Arturo

Arturo


Libro uno: Pelleas » 2

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El interior de la iglesia resplandecía con la luz de cientos de velas. Reyes y señores se arrodillaban sobre el desnudo suelo de piedra ante el enorme altar, las cabezas inclinadas, mientras el obispo Urbanus leía el texto sagrado con voz sonora y monótona. Así arrodillados, aquellos altivos señores parecían la viva imagen de la humildad y la reverencia. Era bueno, por cierto, que estuvieran arrodillados.

Entramos en silencio. Arturo sujetaba la espada en la mano como si fuera algo vivo que pudiera revolverse contra él y morderlo; como si fuera una ofrenda y él el penitente que la conducía con sumisión al altar.

Con los ojos brillantes bajo aquella luz trémula, se pasó la lengua por los labios resecos y avanzó hasta la parte central, volvió la cabeza y, con una última mirada por encima del hombro a Merlín, empezó a andar por la larga nave soportada por columnas en dirección al altar.

Urbanus levantó la vista, al tiempo que Arturo se acercaba; vio al joven que avanzaba decidido hacia él y arrugó la frente enojado. Entonces reconoció la espada y se quedó petrificado de asombro.

Las cabezas inclinadas se alzaron al dejar el obispo de leer. Los señores allí reunidos vieron la expresión del clérigo, y se volvieron como un solo hombre para ver qué era lo que lo había interrumpido.

Se encontraron con Arturo allí, en medio de todos ellos, empuñando la espada.

¡Sus rostros! Casi me fue posible leer sus pensamientos cuando lo contemplaron con ojos desorbitados: «¿Qué? ¡La espada! ¿Quién es este advenedizo? ¿De dónde ha salido? ¡Miradlo! ¡Un salvaje de la región norte! ¿Quién es?».

Todavía veo la escena: el asombro da paso a la cólera. Sus ojos adquieren una expresión furiosa.

Se pone en pie, la misa queda olvidada. Nadie habla. Sólo se escucha el seco restregar de las botas de cuero sobre la piedra.

Es el silencio que precede a la tormenta.

De repente, ésta estalla: el trueno hace su aparición tras el vivo fogonazo del rayo.

Se produce un clamor de voces que preguntan y exigen con enfado. Las manos entran en acción: codiciosas, los puños crispados, moviéndose en dirección a los cuchillos. Los cuerpos se mueven, se abalanzan hacia adelante, lo rodean, amenazadores.

¡Pero maravilla de maravillas, Arturo ni siquiera parpadea! Se mantiene firme con expresión torva mientras los señores de Inglaterra lo rodean. Veo cómo sus hombros y su cabeza sobresalen por encima del resto. Está más perplejo que preocupado o asustado.

Le gritan:

—¡Usurpador!

Exigen saber su nombre y su linaje. «¡Engaño!», exclaman. «¡Perfidia! ¡Fraude!». Aúllan como cerdos escaldados. El sagrado santuario se ha convertido en un torbellino de rencor y miedo, y Arturo permanece de pie y en silencio en su centro, impasible e inmóvil. Es una efigie esculpida en piedra, y los nobles son danzantes que se retuercen.

¡El odio! El odio que exudan es como el calor de un horno. Es el choque de una lanza, el golpe de un puño agresivo. Es el veneno que suelta una víbora.

Intento llegar hasta Arturo. No sé en qué forma puedo ayudarlo, pero debo estar junto a él. Sin embargo, la muchedumbre que lo rodea es como una muralla. Me es imposible alcanzarlo.

Arturo se encuentra solo en medio de la furia que su aparición ha provocado.

Se alzan espadas en el aire; relucen los cuchillos. Estoy seguro de que matarán al muchacho. Antes colocarán su cabeza en una estaca que doblar la rodilla ante él. Ha sido un gran error traerlo.

