Asya

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El «no» beso

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El «no» beso

 

 

Asya se arrebujó el chal sobre sus hombros y aguardó expectante a que Pasha abriera la boca. Le había pedido que esperase un momento antes de abandonar la finca en compañía de sus abuelos, y ahí estaban los dos, mirándose el uno al otro con una mezcla de deseo, impaciencia y desconcierto. Los segundos pasaban con lentitud y Pasha parecía estar sumergido en algún tipo de aturdimiento indefinido.

—Lo que tengas que decir, dímelo ya —soltó ella finalmente—. Me miras de una manera tensa que me pone nerviosa. De ayer a hoy parece que todo haya cambiado. Me da la impresión de ser dos desconocidos incómodos, parados uno en frente del otro. ¡Incómodos! ¡Tú y yo!

Él hizo una larga inspiración como si se hubiera preparado para enfrentar un toro enfurecido y no a su amiga de toda la vida que, para más inri, medía una cabeza menos que él.

—Quería pedirte quedar mañana… quiero decir… quedar, o sea una cita. En el lugar de siempre, a las seis. —La expresión de su rostro se relajó y una cierta dosis de alivio hizo acto de presencia en sus ojos color ceniza.

—Alabado sea Dios, ¡qué generoso por tu parte! —exclamó y rio complacida—. Pensándolo bien… no sé si podré ir —anunció socarrona con la intención de hacerle pasar un mal rato. Nunca se había percatado de que Pasha era adorable cuando se sentía inseguro. Su mirada grisácea centelleaba con más fuerza, las mejillas un tanto sonrojadas le sentaban realmente bien y su boca tensa, se veía muy apetecible.

—Asya —la llamó su abuelo con voz impaciente—, date prisa en alcanzarnos. Es muy tarde.

—Ya voy, dedushka —respondió con premura e hizo el gesto de marcharse.

Pasha le agarró con suavidad la curva del brazo demandando su atención y sus miradas chocaron con fuerza.

—Hablo en serio, Asy. Ven mañana a la cita. Es muy importante. Tengo que contarte… algunas cosas. Por favor.

Asintió y se apresuró en alcanzar a sus abuelos. Tras correr unos pasos, se giró hacia él y dijo sonriendo:

—Jamás se me ocurriría no acudir a una cita contigo. Aunque el cielo se caiga mañana, allí estaré. Y tú deberías saberlo, Pasha Fedorov.

Esa noche Asya no pudo pegar ojo. No dejaba de preguntarse cómo era posible que un simple beso, que había acabado antes de empezar, la pudiera haber revolucionado tanto. Ni ella ni Pasha parecían los mismos de siempre y la incomodidad que detectó entre ellos, antes de separarse, no le había gustado nada. Además, había perdido las ganas de comer y de dormir. Y todo por la culpa de un estúpido beso. Estúpido sí, ¡pero placentero también!

Dio varias vueltas en la cama hasta que notó que las sábanas de franela se habían convertido en un nudo grueso y molesto debajo de su espalda. Se levantó enfurruñada y entreabrió la ventana. La noche era cálida y bastante agradable. Se quedó mirando los alrededores de la finca intentando dejar de pensar en Pasha, en el beso y en el pacto de los mayores.

Un sexto sentido le decía que aquello no podría ser una buena idea. Era de sobra conocido que dedushka era amable y bondadoso con su nieta; no obstante, en los negocios resultaba un hombre despiadado. En el caso de que el señor Fedorov no pudiese pagarle los caballos, no tendría ningún reparo en quedarse con su finca. Y no hacía falta ser adivino para saber que un intelectual como Victor Fedorov, que no había conseguido hacerse cargo ni de unos cuantos corderos, fracasaría en su deseo alocado de criar purasangres. ¿Y qué pasaría entonces? ¿Se quedarían en la calle? Sobresaltada, Asya hizo la señal de la cruz sobre su pecho para ahuyentar esa terrible idea.

