Aurora

Aurora


Libro cuarto

Página 20 de 30

Aristóteles y el matrimonio. Aristóteles observa que en los hijos de los grandes genios se da la locura y en los hijos de los hombres muy virtuosos, la idiotez. ¿Pretendía lograr, así, que se casaran los hombres excepcionales?

247

Origen del mal temperamento. La injusticia y la inestabilidad que se observan en el espíritu de determinados individuos, su desorden y su falta de moderación, son las consecuencias últimas de innumerables errores lógicos, de falta de profundidad, de conclusiones precipitadas, que cometieron sus antepasados. Los hombres que tienen un buen temperamento proceden, por el contrario, de razas reflexivas y sólidas, que han elevado la razón a un grado muy alto. El hecho de que esto se hiciera con fines laudables o con fines perversos es lo que menos importancia tiene.

248

Disimular por deber. A veces, la bondad se ha desarrollado mejor disimulando que se trataba aparentemente de ser bueno. Siempre que ha existido un gran poder, se ha producido la necesidad de esta especie de disimulo, que inspira seguridad y confianza, y centuplica la suma efectiva de poder físico. La mentira es, si no la madre, por lo menos la nodriza de la bondad. Del mismo modo, la honradez se ha formado, las más de las veces, por la exigencia de aparentar honradez y probidad. Esto es lo que ha sucedido en la aristocracia hereditaria. Del constante ejercicio de una simulación acaba apareciendo una segunda naturaleza. La simulación, a la larga, acaba autodestruyéndose. Y los nuevos órganos e instintos son los frutos imprevistos del jardín de la hipocresía.

249

¿Quién está solo alguna vez? El miedoso no sabe lo que es estar solo. Detrás de su silla, tiene siempre a un enemigo. ¿Quién podría contarnos, ¡ay!, la historia de ese sentimiento al que llamamos soledad?

250

La noche y la música. Sólo de noche, y en la penumbra de los bosques umbríos y de las cavernas, pudo alcanzar ese órgano del miedo que es el oído un desarrollo tan grande, merced a la forma de vida de la época del terror, es decir, de la época más larga de la historia de la humanidad. Cuando hay claridad, el oído es mucho menos necesario. De ahí el carácter de la música, arte de la noche y de la penumbra.

251

De una manera estoica. En el estoico se da una especial serenidad cuando siente lo estrecho que le resulta el ceremonial que él mismo ha impuesto a sus actos; se considera dominador.

252

Tenedlo en cuenta. Aquel a quien se castiga no es el que ha cometido el crimen; siempre es el chivo expiatorio.

253

Evidencia. Es triste decirlo, pero no hay nada que se tenga que demostrar con mayor energía y tenacidad que la evidencia. Pues la mayoría de la gente no tiene ojos para verla. ¡Y es tan aburrido demostrar!

254

Los que se anticipan demasiado. Lo que distingue a los caracteres poéticos, aunque constituye también un peligro para ellos, es esa imaginación suya que

agota las cosas de antemano; una imaginación que anticipa lo que ha de suceder o lo que puede suceder, que goza o sufre previamente por ello y que, cuando llega el momento de actuar, se encuentra ya

cansada. Lord Byron, que sabía mucho de esto, escribió en un diario; «Si alguna vez tengo un hijo, le haré algo prosaico: abogado o pirata».

255

Una conversación sobre música. A: «¿Qué te parece esta música?». B: «Me ha subyugado; no puedo decir otra cosa». A: «¡Me alegro! Vamos a procurar ser

