Aura

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Mientras pronunciaba esas palabras, un par de centinelas escoltaron al prisionero con la cabeza cubierta hasta el escenario. Ray miró a ambos lados, preocupado. ¿Y si había salido mal el plan? ¿Y si Aidan no había llegado a tiempo? Los soldados encadenaron al hombre a los grilletes que colgaban de una escultura de madera y tiraron de una polea hasta que el tipo quedó colgando de los brazos. Acto seguido, le colocaron un artilugio de metal alrededor del pecho y se apartaron para dar paso, de nuevo, al gobernador.

—Benedict Logan Jackson, se te condena por el asesinato del general Robert Castell, por multitud de atentados rebeldes y por traicionar a esta ciudad y a su gobierno.

—¿Robert Castell? —preguntó Ray a Eden—. ¿Se refiere a Bob?

Bloodworth hizo un gesto a los centinelas para que le quitaran la capucha. Ray contuvo el aliento y no lo soltó hasta que los guardias descubrieron el rostro del centinela que ellos mismos habían dejado inconsciente en el callejón. La gente había vuelto a prorrumpir en gritos e imprecaciones contra el supuesto rebelde, pero el rostro de Bloodworth se había quedado pálido y el chico advirtió cómo le estaba costando mantener la sonrisa.

Con ojos fieros, miró a su alrededor, al pueblo, como si intentara descubrir entre la gente al culpable de aquella trampa. Y entonces su mirada se cruzó con la de Ray. Fue solo un instante; aun así, el chico creyó advertir cómo le reconocía. El clon parpadeó, nervioso, y el hombre siguió barriendo la multitud con los ojos antes de recuperar la sonrisa y ordenar la ejecución de aquel tipo que ni era Logan, ni era rebelde.

—¿Lo van a...? —exclamó Ray.

Eden lo agarró del brazo para que se contuviera y negó en silencio con la cabeza.

El que debía de ser el nuevo jefe de los centinelas se acercó al condenado y sin más dilación pulsó el botón rojo del artefacto que le habían colocado en el pecho. El hombre se puso a gritar al tiempo que el aparato comenzaba a emitir un agudo pitido antes de liberar una espectacular descarga eléctrica que le arrancó la vida al pobre hombre y le chamuscó la ropa.

—Por una Ciudadela limpia y segura.

Con aquella frase, Bloodworth dio por concluido el evento y abandonó el escenario para saludar a los leales que tenía más cerca mientras se alejaba en dirección a la Torre seguido por las cámaras.

Ni Eden ni Ray hablaron en el camino de vuelta al Battery. Un sentimiento agridulce revolvía las tripas del chico. Sí, habían salvado a Logan, pero en su lugar había muerto otro hombre que no lo merecía.

Aquel era el comienzo de una revolución: los rebeldes le habían declarado la guerra al gobierno.

13

El sonido del chelo inundaba hasta el último rincón de la residencia de la Torre. Los acordes sonaban graves y potentes, cargados de la ira que Bloodworth descargaba sobre las cuerdas, como una tormenta desbocada. El gobernador estaba enfadado, enfadado y herido como una fiera que buscara venganza en la música.

Evelyn permanecía en la planta inferior, colocando la cubertería en sus cajones correspondientes, con la misma delicadeza con la que disponía los arreglos florales sobre la mesa o le organizaba las camisas a su amo: sin hacer un solo ruido.

De pronto, escuchó unos pasos acelerados a su espalda y la voz de una mujer llamándola.

—Evelyn, avisa al señor Bloodworth de que Kurtzman está aquí.

La chica se volvió para encontrarse con Jin, la secretaria de Bloodworth. Sus rasgos orientales siempre le habían recordado a los de las geishas que había pintadas en algunos de los cuadros del recibidor, si bien, a diferencia de aquellas, Jin nunca sonreía y su gesto adusto e inexpresivo combinaba perfectamente con las faldas grises y los chalecos abotonados que solía vestir.

—El señor Bloodworth me ha dicho que no le moleste —objetó Evelyn, con el violonchelo sonando de fondo—. ¿Por qué no le avisa por el interfono?

Jin se colocó las discretas gafas que lucía y le dio la espalda a la chica.

—A mí no me contesta y tú eres la única que puede subir cuando quiera, así que dale mi recado.

Dicho aquello, regresó por donde había venido y desapareció tras las puertas del ascensor.

Evelyn resopló, disgustada. No era miedo lo que le inspiraba el señor Bloodworth, pero detestaba interrumpirle cuando estaba concentrado en su música. Ya fuera a través del piano cuando le preocupaba algo, del saxofón, cuando se sentía alegre, o del chelo cuando estaba de mal humor, el gobernador parecía entrar en trance hasta que lograba poner de nuevo en orden sus sentimientos. Y después de la burla que había sufrido delante de toda la Ciudadela, la chica imaginaba que esa vez le llevaría su tiempo.

Aun así, una orden era una orden. Y llegara de Bloodworth, de su secretaria o de alguno de los centinelas que de vez en cuando se pasaban por allí, debía acatarla inmediatamente. La niña se sacudió sus ropas y subió al despacho. Abrió la puerta con delicadeza, para no hacer ruido, y a continuación se quedó quieta observándole tocar.

Se encontraba sentado delante de la inmensa cristalera que daba a la zona norte de la Ciudadela, abrazando el violonchelo y agitando el brazo con fuerza, como si estuviera protegiéndose a espadazos de sus enemigos. Lo hacía con los ojos cerrados, la camisa remangada y los primeros botones desabrochados, sin rastro del aspecto formal que solía tener.