Pensó angustiada que cabía la posibilidad de que su amigo le hablase sobre este asunto al día siguiente. Volvió a la cama con el corazón encogido y el cuerpo atravesado por malos presentimientos. Al alba, cuando los gallos rompieron el silencio de la mañana con sus alegres cantos, encontraron a Asya totalmente despierta.

Se pasó el resto del día mirando el reloj, preguntándose cómo era posible que las manecillas del mismo pasasen tan despacio. Dudó de si debía vestirse de un modo más especial ya que era la primera cita oficial que tendría con Pasha. Le hubiera gustado llevar un bonito vestido dorado, parecido al de Natasha y el pelo perfectamente disciplinado en lo alto de la cabeza. No obstante, tenía por delante una buena cabalgada por lo que optó por un sencillo vestido de día, color menta —que, al ser de lino, le permitía tener flexibilidad en los movimientos y era muy fácil de llevar sobre la montura— y que adornó con uno de sus anchos cinturones de cuero que tanto le gustaba llevar. Aparte, hacía juego con sus ojos y eso debía de ser algo bueno, porque Natasha lo remarcó en una ocasión.

Ensilló a Asuán y le dio unas cuantas palmaditas en la grupa antes de subirse a sus anchos lomos. Matusalén, su perro, salió corriendo detrás, ya que algunas veces le permitía seguirla. Sin embargo, la joven decidió que esa tarde era un tanto especial y no podía distraerse con nada que no fueran Pasha y ella. Por ese motivo, aumentó el galope y Matusalén pronto perdió interés en ir tras ella y regresó a la casa.

Nada más abandonar la finca, la muchacha puso a Asuán al trote y fue tragada por el aire primaveral que la llevó a su primera cita con la mayor premura posible. Desde lejos reconoció la silueta de Pasha apoyada en su árbol favorito. Agitó con entusiasmo la mano y aminoró la marcha, puesto que el camino hacia la orilla transcurría entre arbustos de distintos tamaños y plantas puntiagudas que podían hacerle daño al animal o a ella misma. Cuando el sendero se estrechó y las coronas frondosas de los árboles en flor se unieron por encima de su cabeza, convirtiéndose en una cúpula multicolor, detuvo a Asuán y lo dejó pastar entre los árboles.

Se alisó un poco sus largos mechones oscuros que ondeaban libremente por su espalda, mientras recorría entusiasmada los últimos metros que les separaban. Pasha hizo lo propio y, en menos de un minuto, se encontraban uno en frente del otro. Durante un par de segundos se quedaron mirándose en silencio como si no supieran qué hacer a continuación. La tensión formada entre ambos fue interrumpida por el chillido de un pájaro que sobrevoló por encima de la corona de un árbol.

—¡Hola, preciosa! —rompió él, finalmente, el silencio—. Ven, vamos a dar un pequeño paseo. —Le tomó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, provocando con ese simple contacto una explosión de sentidos.

Asya se detuvo y buscó su mirada con insistencia. Cuando la encontró preguntó con una mezcla de inocencia y peligro:

—¿No deberías besarme primero? Creí que eso se hacía en una cita.

Lo que vio en las profundidades grises de Pasha le dejó una autentica preocupación en el cuerpo. Una expresión fría, distante y quizás algo… ¿arrepentida?

—No habrá más besos entre nosotros, Asya. Lo siento.

Mientras aquellas duras palabras salían de su boca el peso del mundo entero cayó sobre los estrechos hombros de Asya. Ella se quedó pasmada, desolada y contrariada, todo al mismo tiempo. Por lo general, su lengua afilada encontraba contestación a todo, no obstante, en este instante, la joven enmudeció de asombro. Cuando Pasha le tomó de nuevo la mano y la arrastró tras él en la tranquila caminata, no opuso resistencia.

