Aurora

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12. La respuesta a las oraciones

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LA RESPUESTA A LAS ORACIONES

Camino de mi habitación, me detuve al llegar a la escalera que llevaba a las habitaciones de mis padres. Aún sentía el frío de la traición de mi padre, pero pensaba que por lo menos, mi madre debía saber lo que mi abuela me estaba haciendo. Sólo después de una breve duda, me apresuré a subir las escaleras y me encontré con Mrs. Boston, que acababa de llevarle la cena a mi madre.

—¿No se encuentra bien? —pregunté y Mrs. Boston me miró como diciendo: «¿Cuándo está bien?»

Después de que se marchó, llamé suavemente a la puerta y entré en la habitación de mi padre.

—Dawn. ¡Qué bien! —me dijo levantando la vista de su bandeja de comida. Había sido colocada en una mesa para cama y ella, como de costumbre, estaba apoyada sobre las almohadas y, como de costumbre, llevaba el rostro tan maquillado como si estuviese a punto de apartar las sábanas y saltar a ponerse unos zapatos e irse a una fiesta o a un baile. Llevaba un camisón de seda de aspecto muy suave con el cuello de encaje plateado. Sus dedos y muñecas estaban llenos de anillos y pulseras. Pendientes de oro en forma de pera colgaban de los lóbulos de sus orejas.

—¿Has venido a tocar para mí en el piano algo de música durante la cena? —me preguntó sonriendo suavemente.

Tenía una cara angelical con unos ojos que revelaban lo frágil que era. Me sentí tentada de hacer tan sólo lo que pedía, tocar el piano y marcharme sin relatarle los horribles sucesos.

—Iba a bajar y reunirme con todos para cenar, pero cuando empecé a vestirme me atacó un horrible dolor de cabeza. Ahora se me ha pasado un poco pero no quisiera hacer nada que me lo provoque de nuevo —me explicó—. Ven, siéntate a mi lado un momento y háblame mientras ceno —me dijo señalándome una silla.

Acerqué la silla a la cama. Ella continuó sonriendo y comenzó a comer cortándolo todo en trozos diminutos y después picoteando la comida como si fuese un pajarito. Movía los ojos como si el esfuerzo de masticar la agotase. Después suspiró profundamente.

—¿No desearías algunas veces no tener que comer, tan sólo dormirte y despertarte ya alimentada? Las comidas pueden ser unas pruebas muy duras, especialmente en un hotel. La gente se preocupa tanto por la comida. Para la mayoría es lo más importante de todo. ¿No te has fijado?

—Voy a saltarme las comidas —comencé a explicar, aprovechando la oportunidad de su queja—. Pero no por deseo de saltármelas.

—¿Qué dices? —Comenzó a ampliar su sonrisa pero vio la intensidad de mi mirada y se detuvo—. ¿Algo va mal? Por favor, no digas que algo no va bien —suplicó, dejando caer el tenedor y apretándose el pecho con la palma de las manos.

—Tengo que contártelo —insistí—. Tú eres mi madre y no tengo a nadie más.

—¿Estás enferma? ¿Tienes algún molesto dolor de estómago? ¿Es lo del mes? —me preguntó moviendo la cabeza esperanzada mientras continuaba picoteando la comida el tenedor, examinando cada trocito antes de pincharlo rápidamente y llevárselo a la boca—. Nada me aburre más ni me disgusta tanto. Cuando tengo el período, no me muevo de esta cama. Los hombres no saben lo afortunados que son de no tener que pasarlo. Si en esos momentos Randolph se impacienta conmigo, se lo recuerdo y se queda callado inmediatamente.

—No es el período. Ojalá no fuese más que eso —le contesté.

Dejó de masticar y se quedó mirándome.

—¿Se lo has dicho a tu padre? ¿Ha enviado a buscar al médico?

—No estoy enferma, mamá. No en ese sentido. Acabo de salir de una reunión con la abuela Cutler.

—Ah —dijo como si esa frase lo hubiera explicado todo.

—Quiere que lleve una placa en el uniforme con el nombre de Eugenia en ella —le expliqué. Me salté la parte sobre Philip no sólo porque no quería causarle confusiones, sino porque yo misma no podía soportar hablar sobre el asunto.

—Vaya por Dios. —Contempló la comida y después dejó caer el tenedor de nuevo y empujó la bandeja—. No puedo comer cuando hay tanta controversia. El médico dice que me perjudicaría la digestión y me causaría unos malísimos dolores de estómago.

—Lo siento. No era mi intención estropear tu cena.

—Pues lo has conseguido —dijo con sorprendente dureza—. Por favor, no hables más de esas cosas.

—Pero… La abuela Cutler me ha dicho que me quede en mi cuarto hasta que me ponga la placa y me ha prohibido comer. El personal de la cocina es seguro que no me servirá nada si ella les dice que no lo hagan.

—¿Que te ha prohibido comer? —Meneó la cabeza y miró hacia el otro lado.

—¿No podrías interceder por mí? —supliqué.

—Deberías haber acudido a tu padre —contestó mientras seguía sin mirarme.

—No puedo. De todos modos, no hará nada para ayudarme —me lamenté—. Le di una carta para que la echase al correo para… para el hombre que había querido pasar por mi padre y el prometió que la echaría, pero en lugar de ello, se la dio a la abuela Cutler.