Ella no entendía de música, pero parecía que la pieza que estaba tocando era difícil y requería toda la concentración del mundo. Por eso se detuvo varios segundos a esperar el instante más oportuno para interrumpirle.

—Señor Bloodworth —dijo, pero sus palabras se las tragó la música—. ¡Señor!

El grito de la niña hizo que Bloodworth se detuviera en seco. El silencio que se produjo le erizó los pelos de la nuca. El gobernador, aún de espaldas, relajó el brazo y lo dejó caer, como abatido, aún con el arco en la mano.

—¿Qué quieres, Evelyn? —preguntó con un tono tranquilo, pero firme.

La chica tragó saliva.

—Jin me ha dicho que el general Kurtzman está esperándole. Le ha intentado hablar por el megáfono, pero...

—De acuerdo —contestó él, sin girarse—. Que suba en cinco minutos.

Evelyn hizo una reverencia con la cabeza y se marchó para avisar a Jin. A continuación, regresó al despacho para ver si el gobernador necesitaba algo más.

El hombre se había vestido adecuadamente y había regresado a su despacho con una copa en la mano que él mismo se había servido. No, no necesitaba nada de ella y le pidió que los dejara solos.

Cuando el general Kurtzman llegó, el gobernador no se molestó ni en levantarse. Sin dirigirle tan siquiera la mirada, dijo:

—Espero que hayas traído contigo una explicación.

—Tenemos una brecha, señor.

—¿No me digas? —contestó el otro con tono irónico—. Yo también había llegado a esa conclusión por mi cuenta, Philip. Lo que necesito es que me digas ¡cómo ha podido ocurrir! —Bloodworth lanzó el vaso de cristal contra el suelo y se levantó para acercarse al hombre—. ¡¿Cómo es posible que tengas rebeldes infiltrados entre tus tropas?!

—Señor, con el debido respeto, llevo en el puesto desde hace casi una semana. Este problema viene de antes...

—¿Te estás excusando?

—No, señor.

—¡Eso espero!, porque te puse ahí para que arreglaras la mierda que dejó Bob. ¡Te di esto porque eres un humano! —añadió, mientras le agarraba el brazalete y dejaba al descubierto la placa solar que le dotaba de energía ilimitada—. Así que no me obligues a que te lo quite.

Philip tragó saliva, consciente de lo que suponía aquella amenaza.

—Además, he tenido que cargarme a uno de los nuestros para que esos rebeldes no me dejaran en ridículo delante de toda la Ciudadela.

—Tomó usted la única decisión posible, señor.

Bloodworth guardó silencio durante unos segundos y estudió el rostro del centinela mientras se iba serenando. Sin embargo, de pronto, le lanzó un puñetazo al hombre a la cara y este cayó al suelo, desprevenido. Antes de que pudiera levantarse, Bloodworth le pisó la mano derecha con saña y tomó el abrecartas que había sobre su escritorio para acercárselo al dedo índice mientras se agachaba.

—¿Sabes qué les hacían los yakuza a sus nuevos miembros cuando cometían una falta grave? Les cortaban el dedo meñique. Decían que era un gesto de purificación, castigo y lealtad —explicó mientras iba aplicando más fuerza al filo.

—Por favor, señor. Richard... —suplicó el centinela.

—No era la única decisión posible, general. También podía haber ordenado la muerte de todos los que me oían desde la plaza, o incluso haberte puesto a ti en el lugar de tu centinela. No lo hice. ¿Sabes por qué? Porque no hubiera sido lo correcto.

Kurtzman susurró algo entre dientes mientras bufaba de dolor. El gobernador se acercó a él.

—¿Cómo dices?

—Lo... siento —sentenció el subordinado, más alto.

Bloodworth observó el dedo de Philip antes de levantar el abrecartas, dejando tras de sí un leve rasguño ensangrentado.

—Ya sé que lo sientes, Philip —dijo, levantándose—. Y, por tanto, tenemos que trabajar juntos para encontrar la solución a este problema.

Bloodworth se pasó la mano por la nuca y se crujió el cuello, más relajado. A continuación volvió a apoyarse en la enorme mesa y aguardó a que Philip se levantara y se recolocara el uniforme.

—Encontraremos al rebelde infiltrado —le aseguró, intentando disimular el temblor en sus labios.

—No me cabe la menor duda. Sin embargo, hay algo que me preocupa mucho más. Dime, ¿cómo encontrarías una aguja en un pajar?

—¿Con un... imán, señor?

—¡Exacto! Hace falta un imán para atraer a la aguja hacia nosotros y sacarla de entre toda la paja. Muy bien. El problema es que nos hace falta un imán...

El gobernador guardó silencio para reflexionar mientras se golpeaba el mentón con el dedo.

—¿A quién quiere encontrar, señor? ¿Al centinela rebelde?

—No, no... Tu centinela revolucionario no me preocupa. Quiero encontrar a otro rebelde que me ha parecido ver en la plaza. Un viejo conocido, por llamarlo de alguna manera, y me juego el cuello a que está con los rebeldes.

—Señor, todos los rebeldes humanos fueron ejecutados o huyeron de la Ciudadela hace años.

—O eso pensamos. De todos modos, esto no tiene que ver con los Hijos del Ocaso. Esto va más allá de lo que hemos visto hasta ahora. Y sé cómo hacer para atraerle. Una Rifa. Le haremos ganar.