Urbanus, los brazos alzados sobre su cabeza y agitando las manos, se abre paso. Su rostro está pálido como el de un muerto, su voz se eleva pidiendo tranquilidad, orden, pero nadie lo escucha. No quieren escucharlo. Una mano surge de improviso y empieza a chorrear sangre de la nariz del obispo. Urbanus retrocede con un grito ahogado.

La muchedumbre se acerca más.

—¡Matémoslo! ¡Matemos al usurpador!

Es un canto de muerte.

Los ojos de Arturo se tornan grises y duros. Su cabeza se inclina. Su mano se cierra con más fuerza alrededor de la empuñadura de la espada. Ha dejado de ser una ofrenda, de nuevo es un arma, y la utilizará.

—¡Matémoslo!… ¡Matémoslo!… ¡Matémoslo!

El clamor es horroroso. La multitud sigue aproximándose.

Mi espada está dispuesta. ¿Dónde está Merlín?

¡Padre Nuestro! Todo esto es un terrible error. Somos hombres muertos.

Y entonces, justo cuando empiezo a levantar mi espada para abrirme paso hasta Arturo, se escucha un sonido como de un viento de tormenta, la ráfaga de un poderoso vendaval marino. Los hombres se echan hacia atrás, repentinamente asustados. Se cubren la cabeza con los brazos y escudriñan la oscuridad del techo. ¿Qué sucede? ¿Se cae el techo? ¿El cielo?

El extraño ruido amaina y se miran unos a otros atemorizados. Merlín está ahí. El Emrys está de pie junto a un Arturo muy tranquilo. Sus manos están vacías y levantadas, el rostro severo en medio del sobrenatural silencio que ha creado…

* * *

No terminó allí. La verdad, ni siquiera había empezado.

—¡Ya es suficiente! —proclamó Merlín, como un padre que se dirige a unos chiquillos desobedientes—. No va a matarse a nadie en esta noche santa.

Los nobles murmuraron asustados, mirando a Merlín con desdén y desconfianza. Hacía que se sintieran pequeños y asustados, y eso no despertaba su cariño por él.

—¡Tú has hecho esto! —gritó alguien.

El rey Morcant de Bulgarum se abrió paso por entre el gentío.

—Te conozco. Esto es uno de tus trucos, hechicero.

Merlín se volvió para mirar al rey. Los años no habían conseguido aplacar el espíritu de Morcant. El ansia de obtener el Trono Supremo ardía en su vientre con la misma fiereza de siempre. Fue Morcant —junto con Dunaut y Coledac— el que causó tantos problemas a Aurelius y a Uther. Dunaut estaba a buen recaudo en su tumba, y su reino lo gobernaba Idris, un joven pariente, y Coledac gobernaba ahora las ricas tierras de Iceni que Aurelius había recuperado para él de los saecsen. En consecuencia, Coledac estaba dispuesto a considerar a Arturo desde una óptica más benevolente.

Pero Morcant, más poderoso que nunca, seguía obstinado en conseguir el Trono Supremo, y no pensaba dejarlo escapar sin lucha. Y su hijo Cerdic había heredado la ambición de su padre. Cortado por el mismo patrón, el joven, no mucho mayor que el mismo Arturo, se veía ya adornando el trono.

—Te reconozco, Morcant —repuso Merlín—, y sé lo que eres.

—¡Embaucador! —se mofó Morcant—. Se necesitaría más que tus hechizos para convertir en rey a este cachorro de furcia.

Merlín sonrió, pero sus ojos se endurecieron.

—Yo no lo convertiré en rey, Morcant. Estos nobles aquí reunidos lo harán, y por su propia voluntad.

—¡Jamás! —Morcant lanzó una amarga carcajada—. Por mi vida que eso no sucederá.

Se volvió hacia los que lo rodeaban, buscando aprobación a sus palabras. Algunos se la dieron abiertamente, otros se mostraron más indecisos pero en general todos estuvieron de acuerdo con él.

Envalentonado por su apoyo, Morcant pasó al ataque.