Asintió lentamente y se volvió de nuevo a mí con una sonrisa diferente en la cara. Era más bien una mueca de repulsión.

—No me sorprende —dijo—. Hace promesas fácilmente y después olvida que las ha hecho. ¿Pero por qué querías enviar una carta a Ormand Longchamp después de que te enteraste de lo que había hecho?

—Porque… porque quiero que me diga por qué lo hizo. Todavía no lo comprendo y nunca tuve verdadera ocasión de hablar con él antes de que la Policía se hiciese cargo y me trajese aquí. Pero la abuela Cutler no quiere que tenga ningún contacto con él —dije mostrando el sobre.

—¿Por qué se lo diste a Randolph? —preguntó mamá con los ojos fruncidos de sospechas.

—No sabía dónde enviarla y él me prometió averiguarlo y enviarla por mí.

—No debía de haberte hecho esa promesa. —Se quedó pensativa por un momento mientras en sus ojos aparecía una mirada lejana y nebulosa.

—¿Qué debo hacer? —pregunté con la esperanza de que asumiría su papel de madre y se pondría a cargo de lo que sucediese. Pero en su lugar, bajó la vista derrotada.

—Ponte la placa y quítatela cuando no estés trabajando —respondió rápidamente.

—Pero, ¿por qué tiene ella el derecho a decirme lo que tengo que hacer? ¿Acaso no eres mi madre?

Levantó la vista. Sus ojos estaban más tristes y más oscuros.

—Sí —contestó suavemente—. Lo soy, pero no estoy tan fuerte como antes.

—¿Por qué no? —interrogué, frustrada por su debilidad—. ¿Cuándo te enfermaste? ¿Después de que me secuestraron?

Asintió y se recostó en las almohadas.

—Mi vida cambió después de eso. —Suspiró profundamente.

—Lo siento —repuse—. Pero no lo comprendo. Es por eso que le escribí al hombre que crecí pensando que era mi padre. ¿De dónde me secuestraron? ¿Del hospital? ¿Ya me habías traído a casa?

—Estabas aquí. Ocurrió tarde por la noche, cuando todos dormíamos. Una de las suites que mantenemos cerradas al otro lado del pasillo era tu habitación. ¡La habíamos decorado tan bien! —Sonrió con el recuerdo—. Estaba muy bonita con el papel nuevo y la alfombra nueva y todos los muebles. Cada día durante el embarazo Randolph traía otro juguete de bebé o algo para colgar en la pared.

»Había empleado a una enfermera, por supuesto. Se llamaba Mrs. Dalton. Tenía dos hijos, pero ya eran tan mayores que estaban fuera de casa, de manera que ella podía vivir aquí.

Mamá movió la cabeza.

—Sólo vivió aquí tres días. Randolph quería que siguiera en su puesto aun después de que te secuestraron. Siempre tuvo la esperanza de que te encontrarían y serías devuelta, pero la abuela Cutler la despidió, acusándola de negligencia. A Randolph se le partió el corazón y pensaba que era una equivocación responsabilizarla, pero no pudo hacer nada.

Respiró profundamente, cerró los ojos y entonces los volvió a abrir y movió la cabeza.

—Permaneció allí en la puerta —me explicó— y lloró como un niño. Te quería mucho. —Se giró hacia mí—. Nunca había visto a un hombre adulto actuar de forma tan estúpida como actuaba cuando naciste. Si hubiera podido pasar las veinticuatro horas del día contigo, las hubiera pasado.

»¿Sabes? Naciste con mucho pelo, todo dorado. Y eras tan diminuta, casi demasiado pequeña para traerte a casa inmediatamente. Durante mucho tiempo después, Randolph estuvo diciendo cuánto desearía que hubieras sido demasiado diminuta. Entonces quizás aún te tendríamos.

»Por supuesto que nunca quiso abandonar la búsqueda y la esperanza. Las falsas alarmas le hicieron viajar por todo el país. Finalmente la abuela Cutler decidió terminar con esa esperanza.

—Erigió esa lápida conmemorativa —dije.

—No sabía que te habías enterado de eso —contestó mamá con los ojos agrandados por el asombro.

—La vi. ¿Por qué tú y papá y la abuela Cutler hicisteis una cosa semejante? Yo no estaba muerta.

—La abuela Cutler siempre ha sido una mujer de carácter fuerte. El padre de Randolph solía decir que era tan tenaz como las raíces de un árbol y tan fuerte como su corteza. En cualquier forma, insistió que hiciéramos algo para que nos enfrentáramos con los hechos y siguiéramos nuestras vidas.

—¿No fue terrible para ti? ¿Por qué lo hiciste? —repetí. No podía concebir a una madre estando de acuerdo en enterrar simbólicamente a su propio hijo, sin saber con certeza si el niño había muerto.

—Fue una ceremonia rápida y sencilla. Nadie, salvo la familia, estuvo presente, e hizo su efecto —dijo—. Después, Randolph perdió las esperanzas y entonces tuvimos a Clara Sue.

—Permitisteis que os forzara a que os dierais por vencidos —dije—. Que os forzara a olvidarme —añadí, no sin una nota de acusación en la voz.