—¿Una...? Pero, señor, Richard, ahora mismo deberíamos fijar nuestros esfuerzos en otras cosas. Organizar una Rifa a estas alturas nos hará perder un tiempo del que no disponemos.

—Pues encuentra el modo —le amenazó el hombre, de nuevo serio.

A continuación, caminó hasta el ventanal sobre la Ciudadela y dijo:

—Tengo que bajar al complejo —susurró.

—¿Tan grave es?

—Debo asegurarme de que lo que he visto es real. Solo hay una persona que puede confirmármelo y no está aquí.

—Richard, sabe que puede confiar en mí.

—Tú limítate a encontrar al centinela rebelde y diles a tus hombres que preparen los dispositivos para la Rifa —le espetó el hombre—. Quiero que entrevistes a todos y cada uno de los soldados que estuvieron en contacto con el prisionero. Y quiero que les sometas a las pruebas de la verdad.

—¡Pero algunos de ellos son humanos! ¡Son de los nuestros!

—Me es indiferente. En tu cuerpo de centinelas hay una brecha que nos ha dejado en ridículo hoy. Los rebeldes nos han declarado la guerra y no vamos a dejar que se salgan con la suya, no ahora que estamos tan cerca de restaurar de nuevo el orden. Así que haz lo que sea necesario para encontrarle y aplícale el castigo que se merece. ¿Cuántos centinelas estuvieron en contacto con Logan?

—Cinco.

—Déjame tu llave.

Philip le tendió su tarjeta electrónica a Bloodworth y este la pasó por una ranura del ordenador antes de comenzar a teclear hasta dar con lo que buscaba.

—Aquí está.

Sobre la pantalla habían aparecido cinco perfiles con cinco fichas de centinelas.

—¿Quiénes son los humanos y quiénes son clones? —preguntó el gobernador.

—Gridman y Cardown son humanos. Walker, Ross y Basil, clones.

—Bien, empieza por los nuestros y después procede con los clones.

Dicho aquello, Bloodworth apagó el ordenador y acompañó a Kurtzman de vuelta el ascensor.

—Quiero que lleves esto con la máxima discreción. No los arrestes, ni nada por el estilo. Que parezca todo un trámite rutinario. Tienes una semana para hacer tu trabajo y decirme el nombre del culpable. Yo me ocuparé del otro asunto con el complejo...

Justo antes de que se cerraran las puertas del ascensor, Bloodworth dijo una última cosa:

—Ah, y Philip, un fallo más y el dedo no será lo único que pierdas.

14

Eden apenas pudo contener un grito de emoción cuando, al entrar en el Batterie, reconoció la melena pelirroja y el rostro del hombre que descansaba sobre uno de los taburetes de la barra del bar.

—¡Logan! —exclamó mientras corría a abrazarle.

El ingeniero soltó del susto el vaso de agua del que estaba bebiendo y el líquido se derramó por el suelo. La chica ralentizó el paso hasta llegar a él y esperó a que la reconociera antes de avanzar más.

—¿Eden? —preguntó el hombre, con la voz rota.

No había advertido hasta entonces lo demacrado que estaba. Tenía los pómulos amoratados y el labio partido con una herida cubierta de sangre seca. Las ojeras enmarcaban una mirada consumida por el cansancio y el sufrimiento al que debían de haberle sometido en la Torre.

—Dios mío, ¿qué te han hecho? —preguntó la chica, conteniendo las lagrimas, mientras le acariciaba el rostro con cuidado, como si fuera a romperse.

Cuando se separaron, Ray se acercó a su lado.

—Hola, Logan —dijo.

—¿Ray?

—Me alegro de verte —le dijo, estrechándole la mano.

En ese momento, las puertas del cabaret volvieron a abrirse y Kore apareció seguida de Dorian. La chica se detuvo un instante delante del grupo y después siguió caminando hacia la parte trasera del local sin tan siquiera dirigirle una palabra al hombre que acababan de rescatar. Pero Logan no fue consciente de ello, ya que sus ojos estaban clavados en Dorian.

El clon amagó una sonrisa y levantó la mano para saludar, incómodo, mientras el otro se volvía hacia Ray, y de nuevo hacia el chico que acababa de entrar.

—¿Es... tu hermano? —empezó a balbucear, sorprendido—. Entonces, ¿conseguiste encontrar a tu familia?

Ray fue a contestar, pero Eden lo agarró del brazo y negó con la cabeza para que guardara silencio.

—Es una larga historia... —dijo la chica—. Te acompañaré al piso de abajo. Podrás ducharte y descansar en...

—¡Aquí nadie va a descansar!

Madame Battery apareció por detrás de la barra del bar junto a Darwin y se acercó a ellos.

—Bienvenido —dijo al ingeniero, y Logan la saludó con un gesto de cabeza.

—Battery, está agotado —le dijo Eden.

—Lo sé. Hemos sido nosotros quienes hemos arriesgado todo para que esté agotado y no muerto. Así que ahora quiero comprobar que ha merecido la pena.

Eden golpeó la barra con la palma de la mano abierta, enfadada. Al hacerlo, el hombre dio un respingo y la miró asustado.

—¿No ves que lo han machacado por dentro?

—Eden... —Logan alargó el brazo y le puso la mano en el hombro—, tiene razón, es mejor que os cuente todo lo antes posible. Por lo que pueda pasar.

