Aurora

Aurora


Libro cuarto

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208

Cuestión de conciencia. En suma, ¿qué es lo que queréis de nuevo? No queremos que las causas sean pecados y los efectos castigos.

209

Utilidad de las teorías más rígidas. Somos tolerantes con las debilidades morales del hombre, y las pasamos por una criba de grandes agujeros, es decir, por la criba que supone la

condición de que se declare creer en una

moral estricta. Por el contrario, siempre se ha mirado con microscopio la vida de los filósofos morales de espíritu libre, con el deseo íntimo de descubrir un paso en falso en su vida, ya que este es el mejor argumento contra una profesión de fe que resulte molesta.

210

Lo que es «en sí». Antes se investigaba qué es lo que nos hace reír, como si hubiera algo fuera de nosotros que tuviese la propiedad de provocar la risa, y la gente se esforzaba en imaginárselo. (Hubo un teólogo que llegó a decir que se trataba de la «ingenuidad del pecado»). Hoy la pregunta es: ¿qué es la risa?, ¿cómo se produce? Reflexionando más, se ha llegado a la conclusión de que no hay nada bueno, ni malo, ni bello, ni sublime, sino estados del alma que nos hacen atribuir a cosas que están fuera de nosotros estos calificativos. Hemos

quitado a las cosas estos atributos, o, mejor, hemos comprendido que no habíamos hecho más que

prestárselos. Procuremos que esta convicción no nos haga perder la

capacidad de prestar, y guardémonos de no volvernos, al mismo tiempo,

más ricos y más avaros.

211

A los que sueñan con la inmortalidad. ¿Deseáis, entonces, conservar eternamente esa bonita conciencia que tenéis de vosotros mismos? ¿No os da vergüenza? ¿Os olvidáis de todas las demás cosas que, a su vez, tendrían que

soportaros durante toda una eternidad, como os han estado soportando hasta hoy, con una resignación mayor aún que la cristiana? ¿O es que creéis que el veros les produce un sentimiento de bienestar eterno? Bastaría que hubiera un solo hombre que fuese inmortal para provocar en todo lo que le rodease tal

repugnancia, que generaría una verdadera epidemia de suicidios. Y vosotros, pobres habitantes de la tierra, con esas pequeñas concepciones vuestras que abarcan unos miles de minutos en el tiempo, ¿pretendéis ser una carga eterna para la existencia eterna? ¿Puede haber algo más impertinente? Pero seamos tolerantes con un ser de setenta años. No ha podido ejercitar la imaginación representándose lo que sería su

aburrimiento eterno. ¡Le ha faltado tiempo!

212

En qué nos conocemos. En cuanto un animal ve a otro, se mide con él interiormente, y los hombres de las épocas salvajes hacían lo mismo. De lo que se deduce que casi todos los hombres no aprenden a conocerse más que en virtud de su fuerza para atacar y para defenderse.

213

Los hombres de vida fracasada. Hay hombres de tal naturaleza que la sociedad

puede hacer con ellos lo que quiera: de cualquier forma se encontrarán bien y considerarán que no tienen por qué quejarse por haber fracasado en la vida. Otros están hechos de una materia tan especial —no es necesario que sea una materia particularmente noble, basta con que sea más noble que la de los demás— que no pueden dejar de sentirse molestos, salvo cuando pueden vivir de acuerdo con los únicos fines que está en su mano fijarse. Todo lo que al individuo le parece una vida fracasada y malograda, todo el peso del desaliento, de la impotencia, de la enfermedad, de la irritabilidad, de los apetitos, lo arroja sobre la sociedad. De este modo, se crea en torno a la sociedad una atmósfera viciada y cargada, o, en el mejor de los casos, un nubarrón de tormenta.