—Eres demasiado joven para comprender estas cosas, cariño —replicó defendiéndose. La miré. Había cosas que no se tenía que ser mayor para comprender o apreciar. Una de ellas era el amor de una madre por un hijo, pensé. Madre no hubiera aceptado que nadie la hubiera forzado a ir al funeral de un hijo desaparecido.

Era todo tan extraño.

—Si yo era tan pequeña, ¿no era peligroso que me raptaran? —pregunté.

—Claro. Por eso la abuela Cutler insistía en que probablemente habrías muerto —repuso rápidamente.

—¿Cómo es que si tenías una enfermera que dormía en casa, pudieron hacerlo? —Aún no podía creer que estaba hablando sobre algo terrible que habían hecho Madre y Padre.

—No recuerdo todos los detalles —me contestó mamá y se frotó la frente—. Me está volviendo el dolor de cabeza. Probablemente porque me has forzado a recordar tantos recuerdos horribles.

—Lo siento, mamá —dije—. Pero tengo que saberlo.

Asintió con la cabeza y suspiró.

—No hablemos más sobre ello —sugirió y sonrió—. Ahora has vuelto, nos has sido devuelta. El horror ha quedado atrás.

—El monumento sigue ahí —dije, recordando lo que me había contado Sissy.

—¡Cómo puedes ser tan morbosa!

—¿Por qué me secuestraron, mamá?

—¿Nadie te lo ha explicado? —Me miró furtivamente y su cabeza se ladeó—. ¿No te lo ha dicho la abuela Cutler?

—No —contesté. Mi corazón se detuvo—. Tuve miedo de preguntarle nada semejante.

Mamá movió la cabeza comprensivamente.

—Sally Longchamp acababa de tener un bebé que nació muerto. Simplemente te sustituyeron por su bebé. Ésa es otra de las razones por las que me imagino que la abuela Cutler desea tanto el cambio de nombre, supongo.

—¿Por qué? —pregunté, con la voz tan débil que era apenas audible.

—No hay mucha gente que lo recuerde ya. Randolph nunca lo supo. Yo sí me enteré porque… porque sí. Y por supuesto, tu abuela lo sabía. Hay pocas cosas que no sepa si ocurren aquí o en las cercanías del hotel —añadió ásperamente.

—¿Por qué? —repetí.

—El bebé de los Longchamp que nació muerto también era una niña. Y le iban a poner de nombre Dawn.

Me di cuenta de que no tenía objeto continuar suplicándole a mamá que intercediese ante mi abuela. La actitud de mi madre era hacer lo que quisiera la abuela Cutler, porque a la larga era el camino más fácil. Me había dicho que de alguna forma, la abuela Cutler siempre conseguía lo que quería. Era inútil luchar.

Por supuesto, yo no estaba de acuerdo. Las cosas que me había explicado sobre Madre y Padre y sobre mi secuestro, me habían dejado aturdida. No importa lo terrible que pudiera haber sido para Madre el haber dado a luz a un bebé muerto, fue horrible que me robaran a mis padres verdaderos. Lo que habían hecho era horrible y cruel y cuando mamá había descrito a papá llorando en la puerta, me dolió el corazón.

Volví a mi pequeña habitación y me dejé caer sobre la cama para mirar al techo. Había empezado a llover, otra tormenta de verano que venía del mar. El ritmo continuo de las gotas de lluvia sobre el edificio y las ventanas era como tambores militares para llevarme a un sueño, a una pesadilla, exactamente a donde no quería ir. Me imaginé a Madre y Padre moviéndose furtivamente por las escaleras por la noche, cuando todos dormían. Aunque no la había conocido, vi a la enfermera Dalton profundamente dormida en el cuarto de niños, quizá de espaldas a la puerta. Tuve la impresión de que veía a Padre entrando de puntillas en la habitación y sacándome de la cuna. Quizás acababa de empezar yo a llorar cuando me entregó a Madre, que me apretó tiernamente contra su pecho y me besó las mejillas, dándome la sensación de consuelo y seguridad nuevamente.

Entonces, envuelta en mi mantita, se fueron escaleras abajo y pasando por el pasillo que se extendía por fuera de mi cuarto hacia la puerta trasera. Una vez en el exterior, en medio de la noche, llegaron fácilmente hasta su coche, en el que estaba Jimmy durmiendo en el asiento trasero, ignorante de que pronto iba a tener una nueva hermana.

En pocos momentos estuvieron dentro del coche y desaparecieron en la noche.

Apreté los párpados con fuerza para cerrarlos cuando imaginé a la enfermera Dalton al encontrarse la cuna vacía. Vi a mis padres salir apresuradamente de su habitación, a mi abuela corriendo enérgicamente fuera de la suya. Philip, despertado por la conmoción, sintiéndose aterrorizado. Con seguridad, tuvieron también que consolarlo.

El hotel se llenó de alboroto. Mi abuela gritándole órdenes a todo el mundo. Las luces fueron encendidas, se llamó a la Policía, se hizo salir a los miembros del personal a buscar por los terrenos del hotel. Poco después que el pequeño pueblo de playa de Cutler’s Cove se despertó, todos sus habitantes supieron lo que había ocurrido. Las sirenas sonaron. Había coches de la Policía por todos lados. Pero era demasiado tarde. Padre y Madre ya estaban a alguna distancia y yo, sólo de pocos días, no podía comprender que diferencia había.

