Asya

Asya


Natasha

Página 24 de 55

Natasha

 

 

El estridente canto de un gallo hizo que Natasha se levantase de la cama malhumorada. Unos días antes, se había despedido de su trabajo de institutriz y, por lo tanto, no tenía necesidad de madrugar.

«Ninguna», se dijo perezosa mientras regresaba de nuevo a la cama y estiraba los brazos por encima de su cabeza. Buscó encontrar una posición cómoda y, cuando la encontró, se tapó con la manta tratando de reconciliar el sueño, pero la costumbre de estar de pie a las seis de la mañana se hallaba tan arraigada dentro de ella, que no pudo obviarla.

La rubia abandonó la cama preguntándose en qué iba a gastar su tiempo libre ese día. Su familia y ella llevaban poco más de una semana viviendo en la hacienda y, tras duras jornadas de rehabilitación y trabajo, consiguieron dejarla decente y habitable. Pasha había mandado comprar unos bonitos muebles en la ciudad, habían arreglado el tejado y pintado la fachada. Con la llegada de la primavera tenían intención de colocar, a modo de acera, un sólido pavimento de piedra y cementar el camino principal para no pringarse de barro cada vez que llovía. Además de plantar un bello jardín, que llenaría la hacienda de olores entrañables y colores atrayentes. Ante esa bonita instantánea, Natasha soltó un largo suspiro de gozo. Se imaginó a sí misma dando un pequeño paseo por los alrededores para recoger unas perfumadas magnolias que embellecerían su cuarto y la harían soñar hasta donde ella quisiera. Cerró los ojos de placer ante su propia imagen, vestida de novia y colgada del brazo de su hermano. Una importante orquesta tocaría una sentida canción al tiempo que Alexandr, un atractivo capitán al que conoció semanas atrás en el baile militar organizado por Pasha, se acercaría a ella para llevarla al altar. De pronto, frunció el ceño recordando que, desde ese baile, pasaron ya muchos días y la ansiada invitación del capitán no llegaba.

«Hombres», suspiró resignada pensando que tendría que idear un plan para atraer a la suerte hacia ella. Mientras aquellas imágenes pululaban por su mente, se aproximó al armario y eligió un bonito vestido de cachemira en tonos azules que sabía que combinaría muy bien con sus ojos. Acudió al cuarto de baño, se lavó la cara y los dientes, y peinó con esmero su larga melena rubia. Por último, se pintó sus generosos labios en un tono rojo intenso y bajó a desayunar.

Encontró a su madre trajinando en la cocina. Le sonrió, a modo de bienvenida, observando cómo sacaba del horno un rico pastel de queso que le hizo la boca agua.

—Ven, cariño, el desayuno ya está listo —la invitó al tiempo que cortaba una generosa porción y se la ponía delante—. Yo me iré a trabajar dentro de un rato. ¿Tú qué piensas hacer hoy?

Natasha se sentó en la silla pensando satisfecha que, algún día, cuando encontrara un marido rico y complaciente tendría una sirvienta para su disfrute personal que le prepararía el desayuno todos los días. Confortada por esa deliciosa perspectiva, hundió la cuchara en la superficie tierna del pastel y se lo llevó a la boca. Emitió unos sonidos de placer, señal de que estaba delicioso, y contestó, mientras se limpiaba las comisuras de sus labios con una servilleta:

—Hoy creo que iré a visitar a Pasha, a ver si encuentro a algún oficial por ahí dispuesto a casarse conmigo.

—¡Natasha! —la regañó su madre escandalizada—. ¡Por todos los santos! No puedes estar hablando en serio. No tienes ninguna necesidad de obsesionarte con el hecho de buscar marido. Eres una muchacha preciosa, estoy segura de que, muy pronto, alguien apropiado aparecerá… pero no de ese modo.