214

¿De qué sirven los miramientos? Pedís y exigís que seamos indulgentes con vosotros, cuando vuestro dolor os vuelve injustos con las cosas y con los hombres. ¿Qué importancia tienen nuestros miramientos? Deberíais ser más

mirados por vosotros mismos. ¡Bonita manera la de indemnizarse de un dolor causando un

daño a su propio juicio! Vuestra venganza se vuelve contra vosotros, cuando describís algo desacreditándolo. Perturbáis vuestra visión y no la de los demás. Os acostumbráis

a ver falsamente y al revés.

215

La moral de las víctimas. Decís que los clisés de vuestra moral son

el sacrificio, la autoinmolación entusiasmada, y creo de buen grado que habláis

con sinceridad; pero yo os conozco mejor de lo que vosotros os conocéis, y sé si vuestra buena fe es capaz o no de ir de la mano con semejante moral. Desde su altura miráis esa otra moral sobria que exige autodominio, severidad y obediencia; llegáis incluso a llamarla egoísta, y

sois sinceros con vosotros mismos cuando decís que os desagrada, porque

tiene que desagradaros en realidad. Y es que al sacrificaros con entusiasmo, al autoinmolaros, gozáis embriagados con la idea de que

formáis un solo ser con el poderoso —ya se trate de Dios o de un hombre— al que os consagráis; saboreáis el sentimiento de su poder. En realidad, no os sacrificáis más que en apariencia; vuestra imaginación os convierte en dioses y os recreáis en vosotros mismos como si fuerais dioses. Contemplada desde la perspectiva de este goce, ¡qué débil y pobre os parece esa moral

egoísta de la obediencia, del deber, de la razón! Os desagrada porque en ella hay que sacrificar e inmolar verdaderamente sin que el sacrificador tenga, como vosotros, la ilusión de convertirse en Dios. En suma, buscáis la embriaguez y el exceso, y esa moral que despreciáis se opone a ambas cosas. Comprendo fácilmente que os desagrade.

216

Los malos y la música. La beatitud plena del amor que se da en la

confianza absoluta, ¿la habrá podido experimentar alguien que no sea profundamente desconfiado, maligno y bilioso? Tales personas gozan en la beatitud de la formidable

excepción de su alma, una excepción que les parece increíble y en la que no han creído nunca. Un día se les presenta este sentimiento ilimitado, como si fuera una aparición, destacando del resto de su vida íntima y de su vida visible, como un enigma delicioso, como una maravilla de dorados reflejos, que supera a todas las palabras y a todas las imágenes. La confianza absoluta hace enmudecer: en ese mutismo bienhechor se da incluso una especie de dolor y de torpeza; por eso tales almas, oprimidas por la felicidad, sienten generalmente más placer por

la música que todas las demás, que todas las que son mejores; pues, a través de la música, ven y oyen, como entre una nube tornasolada, ese amor suyo que se ha vuelto más lejano, más conmovedor y menos material. Para ellos, la música es el único medio de contemplar su naturaleza extraordinaria y de recrearse en su propio aspecto, en una especie de alejamiento y de aligeramiento. Todo hombre que ama, al escuchar música, piensa que esa música habla de él, que habla por él, que

lo sabe todo.

217

El artista. Los alemanes quieren que el artista les transporte a una especie de pasión soñada; los italianos quieren que el artista les haga descansar de sus pasiones reales; los franceses quieren que el artista les dé una oportunidad para demostrar su buen juicio y para hacer discursos. ¡Seamos, pues, equitativos!

218

Comportarse como un artista con sus debilidades. Si no hay más remedio que tener debilidades y aceptar que estas responden a leyes que están por encima de nosotros, deseo a cada cual que tenga las aptitudes necesarias para saber dar relieve a sus virtudes por medio de sus debilidades, de forma que con estas nos haga interesarnos por sus virtudes. Esto es lo que han sabido hacer los grandes músicos en un grado excepcional. Muchas veces se observa en la música de Beethoven un tono ordinario, ergotista, impaciente; en Mozart, una jovialidad de hombre honrado, en la que su corazón y su espíritu deben solazarse de un modo especial; en Ricardo Wagner, una inquietud huidiza e insinuante, que al más paciente le pone a punto de perder el buen humor, en el momento en que el compositor recobra su fuerza, como sucede con los demás. Todos ellos han creado en nosotros, con sus debilidades, un hambre voraz de sus virtudes, y una lengua diez veces más sensible a cada gota de espíritu sonoro, de belleza sonora, de bondad sonora.