Sentía el corazón como si se me fuera a partir en dos. El dolor me recorría la columna de arriba abajo. Quizá me debería dar por vencida, pensé. Mi nombre era una mentira, pertenecía a otra niña, una niña que nunca tuvo la oportunidad de abrir los ojos y ver la aurora, una niña que había sido llevada de una oscuridad a otra. El cuerpo se me agitó con el llanto.

—No tienes que quedarte ahí llorando —dijo Clara Sue—. Sólo haz lo que te dice la abuela.

Me di la vuelta. Había entrado furtivamente en mi habitación y sin llamar a la puerta, la había abierto sigilosamente, como una espía. Permaneció allí, con una sonrisa de terrible satisfacción interna en el rostro y apoyada contra la puerta. Evidentemente con la intención de mortificarme y atormentarme, mordisqueaba un pastel cubierto de chocolate.

—Quiero que llames a la puerta antes de entrar en mi habitación —le dije cortante y detuve las lágrimas que brotaban de mis ojos. Me sequé las mejillas con el dorso de las manos y me incorporé.

—Llamé —mintió—, pero estabas llorando tan fuerte, que no lo oíste. No tienes por qué pasar hambre —me sermoneó, mordiendo otro trozo de su pastel, cerrando los ojos para expresar lo delicioso que era.

—Eso te va a engordar aún más —le dije con un repentino estallido de rencor. Sus ojos se agrandaron.

—No estoy gorda —insistió. Yo sólo me encogí de hombros.

—Cree lo que quieras, si eso te hace feliz —dije en un tono de quitarle importancia. Se enfureció más todavía.

—No creo lo que quiero. Tengo una buena figura, la de una mujer. Todos lo dicen.

—Sólo están siendo educados. ¿Cuánta gente tiene el valor de decirle a alguien que está gorda, especialmente si es la hija del dueño?

Parpadeó, encontrando difícil refutar la lógica.

—Mira la ropa que ya no te sirve. Alguna ni siquiera la has estrenado —dije señalando con la cabeza hacia mi armario. Ella contempló, con los ojos empequeñeciéndosele con la ira y la frustración, haciendo que sus mejillas parecieran aún más regordetas. Entonces sonrió.

—Sólo quieres que te dé lo que queda de esto para no tener hambre.

Me encogí nuevamente de hombros y me incorporé un poco en la cama de forma que pudiera recostarme sobre las almohadas.

—Por supuesto que no —contesté—. Jamás comería pasteles en vez de verdadera comida.

—Ya verás. Después de que haya pasado un día, vas a estar tan hambrienta, que el estómago te hará ruidos y te dolerá —prometió.

—He tenido hambre, Clara Sue, mucha más hambre de la que tú nunca has padecido —repuse—. Estoy acostumbrada a pasar sin comer durante días y días —dije, saboreando el efecto que mi exageración estaba haciendo sobre ella—. Había días en que Padre no había encontrado trabajo y sólo teníamos unas pocas migajas para todos. Cuando te empieza a doler el estómago, sólo hay que beber mucha agua y el dolor desaparece.

—Pero… esto es diferente —insistió—. Aquí puedes oler cómo se cocina y lo único que tienes que hacer para comer es usar esa placa.

—No lo voy a hacer y tampoco me importa —dije con una sinceridad inesperada, que hizo que levantara las cejas—. No me importa si me pudro en esta cama.

—Eso es estúpido —contestó, pero se echó atrás como si estuviera enferma de algo infeccioso.

—¿Lo es? —Desvié los ojos hacia ella y la contemplé—. ¿Por qué le estuviste explicando a la abuela Cutler cuentos sobre Philip y sobre mí? Lo hiciste, ¿verdad?

—No, sólo le conté lo que todo el mundo sabía en el colegio, que Philip fue tu novio durante un corto tiempo y que salisteis una vez.

—Estoy segura de que le contaste algo más.

—¡No lo hice! —insistió.

—Ya no importa, de cualquier manera —le dije y suspiré—. Por favor, déjame sola. —Me recosté en la cama y cerré los ojos.

—La abuela me envió a ver si ya habías cambiado de idea antes de explicarle al personal la gran noticia sobre tu persona.

—Dile… dile que no voy a cambiarme el nombre y que puede enterrarme donde puso el monumento —añadí. A Clara Sue casi se le salían los ojos. Se retiró hacia la puerta.

—Te estás comportando como un crío malcriado y terco. Nadie va a ayudarte. Lo sentirás.

—Ya lo estoy sintiendo —contesté—. Por favor, cierra la puerta al salir.

Se quedó mirándome incrédula y después desapareció cerrando la puerta.

Naturalmente, ella tenía razón. Iba a ser mucho más difícil pasar hambre aquí donde había tanta abundancia y donde los aromas de maravillosas comidas se filtraban por el hotel, atrayendo a los huéspedes como moscas al comedor para tomar los deliciosos entrantes y los suntuosos postres. Sólo pensarlo se me agitaba el estómago con anticipación. Pensé que lo mejor era tratar de dormir.