nosotros quienes la subyuguemos a ella. ¿Puedo decir algo sobre esta música y mostrarte un drama cuya primera representación quizá no quisieras ver?». B: «Soy todo oídos». A: «No es esto aún lo que quiere decirnos el músico; lo que hace ahora es prometer que va a decimos algo, algo sorprendente, según da a entender con sus gestos. ¡Qué señas hace! ¡Cómo se alza! ¡Cómo gesticula! Parece que ha llegado el momento de máxima tensión; dos compases más, y ofrecerá su tema, soberbio, adornado, resplandeciente de piedras preciosas. ¿Es una mujer hermosa? ¿Un apuesto caballero? Mira a su alrededor, pues tiene que recoger miradas totalmente encantadas. Sólo ahora le satisface su tema plenamente; ahora es cuando se torna creativo y se atreve a aventurar trazos nuevos. ¡Cómo realza su tema! Pero ¡cuidado! Ya no trata sólo de adornar, sino también de maquillar[5]. Conoce perfectamente el color de la salud y trata de aparentarlo; se conoce más sutilmente a sí mismo de lo que yo creía. Ahora que está seguro de que ha convencido a sus oyentes, presenta sus descubrimientos como si fueran las cosas más importantes que existen bajo el sol. Pero ¡qué desconfiado se muestra! Tiene miedo de que nos cansemos. Por eso endulza sus melodías; apela a nuestros sentidos más groseros, con la finalidad de conmovernos y de apoderarse nuevamente de nosotros. Escucha cómo evoca en nosotros la fuerza primitiva de los ritmos, de la tempestad y el huracán; y al ver que estos nos impresionan, nos oprimen y parece que van a ahogarnos, se atreve a arrojar su tema nuevamente al juego de los elementos, para

convencemos —una vez que estamos ya aturdidos y quebrantados— de que estamos emocionados a causa de su maravilloso tema. A partir de este momento, los oyentes le creen; en cuanto vuelve a sonar el tema surge en su memoria el recuerdo de esos emocionantes efectos elementales, y el tema se aprovecha entonces de este recuerdo y se vuelve

demoniaco. ¡Qué bien conoce este músico el alma humana! Nos domina con los artificios de un orador popular. Pero ya cesa la música». B: «Y hace muy bien, porque no puedo seguir oyéndote. Prefiero cien veces

dejarme engañar que conocer la verdad así». A: «Eso es lo que quería oírte decir. Los mejores están hechos a tu imagen y semejanza; les gusta dejarse engañar. Venís aquí con oídos groseros y llenos de apetitos; no conocéis el arte de escuchar. Os habéis dejado en el camino vuestra

sutil buena fe. Así corrompéis el arte y los artistas. Cuando aplaudís y os regocijáis, tenéis en las manos la conciencia del artista. ¡Pobre de él si se da cuenta de que no sabéis distinguir la música

inocente de la música

malvada! No quiero hablar de

buena y de

mala música, pues en cada una de las dos clases que he dicho hay de la una y de la otra. Llamo

música inocente a la que no piensa en nada más que en sí misma, a la que no cree en nada más que en sí misma, y se olvida del mundo entero a causa de sí misma; la que alza su voz en la más honda soledad, la que se habla a sí misma de sí misma, y no sabe que, fuera de ella, hay oyentes que agudizan el oído, y en los que se producen efectos, equivocaciones y fracasos. Pero, en fin, la música que acabamos de oír pertenece precisamente a esa especie noble y excepcional. Todo lo que he dicho de ella era una simple broma. Perdona mi malicia, por favor». B: «¿Luego te gusta esta música? Entonces quedas totalmente perdonado».

256

La felicidad de los malos. Esos hombres silenciosos, sombríos y malos tienen algo que no se les puede negar: esa rara y excepcional complacencia en el

dolce far niente, ese descanso nocturno, posterior a la puesta del sol, que sólo conocen los corazones que se han visto demasiadas veces devorados, desgarrados y envenenados por las pasiones.

257

Las palabras que tenemos presentes. Sólo sabemos expresar nuestros pensamientos con las palabras que tenemos a mano. O, mejor —para decir todo lo que sospecho—, no tenemos nunca más pensamientos que los que podemos expresar aproximadamente con las palabras que tenemos en la memoria.

258

Adular al perro. En cuanto acariciamos el pelo de un perro, este se estremece y lanza chispas, como haría cualquier adulador. A su manera, no deja de ser inteligente. ¿Por qué no ha de darnos gusto?

259

El que antes nos alababa. «No habla de mí, aunque sabe la verdad y podría publicarla. Pero eso parecería una venganza, ¡y estima tanto la verdad este hombre estimable!».