219

La superchería en la humillación. Con tu estupidez has causado una pena infinita a tu prójimo y has destrozado irreparablemente una felicidad. Acto seguido, venciendo tu vanidad, acudes a humillarte ante tu víctima; sacrificas ante ella tu estupidez en aras del desprecio, y te imaginas que, después de esta escena tan difícil y tan penosa para ti, todo queda arreglado, que el menoscabo voluntario de tu amor propio compensa el menoscabo involuntario de la felicidad del otro. Impregnado de este sentimiento, te marchas satisfecho, con el convencimiento de que has recuperado tu virtud. Sin embargo, el otro sigue sintiendo el mismo dolor profundo que antes, pues no le consuela el hecho de que hayas cometido una estupidez y de que se lo hayas dicho. Hasta recuerda el penoso espectáculo que le has ofrecido despreciándose ante él, como una herida más que te debe. Con todo, no piensa en la venganza, y no comprende cómo podría quedar zanjada tu ofensa entre tú y él. En el fondo, has representado esta escena ante ti mismo. Habrás invitado a ella a un testigo, pero por interés tuyo, y no por él. ¡No te engañes a ti mismo!

220

La dignidad y el miedo. Las ceremonias, las habituales ostentaciones y dignidades, los aires solemnes, los discursos retóricos y todo lo que en general se llama dignidad, constituyen una forma de ver las cosas, propia de quienes tienen miedo en el fondo de su alma, y pretenden, así, que ellos mismos o lo que representan inspire temor. Quienes no tienen miedo, es decir, quienes son siempre e indudablemente terribles, no precisan de dignidades ni de ceremonias; con sus palabras y sus actitudes mantienen el buen nombre —y con frecuencia incluso el malo— de la honradez y la lealtad, para indicar que tienen conciencia de su carácter terrible.

221

Moralidad del sacrificio. La moralidad que se mide por el espíritu de sacrificio es casi salvaje. La razón debe alcanzar una victoria difícil y sangrienta en el interior del alma, donde ha de someter a instintos enemigos terribles, y esto no puede hacerse sin una especie de crueldad, como los sacrificios que exigen los dioses caníbales.

222

Dónde resulta deseable el fanatismo. No es posible entusiasmar a los caracteres flemáticos como no sea fanatizándolos.

223

El ojo temido. No hay nada que teman más los artistas, los poetas y los escritores que el ojo capaz de descubrir las

pequeñas supercherías de su oficio, que se da cuenta de una mirada si han llegado o no a la meta, antes de entregarse al placer infantil de la autoglorificación o de caer en los efectos fáciles. El ojo que comprueba que se trata de cosas mínimas que pretenden vender demasiado caras, que ve que han intentado exaltarse y pavonearse sin estar exaltados realmente. El ojo que descubre, detrás de los artificios del arte, el pensamiento tal como se le presentó primitivamente a ellos, quizá como una luminosa y encantadora aparición, pero quizá también como algo que pertenece a todo el mundo, como un pensamiento vulgar que tuvieron que disolver, escorzar, colorear, desarrollar y condimentar, para hacer de él algo; mientras que es el pensamiento quien hace de ellos algo. ¡Qué terrible es ese ojo que ve en vuestra obra toda vuestra iniquidad, vuestro espionaje, vuestra ambición, vuestra imitación y vuestra exageración (que no es más que una imitación envidiosa), que percibe el rubor de vuestra vergüenza tanto como vuestro arte de disimular ese rubor y de darle otro sentido a vuestra mirada!

224

Lo que tiene de «edificante» la desgracia ajena. En cuanto hay un hombre desgraciado, acuden a él las personas

compasivas a lamentar su desgracia. Cuando al final se van satisfechas y edificadas, se han repuesto del espanto del desdichado y de su propio espanto, amén de haber pasado una buena velada.

