Asya

Asya


Tersk

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Tersk

Año 1923

 

 

Victor Kurikov atravesó el patio a grandes zancadas dirigiéndose a la cuadra. Tras llegar allí, se apoyó en la barandilla de madera que cerraba el paso y, pensativo, se dispuso a contemplar el precioso caballo que acababa de comprar aquella misma mañana.

Se rascó el cabello con preocupación mientras se preguntaba si Asuán, el semental de aproximadamente metro y medio de altura, color tordo, sería el campeón deseado y le daría las trescientas cincuenta crías prometidas al comprarlo. Si Asuán cumplía todo lo que su vendedor —un conocido criador de caballos árabes— le aseguró que haría, Victor Kurikov se convertiría en el criador de caballos más respetado de la zona. Y puede que el más rico también. Aquellos pensamientos positivos le hicieron sonreír.

Se acercó al caballo y, al rodearle la cabeza con sus grandes manos, este comenzó a moverse nervioso dando pequeños pasos adelante y atrás. Victor consiguió inmovilizarlo e hizo fuerza con los dedos para abrirle la boca. Verificó la dentadura del animal, regañándose a sí mismo por no haberlo hecho antes de comprarlo. Suspiró aliviado al observar que su futura estrella contaba con una buena dentadura. Luego, le examinó minuciosamente las orejas, apartándole una mata generosa de pelo a un lado. Le observó de frente y la expresividad que encontró en los aterciopelados ojos del animal le insufló la esperanza de que había hecho un buen negocio. Asuán sería un campeón semental, de esto no tenía duda. Ninguna.

Unos pasos que se acercaban le sacaron de sus conjeturas. Se giró y sonrió de buena gana al encontrarse con Asya, su nieta. Le hizo una señal con la mano apremiándola para que acudiera a él. Por fortuna, su nieta había heredado la pasión por los caballos y no el loco entusiasmo de sus padres por la música.

Se entristeció al pensar que su único hijo, Vitya, había fallecido tres años atrás, abatido por la misma enfermedad que se llevó a su mujer, la gripe española. La pequeña llegó junto a él y contempló embelesada al animal.

—¿Dedushka? —lo llamó cariñosamente—. Te estaba buscando. ¿Es este el semental del que me estuviste hablando ayer?

—¡Ese mismo! —exclamó orgulloso. La tomó de la mano y se acercaron al caballo. Palmeó su lomo aterciopelado animándola con la mirada para que siguiera su ejemplo—. Se llama Asuán.

La niña extendió la mano y acarició con delicadeza la piel del animal. El caballo bajó la cabeza delante de ella y Asya le rasgó con los dedos la frente, hablándole con ternura.

—Es un animal precioso y parece que le estoy gustado, dedushka. Su piel es muy suave y algo diferente a los demás caballos que tenemos.

—Claro que le gustas, es un animal que, aparte de ser hermoso, es muy inteligente. Además, tú gustas a todo el mundo, mi niña preciosa.

—A todo el mundo no, dedushka —rebajó ella las expectativas de su abuelo con la mirada ensombrecida.

Ante su falta de confianza, él se alarmó mirándola con fingida indignación:

—¿Alguien te está molestando? ¿De nuevo Pasha? ¿Qué ha ocurrido esta vez?

Las mejillas de la niña se tiñeron de un violento rojo al tiempo que se preguntaba si dedushka tenía el poder de leerle la mente. ¿Cómo sabía que, precisamente, Pasha era el que la había molestado?

—Nada nuevo. La semana pasada encontramos en la colina una perra con dos cachorros. Cada atardecer nos acercábamos para darles comida y mimos. La última vez que fuimos encontramos a los cachorros solos y la perra no estaba por ninguna parte. Nos dieron mucha pena los pobres animalitos y decidimos llevárnoslos a casa. ¡Yo quería uno para mí! —declaró enervada.

La mirada de dedushka brilló complacida al advertir que su nieta había heredado de él, además de la pasión por los animales, el apego a la propiedad.

—¿Y? ¿Dónde está tu cachorro?

—Pasha se lo llevó. Dijo que le parecía feo separar a los hermanos siendo tan pequeños. Y yo he dejado de hablarle porque no me parece justo. —Siguió despotricando Asya en contra de su amigo.

Dedushka la miró compasivo al tiempo que le atusaba las largas coletas oscuras con ternura y le daba un beso consolador en la frente.

—Hasta donde yo sepa, Pasha es tu mejor amigo. Seguro que te habrá invitado a pasar a verlos cuando quisieras. Y puede que tenga razón con respecto a no separarlos, estoy convencido que en cuanto estén un poco más mayores, uno de ellos será para ti.

—Ya… —La frente de la niña se arrugó en actitud pensativa—. Algo de eso me dijo. Pero sigue pareciéndome injusto.

—¿Y si vas a su casa y le preguntas si el cachorro es lo suficientemente grande para llevártelo? Puede que Pasha esté triste por no hablarle.

Ante esa sabia observación la mirada de la niña se iluminó. Regaló una última caricia a Asuán y salió disparatada en dirección a la finca vecina, donde vivían los padres de Pasha. Las dos propiedades eran bastante extensas y entre ellas había una hectárea de tierra neutra, como decía su abuelo, que no pertenecía a nadie en concreto y servía para delimitar ambas heredades.

Los padres de Pasha se dedicaban a la agricultura y a la crianza de ovejas. Dedushka decía a veces que su vecino —Oleg Fedorov— no tenía mucha idea de cómo administrar la finca que sus padres le habían dejado en herencia y que sus tratos comerciales dejaban mucho que desear. Asya no podía asegurar que aquello fuese cierto, o simplemente su abuelo era demasiado exigente con los demás.

