Asya

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Lo que el viento se llevó

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Lo que el viento se llevó

 

 

Pasha observó con atención su pierna izquierda que se había inflamado de forma evidente, adquiriendo un molesto color azulado. Sabía que eso le sucedería más tarde o más temprano puesto que no descansaba lo suficiente y se pasaba, prácticamente, jornadas enteras con la prótesis puesta. Reflexionó un segundo ante la posibilidad de tomarse el día libre, pero descartó enseguida esa idea; tenía demasiados asuntos que resolver en el cuartel y no podía descuidarlos.

Trató de colocarse la prótesis en el pie, aguantado con valor el sufrimiento que le provocaba el mero intento. Tras varias tentativas fallidas, comprendió que no era posible meter su hinchazón en el cuenco de hierro, por mucho empeño que pusiera.

Unas humillantes lágrimas comenzaron a cruzar sus mejillas al tomar consciencia de que era un pobre inválido, aunque fingiera olvidarlo. Acudió al cuarto de baño y reposó las piernas en una palangana con agua fría, pensando que, de ese modo, rebajaría la prominencia.

A pesar de tener la pierna sumergida bajo el agua varios minutos la hinchazón no mejoró y, lejos de solucionarse, fue a peor. La pierna no dejaba de inflamarse y los dolores eran inaguantables. Un brote de fiebre le indicó que la molestia era más seria de lo que había supuesto en un principio.

Natasha y su madre no se encontraban en casa ese día por lo que decidió salir al jardín para buscar ayuda. Con seguridad, algún granjero oiría sus gritos o, con un poco de suerte, la propia Asya.

Salió al patio y se dejó acariciar por los luminosos rayos de sol de principios de marzo. Se alegró de que la nieve estuviera medio derretida y unas alegres manchas verdes comenzaran a brotar en los alrededores.

Ayudado por las muletas se dirigió a los establos, haciéndosele muy raro no ver a Asya por ninguna parte. Hizo memoria y cayó en la cuenta de que llevaba un par de semanas sin verla. La echaba de menos. Mucho más de lo que le gustaba reconocer.

Llegó sofocado a los establos, prácticamente arrastrando tras él su pierna dolorida cubierta por un delgado calcetín.

—¿Asya? —la llamó preso de una alarmante desesperación—. ¿Puedes ayudarme?

Unos instantes después apareció en su campo visual una copia de su querida Asya. Una Asy apagada, sin vida, derrumbada. Llevaba un mono de trabajo sucio y su cabello recogido en una trenza desordenada, impregnada de heno seco y barro. La volvió a observar confuso y, si no fuera por sus inconfundibles ojos verdes, hasta hubiera dudado de que fuese ella. Su asombro creció al observar que se limpiaba, de forma disimulada, las manos manchadas de estiércol.

—¿Qué es lo que haces? —le preguntó sorprendido, puesto que no comprendía por qué ofrecía el aspecto de una granjera en lugar de lo que era en realidad.

—¿No es obvio? —La voz le salió apagada, llena de amargura como si estuviera demasiado cansada para discutir—. Trabajo.

—Tu trabajo no es este, así que te lo vuelvo a preguntar una vez más —insistió él, agitado—. ¿Qué es lo que haces?

En esta ocasión, ella bajó la mirada y se quedó callada. Y aquel gesto, en ella, era señal de rendición. La Asya luchadora, que él conocía tan bien, jamás se conformaría con el silencio ni bajaría la mirada. Ni mucho menos se quedaría sin argumentos.

Se acercó a ella y le tomó las manos entre las suyas. La vista se le nubló al pasar el dedo por la superficie de su piel y sentirla agrietada, cubierta de callos y moratones. Un volcán activo irrumpió en su interior al comprender entre líneas la situación. La rodeó con los brazos apretándola con fuerza contra su pecho.

—Lo siento mucho, Asy. Yo no sabía nada de esto. No sé si fue mi madre o mi hermana, pero te aseguro que no volverá a suceder. Dime, ¿quién te hizo esto?

Asya emitió un largo suspiro.

—¿Y qué más da? —señaló con voz rota—. Tú me trajiste aquí para pagar una deuda que te has inventado así que, se mire como se mire, estoy en esta situación por ti.

—Yo jamás quise esto para ti. —La miró con franqueza a los ojos, señal de que sus palabras eran sinceras—. Yo solo…

—No digas nada más. Lo sé, tú solo necesitas venganza. Pues ya la tienes. ¡Mírame! —Abrió los brazos como una mariposa en pleno vuelo y continuó su discurso, enojada—: Si tu deseo era verme hundida, humillada y agotada, puedes estar contento; soy todo eso y más.

—Mi deseo nunca fue ese, Asya —le aseguró con un leve tono de reproche en la voz. Sus miradas se cruzaron, la de Pasha sincera, abierta y apenada; la de ella, dolida, desconfiada y furiosa. Se inclinó sobre ella y le retiró con delicadeza unos mechones rebeldes que se pegaran sobre su mejilla. No fue un gesto pasional, sino de cariño y consuelo. La forma afectuosa de reconfortarla tocó la fibra sensible de ella y, algo en su actitud resentida, cambió. No tuvo fuerzas para negarse cuando la abrazó por la cintura y, abrumada por el tumulto de sentimientos que la cercanía de Pasha desató en su interior, dejó la cabeza descansar sobre su hombro. Lo rodeó con sus manos en un acto reflejo y cerró los ojos. Era agradable estar abrazada a él, aun cuando solo fuera por unos breves instantes—. Perdóname si, por mi culpa, has tenido que sufrir. Te prometo que…

Las palabras de Pasha la hicieron reaccionar. Se apartó de él con brusquedad, sintiendo cómo las afiladas garras del dolor la arañaban por dentro.