—No sé ni por dónde empezar —retomó él la palabra, después de unos segundos de silencio—. Siempre hemos sabido que esto ocurriría más tarde o más temprano… me refiero a que acabaríamos besándonos.

—No entiendo adónde quieres llegar —estalló Asya, finalmente—. Solo tengo quince años y, lo de ayer, fue para mí el primer beso. Si no he cumplido tus expectativas y no deseas repetirlo, dímelo ya y deja de dar rodeos tontos.

Él se paró en medio del sendero y posó sobre ella una mirada sorprendida. Le enmarcó el rostro entre sus manos y dijo, dolido:

—No se trata de lo que yo quiera. Ya sabes que hace un par de meses he cumplido la mayoría de edad. Dentro de poco iré a alistarme en el Ejército Rojo. Ayer me llegó el aviso a casa, esta misma mañana tuve que presentarme en el centro médico de la ciudad para hacerme las pruebas pertinentes y, como era de esperar, soy apto para ser soldado y servir a la Madre Patria. Además, llevo un tiempo pensando en hacer la carrera militar. He nacido en la ciudad, lo de ser granjero no se me da demasiado bien, ni a mí ni a mi familia, aun cuando mi padre se resiste a comprenderlo.

La mandíbula de ella se abrió en una inequívoca señal de sorpresa.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó con tono apenas audible ya que muchos de los jóvenes que habían participado en la batalla de Varsovia no habían regresado nunca a casa. Y gran número de los que lo hicieron volvieron mutilados, sin manos o sin piernas, heridos... por no hablar de los que habían perdido la cordura.

—Depende… de las órdenes de mis superiores, puede que unos seis meses o incluso menos. —La voz de Pasha se volvió sombría. Se acercó a su boca y murmulló a pocos centímetros de ella—: No hay nada que desee más en este mundo que a ti, pero hasta que no regrese del servicio militar, no volveré a tocarte.

Cambió un poco el ángulo de su cara y depositó un beso afectuoso y suave en la mejilla de ella. La estrechó en sus brazos mientras sus manos acariciaban la sinuosa curva de su espalda.

Asya recuperó la compostura y rodeó su cuello, apretándolo contra ella.

—Pero yo quiero que lo hagas. Es más, pienso que todo el tiempo que nos queda deberíamos pasarlo besándonos. —Clavó sus dedos en los hombros de él como si quisiera hacerlo recapacitar—. De ese modo, tendríamos recuerdos y viviríamos de ellos mientras estuvieras ausente. Y cuando regresases…

—¿Y si no regreso? —preguntó tensionado. Se separó con brusquedad de ella y le dio la espalda enojado—. No sería justo para ti si te hiciera esto.

—Claro que regresarás —lo aseguró al tiempo que le alcanzaba y le abrazaba desde atrás apoyando su mejilla en su hombro—. Tú y yo estamos predestinados y lo sabes.

—Me gustaría tener tu seguridad, mi querida Asy. Pero no la tengo. Soy el adulto de los dos y debo ser responsable. Por lo tanto, no volveré a tocarte ni me reuniré más aquí contigo, ni de forma casual ni en una cita.

—¡Estúpido egoísta! —estalló presa de un monumental enfado. Sus ojos verdes, parecidos a las praderas a principio de primavera, lucían anegados en lágrimas—. No me vuelvas a llamar Asy. Para ti, a partir de este momento, seré la señorita Asya Kurikova. ¿Me has oído? Nunca más me llames Asy. ¡Nunca!

Tras decir aquello, salió disparatada en dirección a Asuán. Se sentía defraudada, enfadada y dolida. Lágrimas ardientes surcaban sus mejillas y se las limpió, desdeñosa, con el dorso de la mano. Desató el caballo con celeridad y subió a la montura. Mientras lo ponía al trote escuchó tras de sí:

—Siempre serás mi Asy. ¿Me oyes? ¡Siempre!

 

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