De todos modos estaba emocional y mentalmente agotada. La tormenta de lluvia continuaba y el olor húmedo y rancio me hacía sentir helada. Me quité el uniforme, envolví mi cuerpo en una manta y me volví de espaldas a la ventana lagrimeada por la lluvia. Oí el rugido del trueno. El mundo entero pareció temblar o ¿era solo yo? Después de unos momentos me dormí y no me desperté hasta oír gritos en el pasillo seguidos de muchos pasos fuertes. Un instante después la puerta de mi habitación se abrió de golpe y mi abuela entró violentamente seguida de Sissy y Burt Hornbeck, el jefe de seguridad del hotel.

Apreté la manta en torno mío y me senté.

—¿Qué sucede? —pregunté sofocada.

—Está bien —dijo mi abuela secamente y agarró a Sissy por una muñeca y tiró de ella hasta que la obligó a ponerse a su lado frente a mí. Burt Hornbeck se puso al otro lado de ella y me contempló—. Quiero que lo digas todo en su presencia y con Burt de testigo.

Sissy bajó la mirada y luego la volvió hacia mí lentamente con los ojos grandes y brillantes de miedo. Había también una sombra de tristeza y compasión en ellos.

—¿Decir qué? —pregunté—. ¿Qué es esto?

La abuela se volvió hacia Sissy.

—Hacías las habitaciones alternas, ¿no es así? —exigió mi abuela con el tono agudo y cortante de un fiscal. Sissy asintió—. Habla en voz alta —ordenó mi abuela.

—Sí, señora —contestó Sissy rápidamente.

—¿Tú hacías los números impares y ella los pares? —Ajá.

—Entonces ella debe de haber sido quien limpió la habitación ciento cincuenta —prosiguió. Miré de ella a Burt Hornbeck. Era un hombre grueso de cuarenta años, con pelo castaño oscuro y pequeños ojos castaños. Cada vez que lo había visto antes, me había sonreído amistosamente. Ahora tenía el aspecto severo y airado, un satélite encerrado en la órbita que giraba alrededor de la airada y furiosa cara de mi abuela.

—Sí, señora —contestó Sissy.

—Pues sí, alternábamos las habitaciones y yo hacía los números pares. ¿Qué significa esto? —pregunté.

—Sal de la cama —ordenó. Miré a Burt. Llevaba sólo mi sujetador y mis braguitas. Él comprendió y dirigió su mirada hacia la ventana mientras me levantaba, manteniendo la manta tan apretada a mi alrededor como podía.

—¿Estás desnuda? —preguntó mi abuela como si el estar desnuda fuera un pecado en su hotel.

—No. Llevo mi ropa interior. ¿Qué quieres?

—Quiero la devolución del collar de oro de Mrs. Clairmont y lo quiero ahora —dijo con los ojos fijos en mí llenos de fuego. Alargó la mano, sus largos y delgados dedos estirados.

—¿Qué collar? —Miré a Burt Hornbeck, pero él no cambió su expresión.

—No vale la pena negarlo. Me las he arreglado para mantener callada a Mrs. Clairmont, una cliente de toda la vida, podría añadir, pero le he prometido la devolución del collar. Lo obtendrá —insistió, con los hombros alzados, y el cuello tan rígido que parecía tallado en mármol.

—¡Yo no cogí el collar! —exclamé—. Yo no robo.

—Por supuesto que no robas —dijo haciendo burla y moviendo la cabeza como un pájaro—. Has vivido toda la vida con ladrones y tú no robas.

—¡Nunca robamos! —exclamé.

—¿Nunca? —Torció los labios en una sonrisa fría de aguda burla. Mis ojos huyeron ante el ataque de los de ella. Mis rodillas comenzaron a temblar nerviosamente, aunque no tenía nada que temer. Yo era inocente. Tragando saliva primero, repetí mi declaración de inocencia y miré a Sissy. La pobre chica intimidada bajó los ojos rápidamente.

—Registra este sitio, Burt —ordenó—, de arriba abajo hasta que localices el collar.

De mala gana se movió hacia la pequeña cómoda.

—No está aquí. Te lo he dicho… lo juro…

—¿Te das cuenta —preguntó lentamente, y sus ojos parecían ahora dos carbones calientes en una estufa—, de lo embarazoso que puede ser esto para Cutler’s Cove? Nunca, nunca en la larga y prestigiosa historia de este hotel se ha robado nada de la habitación de un huésped.

Mi personal siempre ha estado formado de gente que trabaja mucho y que respeta la propiedad de los demás. Saben lo que es trabajar aquí, lo consideran un honor.

—Yo no lo robé —me lamenté mientras las lágrimas corrían por mis mejillas. Mr. Hornbeck había sacado todo de mis cajones y les estaba dando la vuelta. Miró también detrás de la cómoda.

—Sissy —exclamó cortante mi abuela—, deshaz su cama totalmente. Quita las sábanas y las fundas y dale la vuelta a ese colchón.

—Sí, señora —contestó y se movió instantáneamente para llevar a cabo las órdenes de mi abuela. Me miró con ojos que me pedían perdón al empezar a sacar mis sábanas.

—No saldré de aquí hasta que haya recuperado ese collar —insistió mi abuela cruzando los brazos bajo su pequeño pecho.