—No, Pasha, no me prometas nada. Vamos a dejar las cosas como están y punto. No necesito que te compadezcas de mí ni que saltes en mi ayuda cada vez que sea desdichada; ya me conoces, soy fuerte, no me derrumbo con facilidad. Soy capaz de cuidar de mi misma, no te necesito.

—Lo vamos a dejar por ahora, pero tú y yo necesitamos decirnos muchas cosas. Es obvio que, por mucho que intentemos tapar el sol con el dedo, no conseguimos hacerlo desaparecer. Y lo sabes tan bien como yo. Estamos enojados y resentidos el uno con el otro pero, aun así, nuestros cuerpos se buscan y se desean. Esa atracción que sentimos es más fuerte que tú y que yo. Ahora escúchame bien, porque no lo repetiré dos veces. —Buscó su consentimiento con la mirada, de un modo que no admitía una negativa y Asya asintió, incapaz de llevarle la contraria a un Pasha sombrío y decidido—. Quiero que te vayas a casa para lavarte y cambiarte. ¿Me has oído? Y, nunca más, se te ocurra recibir órdenes con respecto a tu trabajo de nadie que no sea yo.

Las palabras distantes pero, al mismo tiempo, cargadas de ternura provocaron un torbellino de emociones encontradas en una Asya derrumbada, vulnerable, que perdió la compostura sintiéndose como una hoja arrancada de su sitio flotando en el aire, por pura inercia. Estalló en llanto, incapaz de contenerse por más tiempo. Escondió la cabeza en su pecho y vació toda la frustración que llevaba aguantando desde hacía semanas. Pasha la consoló acariciándole su largo cabello hasta que se fue tranquilizando. Una vez alcanzada la calma, la realidad de lo que estaba sucediendo se hizo evidente. Pasha y ella eran jefe y empleada y no tenía ningún derecho a abrazarlo solo porque se sintiera triste. Se tensionó al pensar en las palabras de Natasha y en la posibilidad de que viviera aquel infierno, precisamente, por culpa del hombre que la consolaba. Quizás las reglas de aquel macabro juego las hubiera marcado él mismo. El placer de dañar, hacer sangre y después reconfortar podría ser un modo de venganza; una lenta, agónica y letal.

Aquellos sombríos pensamientos la ayudaron a sobreponerse. Se separó de su cuerpo con brusquedad, arrepentida por dejarse vencer por las emociones. Su lado racional recobró el poder sobre sí misma y se reprendió con dureza al comprender que se había expuesto con tanta facilidad. No era una mujer indefensa, ni imploraría una suerte mejor. Aquellas eran las cartas de su vida y, para bien o mal, debía aceptarlas. Sus hermosos ojos verdes dejaron de lagrimar y una generosa inspiración que la llenó de vida le dio la fuerza necesaria para enfrentarse a él.

—No tienes por qué ser amable ni fingir que te importa mi situación. Lo sé todo.

El desconcierto que vio en los ojos color tormenta de Pasha la hizo dudar.

—Asya, no sé lo que sabes ni qué demonios está pasando, pero te prometo que lo averiguaré cuanto antes. ¿De acuerdo? Ahora haz lo que te he pedido y no tardes en regresar porque necesito tu ayuda. Muy pronto hablaremos de todo.

—¿Necesitas mi ayuda? —preguntó confundida al remarcar una mueca de dolor en su rostro—. ¿Qué te pasa?

—Tengo un… problema. —Pasha apartó la mirada de ella, un tanto incómodo, preguntándose cómo definir su mutilación. Le costaba hablar de aquello, era una parte de él que le hacía sentirse incompleto e inseguro y prefería mantenerla oculta—. Una de mis piernas es… está mutilada por culpa de la guerra y llevo una prótesis. Creo que se ha infectado. Me duele mucho y la fiebre no para de subir. Y no hay nadie en la casa para que me ayude.

Se sintió aliviado al ver que los ojos de Asya no reflejaban otra cosa, aparte de preocupación. Soltó el aire que había retenido en sus pulmones al entender que ella no parecía haberse horrorizado ante esa circunstancia. Se limitó a mirarlo de un modo intenso, ese modo que tenían para comunicar sus sentimientos sin necesidad de palabras. Era como un lazo que les mantenía unidos, aun cuando las situaciones fueran de lo más adversas. Una repentina ola de felicidad se apoderó de él al darse cuenta de que ese lazo permanecía intacto.

Asya le tocó la frente con preocupación y asintió. Acto seguido, se giró y entró en el establo, de donde salió acompañada por un caballo. Comprobó la tirantez de los arneses y subió en la montura. Le dio un impulso y mientras se alejaba, le gritó:

—Vuelve a la cama. Tienes una fiebre muy alta. En breve regresaré y te ayudaré.

Cuando su silueta se perdió en el horizonte, Pasha liberó el dolor que bullía en su interior:

—Asya, quiero que sepas que, a pesar de todo lo que nos ocurre, tú eres mi amor. Desde el día que tu abuelo te trajo a la pradera y te dejó a mi cuidado has estado presente en mis pensamientos. Día y noche. He intentado ocultarlo y lo sigo haciendo, pero ¿sabes qué? He comprendido que el amor es lo único que no se puede ocultar —le gritó tras perderla de vista.

Sus palabras fueron llevadas por el viento y él deseó, de todo corazón, que se las hiciera llegar a ella porque dudaba de tener el valor suficiente para decírselas a la cara algún día.

 

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