La rebelde fue a replicar, pero se contuvo al ver lo convencido que parecía su amigo. Entre ella y Ray lo llevaron hasta el despacho de la directora y le ayudaron a recostarse en el diván. Antes de que empezara a hablar, Kore entró también en el cuarto, cerró la puerta y se apoyó en la pared con los brazos cruzados y la ceja alzada, expectante.

—En primer lugar... —comenzó a decir Logan con voz rasposa—, quería agradeceros lo que habéis hecho por mí.

Eden le sonrió y él le devolvió el gesto. Por el rabillo del ojo, Ray advirtió el gesto de impaciencia de Kore y tuvo que contenerse para no girarse y decirle algo.

—No sé cuánto tiempo he pasado ahí dentro —prosiguió el ingeniero—, pero no dejéis que os echen el guante nunca.

—¿Erais muchos los que estabais prisioneros? —preguntó Madame Battery.

—Sí... Había hombres y mujeres. No reconocí a nadie, quizás hubiera algún rebelde entre ellos. Estaban tan demacrados... —añadió—. Todos los días nos daban... un trozo de pan duro y un poco de agua, además de una pequeña dosis de energía para que nuestros corazones aguantasen hasta el día siguiente. Pasé un par de noches allí, puede que tres, no lo sé... Vi cómo morían cinco prisioneros sencillamente porque el centinela encargado de sus cuidados se retrasaba.

Eden suspiró, angustiada, y Ray se acercó a ella para colocar un brazo sobre sus hombros. Por un instante creyó que se apartaría, pero en lugar de eso, la chica apoyó la cabeza contra él y siguió escuchando, atenta.

—Ya os digo que no sé cuánto tiempo me retuvieron allí, pero cuando me llevaron al otro lugar deseé haber corrido la misma suerte que los otros —Logan se encogió sobre el diván por culpa de los recuerdos.

Eden se separó de Ray y se acuclilló junto al hombre.

—No hace falta que...

—Por supuesto que hace falta —la interrumpió Madame Battery, que había sacado un abanico con el que intentaba refrescarse sin mucho éxito—. Prosigue.

Logan tenía la mirada perdida en la pared de enfrente mientras describía las múltiples torturas a las que le habían sometido los centinelas para que desvelara algún secreto de los rebeldes.

—Lo que más les preocupaba era saber qué hacíamos en el campamento exterior —dijo—. El nuevo general, un tal Kurtzman, estuvo a punto de matarme durante uno de sus interrogatorios.

—Pero no hablaste, ¿verdad? —preguntó Darwin. Aunque su tono intentaba ser compasivo, la amenaza brillaba en sus pupilas.

—No, no hablé —contestó el otro, y por primera vez se olvidó del cansancio para volverse y mirarle—. Pero tampoco hacía falta.

—¿A qué te refieres? —preguntó Madame Battery, deteniendo de golpe el movimiento del abanico.

—Estábamos en lo cierto: los miembros del gobierno no utilizan las mismas baterías que nosotros. De hecho, no necesitan baterías: utilizan placas solares en sus brazaletes.

—¿Las mismas que intentábamos construir allí fuera? —intervino Eden.

Logan asintió y todos se miraron entre sí.

—Eso es ridículo —espetó Battery, acariciándose la muñeca cubierta—. Todos hemos visto el brazalete de Bloodworth y de los demás directivos del gobierno, y son idénticos a los nuestros.

—Solo en apariencia: las placas están camufladas. Ellos no dependen de la energía como nosotros. Se lo descubrí a uno de los segundos de Kurtzman cuando estaba dándome la última paliza y la placa solar se desprendió.

—¿Y dices que no tienen baterías? —preguntó Battery.

—El brazalete es la batería. Al estar expuesto al sol, se está cargando constantemente. Incluso pude ver la conexión para los electrodos.

Darwin y Madame Battery cruzaron una mirada significativa antes de dirigirse a Logan:

—Eden me ha dicho que conoces el funcionamiento de esas placas.

—No sé exactamente cuál es el mecanismo que utilizan los dispositivos, pero sí... Se asemejan bastante a lo que intentaba crear fuera, en el campamento. La única diferencia es que nosotros teníamos que construir las placas solares desde cero, mientras que ellos ya las tienen hechas...

—¿Serías capaz de crear brazaletes como los que tiene el gobierno?

—Podría, pero me harían falta las células fotovoltaicas y, como sabéis, el gobierno se ha encargado de que no podamos acceder a ellas... Y para construirlas me harían falta bastantes herramientas y tiempo...

—¿Y dices que ellos ya tienen las placas listas?

Logan asintió y la sonrisa se extendió por los labios de Darwin.

—Pues entonces habrá que conseguir esas placas.

Kore se rio por la nariz y preguntó con desdén:

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Atacando la Torre. Entraremos y cogeremos lo que nos haga falta. Si esa gente tiene ese tipo de brazaletes, estoy seguro de que debe de haber más. Guardarán los componentes en los laboratorios de la Torre. Habrá que conquistarla.

—Claro que sí... —murmuró Kore con ironía. Después se separó de la pared negando con la cabeza—. ¡Entremos en la Torre! Seguro que organizan tours y no nos hemos enterado —se puso seria—. Nadie entra allí así como así, y vosotros habláis de invadirla. ¡Para eso se necesita un maldito ejército! Y nosotros no tenemos nada.

—Por ahora —intervino Ray, y todos se volvieron para mirarlo. Darwin, desde su posición, esgrimió una sonrisa—. Darwin compartió conmigo un plan hace unos días que, dada esta nueva información, puede que funcione.