260

El amuleto de los que dependen de otro. Todo el que depende de un amo, necesita poseer algo que inspire miedo y que sirva de freno a ese amo; por ejemplo, honradez, franqueza… o mala lengua.

261

¿A qué vienen esos aires de sublimidad? Ya sabéis cómo es esta raza animal. Es cierto que se siente más satisfecha de sí misma cuando anda sobre los dos pies, «como Dios», pero a mí me gusta más cuando vuelve a ponerse a cuatro patas. Me parece mucho más natural.

262

El demonio del poder. El demonio que tortura a los hombres no es el deseo ni la necesidad, sino el amor al poder. Aunque lo poseyeran todo —salud, vivienda, alimentación y todas las demás necesidades cubiertas—, seguirían sintiéndose desdichados y mostrándose caprichosos, porque el demonio del poder está constantemente deseando y deseando cada vez más; exige que le satisfagan y aguarda el momento de ello. Si se priva a los hombres de todo y se satisface a este demonio, se sentirán casi felices —tan felices como pueden serlo los hombres y los demonios. Pero ¿para qué voy a repetir una cosa que ya Lutero dijo mejor que yo?; «Si nos quitan el cuerpo, los bienes, el honor, la mujer y los hijos, no se lo impidáis. ¡Siempre nos quedará el imperio!». Eso es: ¡el imperio!

263

La contradicción en cuerpo y alma. Lo que llamamos

genio encierra una contradicción fisiológica: el genio posee, por un lado, mucho movimiento salvaje, desordenado, involuntario, y, por otro, mucha actividad superior en el movimiento. Además, tiene un espejo que le muestra ambos movimientos, uno junto al otro, mezclados y, en ocasiones, también opuestos entre sí. La consecuencia de ello consiste en que el genio es frecuentemente desgraciado, y si se siente feliz en el momento de crear, es porque entonces olvida que, al ejercer su actividad superior, hace algo fantástico e irracional, como no podría ser de otro modo. Así es todo el arte.

264

Autoengaño voluntario. Los individuos envidiosos que tienen muy fino el sentido del olfato, no quieren ver de cerca a sus rivales, para poder sentirse así superiores a ellos.

265

El teatro tiene su época. Cuando decae la imaginación de un pueblo, se produce en él una inclinación a la representación escénica, soportando entonces ese burdo sustitutivo de la imaginación. Pero en la época a la que pertenece el rapsoda épico, el teatro y el actor disfrazado de héroe constituyen un estorbo para la imaginación, en vez de darle alas. Son algo demasiado concreto, demasiado definido, demasiado pesado y material. Tienen muy poco de ensueño y de vuelo.

266

Sin gracia. Carece de gracia y lo sabe. ¡Cómo se las ingenia para disimularlo! Con una virtud rígida, una mirada modesta, una desconfianza aprendida hacia los hombres y hacia la existencia, un desprecio frente a la vida refinada y frente a lo sentimental y sus exigencias, y una filosofía cínica, ha logrado ser un carácter, merced a tener constantemente conciencia de la cualidad que le faltaba.

267

¿A qué viene ser tan orgulloso? Un carácter noble se distingue de un carácter vulgar en que, a diferencia de este, no tiene

a su alcance un cierto número de costumbres y de puntos de vista. El azar quiso que no se los suministraran ni la herencia ni la educación.

268

El Caribdis y el Escila de los oradores. ¡Qué difícil era en Atenas hablar de modo que se atrajera a los oyentes a favor de una causa sin que les repeliera la forma, y sin que el atractivo de la forma les hiciera olvidarse de la causa! ¡Y qué difícil sigue siendo en Francia

escribir de la misma manera!

269

Los enfermos y el arte. Contra toda clase de tristezas y de miserias espirituales, lo primero que se impone es cambiar de régimen y realizar un duro trabajo físico. Pero en estos casos los individuos acostumbran a embriagarse con algo; con el arte, por ejemplo, para desgracia de ellos y para desgracia del arte. ¿No comprendéis que si recurrís al arte porque estáis enfermos, acabáis haciendo que también el arte enferme?

