó el extremo de la flecha entre los nudillos de la cuerda, tensó el arco, elevó el codo, se rozó el borde del labio con el dedo índice a medida que sostenía aquella saeta punzante y, apuntando con certeza, liberó el tiro para ver a continuación como la flecha se incrustaba en medio de la cabeza del espantajo.

Con estupor Sofía empezó a aplaudir. Pues aquel disparo había sido perfecto y, llenándose de ansias, la señorita Esparza gritó, volvió a aplaudir y corrió hasta el espantapájaros, se percató de la precisión del tiro y regresó con Ava para reclamar su momento.

—¿Puedo intentar? —inquirió entusiasmada—. Siempre quise hacerlo.

Se sentía nerviosa ante las directivas que Ava le daba: diciéndole como acomodar las piernas, la espalda, los brazos, el codo, con qué ojo mirar y hasta cómo respirar. Pues era en verdad que la señorita de ostentoso apellido no estaba acostumbrada a dichas actividades, que en esa época estaban prohibidas para las mujeres de educación europea. Aquello podría ser considerado un agravio a la Iglesia y al costumbrismo machista, sin embargo, ningún dirigente de aquellas ideas pretéritas estaba presente. Sintiendo cómo la libertad la acompañaba entre la suave brisa que circulaba, la joven se posicionó, apuntó y vio como la flecha se incrustaba bajo las hierbas del suelo.

Estaba bien para ser un primer tiro, Ava le prometió que pronto lograría aunque sea dar contra el espantajo que yacía ahora a varios metros de distancia. Por ello, Sofía buscó la flecha, respiró aliviada, trató de sujetar nuevamente el arco y en tanto se preparaba para el próximo intento siguió entregándose a la plática.

—Sé que me distraeré si te hablo —reconoció—. Pero también vine para comentarte algunas cosas —le dijo.

—¿De verdad? ¿Qué sucede?

—Pues… pues como ya supondrás, mi hermano me contó lo que ocurre entre ustedes. ¡Y me parece increíble! —exclamó con una sonrisa—. Creo que es hermoso. Tú y Jesús son perfectos.

—Qué situación incómoda…—murmuró al aire—. Pero gracias, Sofía, y déjame decirte que ¡sí! Amo a Jesús.

—Lo que ocurre —añadió mientras acomodaba la flecha entre los dos nudillos de la cuerda—. Es que mi madre te odiará si los descubre. ¡Ella quiere que Jesús contraiga matrimonio con Jazmín! Desea eso desde que tengo uso de razón —le confesó—, Jazmín es una chica muy buena, pero el problema no es ella; es mi madre Trinidad. Por eso he venido, Ava. ¡Quería decirte que tengas cuidado! Trinidad hará todo para destruir tu relación con mi hermano —siguió hablando cuando se le resbaló el dedo índice, la cuerda se le escapó, la flecha se partió y uno de sus dedos se dobló.

—¡Oh, por Dios! —vociferó Ava viendo como se le lastimaba uno de los dedos—. ¡Sofía! —volvió a gritar mientras tiraba el arco al suelo, cogía la mano de su amiga y veía como el dedo le sangraba.

—Estoy bien, Ava, no te preocupes —contestó Sofía retrocediendo algunos pasos—, solo es una herida, pero llévame a mi casa. No quiero esperar al guía, llévame ahora. ¡Necesito curarme!

Fueron primero a la casa de la granja donde Natalia le ofreció decenas de remedios caseros, brebajes silvestres e incluso la invitó a pasar la noche allí en el sitio. De todos modos Sofía debía regresar a la vivienda de sus padres en “El penúltimo ocaso” y accedió con gratitud a que Ava la llevara en su caballo blanco, entonces, se despidió de Natalia con un abrazo, no antes de aceptar un panecillo con dulce, también conoció a Oscar y le extendió un saludo. Luego, con la ayuda de la joven subió al sillín del corcel, y emprendieron aquella travesía.

Las jóvenes cabalgaban ante los designios de aquel escenario concertado por las aves del campo celestial, los halos luminosos que se adelantaban al eminente crepúsculo de sombras y los muchos paisajes que lograban vislumbrar a lo largo del recorrido: como los amplios prados, los bajíos de tierra, las pequeñas lagunas, las colinas en la lejanía y los caminos secundarios de tierra que se perdían de curva en curva.