—¿Puede?

—¡Kore, cierra el pico! —le ordenó Madame Battery.

Ray se aclaró la garganta y prosiguió.

—Está claro que no tenéis..., no tenemos, un ejército como tal, pero sí a un pueblo lleno de gente que se cabrearía mucho si se enterase de que el gobierno se burla de ellos mientras juega con sus vidas. Logan, si tú me construyeras un prototipo falso de ese brazalete que has visto, yo podría fingir que funciona realmente y que no necesito recargar mi corazón. Aparecería delante de todos y les contaría la verdad: que el gobierno esconde esta tecnología y que si se revuelven contra ellos podría llegar a ser suya.

—Te tomarían por loco, Ray —rechazó Eden—. Además, es peligroso, te colocarías en el punto de mira del gobierno.

—No si lo hace poco a poco —intervino Darwin—. Creemos el rumor, que se extienda lentamente y, cuando esté en boca de todos, que cobre vida. Tampoco será tan difícil: ¡algo bueno ha de tener trabajar en uno de los locales más concurridos de la Ciudadela!

Kore bufó, incrédula.

—¿Qué pretendes? ¿Que entre baile y baile susurre a los clientes que me he enterado de que existe un brazalete que da energía ilimitada?

—¡Exacto!

Los demás se quedaron un rato en silencio mientras la idea de Darwin y Ray iba calando en ellos.

—¿Y luego qué? —preguntó Eden—. ¿Cómo confirmamos que el rumor es cierto?

—Es evidente... —dijo Darwin mientras se giraba hacia Ray.

Y antes de que ella pudiera añadir nada más, el chico dijo:

—Es un buen plan. Peligroso, pero bueno. Y es lo único que tenemos.

—¿Y qué pasará cuando el rumor llegue a oídos del gobierno? —dijo Battery.

—Rezad para que en ese momento tengamos al pueblo de nuestro lado —concluyó Darwin.

—¿Tú cómo lo ves, Logan? —preguntó Ray.

El ingeniero tardó unos segundos en responder, pero finalmente asintió, conforme.

—Intentaré reconstruir una réplica, aunque no creo que sea capaz de recordar todos los detalles y lo más importante: necesitaré algo que simule una placa solar, para que puedas mostrarla.

—Yo puedo encargarme de encontrar eso en el Zoco.

—¿Y después qué? —intervino Kore—. Sé que todos me veis como a la aguafiestas, pero os recuerdo que hoy ha muerto un hombre inocente en esa plaza. Y que si seguimos con este plan, detrás vendrán muchísimos más.

Madame Battery comenzó a abanicarse de nuevo.

—Daños colaterales, querida. El fin justificará los medios.

Darwin se acercó a la rebelde, que no daba crédito a lo que escuchaba.

—Kore, no entraremos en la Torre a pecho descubierto. Iremos armados y lo haremos cuando estemos listos. No vamos a precipitarnos.

—En realidad, me temo que sí que habrá que darse prisa.

Logan se incorporó con un gesto de dolor mientras todos volvían a prestarle atención:

—Va a suceder algo el día de Acción de Gracias. No sé lo que han preparado, pero será algo gordo.

—¿En Acción de Gracias? ¿Estás seguro? —preguntó Battery.

—En una de las sesiones de tortura, Kurtzman se me encaró y me dijo «veremos quién ríe más el día de Acción de Gracias».

—No podemos arriesgarnos —intervino Darwin—. Habrá que estar listos para entonces.

—¡Pero si solo quedan unos días!

—Más razón para dejar de gritar obviedades y ponerse en marcha —le respondió el líder rebelde.

—¿Y por dónde empezamos? —preguntó Ray.

—Mañana tendrás los materiales para crear ese prototipo falso —dijo Eden a Logan.

El ingeniero, que parecía estar haciendo un esfuerzo titánico para mantenerse despierto, asintió justo cuando llamaban a la puerta.

—Soy yo, Aidan.

El centinela entró en el despacho y Kore corrió para abrazarle.

—¿Estáis todos bien? —preguntó el joven, y después se acercó a Logan para saludarle—. Me alegro de que estés vivo.

—Lo mismo digo.

El centinela sonrió y se volvió hacia los demás.

—¿Hay alguna novedad?

—Tenemos un plan —dijo Darwin—, pero antes necesito hablar contigo en privado.

La fugaz mirada que cruzó con Ray fue suficiente para que el clon supiera que le iban a contar lo que los demás ya sabían sobre su corazón y el de Dorian. Con ellos también se fue Kore.

—Voy a ir abriendo el bar, que ya vamos tarde —dijo Madame Battery—. Vosotros acompañad a Logan a su habitación. Avisaré a Berta para que le baje algo de comer.

Los chicos obedecieron a la mujer y ayudaron al hombre a bajar las escaleras y a llegar hasta las duchas. Una vez allí, esperaron hasta que salió, cojeando, con una camiseta y un pantalón holgados que le dejó Eden como pijama. Al verle así, Ray supuso que tardaría mucho en volver a ver al hombre jovial que había conocido en el campamento rebelde semanas atrás.

Una vez en la cama, Berta llegó con un vaso de agua y un plato con salchichas humeantes. Era la primera vez desde hacía muchísimo tiempo que Ray olía algo así y sus tripas rugieron de frustración al recordar el potaje que tenían que tragarse ellos siempre. Aun así, no dijo nada. Se sentó con Dorian y Eden en el borde de la cama y esperó, como les había pedido el ingeniero mientras bajaban a ese piso.

