Asya

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Asya

Cinco meses más tarde

 

 

La mañana era húmeda y el viento soplaba con fuerza haciendo que la falda sin forma de la niña se levantase, debido al aire, de un modo muy molesto. La pequeña prendió los bajos con las manos y siguió caminando, detrás de su abuelo, en dirección hacia una pradera donde varios niños correteaban y reían felices. Asya llevaba viviendo unas semanas en la casa de sus abuelos paternos, en Tersk, y se sentía aterrorizada ante el primer contacto con los críos de la región. Había alargado todo lo posible el momento de ir a la pradera para jugar con ellos, pero ese día dedushka1 se había mostrado implacable:

—Asya, tienes que salir de casa para jugar con niñas de tu edad. No puedes estar encerrada durante todo el día.

Los grandes ojos verdes de la pequeña se llenaron de lágrimas.

—Pero no quiero conocer a nadie, abuelo. Me basta con estar contigo y babushka2, por favor. Y con los caballos.

El gesto tenso de Victor Kurikov se suavizó un poco al comprender que su nieta comenzaba a interesarse por los caballos de la hacienda. Sin embargo, al contemplar su baja estatura, se recordó a sí mismo que la niña tenía poco más de cinco años y, a esa edad, lo más natural del mundo era estar en compañía de otros niños, al menos, un rato cada día.

—Solo será un momento, ya te lo dije. A ver, ¿en San Petersburgo no tenías amigos? —Cambió el rumbo de la conversación pensando que, de ese modo, la pequeña se animaría.

—¿San Petersburgo? —repitió perturbada, como si aquella ciudad dejase de existir en su memoria—. Yo… yo no me acuerdo —balbuceó mientras bajaba la cabeza afligida y dejaba de sujetarse los bajos de su vestido.

Dedushka soltó una maldición entre dientes, puesto que no sabía cómo arrancarla de aquel pozo de malos recuerdos. Asya tuvo que enfrentarse, a la corta edad de cinco años, a la muerte de sus dos progenitores; primero, su madre y, tan solo unas semanas después, su padre también cayó abatido por la misma enfermedad: la gripe española. Fue una auténtica suerte que la pequeña no se contagiara y sobreviviera a la fatídica epidemia que sacudió ciudades enteras.

—Ya hemos llegado —señaló el señor Kurikov los alrededores, al tiempo que buscaba con la mirada una posible amiga para su nieta. De pronto, una pelota medio desinflada voló en dirección hacia ellos y un niño larguirucho se acercó corriendo—. Mira, este chico se llama Pasha y es el hijo de nuestros vecinos. Podrías jugar con él.

En este instante, el crío alcanzó el balón y les miró con curiosidad.

—Pasha, ven. Ella es Asya, preséntala al resto de tus amigos —le pidió dedushka con voz autoritaria, obligando a la pequeña a dar un paso al frente.

—¿Por qué me lo pide a mí, señor Kurikov? Si es mucho más pequeña que yo…

—Es mi nieta, ya habrás oído hablar de ella.

El chiquillo la contempló un segundo con compasión y asintió, puesto que toda la comarca se había entristecido por el repentino fallecimiento de sus padres y lamentado el estado de huérfana de ella. Le tendió la mano, animándola a que lo siguiera.

—Me llamo Pasha y tengo ocho años. Ven, te presentaré a mi hermana Natasha y a algunos amigos más.

La niña le miró desconfiada deseando de todo corazón tener el poder para desaparecer. Finalmente, sucumbió ante el gesto ceñudo de su abuelo y abrió la boca para presentarse:

—Yo soy Asya y tengo cinco.

Presenció en silencio cómo dedushka se alejaba del lugar dejándola sola y desamparada, por lo que no le quedó más remedio que caminar al lado de Pasha. Los otros niños dejaron de jugar en cuanto repararon en su presencia. Asya sintió el fuerte impulso de salir corriendo cuando clavaron sus miradas colmadas de curiosidad en ella. El chico de ocho años, que a decir verdad parecía mucho más mayor, la tomó de la mano dándole un fuerte apretón.

—Aquí no nos comemos a nadie, y mucho menos a niñas tan pequeñas como tú. Anda, no tengas miedo. Tu abuelo te dejó conmigo y estaré atento para que nadie te moleste. Te lo prometo.

La mirada cálida del crío junto a aquel «te lo prometo» sonó convincente y la tranquilizó un poco.

—¡No tengo miedo! —se defendió ella—. Es solo que…

No pudo terminar la frase porque una preciosa niña rubia, con el pelo trenzado de manera impecable, apareció delante de ellos y les obligó a detenerse.

—¿Esta mocosa de dónde ha salido? —El tono burlón de su voz hizo que Asya se sintiera cómo un erizo amenazado. Fue como si, de pronto, unas púas imaginarias aparecieran en su cuerpo y tensó, de forma inconsciente, los dedos alrededor de la mano de Pasha, preparándose para no dejarse intimidar.

—No soy una mocosa. Me llamo Asya.

La niña rubia levantó una ceja en actitud expectante y Pasha intervino para relajar el ambiente entre ellas.

—Ya la has oído. Se llama Asya y es la nieta del señor Kurikov. La ha dejado conmigo, así que no le hagas la puñeta. —Dicho aquello Pasha se giró hacia la recién llegada y aclaró—: Es Natasha, mi hermana.

La aludida lanzó una última y recelosa mirada a la pequeña dejando claro que las dos no habían congeniado.

—Llevas unas trenzas horribles y eres muy morena. En nuestra comarca solo hay niñas rubias.

Pasha le advirtió que guardara silencio con un gesto y su hermana perdió el interés de molestar a la recién llegada. Se alejó de ellos y retomó el juego junto a sus amigas.

—No se lo tomes en cuenta. —Pasha le atusó una de sus largas coletas en actitud consoladora—. Natasha se mete con todo el mundo. Para mí que tus coletas son… normales.

Asya sonrió, a pesar de que Natasha había conseguido encenderla por dentro. Sabía que sus coletas debían verse horribles puesto que babushka solo había tenido un hijo y estaba aprendiendo a trenzarle el cabello lo mejor que podía.

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