—¿Y qué modo me aconsejas, mamá? —estalló disgustada ante el pesimismo de su madre—. Esta primavera cumpliré veintiocho años. ¡Veintiocho! Dentro de nada las tetas se me caerán y los bultos de grasa invadirán mi cuerpo. Tú, a mi edad, tenías marido y dos hijos; en cambio, yo no tengo nada. —Apartó el plato de malas maneras y abandonó la silla malhumorada.

Salió de la casa deseosa de encontrar alivio a su repentina ola de irritación. Se sentía desdichada puesto que, ni siquiera, su madre comprendía su tormento. Era una muchacha muy agraciada, la mayoría de los hombres torcían la cabeza al verla pasar, pero ni uno solo fue capaz de pedirle matrimonio ni de comprometerse en serio con ella. Al principio, su desmesurado orgullo la empujaba a creer que no se sentían dignos de ella y, por eso, la rehuían; sin embargo, con el paso de los años, Natasha comprendió que debía de tener alguna carencia que los ahuyentaba, aunque no lograba identificarla.

Últimamente, su deseo más ardiente era el de tener algún día su propia casa y un marido acaudalado que la pudiera malcriar y mimar. Sonrió ante esa bonita perspectiva de futuro mientras avanzaba hacia los establos. Al encontrarse en su campo visual a Asya, un fulgor malicioso brilló en su mirada.

Desde siempre la había envidiado. En cuanto a belleza y estilo, no le llegaba ni a la suela de los zapatos, pero tenía algo que embrujaba a todos los hombres que se cruzaban en su camino. Incluido Pasha. Por mucho que su hermano intentaba aparentar indiferencia, ella lo conocía bien y, cada vez que le veía con la mirada perdida y los hombros decaídos, le entraban ganas de abofetearlo. Podría comprender su actitud en el pasado cuando era un muchacho tímido y fácil de impresionar, pero en la actualidad se había convertido en uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Si quisiera, podría tener a la mujer más delicada y rica que existiera. ¿Y qué es lo que hacía él? Seguía anclado en el pasado, suspirando por aquella bruja de ojos verdes y ondulados cabellos oscuros.

Una maldita hechicera de actitud desafiante que calentaba la sangre de los hombres aun cuando no se lo proponía. Que tenía ese algo, tan escaso y preciado, que a ella le faltaba y que no lograba descubrir.

Al tiempo que se acercaba al objeto de su enfado, una brillante idea se adentró en su cabeza. Iba a ponerla a su lugar de una vez por todas y rompería su seguridad en mil pedazos. La dejaría tan humillada y hundida que jamás conseguiría reponerse. Si su hermano no era capaz de hacerlo, ella lo haría por él. Se lo debía a su padre.

—Hola, Natasha —la escuchó saludar, al acercarse al lugar donde estaba.

—Señorita Natasha —la cortó con brusquedad, golpeando de paso con la punta del pie un cubo de agua que Asya utilizaba para limpiar el pelaje de una hermosa yegua color pardo—. Eres una sirvienta y me debes respeto.

La veterinaria intentó apartarse de forma instintiva al comprender que el agua vertida caería directamente sobre sus piernas, pero no fue lo bastante rápida, así que resbaló, cayéndose en el barro.

—No soy una sirvienta —exclamó furiosa mientras se levantaba del suelo con la mirada encendida. Su vestido empapado de fango le confería el lamentable aspecto que Natasha pretendía, pero a pesar de ello, añadió orgullosa—: Soy veterinaria.

Natasha se limitó a sonreírle con superioridad y cuando se cansó de retarla, vertió otra ración generosa de veneno sobre ella:

—Veterinaria te llamas tú a ti misma para mantener tu orgullo intacto. Pero no te equivoques, querida; para toda mi familia, incluido Pasha, eres una vulgar sirvienta. Te tenemos aquí trabajando para reírnos de ti y humillarte. Y lo más divertido de todo es que tú aún no lo has comprendido. Te paseas por aquí como una pava en el corral, con la frente alzada y la mirada arrogante, provocando que hasta nos dé pena tu ignorancia. Pobrecita Asya, tus días de gloria han quedado en el olvido. Dejaste de ser la única nieta del poderoso Kurikov para convertirte en una simple sirvienta que lucha por tener un techo sobre su cabeza.