—Sé que de no haber sido por vosotros, ellos habrían dejado que me mataran —dijo en un susurro cuando terminó de comer.

—Logan... —se quejó Eden, pero él la interrumpió con un gesto de la mano.

—Una de las razones por las que quise marcharme de la Ciudadela fue por ellos. Por esta misión. Por Darwin y por Battery. No me fiaba de ellos, y sigo sin hacerlo. Y vosotros también deberíais tener cuidado.

Los chicos se miraron entre sí.

—Ellos solo miran por su propio bien. Aunque a veces parezca que no, Battery asesinaría a su propia madre si así pudiera conseguir algo a cambio. Por eso tenemos que ser precavidos. ¿Me entendéis?

—Nosotros estamos contigo, Logan —le aseguró Eden—. Y estaremos atentos. ¿Necesitas algo más antes de que nos marchemos?

El ingeniero asintió, y clavó sus ojos en Dorian antes de mirar a Ray.

—Quiero saber qué sois.

15

Para cuando abandonaron el Batterie era ya noche cerrada. Habían tardado cerca de una hora en explicarle a Logan la verdad sobre el complejo, los clones y el Ray original. En un punto de la narración, el ingeniero no había podido contener más las lágrimas, y ya fuera por el cansancio acumulado o por lo dolorosa que era la verdad, el resto de los descubrimientos los escuchó con los ojos brillantes.

—Estará bien —les dijo Eden a Dorian y a Ray cuando abandonaron el local por la puerta trasera—. Logan es más fuerte que nosotros.

—Me alegro de que esté de vuelta —añadió el chico.

Se dirigían al mercado. A esas horas ya habría cerrado y sería más fácil hablar con Diésel sin miedo a que alguien los escuchara. Después del día que llevaban, una caminata hasta el Zoco era lo último que les apetecía. Por eso, más allá de la Milla de los Milagros, se colocaron junto a un grupo de personas que hacían fila en una de las destartaladas aceras y esperaron.

—Debéis saber que aquí el monorraíl no para, así que no os durmáis en los laureles cuando pase.

Los dos chicos se miraron sorprendidos.

—¿Qué quieres decir con que no para? —preguntó Dorian, extrañado.

En aquel instante, escucharon un zumbido lejano. Cuando se volvieron para mirar, advirtieron la silueta iluminada por dos focos de un tren que se acercaba a toda velocidad sobre los raíles de la carretera. Cuando estaba llegando, ralentizó la marcha suavemente y toda la gente se preparó para montarse.

Eden fue la primera en saltar a uno de los últimos vagones y Ray y Dorian la siguieron, con el resto de las personas, que se subieron con la mayor normalidad del mundo. Sin gritos, ni enfados. A excepción de un hombre que Ray vio cómo empujaba a otro tipo más joven metiéndole el codo para quedarse con su lugar, los demás se acomodaron tranquilamente en los asientos libres o se apoyaron en las barandillas a esperar a su parada.

—¿Y la gente mayor? —preguntó Ray, aún con el corazón desbocado.

—Pocos se atreven a pillarlo. Es una broma del gobierno. Ingeniosa, ¿eh? Si por el camino se cargan a alguien, y ha pasado más de una vez, menos energía tienen que repartir.

No había conductor. El monorraíl funcionaba solo y, según les contó Eden, se pasaba el día y la noche enteros dando vueltas siempre con el mismo recorrido. La velocidad parecía aún más temeraria desde arriba y Dorian tuvo que cerrar los ojos cuando sintió que empezaba a marearse.

Pasado un rato, vieron aparecer a un centinela al fondo del vagón y Eden soltó una maldición en voz baja.

—Chicos, nos bajamos aquí —les dijo.

—Eden, no pienso saltar a esta velocidad —le advirtió Ray.

—¿Llevas dinero para pagar el viaje?

—No, pero tú sí —dijo el chico, señalando el cinturón de ella, de donde colgaba una bolsa con monedas.

—Lo sé, pero no pienso gastar ni un tron en esto. ¿Listos?

—No.

En ese momento, el centinela los vio y adivinó sus intenciones. Con el silbato que llevaba en la boca, soltó un pitido y echó a correr hacia ellos, pero antes de que pudiera alcanzarlos, Eden agarró a cada clon con una mano y los tres saltaron del monorraíl en marcha. Ray no tuvo tiempo ni de pensar. Antes de que pudiera concentrarse en cómo recibir mejor el golpe, su cuerpo se estrelló contra un montón de bolsas llenas de algo que parecía ser carne descompuesta.

Cuando se recuperó, levantó la cabeza y se encontró con Dorian a su lado.

—¿Te has hecho daño? —preguntó.

El otro negó con una sonrisa en los labios.

—¿De qué te ríes?

Dorian hizo un gesto para que Ray se sacudiera la cabeza y se quitara la cáscara de plátano que se le había pegado a la coronilla.

Eden llegó a su lado en ese momento, con la ropa cubierta de manchas rojas.

—Es asqueroso, pero habría sido peor caer en el asfalto.

—¿Qué es este lugar?

—El basurero del mercado. Aquí tiran los alimentos en mal estado que no llegan a venderse.

Se trataba de un solar vacío junto a la parte trasera del aeropuerto.

—Después del tiempo que he pasado aquí, me cuesta creer que no reutilicéis la comida de algún modo —dijo Ray, mientras salían con dificultad de entre el montón de basura y llegaban al suelo firme.