225

Un medio para ser despreciado inmediatamente. Quien habla mucho y muy deprisa, pierde extraordinariamente en nuestra estima; y lo mismo sucede cuando habla razonadamente, y no sólo en la medida en que nos importuna, sino mucho más. Y es que adivinamos que ha fastidiado a mucha gente, y sumamos a nuestro sacrificio el que suponemos que ha causado a los demás.

226

El trato con las celebridades. A: ¿Por qué rehúyes a ese gran hombre? B: Porque no quisiera juzgarle mal. Nuestros defectos no se acomodan entre sí. Yo soy miope y desconfiado, y él lo mismo luce diamantes falsos que diamantes auténticos.

227

Encadenados. Evitad los espíritus encadenados. Por ejemplo, las mujeres inteligentes a quienes su destino ha recluido en un ambiente mezquino y estrecho, donde envejecen. Allí se encuentran tumbadas al sol, perezosas y medio ciegas en apariencia; pero los pasos de un extraño o cualquier suceso imprevisto, les sobresalta, y enseñan los dientes. Se vengan de todo el que ha sido capaz de escapar de su perrera.

228

Vengarse elogiando. Leéis una página llena de elogios y decís que es vulgar; pero si entrevéis que tras los elogios se esconde una venganza, encontraréis ese escrito demasiado sutil, y os divertiréis mucho con sus rasgos de ingenio y sus atrevidas figuras literarias. Esa sutileza y esa riqueza de inventiva no se debe al autor, sino a su venganza. El autor apenas se da cuenta de ello.

229

Orgullo. Ninguno de vosotros, ¡ay!, sabe lo que siente aquel al que han atormentado cuando acaba su suplicio y le devuelven a su calabozo con su secreto aún entre los dientes. ¿Y pretendéis conocer el júbilo del orgullo humano?

230

Utilitario. Hoy en día se entremezclan de tal forma los sentimientos en el campo de la moral, que a un individuo se le demuestra una moral apelando a su utilidad, y a otro se le refuta apelando también a su utilidad.

231

La virtud alemana. ¡Cuánto ha tenido que degenerar un pueblo en sus gustos, cuánto ha tenido que rebajarse con sentimientos de esclavo ante las dignidades, las castas, las costumbres, la pompa y el aparato, para identificar lo

sencillo con lo

malo, al individuo

sencillo con el

malo[4]! Al orgullo moral de los alemanes hay que responderle siempre con la palabra

malo, y se acabó.

232

En una discusión. A: ¡Te has quedado ronco de tanto hablar, amigo! B: Entonces me has refutado. ¡No hablemos más!

233

Los hombres de conciencia. ¿Habéis observado quiénes son los que dan tanta importancia a una conciencia extremadamente rígida? Los que saben mucho de los sentimientos más ruines, les asusta pensar en ellos mismos, temen a los demás y quieren ocultar sus intimidades todo lo posible. Tratan de

imponerse a ellos mismos, con esa conciencia severa y esa rigidez ante el deber, intentando así producir la impresión severa y rígida que los demás (especialmente sus subordinados) deben experimentar.

234

El miedo a la gloria. A: Se dan casos de individuos que evitan su propia gloria, que se sienten molestos cuando les alaban, que temen oír lo que dicen de ellos por miedo a que les elogien. Lo creáis o no, esos casos se dan. B: ¡Sí que se dan, sí, joven arrogante!

235

Rechazar las muestras de agradecimiento. Podemos negarnos muy bien a atender un ruego, pero no tenemos derecho alguno a rechazar las muestras de agradecimiento (o, lo que es lo mismo, hemos de aceptarlas fríamente, como por compromiso). Esto ofendería profundamente, y ¿qué necesidad hay de ofender a nadie?

236

Castigo. ¡Qué singular es vuestra forma de castigar! No purifica al criminal, no es una expiación; por el contrario, mancha más que el propio crimen.