—Entonces dormirás aquí esta noche —le dije. Mr. Hornbeck se volvió hacia mí sorprendido ante mi desafío, con las cejas levantadas en un interrogante. Pude ver la duda atravesar su pensamiento: quizá yo era inocente. Se volvió hacia mi abuela.

Su boca fruncida, ahora de color ciruela, se cerró como un saquito de cordones. Yo la observaba y aguardaba que surgiese su sonrisa sardónica rompiendo su piel de pergamino. Esperaba que su voz empezase a restallar y cacarear como la de una bruja.

—No engañarás a nadie con esa actitud de desafío —dijo finalmente—. Y a mí menos que a nadie.

—No me importa lo que pienses tú o cualquier otra persona. No robé ese collar de oro —insistí.

Sissy había deshecho la cama. Quitó el colchón y Mr. Hornbeck buscó debajo de la cama. Miró hacia mi abuela y negó con la cabeza.

—Mira dentro de esos zapatos —le dijo mi abuela a Sissy.

Ella se arrodilló y buscó en cada par de zapatos. Mi abuela la hizo buscar a través de todos mis vestidos y mirar en los calcetines y en los bolsillos de los pantalones mientras Mr. Hornbeck buscaba por el resto de la habitación. Cuando ambos terminaron su búsqueda con las manos vacías, mi abuela me miró escrutadora con sus ojos llenos de sospechas. Entonces se volvió hacia Mr. Hornbeck.

—Burt, salga, un momento —dijo. Él asintió y salió apresuradamente. Al llegar este momento, yo estaba temblando por el miedo y la humillación. Mi abuela se adelantó hacia mí—. Suelta esa manta —ordenó.

—¿Qué? —Miré a Sissy, que estaba contemplándolo todo con el mismo aspecto asustado que yo tenía.

—¡Suéltala! —gruñó.

Dejé caer la manta y me contempló, escrutando mi cuerpo tan atentamente que no pude evitar sonrojarme. Sus ojos se elevaron hasta los míos y sentí como si estuviera buceando en las profundidades de mi alma, tratando de absorber mi ser dentro del suyo para poder controlarme.

—Sácate el sujetador —dijo. Me eché hacia atrás, con el corazón latiéndome—. Si no lo haces ahora, haré que venga la Policía y te lleve a la Comisaría para un registro aún más embarazoso. ¿Es eso lo que quieres?

Los recuerdos de la Comisaría donde había sido interrogada y se me había explicado el delito cometido por Padre volvieron vividos. Negué con la cabeza y las lágrimas regresaron nuevamente, pero ella permaneció insensible, sin compasión, con sus ojos metálicos fríos y llenos de determinación.

—No estoy escondiendo ningún collar —dije.

—Entonces, haz lo que digo —dijo cortante.

Miré a Sissy y ella bajó la mirada, sintiendo vergüenza por mí. Lentamente, me llevé las manos a la espalda y me desabroché el sujetador. Entonces me los saqué por los brazos y rápidamente crucé los brazos sobre mi pecho para taparlo de ojos curiosos. Permanecí allí temblando. Ella se adelantó y comprobó dentro del sujetador, por supuesto sin encontrar nada.

—Bájate las braguitas —dijo sin estar satisfecha. Aspiré profundamente. ¡Oh, qué mujer tan horrible!, pensé.

No pude evitar echarme a llorar. Todo el cuerpo me temblaba con los sollozos.

—No puedo esperar todo el día —dijo.

Cerré los ojos para evitar la vergüenza y me bajé las braguitas hasta las rodillas. Tan pronto como lo hice, exigió que me diese la vuelta.

—Está bien —dijo. Me subí las braguitas y me puse el sujetador. Luego me envolví de nuevo en la manta. Estaba temblando de tal forma que parecía que me había dejado desnuda en medio de una tormenta invernal. Mis dientes no dejaban de castañetear pero no pareció notarlo ni importarle.

—Si has escondido este collar en alguna parte del hotel, con el tiempo llegaré a saberlo —aseveró—. Nada, absolutamente nada sucede aquí sin que yo lo sepa de un modo o de otro, algún día. Éste es un collar único con rubíes y brillantes pequeños. No puedes tener la esperanza de venderlo sin que se sepa.

—Yo no cogí el collar —dije aguantando los sollozos y manteniendo los ojos cerrados. Sacudí la cabeza con vehemencia—. No lo hice.

—Si me voy ahora y descubrimos que tienes el collar, te entregaré a la Policía. ¿Lo entiendes? Una vez que me haya ido no seguiré encubriendo tu delito —advirtió.

—Yo no lo robé —repetí.

Dio media vuelta y cogió el pomo de la puerta.

—No puedes imaginarte la vergüenza a la que tengo que enfrentarme ahora. Eres insolente y terca, negándote a hacerme caso y a hacer las cosas que te digo. Ahora se ha añadido a tu lista el robo. No lo olvidaré —amenazó. Miró a Sissy—. Vámonos —dijo.

—Lo siento —murmuró Sissy y salió corriendo detrás de ella.

Me desplomé sobre el colchón sin sábanas y lloré hasta que se me secaron las lágrimas. Después rehice mi cama y me deslicé bajo la manta, atontada por los acontecimientos. Parecía todo más una pesadilla que la realidad. ¿Había estado soñando?