270

Tolerancia aparente. Oigo hablar de la ciencia y a favor de la ciencia, con buenas palabras, con palabras benévolas y comprensivas. Pero

detrás de esas palabras descubro que toleráis la ciencia. En un rincón de vuestra mente sentís que, pese a todo, la ciencia

no os es necesaria, que tenéis la magnanimidad suficiente para admitirla y para abogar por ella, sin que la ciencia muestre, por su parte, igual magnanimidad para con vuestras opiniones. Pero ¿sabéis que no tenéis derecho alguno a ejercer esa tolerancia, que ese gesto de condescendencia constituye un atentado contra el honor de la ciencia, más grosero incluso que el desdén abierto que se permiten para con ella cualquier eclesiástico o cualquier artista impetuoso? Os falta la conciencia severa para con lo verdadero y veraz; no os inquieta ni os atormenta el descubrir que la ciencia está en contradicción con vuestros sentimientos; ignoráis el ansia insaciable de conocer que os gobernaría como una ley; no consideráis que sea un deber la necesidad de estar presente con los ojos dondequiera que se

conoce, de no dejar que se os escape nada de lo que se ha

conocido. Desconocéis eso que tratáis con tanta tolerancia. Y precisamente porque lo ignoráis, le mostráis ese semblante tan agradable. Si la ciencia os ilumina el rostro con sus ojos, quedaría al descubierto vuestra mirada de odio y de fanatismo. ¿Qué nos importa, entonces, que seáis tolerantes con un fantasma, pero no con nosotros? Pues, ¿qué importamos nosotros?

271

Impresión de fiesta. Los individuos que con más ímpetu aspiran al poder encuentran sumamente grato el sentirse

subyugados. Hundirse súbita y profundamente en un movimiento como en un torbellino, dejarse arrebatar las riendas de la mano y ser espectador de un movimiento quién sabe adónde, constituye un gran servicio, sea quien sea la persona que nos lo preste. Nos sentimos felices, entusiasmados, sentimos a nuestro alrededor un silencio excepcional, como si estuviéramos en el centro de la tierra. ¡Carecer totalmente de poder por un instante! ¡Ser un juguete en manos de fuerzas primordiales! Esta felicidad implica un gran reposo: el alivio de una carga pesada, un descanso que no cansa, como si nos viéramos entregados a una fuerza de gravedad que nos atrajese ciegamente. Esto es lo que sueña el hombre que escala una montaña y que, aunque su meta se encuentre por encima de él, se duerme al llegar un momento en mitad del camino, con un enorme cansancio, y sueña con el

placer opuesto: con rodar sin esfuerzo hasta el pie de la montaña.

Esta felicidad a la que me refiero es la que pienso que experimenta hoy nuestra sociedad europea y americana, tan perturbada y acometida por el ansia de poder. En un lugar y en otro, los individuos desean a veces volver a caer en la

impotencia: las guerras, las artes, las religiones y los genios les brindan este goce. Cuando el hombre se ha abandonado a una impresión momentánea que lo devora y lo ahoga todo —esta es la

impresión moderna de fiesta—, se siente luego más libre, más tranquilo, más frío, más severo, aspirando entonces incansablemente a conseguir lo contrario:

el poder.

272

La purificación de las razas. Probablemente no hay razas puras, sino solamente razas depuradas, e incluso estas son muy escasas. Las más frecuentes son las razas cruzadas en las que, junto a defectos de armonía en las formas corporales (por ejemplo, cuando los ojos y la boca no se corresponden), se observan necesariamente faltas de armonía en las costumbres y en los juicios de valor. (Livingston oyó decir: «Dios creó a los blancos y a los negros, y el diablo creó a los mulatos»).

Las razas cruzadas producen siempre, a la vez que civilizaciones cruzadas, morales igualmente cruzadas: generalmente, estas son las peores, las más crueles y las más inquietas. La pureza es el resultado último de incontables asimilaciones, absorciones y eliminaciones, y el progreso hacia la pureza se manifiesta en que la fuerza existente en una raza se limita cada vez más a determinadas funciones escogidas, mientras que antes se tendía con frecuencia a realizar demasiadas cosas contradictorias. Esta limitación tendrá siempre la apariencia de un empobrecimiento, pero hay que juzgarla con prudencia y equidad. Una vez acabado el proceso de depuración, todas las fuerzas que antes se perdían en la lucha entre cualidades sin armonía, están ahora a disposición del conjunto del organismo. Por eso las razas depuradas son siempre más

fuertes y más

hermosas. Los griegos constituyen un ejemplo de una raza y de una civilización depurada del modo que acabo de indicar, y es de esperar que algún día se logre también crear una raza y una civilización europeas puras.