237

Un peligro que se da en el interior de los partidos. En casi todos los partidos se da un sufrimiento ridículo, aunque no exento de peligro. Es el que padecen quienes han estado defendiendo durante muchos años, con fidelidad y veneración, la opinión de su partido, y un buen día se dan cuenta de pronto de que otro mucho más poderoso que ellos se ha apoderado de la trompeta. ¿Cómo van a poder soportar el quedar reducidos al silencio? Por eso se ponen a hablar alto, y a veces dan notas nuevas.

238

La aspiración a la elegancia. Cuando un individuo que tiene un carácter muy fuerte no se siente inclinado a ser moral ni se está ocupando siempre de sí mismo, aspira involuntariamente a

la elegancia. Esta es su forma de distinguirse. A los caracteres débiles, en cambio, les gustan los juicios duros; se asocian a los héroes del desprecio a la humanidad, a los que calumnian la vida, tanto desde la religión como desde la filosofía, o bien se escudan tras unas costumbres rígidas y una

vocación estricta. De esta forma tratan de crearse un carácter y una especie de vigor. Y esto lo hacen también involuntariamente.

239

Aviso a los moralistas. Nuestros músicos han hecho un gran descubrimiento. Han descubierto que su arte puede incluir también la

fealdad interesante. Por eso se arrojan ebrios en el océano de la fealdad, encontrando así hoy el medio más fácil de componer música. Actualmente se logra imponer un fondo de color sombrío, donde el rayo luminoso de la música hermosa, por muy tenue que sea, se viste con reflejos de oro y de esmeralda. Se tiene el atrevimiento de provocar en el auditorio sentimientos tempestuosos y actitudes de rechazo, sacándole fuera de sí, para proporcionarle a continuación un momento de abandono, un sentimiento de beatitud que predispone a disfrutar de la música. Se ha descubierto el contraste. Ahora son posibles —y

a bajo precio— los más poderosos efectos. A nadie le interesa ya la buena música. Pero no hay que perder el tiempo: a todo arte que llega a descubrir esto le queda poco tiempo de vida. ¡Ay, si nuestros pensadores tuvieran oídos para escuchar, a través de su música, lo que sucede en el alma de nuestros músicos! ¿Cuánto habrá que esperar para tener la ocasión de sorprender al hombre interior en el momento de cometer inocentemente una mala acción? Porque nuestros músicos no sospechan ni de lejos que le están poniendo música a su propia historia, a la historia de un alma que se va volviendo cada vez más fea. Antes, un buen músico tenía que acabar siendo bueno a la fuerza, por efecto de su música. ¡Pero ahora…!

240

La moral en el escenario. Se equivoca quien piensa que el teatro de Shakespeare ejerce un efecto moralizante, y que asistir a una representación de

Macbeth arranca la ambición de raíz; y se equivoca todavía más quien cree que Shakespeare pensaba también así. Quien se encuentra realmente poseído de una pasión furiosa contempla con

deleite esa imagen de sí mismo, y cuando el héroe del drama perece a causa de su pasión, suministra el condimento más picante a la ardiente bebida de ese deleite. ¿Se inspiró el poeta en otros sentimientos? El ambicioso que presenta se dirige a su objetivo final, de una forma regia, sin una pizca de bribonería, una vez que ha realizado el crimen. Desde ese momento preciso, atrae de un modo

demoníaco e incita a que le imiten a quienes tienen un carácter semejante al suyo. (De un modo demoníaco significa en este caso: en rebeldía

contra la ventaja de vivir, en beneficio de una idea y de un instinto). ¿Creéis que