La tensión emocional me había dejado exhausta. Debí de deslizarme en un sueño de evasión, porque cuando abrí los ojos, vi que la lluvia había cesado, aunque aún había una fría humedad en el ambiente y el mundo estaba completamente a oscuras, sin estrellas, sin luna, sólo el sonido del viento pasando por el hotel y sus terrenos, silbando alrededor del edificio.

Me senté apoyando la espalda en la cabecera y manteniéndome envuelta con la manta. Entonces decidí levantarme y vestirme. Necesitaba hablar con alguien y la primera persona que me vino a la mente fue Philip. Pero cuando fui a abrir la puerta, la encontré cerrada con llave. Tiré del pomo sin poder creerlo.

¡No! —grité—. ¡Abran esta puerta!

Escuché, pero lo único que pude percibir fue el silencio. Hice girar el pomo y tiré. La puerta no se movía. Estar encerrada en esta pequeña habitación de repente me llenó de pánico. Estaba segura de que mi abuela lo había hecho para poner sal en mis heridas y de este modo castigarme porque no había podido encontrar el collar en mi habitación como esperaba.

¡Que alguien abra esta puerta!

Golpeé la puerta con mis pequeños puños hasta que se me pusieron rojos y los brazos me dolían. Entonces, escuché. Porque alguien me había oído. Percibí unas pisadas en el pasillo. Quizás era Sissy, pensé.

¿Quién está ahí? —llamé—. Por favor, ayúdenme. Esta puerta está cerrada.

Esperé. Aunque no oí a nadie hablar, sentí la presencia de alguien al otro lado de la puerta. ¿Era mi madre? ¿Era Mrs. Boston?

—¿Quien está ahí? Por favor.

—Dawn —oí finalmente decir a mi padre. Hablaba entre la rendija de la puerta y el marco.

—Por favor, abre la puerta y déjame salir —le pedí.

—Le dije que tú no habías cogido el collar —me explicó.

—No, no lo hice.

—Nunca pensé que robarías.

—¡No lo hice! —grité—. ¿Por qué no entraba por la puerta? ¿Por qué me hablaba por una rendija? Tenía que estar apoyado en ella, con los labios muy cerca de la abertura.

Mamá averiguará lo que ocurre —aseguró—. Siempre lo hace.

—Es una persona muy cruel —le dije—. Hacer lo que hizo y después encerrarme en mi habitación. Por favor, abre la puerta.

—No tienes que pensar eso, Dawn. A veces ella parece dura con la gente, pero después de que demuestra su punto de vista, la gente ve que tiene razón y que es justa, y se sienten contentos de haberle hecho caso.

—Ella no es Dios. ¡No es más que una vieja que dirige el hotel! —grité. Esperé, pensando que él abriría la puerta, pero ni dijo nada ni hizo nada—. Papa, por favor, abre la puerta —supliqué.

—Mamá solo quiere hacer las cosas bien hechas, educarte como debe de ser, corregir todas las cosas malas que te han enseñado.

—No tengo que estar encerrada aquí —me lamenté—. No vivía como un animal. No éramos ladrones, sucios ni estúpidos —expliqué.

—Claro que no, pero hay muchas cosas nuevas que tienes que aprender. Ahora formas parte de una familia importante y la abuela Cutler quiere que te adaptes.

»Sé que es difícil para ti, pero mamá ha estado en este negocio más años de los que tú tienes y su instinto sobre la gente y las cosas son excelentes. Mira lo que ha creado aquí y cuánta gente regresa año tras año —dijo en un tono de voz suave y razonable a través de la rendija.

—No voy a ponerme esa estúpida placa —insistí con los ojos ardiendo de decisión.

Nuevamente quedó silencioso, esta vez por tanto tiempo, que creí que se había ido.

—¿Papá?

—Cuando te robaron no sólo te separaron de tu madre y de la voz más alta. Cuando fuiste robada también a ella se le rompió el corazón.

—No puedo creérmelo —declaré—. ¿No fue ella la que decidió erigir un monumento en el cementerio con mi nombre? —No podía creer que estaba hablando con él a través de una puerta, pero en cierto modo me facilitaba decir lo que quería.

—Sí, pero lo hizo solamente para salvar mi salud mental. Más adelante se lo agradecí. No podía trabajar, no les servía de nada a Laura Sue o a Philip. Lo único que hacía era llamar a la Policía y dar carreras por el país dondequiera que surgiera una pequeña pista. Como verás no fue una cosa tan terrible.

¿No fue una cosa tan terrible? ¿Enterrar simbólicamente a una criatura que no estaba muerta? ¿Qué clase de gente era ésta? ¿A qué clase de familia pertenecía?

—Por favor, abre la puerta. No me gusta estar encerrada.

—Tengo una idea —dijo él en lugar de abrir la puerta—. La gente que no me conoce bien me llama Mr. Cutler y la otra gente, los amigos íntimos y la familia, me llaman Randolph.

—¿Y qué?

—Piensa sobre el nombre de Eugenia en la misma forma que yo cuando me llaman Mr. Cutler y Laura Sue cuando la llaman Mrs. Cutler. ¿Qué te parece? Tus amigos siempre van a llamarte por tu apodo.