Los minutos no detenían su avance estratégico y cerca ya de arribar al prestigioso patrimonio de la familia Esparza, Ava le indicó a Araél que se apresurara mientras los rubios cabellos de las dos señoritas bailoteaban con las inestables brazadas de la ventisca. Así pues, por fin atravesaron el arco de ingreso de la prominente hacienda, se arrimaron a uno de los laterales del parque, se detuvieron y, a continuación, la joven Eiriz bajó de un salto, ayudó a Sofía a descender con cuidado para no volver a herir su dedo y caminaron en dirección a una de las casillas exteriores. Lorenzo y Jesús las divisaron mientras montaban otros dos corceles.

De inmediato llegaron a la pequeña casilla del jardín, bajaron y, acercándose, vieron el dedo lastimado de la bella joven. No comprendían con exactitud lo que había sucedido, pero la ayudaron a tomar asiento, Sofía se sintió aliviada, dio un abrazo a su hermano y les contó la razón de aquello.

—Estoy bien, no se preocupen… Me resbalé y golpeé mi dedo contra un árbol, ya irá a sanar —les dijo Sofía.

—No es muy grave —asintió don Lorenzo—. Pero le diré a la servidumbre que te prepare un té. Tú dedo pronto estará rojo — añadió ayudándola a ponerse de pie—. Ven, te llevaré a la casa. Y tú…—susurró mirando a Ava—. Gracias por traerla sana y salva, eres muy gentil.

—No fue nada, señor, su hija es una gran amiga —respondió viendo como bajaban los escalones de la torrecilla.

—Ava… —le habló Jesús—. ¡Qué sorpresa! —exclamó dándole un beso en la mejilla—. ¿Sofía fue a visitarte?

—Te extrañé —respondió ella con una sonrisa—. Y sí… Fue a saludarme esta tarde, pudimos conversar bastante, pero luego ocurrió el incidente —confesó levantando una de sus cejas—. ¿Y tú, Jesús? ¿Todo está bien por aquí?

—Pues sí, recién con mi padre estábamos entrenando unos caballos de la finca, es difícil domesticarlos. —cogió su mano y le centró la mirada—. ¡Oye! ¿Quieres pasar a la casa?

Ava no sabía cómo decirle que no, pues debido a lo ocurrido aquella noche de fiesta y a lo que Sofía le había contado recientemente mientras practicaban tiro de arco sobre la relación que Trinidad tenía para con ella, temió por algunos segundos, pero sin darle demasiada importancia, dibujó una mueca en su semblante y aceptó.

Jesús y Ava descendieron también los escalones y marcharon a la residencia donde la servidumbre recibió a la joven con un delicioso jugo natural. La mansión era esplendorosa y ella ya lo sabía, así pues, Jesús le mostró los distintos rincones de aquella amplia morada donde distinguían: la sala principal, la biblioteca, las escaleras que conducían a la cantina, la cocina, la sala de almacén, el comedor, la puerta que daba ingreso a la habitación de trabajo de don Lorenzo y las escaleras que subían al piso superior donde se hallaban los cuartos de huéspedes, las habitaciones de la familia, el pasillo que llevaba a las glorietas exteriores y demás compartimientos de la gran residencia.

La decoración era en verdad peculiar, Ava quedaba maravillada con los muchos detalles que podía avistar con aquel recorrido y, al llegar, finalmente, a uno de los balcones, ambos jóvenes tomaron asiento en un confortable sillón y se detuvieron a conversar a medida que el sol besaba los límites anaranjados del espacio sideral. —¿Y siempre vivieron aquí, Jesús? —le preguntó.

—Sí, mis abuelos construyeron este gran lugar… Es hermoso, trabajaron mucho en verdad. —El joven le estrechó la mano, prestó atención a sus verdes iris y prosiguió—. ¿Sabes que veo en tus ojos, Ava?

—No lo sé, dime.

—Veo una estrella fugaz —le contestó—. Quizá siempre estuvo allí, solo es cuestión de observar de la manera adecuada y descubrirla en medio de la oscuridad… Al igual que en el cielo —comparó—. ¿No lo crees así? Siempre hay estrellas fugaces en lo alto del cosmos, solo depende de nosotros si queremos verlas o no.

—Si tanto deseas afirmarlo, entonces no me opondré —dijo riendo y le dio un beso en su mejilla, le acarició el cabello y vio como Sofía salía al balcón.

—Mi dedo ya está mucho mejor… Pero, Jesús, ¿podrías venir? —inquirió la dama—. Nuestro padre debe regresar los caballos, necesita tu ayuda, yo también los acompañaré.