Tristán e Iseo constituye una proclama

contra el adulterio, por el hecho de que el adulterio sea la causa que hace perecer a los dos amantes? Sería invertir el sentido de los poetas que, como Shakespeare, están enamorados de la pasión en sí, y no menos enamorados de la disposición a la muerte que genera, de ese estado de ánimo en el que el corazón no tiene más apego a la vida que una gota al vaso que la contiene. Lo que le interesa a Shakespeare (al igual que al Sófocles de personajes como Ajax, Filoctetes, Edipo), no es la falta y sus consecuencias desastrosas. Tanto un autor como otro evitaron deliberadamente convertir la falta en palanca del drama, cosa que hubiera sido muy fácil; el poeta trágico, con sus imágenes de la vida, no trata de indisponer a los hombres con la vida. Por el contrario, lo que viene a decir es lo siguiente: «Esta existencia agitada, cambiante, peligrosa, sombría, y a veces alumbrada por un sol ardiente, constituye el mayor de los encantos. Vivir es

una aventura; sea cual sea el partido que toméis en vuestra vida, este tendrá siempre el mismo carácter». Así es como habla, en una época inquieta y vigorosa, que está casi ebria y asombrada de su superabundancia de sangre y de energía, en una época mucho peor que la nuestra. Por eso necesitamos

adaptar cómodamente a nosotros la finalidad de un drama de Shakespeare, es decir, de no entenderlo.

241

Miedo e inteligencia. Si es cierto lo que hoy se dice, y la luz no es la causa de la pigmentación oscura de la piel, este fenómeno podría ser tal vez el efecto último de una serie de accesos frecuentes de ira, acumulados durante siglos, y de la afluencia de sangre a la piel. En otras razas más

inteligentes, por el contrario, ¿habrá sido el fenómeno de la palidez y del miedo, que han padecido tan frecuentemente, lo que ha terminado produciendo el color blanco de la piel? Porque el grado de intensidad del miedo que se padece constituye una medida de inteligencia, mientras que el hábito de entregarse frecuentemente a accesos de ira ciega es un signo de que se está todavía cerca de la animalidad y de que esta puede volver aún por sus fueros. Tal vez sea lógico pensar que el color primitivo del hombre fue un gris oscuro, color que compartiría con el mono y con el oso.

242

Independencia. La independencia (llamada

libertad de pensamiento en su dosis más reducida) es la forma de renuncia que acaba por aceptar el espíritu de dominación, cuando ha estado mucho tiempo buscando algo que dominar y no ha encontrado otra cosa más que a sí mismo.

243

Las dos corrientes. Si consideramos el espejo en sí, no encontraremos en él más que los objetos, que refleja. Si queremos coger esos objetos, volvemos a no ver más que el espejo. Esta es la historia general del pensamiento.

244

El placer que nos causa la realidad. Esta actual inclinación nuestra, que nos es tan común, a encontrar placer en lo real no puede explicarse más que aceptando que, durante mucho tiempo, hemos estado deleitándonos hasta la saciedad con cosas irrealizables. Esta inclinación, tal como hoy la vemos, sin discernimiento ni sutileza, no carece de peligros. El menor de ellos es la falta de gusto.

245

Sutilezas del espíritu de dominio. A Napoleón le encantaba hablar mal de la gente, y en este aspecto no se traicionaba a sí mismo; pero su deseo de dominio, que no dejaba pasar ocasión alguna de manifestarse y que era más sutil que su propia inteligencia, le impulsó a hablar peor aún de lo que

le era lícito hacer. De este modo, se vengaba de su propia cólera (estaba celoso hasta de sus pasiones, porque estas tenían

poder) para gozar de su benevolencia autocrática. Después, gozaba por segunda vez de esa benevolencia, en relación con los oídos y el juicio de quienes le escuchaban, como si al hablarles así les hiciera un considerable favor. Disfrutaba íntimamente ante la idea de desconcertar el juicio y de extraviar el gusto con el relámpago y el trueno de la más elevada de las autoridades, que es la que reside en la unión del poder y la genialidad; mientras que, realmente, tanto su juicio como su gusto alimentaban en lo más íntimo de sí mismo el convencimiento de que hablaba

mal. Napoleón, como tipo total de un solo instinto plenamente desarrollado, pertenece a esa humanidad antigua que podemos distinguir fácilmente por una característica: una concepción simple y el desarrollo ingenioso de un solo motivo o de un número reducido de motivos.

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