—No es un apodo. Es mi nombre.

—Pero es un nombre informal —explicó—. Pero Eugenia podía ser tu… nombre en el hotel. ¿Qué te parece?

—No lo sé. —Me aparté de la puerta cruzando los brazos bajo el pecho. Si no lo aceptara, podrían no llegar a abrir nunca la puerta, pensé.

—Acepta este pequeño trato y traerás de nuevo la paz y la tranquilidad. Estamos justo a mitad de temporada y el hotel está lleno y…

—¿Por qué le diste mi carta para Ormand Longchamp? —pregunté malhumorada.

—¿Aún tiene esa carta?

—No —le dije—. La tengo yo. Me la devolvió y prohibió que volviese a tener nada que ver con él. Le gusta prohibir cosas —le dije.

—Oh, lo siento, yo… yo pensé que la enviaría. Lo habíamos comentado y aunque no le gustaba la idea, me dijo que se encargaría de que el jefe de Policía de Cutler’s Cove se ocupara de ello. Supongo que se disgustó tanto que…

—Nunca iba a mandar la carta —dije—. ¿Por qué no la mandaste tú mismo?

—Oh, supongo que podía haberlo hecho. Es sólo que mamá y el jefe de Policía son tan amigos y yo pensé… Lo siento —dijo—. Te diré qué haremos —indicó rápidamente—. Si consientes en llevar esa placa, llevaré la carta al jefe de Policía yo mismo y me ocuparé de que sea entregada. ¿Qué te parece? ¿Es un trato? Incluso pediré un recibo para que te convenzas de que ha sido entregada.

Por un momento me sentí atrapada en la tormenta de confusión que atravesaba mi mente y mi corazón. El secuestro había dejado una fea mancha sobre Padre y Madre. Nunca podría perdonarles lo que habían hecho, pero en lo más hondo seguía aferrada a la esperanza de que hubiese una explicación. Necesitaba que Padre me explicase su lado del asunto.

Ahora yo tenía que pagar un precio para tener cualquier contacto con él. De un modo o de otro, la abuela Cutler siempre hacía lo que quería en Cutler’s Cove, pensé. Pero esta vez, yo también iba a sacar algo.

—Si acepto, ¿vas a averiguar lo que ha sucedido con Jimmy y Fern?

—¿Jimmy y Fern? ¿Quieres decir los verdaderos niños Longchamp?

—Sí.

—Lo intentaré. Te lo prometo, lo intentaré —prometió, pero yo me acordé de lo que mamá había dicho sobre sus promesas y lo fácilmente que las hacía y después las olvidaba.

—¿De verdad vas a intentarlo? —le pregunté.

—Seguro.

—De acuerdo —dije—. Pero la gente que quiera, puede llamarme Dawn.

—Seguro —dijo.

—¿Abrirás la puerta?

—¿Dónde está la carta? —repuso.

—¿Por qué?

—Pásamela por debajo de la puerta.

—¿Qué? ¿Por qué no la abres?

—No tengo la llave —contestó—. La iré a buscar y le explicaré a mamá nuestro acuerdo.

Pasé la carta por debajo y él la tomó rápidamente. Entonces le oí alejarse, dejándome con la sensación de que había hecho un trato con el demonio.

Me senté a esperar sobre la cama, pero repentinamente oí que giraba la llave en la cerradura. Se abrió la puerta y apareció Philip.

—¿Por qué está cerrada tu puerta?

—La abuela la cerró. Cree que robé un collar.

Movió la cabeza.

—Es mejor que salgas de aquí. La abuela no quiere que estemos solos. Clara Sue se detuvo contando cuentos y…

—Lo sé —dijo—, pero esta vez no lo puedo evitar. Debes venir conmigo.

—¿Ir contigo? ¿Adonde? ¿Por qué?

—Confía en mí —dijo en un murmullo alto—. De prisa. —Pero…

—Por favor, Dawn —suplicó.

—¿Cómo es que tenías la llave de mi habitación? —inquirí.

—¿Tener la llave? —Él movió la cabeza—. Estaba en la puerta.

—¿En la puerta? Pero…

¿Dónde había ido mi padre? ¿Por qué había mentido sobre la llave? ¿Tuvo que pedir permiso antes de abrirle la puerta a su propia hija?

Philip me cogió de la mano y me sacó de la habitación. Empezó a caminar por el pasillo hacia la salida lateral.

—¡Philip!

—Silencio —ordenó. Nos apresuramos hacia fuera y rodeamos el edificio. Cuando vi que me llevaba hacia la pequeña escalera de cemento, me detuve.

—Philip, no.

—Ven, por favor. Antes de que alguien nos vea.

—¿Por qué? —pregunté, pero me empujó hacia delante.

—Philip, ¿por qué vamos a entrar ahí? —pregunté.

En lugar de contestarme, abrió la puerta y me arrastró dentro de la oscuridad con él. Estaba a punto de gritar furiosa, cuando alcanzó y encendió el interruptor de la luz.

El contraste entre la profunda oscuridad y la radiante claridad hirió mis ojos. Los cerré y los abrí nuevamente.

Y allí, delante nuestro, estaba Jimmy.

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