273

Las alabanzas. Presientes que alguien va a elogiarte. Te muerdes los labios, se te encoge el corazón. ¡Ay! ¡Ojalá pase de ti este cáliz! Pero el cáliz no pasa: se aproxima a nosotros. Bebamos, pues, la dulce impertinencia del que nos alaba; dominemos la repugnancia y el profundo desprecio que nos producen en el fondo sus elogios; expresemos en nuestra cara alegría y gratitud. ¡El hombre quería agradarnos! Y ahora que ya lo ha hecho, sepamos que se siente muy elevado: ha conseguido un triunfo sobre nosotros, y también sobre sí mismo —¡el muy animal!—, pues no le ha resultado tan fácil tributarnos sus elogios.

274

Derechos y privilegios del hombre. Los hombres somos la única criatura que, cuando fracasa, puede autoeliminarse, como se retira una frase inoportuna, y nos comportamos así, ya sea por miedo a la humanidad, por compasión hacia ella, o incluso por aversión hacia nosotros mismos.

275

El hombre transformado. Ese se ha vuelto ahora virtuoso para mortificar a los demás. No le miréis mucho.

276

¡Con cuánta frecuencia y qué inesperadamente! ¡Cuántos hombres casados se dan cuenta, una buena mañana, que su mujer les molesta y que ella se cree lo contrario! No hablo de mujeres con los sentidos despiertos, sino de las de inteligencia débil.

277

Virtudes frías y virtudes calientes. Sólo disponemos de una palabra para designar la valentía, entendida como una resolución fría e inamovible, y la valentía, como una bravura fogosa y casi ciega. Sin embargo, ¡qué distintas son las virtudes frías y las virtudes calientes! Loco será quien suponga que la

cualidad de la virtud radica en el calor; más loco aún el que se imagine que consiste en la frialdad. A decir verdad, la humanidad ha juzgado muy útiles tanto el valor de la sangre fría, como el valor ardiente. Sin embargo, esta distinción no ha sido lo bastante frecuente como para que los hiciera brillar entre sus joyas con dos colores diferentes.

278

La memoria cortés. A todo el que ocupa un rango elevado le conviene adquirir una memoria cortés, es decir, recordar todo lo bueno posible de la gente, para mantenerla así en una agradable dependencia. De igual manera puede proceder el hombre respecto a sí mismo. ¿Tiene una memoria cortés o no la tiene? He aquí el criterio decisivo para juzgar la actitud que mantiene un individuo para consigo mismo, la nobleza, la bondad o la desconfianza que pone en la observación de sus inclinaciones y de sus intenciones, y, en última instancia, la calidad de dichas inclinaciones e intenciones.

279

Cómo nos convertimos en artistas. El que convierte a alguien en su ídolo trata de justificarse ante sí mismo elevándole idealmente; se convierte en artista en la persona de su ídolo, para tener la conciencia tranquila. Si sufre, no sufre por su ignorancia, sino por mentirse a sí mismo, aparentando ignorancia. El dolor y la dicha interiores de un hombre así (y todo el que ama con pasión pertenece a esta especie) no puede saciar su sed con recipientes de dimensiones normales.

280

Infantil. Quien vive como un niño —es decir, quien no lucha para ganarse el pan, ni cree que sus actos tengan un significado último—, será siempre un niño.

281

El «yo» lo quiere todo. Parece que el hombre no se mueve más que para poseer. Al menos, sustentan esta hipótesis todos los idiomas que consideran que toda acción pasada conduce a una posesión («Yo he hablado, luchado, vencido», quiere decir «yo

estoy en posesión de mi palabra, de mi lucha, de mi victoria»). ¡Qué ansioso resulta el ser humano, al no dejar que le arrebaten el pasado, al pretender conservarlo siempre!