—Todo esto son los restos de los restos. Ni las ratas se acercan por aquí. El gobierno lo recoge una vez por semana, aproximadamente, y hace con ello abono. Supongo que para los preciosos jardines de la Torre a los que nos han vetado la entrada —añadió Eden con ironía—. Venid, seguidme.

Aun siendo la primera vez que Dorian y Ray entraban en el mercado del aeropuerto y de que los comercios estuvieran cerrados, quedaron fascinados por la inmensidad del lugar. Unas luces halógenas en el techo y algunos focos de baja intensidad iluminaban el lugar, ofreciendo más rincones con sombras que con luz.

En la distancia escucharon la risa de alguien y, más allá, los gritos de una pareja que parecía estar enzarzada en una pelea. Todos los ruidos se magnificaban en el silencio de la noche entre las paredes del inmenso vestíbulo repleto de tiendas, carros y caravanas sin ruedas.

Caminaron detrás de Eden, pisando donde ella pisaba y deteniéndose o acelerando el paso siempre que ella lo hacía. Seguía siendo un lugar tan peligroso como el resto de la Ciudadela y no lo conocían. ¿Quién les aseguraba que no hubiera alguien observándolos desde la oscuridad?

—¡Venid! —les pidió en un susurro, tomando un nuevo camino.

Atravesaron una callejuela que parecía la arteria principal del mercado hasta la pared opuesta del edificio. Allí, Eden volvió a detenerse. Escudriñó por la ventana de la caseta que había a un lado.

—Debería estar aquí...

Ray se acercó.

—¿Quién debería...?

El chico no pudo terminar la frase. De pronto sintió un golpe en la espalda y las manos de alguien empujando su cuerpo contra la pared.

—¿Quiénes sois?

La voz retumbó como el rugido de un oso.

Dorian, junto a Ray, no respondió. Fue a abalanzarse sobre el hombre cuando Eden gritó que se detuviera.

—Soy yo, Diésel. Eden —añadió la chica. Y al instante, Ray notó cómo liberaban su cuello.

—Maldita sea, qué susto me has dado. ¿Qué haces aquí a estas horas? ¿Y quiénes son estos dos?

Ray se masajeó los hombros conteniendo las ganas de quejarse y se acercó a Dorian, que seguía con los músculos en tensión.

—Son nuevos amigos —contestó la chica—. Necesitamos tu ayuda...

El hombre le colocó la manaza sobre los labios y negó con la cabeza.

—Aquí no. Iremos a un lugar más seguro.

Abandonaron el mercado y caminaron un buen rato hasta encontrarse con una de las paredes cubiertas por las diminutas casitas que Kore había llamado madrigueras. Diésel tiró de una palanca varias veces y de lo alto descendió una escalera metálica de mano por la que comenzó a escalar. Ray y Dorian esperaron a que Eden les asegurase que no corrían peligro antes de empezar a trepar.

Por encima de ellos, el hombre sacó una llavecita que colgaba de su cinturón y abrió una portezuela de metal por la que se metió; le siguieron. La madriguera era tan pequeña que Diésel tenía que permanecer cabizbajo para no chocar contra el techo. Ofreció asiento a sus invitados y, mientras estos se sentaban en unos cojines que había tirados en el suelo, el anfitrión puso a calentar agua para hacer té.

—Bonita... casa —comentó Ray.

—¿Crees que es aquí donde vivo? —el hombre soltó una carcajada—. Es gracioso tu amigo —añadió, mirando a Eden—. ¿Té?

Los tres negaron con la cabeza y Eden fue directa al grano.

—Necesitamos hablar con tu contacto en la Torre.

—No —respondió el tipo mientras se sentaba en otro de los cojines con su bebida—. ¿Algo más o hemos subido hasta aquí arriba para nada?

—Diésel, no te lo pediría si no fuera importante. Por favor.

—Lo siento, Eden. No puedo poner en peligro a mi contacto. Ya sabes cómo funciona esto: si necesitáis averiguar algo, dímelo y...

—¡No hay tiempo para eso! —le interrumpió la chica—. Por favor...

El hombre frunció el ceño y después sonrió de soslayo.

—Veo que el asuntito con Logan ha acelerado las cosas...

Los chicos se miraron entre sí, mientras Diésel acercaba el vasito a los labios para soplarlo.

—¿Cómo sabes lo de...?

—¿Que disteis el cambiazo para rescatar a vuestro amigo? Tengo oídos. Y no solo estos —dijo, señalándose las orejas—. Pareces nueva. Ahora... ¿sustituir a Logan por un centinela? Obligasteis al señorito Bloodworth a sacrificar a uno de sus peones. No estuvo mal.

Eden se removió nerviosa en su sitio.

—No debería haber muerto nadie...

—Jugar con los mayores tiene su precio y sus consecuencias. Al menos espero que haya merecido la pena.

—Logan nos ha proporcionado información de la que probablemente ni tu contacto disponga. Si quieres...

Esta vez Diésel soltó una carcajada mucho más fuerte que la anterior. Pero cuando habló, lo hizo con una seriedad que asustó a Ray.

—No se te ocurra chantajearme, Eden. No después de todo lo que he hecho por ti.

La chica bajó la mirada, visiblemente avergonzada.

—Tienes razón. Lo siento. Es solo que, de verdad, necesitamos que hagas esto por nosotros. Es importante.

—Primero tendréis que contarme qué habéis averiguado y después ya veré qué hago...