El tiempo parecía cazarlos y como tenían que partir junto a su padre, Jesús y Sofía se despidieron de la embelesada señorita, bajaron las escaleras y caminaron a través del jardín donde Lorenzo los esperaba para guardar los corceles. En tanto, allí, dentro de la vivienda, Ava cruzaba uno de los lujosos pasillos para irse cuanto antes, montar en Araél y regresar a su cálido hogar.

Antes bien, cuando se desplazaba por el pasaje alfombrado, sus emociones se despertaron al ver los muchos libros que había en la biblioteca y, sin poder resistirse a ellos, ingresó. Mientras husmeaba con alegría la innumerable cantidad de títulos y autores que allí podía encontrar llegaron a sus oídos las pisadas de dos personas que se aproximaban por el pasillo. Sin más, la dama dio media vuelta, caminó al lateral de los altos estantes y se escondió detrás del cortinaje escarlata que ornamentaba el ambiente, desde allí, presenció con temor como Trinidad y el padre Cirilo avanzaban al interior de la biblioteca.

La joven se escondió detrás de unas cortinas carmesí. Tembló, estaba nerviosa por lo sucedido días anteriores. El miedo la desconcertaba y como estaba en una posición muy vulnerable, lo único que podía hacer era permanecer en silencio y quietud al mismo intervalo que los desdichados cómplices de sus pesadillas dialogaban en supuesta privacidad.

Ava no comprendía todavía lo que ocurría, solo sabía que debía quedarse quieta para no ser descubierta mientras ellos cerraban la puerta de la gran biblioteca y de pie conversaban inmiscuidos en la cólera.

—¡Es así como te lo digo, Cirilo! Es la más pura realidad…

—No puede ser, sería descabellado —opinó el párroco—. Ni siquiera podría ser una fantasía de Dios. ¡Es demasiada coincidencia!

—Sabes muy bien que no me importa que seas el cura de este pueblo maltrecho —Trinidad se arrimó a uno de los anaqueles y empujó varios libros al suelo—. Necesitamos deshacernos de ella, aún no puedo creerlo.

—¿Pero me estás hablando de la hija de los Eiriz, verdad? ¿¡De Ava!?

—Sí. ¡Esa maldita andrajosa! —exclamó con rabia mientras la joven quedaba atónita detrás de las cortinas.

—¿Pero podrías repetirme la historia nuevamente? ¿Cómo fue que lo supiste?

—Es sencillo… Ava y Sofía son idénticas y vi la otra noche cuando la desnudaron, una marca que tiene bajo sus nalgas. ¡Una marca de nacimiento!

¿Entonces, qué quieres decir? —se preguntó el cura—. ¿Qué Ava y Sofía son hermanas?

—Sí, claro que lo son… Pues ocurre como ya sabes, que hace muchos años el estúpido de Lorenzo, de tantas mujeres que buscaba, terminó abusando de una asquerosa mudéjar; una inmunda musulmana que vivía en una morería del bosque, ¡pero yo me enteré y le pagué a los guardias para que los cazaran! —Volvió a confesarle con bravura—. Supuestamente los perros destrozaron a cada uno de los mudéjares y en especial a sus bebés. ¡Pero ahora todo me indica que una chiquilla sobrevivió y es nada más y nada menos que Ava!

—¿Y Lorenzo lo sabe?

—No, él ni siquiera sabe que esa mudéjar quedó embarazada… —murmuró—. Así que Ava es hija de Lorenzo y hermana de Sofía y encima ahora está enamorada del imbécil de Jesús. ¡No lo permitiremos!

—Entonces nos encargaremos, el momento ha llegado —concluyó el párroco.

—No me importa lo que debas hacer Cirilo. ¡Es una orden! No me incumbe si tienes que insultar o rogar a tu Dios. ¡Pero debes asesinar a Ava! —gritó Trinidad dando medio giro y alejándose de la biblioteca.

Ava quedó estupefacta y, oyendo como la portezuela se cerraba de un golpe, siguió temblando de pavor al tratar de comprender aquellas terribles verdades que acababa de escuchar mientras el padre Cirilo seguía caminando dentro de la biblioteca. En un desbarajuste del destino la joven pisó la cortina, el gancho superior escindió y esta cayó al suelo. En un absorto desenlace, la bella señorita quedó de pie en entera fragilidad ante la inquietante mirada de aquel escandalizado dirigente de la Santa Iglesia de Cartagena.

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