Un cuarto de hora más tarde, la pequeña Asya llegó sudorosa y acalorada a la entrada de la finca Fedorov. Empujó la puerta y se adentró en la propiedad. Cuando llegó al polvoriento patio que rodeaba la entrada principal de la casa, comenzó a gritar el nombre de su amigo, hecho que hizo que la ventana de madera del primer piso se abriese con brusquedad. En el marco de la misma apareció Natasha, la insoportable hermana de Pasha.

—¿Qué quieres? —le espetó malhumorada desde lo alto de la ventana—. Pasha no está.

—¿Sabes adónde se fue? —insistió Asya, puesto que no pensaba dejarse intimidar por los aires de Natasha, que al ser un par de años mayor que ella, se creía el ombligo de la Tierra.

—Búscalo en los cobertizos. Está todo el día detrás de esos sucios chuchos.

Asya salió corriendo en la dirección indicada y cuando llevaba un buen rato de caminata cayó en la cuenta que no se había despedido de Natasha ni le había dado las gracias por la información. Pensó una milésima de segundo en babushka y en la regañina que le hubiese caído si la hubiese visto actuar con tanta tosquedad.

«Mi niña preciosa, acabas de cumplir ocho años; deberías aprender a comportarte como una señorita. Tu madre era una dama tan fina y distinguida, que me pregunto a quién habrás salido para ser tan terca y rebelde», le decía cada vez que tenía ocasión.

Mientras el discurso de babushka le hacía arrepentirse por sus prontos, Asya llegó a los cobertizos y el fuerte olor de excrementos de oveja la hizo arrugar su pequeña nariz. Avanzó hacia los establos abriéndose camino entre los corderos que aquel día no habían salido a pastar. Dedicó unas caricias fugaces a algunos de ellos y caminó apresurada hasta llegar a una pequeña terraza construida con vigas de madera. Al ser un espacio abierto, olía a hierba fresca.

Los ojos grises de Pasha la recibieron enojados. Ella agitó la mano en actitud amistosa y la expresión enfurruñada del rostro de él se suavizó un poco. Dejó de acariciar a los cachorros y se levantó, expectante. Cruzó los brazos alrededor de su torso esperando una disculpa, que desde luego Asya no pensaba ofrecerle.

—¡Hola! —saludó, haciendo caso omiso a sus silenciosas exigencias—. He venido a ver si mi cachorro es lo suficientemente grande para llevármelo a casa. Había pensado nombrarlo Matusalén.

Él estalló en una risa sincera y su ceño se comprimió.

—¿Matusalén? ¡Qué nombre más horrible! Pobre animal, ahora sí que no pienso dártelo.

—No es tuyo. A la perra la encontramos en los arbustos de la colina, por lo tanto, es de los dos.

—Tuyo tampoco. Y si lo pienso bien, la perra no es de ninguno. Pertenece a las colinas. Además, ese día dijiste que no volverías a hablarme.

—¿Y? —Asya frunció el entrecejo y un adorable hoyuelo hizo acto de presencia en su mejilla izquierda—. Ese día estaba enfadada. Ahora ya no.

—Pues ahora lo estoy yo. Tienes que disculparte por todas las cosas feas que me dijiste, Asy.

Asy, solo él la llamaba de esta manera. Y cuando lo hacía una embriagadora sensación de felicidad la llenaba por dentro. Era una palabra mágica que siempre conseguía serenarla. Su rostro contrariado de segundos atrás se relajó y sonrió complacida.

—Vale, perdón… ya sabes que el otro día no quise decir que fueras un estúpido egoísta.

—Bien. No vuelvas a decirlo porque no lo soy, ¿de acuerdo? —insistió Pasha al tiempo que se apilaba junto a los cachorros y cogía al más grande, una bola suave de pelo negro, con algunas manchas blancas repartidas por su cuerpo regordete—. Toma, este es el tuyo. Te lo puedes llevar si quieres, pero recuerda que debes alimentarlo con leche de vaca. O de oveja —rebajó sus exigencias ante la mirada ofuscada de su amiga.

—Ya lo sé, listillo. —Le sacó la lengua ofendida por dudar de sus capacidades—. Sé mucho más de animales que tú. Algún día seré veterinaria. Y lo sabré todo sobre ellos.

Él le estiró una larga coleta en actitud zalamera.

—Si no hay mujeres veterinarias, ¿cómo podrías serlo tú? Aunque, con la cabezota que eres, no me extrañaría que fueses la primera.

Asya le dedicó una amplia sonrisa, agradecida por el voto de confianza. Una de las cosas que más le gustaba de Pasha era que no dudaba ni reía de sus aspiraciones, así como lo hacían los demás.

Se sentó en el suelo y contempló maravillada al pequeño animal al que acogió en su regazo. Lo observaba atentamente mientras intentaba ponerse en pie y se caía a cada rato. Se quitó el chal que cubría sus hombros y envolvió el cuerpo del perrito para infundirle calor. Después de charlar un rato más con su amigo, se marchó con el cachorro en sus brazos.

—Asy —la llamó Pasha cuando se dio la vuelta para salir de la terraza—. Por favor, piensa un nombre mejor para él.

Ella le sacó la lengua y se alejó apresurada. Ahora más que nunca iba a llamar a su cachorro Matusalén. Era gratificante llevar la contraria a los chicos, y si se trataba de Pasha, ¡más todavía!

 

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