La rubia disfrutó enormemente al advertir que los aires de grandeza de su vecina se desplomaron con sus últimas palabras. Supo en ese instante que debía rematarla, puesto que una Asya debilitada no se veía todos los días.

—Es más, ya que ahora eres consciente de tu realidad, creo que ha llegado la hora de cambiar tus tareas. Ven, querida; te indicaré cuales van a ser, a partir de hoy, tus nuevos cometidos. Los tres granjeros que se ocupan de dejar los establos limpios se encargarán hasta nuevas órdenes de otras labores, por lo tanto, coge una pala y ponte a limpiar el estiércol de los caballos.

—¡No puedo ocuparme de esto sin ninguna ayuda! —replicó Asya más débil de lo esperado—. Se trata de setenta caballos. Tú misma has remarcado que es un trabajo para tres personas, ¿cómo pretendes que lo haga sola?

—Bueno, pues habrá que espabilar, ¿no? De lo contrario, tus queridos caballos, de los que alardeas que amas tanto, se verán obligados a descansar sobre su propia mierda e impregnarán su noble pelaje de garrapatas, pulgas y otros parásitos similares. Si aprecias tanto como aparentas a esos bichos, límpialos tú misma.

Asya bajó la cabeza vencida. Se aguantó las amargas lágrimas de humillación que escocían sus ojos y se esforzó en dominar la rabia que bullía en su interior. Hubiera dado un mundo por deleitarse cogiendo a Natasha por sus sedosos cabellos y tirarla al suelo para impregnarla hasta el cuello de excrementos y barro, aunque debía contenerse. Por ella y por sus abuelos. Necesitaba pagar la deuda y asegurar la vejez de los suyos. Se le pasó por la cabeza la tentadora idea de renunciar a ese empleo, pero el trabajo de médico veterinario no abundaba y, menos aún, para una mujer. También estaba perfectamente capacitada para llevar las riendas de una hacienda u ocuparse de cualquier caballada, aunque era demasiado consciente del hecho de que nadie le daría esa oportunidad. Si hubiera nacido hombre, otro gallo cantaría, pero como no lo era debía contentarse con su realidad.

Mientras todas las preocupaciones del mundo se asentaban sobre sus estrechos hombros, cogió la pala y un cubo y fue a retirar el estiércol de los animales.

Natasha sonrió maliciosa y arrugó su pequeña nariz cuando los malos olores llegaron hasta ella.

—Espero que te lo pases de lujo con tus nuevas tareas —dijo en un falso tono amistoso mientras se alejaba—. Hasta nuevas órdenes, haz este trabajo todos los días.

 

 

Cuando cayó la tarde, Asya se dio cuenta de que no había comido nada todavía y de que tampoco le daría tiempo de llegar a su casa a la hora de cenar. Le quedaban por limpiar todavía, al menos, ocho cuadras, aparte de darles la última comida de la jornada a los animales y verificar el estado de las yeguas preñadas. Se quitó los guantes de cuero que se habían curtido por el duro esfuerzo y los tiró al suelo con desdén. Comenzó a llorar desconsolada al observar sus manos agrietadas y llenas de callos.

Olía a estiércol, y se hallaba manchada de pies a cabeza. A pesar de estar hambrienta y dolorida, no abandonó la hacienda antes de dejar a los caballos atendidos y limpios.

De camino a su casa tuvo que pararse en numerosas ocasiones porque las piernas le fallaban debido al cansancio. Entró en la vivienda evitando, de forma consciente, encontrarse con sus abuelos. El único momento del día que alivió un poco su maltrecho cuerpo fue el baño. No le quedaron fuerzas para nada más, por lo que se fue a la cama sin cenar.

 

Ir a la siguiente página

Report Page