Eden fue a hablar, pero Ray le puso una mano en el antebrazo como advertencia. Al ver ese gesto, Diésel chasqueó la lengua.

—He de decir que por menos de eso he visto cómo esta jovencita le partía el brazo a uno. Qué miedo te tenían todos, ¿eh, Eden? —añadió, aguantándose la risa para después dirigirse a Ray—. Debe de quererte mucho, chico. Y tú tienes que estar un poco loco para dejar que lo haga. Pero, ¡eh!, ¿quién soy yo para decir nada? Eres de los míos: cuanto más salvajes y peligrosas, mejor, aunque acaben destrozándote algo más que el corazón.

Tanto Eden como Ray guardaron silencio, incómodos, mientras el hombretón estudiaba a los clones.

—¿Quién de los dos nació antes?

A Ray le recorrió un escalofrío por la espalda al escuchar aquello.

—Yo —respondió Dorian, siguiéndole el juego de los gemelos.

—Dicen que el que nace primero siempre es el gemelo malo —apuntó el hombre bromista—. Como la historia de Caín y Abel, ¿la conocéis?

—Diésel, el gobierno tiene baterías de energía ilimitada —intervino Eden, cansada de que se fuera por las ramas—. Sus... brazaletes tienen unas placas solares que les permiten vivir sin cargas. Ya está. Eso es lo que Logan nos ha contado. Tu turno.

El hombre, por primera vez en todo ese tiempo, se había quedado sin habla. De un último trago se terminó el té y preguntó:

—¿Estáis seguros de que dice la verdad? ¿Cómo sabéis que no es una trampa del gobierno?

—Es verdad. Todo lo que te he contado es verdad, maldita sea. Por eso necesitamos que nos digas quién te pasa la información desde dentro. Quién está de nuestra parte. Y lo necesitamos ahora.

El hombre tomó aire y después lo soltó mientras negaba.

—Lo siento, gatita, pero no puedo.

—¿Cómo...?

—¡Dijiste que lo harías! —intervino Ray, impaciente.

El hombre estudió al chico un segundo, como si estuviera valorando la posibilidad de rematar el trabajo que había empezado en el mercado, y después se dirigió a Eden.

—No os he prometido que lo haría y, sin embargo, lo voy a hacer. Pero no a vosotros. Quiero hablar directamente con Battery, así que decidle de mi parte que, si esto va en serio, deje un rato el mundo de la farándula y se digne a hacerme una visita.

—Pero, Diésel, ya estamos aquí nosotros y sabes que puedes confiar en mí. ¿Por qué vas a hacer venir a...?

—Eden... —dijo el hombre, incorporándose—. Me estoy cansando de tanta pregunta. Ya te he dicho lo que vamos a hacer: con la única persona con la que pienso hablar de esto es con Battery. Así que si tú y tu gente queréis saber algo de mi contacto, espero que la Madame se pase pronto por mi tienda. Ahora, si no os importa, me gustaría descansar un poco, que algunos aquí trabajamos de verdad para que esta maldita pocilga en la que vivimos no se nos caiga encima.

Los chicos se despidieron de Diésel y emprendieron el camino de regreso. Sin tan siquiera hablar, Ray supo que la nube de preocupación que había invadido a Eden durante los primeros días en la Ciudadela había regresado, así que le hizo una seña a Dorian para que les dejara intimidad y se acercó a ella.

—No importa a quién le dé el maldito contacto —le dijo—. A ti, a Battery... Lo que necesitamos es poder entrar en la Torre y una vez se ponga en marcha el plan seremos imparables.

Ray se acercó y la obligó a detenerse para mirarla a los ojos.

—Hemos dicho que no habría más secretos entre nosotros —le insistió—. Dime qué te preocupa.

—¿Que qué me preocupa? —estalló ella—. ¡Me preocupa no ser capaz de distinguir quién está de mi lado y quién no!

—¿Es por lo que ha dicho antes Logan?

—¿Y si nos traicionan? —preguntó ella—. Y si esa es la razón por la que Diésel quiere hablar directamente con Madame Battery.

—Pues si esto sale mal, siempre podemos irnos por donde hemos venido. Además, nos necesitan. A ti, a Dorian y a mí. Esta revolución no tendrá sentido sin nosotros.

—Puede que sin vosotros, pero no sin mí —puntualizó la chica.

—Da lo mismo. Si te pasara algo, ni Dorian ni yo seguiríamos adelante, ¿verdad, colega? —añadió, buscando la complicidad de su clon.

El otro, aunque tardó unos segundos, terminó por asentir y siguió caminando unos pasos por detrás.

—¿Lo ves? —preguntó Ray.

—¿El qué?

—Que ya no luchas sola.

16

Aidan estaba terminando de guardar su uniforme en la taquilla cuando entró un compañero charlando con su superior.

—¿Y sabes qué me ha dicho? —comentaba el capitán—. Que si no soy capaz de apañarme con los centinelas que tengo a mi cargo, que tendría que replantearme seguir en mi puesto.

—Vaya capullo —contestó el otro; Dowey se llamaba, aunque Aidan apenas lo conocía—. Y encima pretenden que estemos callados por un puñado de trones y una mísera ración extra de energía. ¡Al menos tendrían que habernos dado dos!

Ambos se echaron a reír hasta que el segundo advirtió la presencia de Aidan.

—¿Aún por aquí, Walker? —preguntó el capitán, mostrándose tranquilo.

Aidan hizo un saludo militar y se acercó a ellos.

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