Asya

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La cena

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La cena

 

 

La finca de los Fedorov ocupaba más de cinco hectáreas de terreno. La casa principal construida de ladrillo gris, madera pulida y barrotes de pino necesitaba con urgencia una buena capa de pintura y algunos arreglos funcionales. Los ventanales lucían desgastados y el tejado inclinado había visto tiempos mejores. El gallinero, situado en el polvoriento patio de la entrada, restaba la poca clase que la casa aún podría tener.

Al percatarse de la presencia de sus vecinos, Victoria Fedorova les recibió con su mejor sonrisa, invitándoles a pasar al salón principal. Tanto ella como su marido, Oleg, no eran gente de campo; hasta hacía unos años ambos trabajaban como profesores en Rostov, una de las ciudades más antiguas de Rusia, situada a orillas del lago Nero. Sin embargo, cuando los padres de Oleg fallecieron y les dejaron en herencia la finca, abandonaron su cómoda vida intelectual y emprendieron una nueva, como criadores de ovejas. La revolución bolchevique, finalizada en 1918, había traído consigo hambruna y necesidad, por lo que numerosos intelectuales y gente de ciudad se vieron obligados a abandonar sus apartamentos compartidos, en fincas comunales, para comenzar de nuevo en localidades rurales. Algunos consiguieron adaptarse con facilidad al campo, aunque muchos otros, se quedaron en un limbo incomprendido de desesperación y frustraciones. No se sabía todavía cuál sería el caso de los Fedorov; no obstante, la perspicaz babushka decía, a veces, que pertenecían a la segunda categoría. Era de sobra sabido que el negocio no les iba del todo bien, puesto que de las quinientas ovejas recibidas en herencia del difunto señor Fedorov, solo les quedaban unas cien. Y eso que nadie las había contado.

Los Kurikov entraron en la vivienda y, tras los pertinentes saludos de cortesía, dedushka y el señor Fedorov se sentaron a tomar un trago de vodka mientras las mujeres se dispusieron a ayudar a la señora de la casa a llevar los platos a la mesa.

Asya se movía inquieta de un lado para otro puesto que no veía a Pasha por ninguna parte.

Finalmente, el cordero asado con patatas y guarnición de col fermentado estuvo del agrado de la señora Fedorova y se sentaron todos a cenar.

—Deja de agitarte como una pava en el corral —ironizó Natasha a una impaciente Asya que no despegaba la vista de la puerta—. Mi hermano no está. Por mucho que maltrates el portón con esa mirada inquisitoria, no lograrás que se abra, ni que aparezca el origen de tus deseos.

Los colores invadieron en rostro de Asya, quien comenzó seriamente a pensar que era demasiado trasparente. ¿Cómo era posible que todo el mundo supiera en qué estaba pensando? Podía entender lo de sus abuelos, ya que la criaron de pequeña y la conocían mejor que nadie, pero ¿Natasha? Se esforzó en aparentar templanza y dijo:

—Me importa bien poco si está o no. No te he preguntado nada.

—Ya. Claro —punzó de nuevo Natasha con sus aires de sabelotodo.

Para la ocasión, lucía un bonito vestido color fuego que destacaba aún más si cabe su preciosa melena rubia, recogida con destreza en lo alto de su cabeza. Asya envidiaba su extraordinaria belleza y el hecho de tener una madre joven que la ayudara a serlo todavía más.

«No seas injusta», se reprimió de mal humor, «babushka es la mejor de las madres. Es buena, compasiva y te quiere un montón. No es tan joven e instruida como la señora Fedorova, pero es lo que hay». Suspiró resignada y no pudo evitar pensar en su madre. Se preguntó cómo sería su vida si ella viviera. Últimamente pensaba mucho en ella y eso que apenas la recordaba.

—Buenas noches a todos. Siento llegar tarde.

La voz potente de Pasha la sacó de su ensimismamiento y la imagen de su madre se desvaneció tan rápido como había aparecido. Desde su silla, a la joven le pareció ver el cuerpo de Pasha mucho más vigoroso de lo que ella recordaba. Y eso era desconcertante porque solo había pasado un día sin verlo. Vestía unos pantalones grises y una camisa azul con el cuello abierto y a través de los tres botones superiores desabrochados de la misma se apreciaba su torso fortachón. Cuando ella le miró fue consciente de lo atraída que se sentía por él. Le gustaba el aspecto que ofrecía con el pelo algo revuelto y ojos chispeantes. Sus miradas se encontraron, el recuerdo del beso de la tarde anterior se hizo evidente y los dos se sonrieron con complicidad.

Asya se perdió embobada en las profundidades grises de su mirada parecidas al color del cielo antes de una tormenta. Examinó con disimulo los labios de Pasha, presa de un deseo irracional de volver a repetir el beso de la tarde anterior. Como era costumbre, él se sentó a su lado haciéndola desfallecer cada vez que sus manos se tocaban de forma accidental por debajo de la mesa. Estiró de manera inconsciente las piernas y cuando su rodilla derecha chocó contra la de él se turbó de tal modo que tuvo miedo de que los demás supieran lo que estaba ocurriendo a su intrépido corazón.