282

El peligro de la belleza. Esa mujer es guapa e inteligente. Pero ¡cuánto más inteligente habría llegado a ser si no hubiese sido guapa!

283

La paz del hogar y la paz del alma. Nuestro estado de ánimo habitual depende del estado de ánimo que sabemos infundir en quienes nos rodean.

284

Presentar lo nuevo como antiguo. A muchos les molesta que les comuniquen una noticia. Y es que captan la importancia que da la noticia al primero que se entera de ella.

285

¿Dónde acaba el «yo»? La mayor parte de la gente toma bajo su protección aquello que

sabe, como si el saberlo le diera un derecho de propiedad sobre ello. El ansia de acaparar que muestran los instintos personales, no tiene límites. Los grandes hombres hablan como si tuvieran detrás de ellos el tiempo entero y fueran la cabeza de un cuerpo gigantesco; y las mujeres sencillas consideran como un mérito propio la belleza de sus hijos, de su ropa, de su perro, de su médico, de la ciudad donde han nacido; pero no se atreven a decir: «Yo soy todo esto».

Chi non ha, non é, como dicen los italianos.

286

Los animales domésticos. ¿Hay algo más repugnante que el sentimentalismo hacia las plantas y los animales, por parte de sujetos que, desde su nacimiento, han causado estragos en el mundo vegetal y animal, como si fueran sus más feroces enemigos, y que acaban pretendiendo que les quieran tiernamente sus debilitadas y mutiladas víctimas? Ante cosas de esta

naturaleza, es preciso que el hombre sea

serio, si se trata de un individuo que piensa.

287

Dos amigos. Eran amigos, pero han dejado de serlo. Han roto su amistad por dos motivos: primero, porque uno de ellos creía que el otro le comprendía mal; segundo, porque el otro creía que su amigo le conocía demasiado bien. Pero los dos se engañaban, porque ninguno se conocía lo suficientemente a sí mismo.

288

La comedia de los hombres nobles. Aquellos que fracasan en la familiaridad noble y cordial tratan de hacer ver la nobleza de su carácter por medio de la reserva, la severidad y un cierto desprecio hacia las familiaridades, como si su sentimiento violento de confianza se avergonzara de manifestarse.

289

Con quiénes no se puede hablar mal de una virtud. Es de mal gusto criticar la valentía delante de cobardes, pues se corre el riesgo de ser despreciado. De igual forma, los hombres despiadados se irritan cuando se dice algo contra la compasión.

290

Una forma de derroche. Tratándose de individuos irritables e impulsivos, las primeras palabras y los primeros actos no indican nada de su verdadero carácter, pues están inspirados por las circunstancias y, en cierto modo, reproducen el sentido de dichas circunstancias. Ahora bien, una vez dichas estas palabras y realizados estos actos, las palabras y los actos propios de su carácter que vienen después, frecuentemente, tienen que malgastarse y

sacrificarse a atenuar y a reparar lo anterior.

291

La presunción. La presunción es un orgullo fingido y

simulado, cuando precisamente lo característico del orgullo es no poder ni querer fingir, simular ni aparentar nada. En este sentido, la presunción es la hipocresía de la incapacidad de fingir, lo cual es muy difícil de hacer, por lo que no se logra la mayoría de las veces. Si admitimos que, como sucede por lo general, el presuntuoso se traiciona a sí mismo, este resulta chasqueado de tres modos: lo miramos mal porque ha pretendido engañarnos, le desvalorizamos porque ha intentado mostrarse superior a nosotros, y, por último, nos burlamos de él porque ha fracasado en ambos propósitos. En consecuencia, todo lo que se diga para desaconsejar la presunción es poco.

292

Un tipo de error. Al oír hablar a alguien, a veces basta escuchar su forma de pronunciar una consonante (como la erre, por ejemplo), para que dudemos de la sinceridad de su expresión. No estamos habituados a ese sonido y nos tenemos que esforzar para reproducirlo. Esta es la razón de que nos resulte

Ir a la siguiente página

Report Page