A Asya le encantaba el cordero asado, aunque esa noche apenas pudo tragar bocado. Sintió enfado contra sí misma por derretirse con tanta facilidad con un simple beso. Por el amor de Dios, solo se trataba de Pasha, su mejor amigo. ¡Jamás hubiera imaginado que perdería las ganas de comer por su culpa!

—Camarada Kurikov. —Tomó la palabra el anfitrión, al tiempo que su mujer servía una apetecible tarta de queso de oveja, espolvoreada con azúcar y decorada con albaricoques—. Me gustaría proponerle un trato.

Los astutos ojos de Victor brillaron como la llama de las velas situadas en un candelabro de tres brazos sobre la mesa. Era de sobra conocido que no rechazaba ningún trato.

—Usted dirá, camarada —contestó de forma prudente, ya que la primera norma de un buen negocio era mantener la calma. Sabía por experiencia que solo los novatos enseñaban sus verdaderas cartas antes de tiempo. Y su contrincante lo era de sobra, ya que la impaciencia parecía estar escrita en su frente. Con letras bien grandes.

—He pensado… —balbuceó inseguro—. He pensado que debería seguir su ejemplo y dedicarme a la crianza de caballos. Este invierno las cosas en la finca no han ido muy bien. Tras años de sacrificios truncados he comprendido que los corderos no dan demasiado beneficio, además la epidemia del pasado otoño ha matado a la mitad de ellos.

Victor Kurikov, a pesar de ser un negociador experimentado, se quedó con la boca ligeramente abierta, señal inequívoca de lo que pensaba:

«¿Y qué leches sabía Fedorov sobre la crianza de los caballos si hasta los corderos se le morían?»

Para entretenerse, el anciano tomó un generoso sorbo de su tazón de vino tinto. Asya se olvidó por unos instantes de las mariposas que revoloteaban a sus anchas en el interior de su estómago y prestó toda la atención posible a las nuevas aspiraciones del señor Fedorov. Espió de reojo la expresión tensa de Pasha y sintió lástima por la desafortunada proposición de su padre.

—Comenzaré con quince animales, cinco potros y diez yeguas jóvenes —retomó el anfitrión la palabra—. Justo el número que dijo que vendería esta primavera.

Los ojos de dedushka centellearon con fuerza, ya que para él no había una palabra más importante en el vocabulario que «vender».

«Fíjate bien, mi querida niña, y aprende de mí», le dijo a Asya en una ocasión. «En los negocios la palabra venta es la clave. Tienes que cuidarte mucho de no nombrarla tú primero, simplemente hay que ser paciente y esperar a que la otra parte lo haga. Cuando esto ocurra, tienes el negocio ganado. Así de simple. Y de eficaz».

Asya esperó expectante a que dedushka pusiera en práctica sus propios consejos.

—Se los venderé encantado, camarada. —Se friccionó ambas manos entusiasmado, incapaz de contener la alegría que sentía. Al ver el brazo tendido de su vecino, alargó el suyo para sellar el trato—. Esta misma noche si quiere, podemos ir a los establos y le daré los animales que elija.

Fedorov intercambió una fugaz mirada con su mujer y tardó un rato en contestar. La buena disposición de segundos atrás se esfumó y, en su lugar, se instaló una rígida ola de tensión.

—No le puedo pagar… todavía. Pero le ofrezco un trato beneficioso a cambio de una venta aplazada.

Asya observó cómo la alegría de su abuelo se volatilizó al instante. Una de las palabras que menos le agradaba escuchar cuando cerraba un trato era «no puedo pagarte ahora». Kurikov se levantó con brusquedad de la silla animando con un pequeño gesto a su esposa para que hiciera lo propio.

—Si no hay dinero, no hay trato. Lo siento. Son épocas difíciles para todos. Nuestra querida Madre Rusia aún se resiente de los difíciles tiempos que hemos pasado y hay quien dice que una nueva guerra es inevitable. Si no hay dinero, no hay venta; lo lamento.

—Espere, camarada —le pidió el señor Fedorov ansioso—. Al menos, escuche lo que quiero proponerle. Avalaré los quince caballos que me venda con mi finca. Si en seis meses no le he pagado el dinero que le debo, mi propiedad será suya. Y, personalmente, creo que el camarada Stalin llegará a un buen acuerdo con Hitler. No habrá guerra. A partir de ahora preveo una época dorada para nuestra patria que hará que todos vivamos en abundancia y criemos a nuestros hijos en paz, estoy seguro.

—Padre, eso no lo sabemos, los tiempos andan demasiado revueltos todavía. Sería mejor meditar sobre el asunto de los caballos, no me parece un trato sensato —intervino Pasha en la discusión—. Quince animales, por muy buenos que sean, no avalarán el precio de esta finca. Deberías informarte primero. Además, ¿qué sabemos nosotros de criar caballos?

 

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