—No conocemos a este muchacho; no es ningún rey. ¡Miradlo! Es dudoso incluso que sea de noble cuna. —Indicó la espada con un despectivo movimiento de la mano—. ¿Esperas que creamos que la espada que empuña es la auténtica Espada de Inglaterra?

—Eso —respondió Merlín con calma— puede comprobarse con facilidad. No tenemos más que salir al patio para ver la piedra vacía de la que la ha sacado.

Morcant no estaba nada dispuesto a darle la razón a Merlín, pero ya que había sido él quien había sacado a relucir la cuestión, ahora no podía volverse atrás.

—Muy bien —dijo—, veamos si ésta es la espada auténtica o no.

La muchedumbre, los nobles y todos los demás, gritándose unos a los otros, se abrieron paso a empujones para salir de la iglesia y llegar al oscuro patio, donde incluso bajo la vacilante luz de las antorchas todos pudieron ver claramente que la enorme piedra estaba, en verdad, vacía.

Esto convenció a unos cuantos, pero no a Morcant.

—Me gustaría ver con mis propios ojos cómo la saca —declaró, firme en su convicción de que era del todo imposible que Arturo la hubiera sacado, y que de ninguna manera podría repetir este milagro—. Que la vuelva a colocar —desafió Morcant—, y la saque otra vez si es que puede.

—¡Que la vuelva a colocar! —gritó alguien en la muchedumbre, y otros gritaron también—: ¡Vuelve a colocarla! ¡Que la vuelva a colocar!

A una señal de Merlín, Arturo se acercó a la piedra y volvió a colocar la espada, la dejó allí por un momento, luego la sacó de nuevo con la misma facilidad que antes.

—¡Ja! —se jactó Morcant—, ésa no es una auténtica prueba. ¡Una vez que el hechizo se ha roto, cualquiera puede sacar la espada!

—Muy bien —repuso Merlín terminante. Se volvió hacia Arturo—: Vuelve a colocar la espada.

Arturo lo hizo y luego se apartó a un lado.

Con una sonrisa perversa, Morcant sujetó la espada con ambas manos y tiró. El gran rey gruñó e hizo grandes esfuerzos. El rostro se le oscureció y los músculos parecieron a punto de estallar a causa de la tensión, pero la espada estaba tan clavada como lo había estado siempre. No había forma de moverla. Se echó hacia atrás, derrotado.

—¿Qué encantamiento es éste? —gruñó, mientras se frotaba las manos.

—Si es un encantamiento —le dijo Merlín—, es un encantamiento divino y nada tiene que ver conmigo.

—¡Embustero! —aulló Morcant.

Otros muchos se agolparon alrededor de la piedra e intentaron extraer la espada. Pero, al igual que antes, la Espada de Inglaterra permaneció bien clavada en la piedra angular. Nadie de entre los grandes de la Isla de los Poderosos podía sacarla, tan sólo Arturo.

Cuando todos lo hubieron intentado y fracasado, el rey Morcant bramó:

—¡Esto no demuestra nada! No dejaré que la noche me engañe. ¡Lo que yo digo es que saque la espada a plena luz del día! Entonces estaremos seguros de que todo es como debe ser.

Morcant no creía tal cosa, desde luego. Simplemente quería retrasar la prueba un poco más, con la vana esperanza de que quizá podría descubrir una forma de conseguir la espada.

Merlín estuvo a punto de desafiar a Morcant en esto, pero Urbanus hizo su aparición, con la sagrada cruz en alto, y suplicó a todos los allí reunidos en nombre de Jesucristo que pospusieran la prueba hasta la mañana siguiente.

—Mañana es la Misa de la Natividad —dijo el obispo—. Entrad en la iglesia y orad al Soberano de todos los hombres, para que en su gran misericordia nos muestre mediante algún milagro quién deberá ser, más allá de toda duda, el Supremo Monarca.

Para algunos, aquello era la sensatez personificada. Me di perfecta cuenta de lo que Merlín pensaba de aquel plan. Casi me parecía oír su desdeñosa réplica: «¡Por Dios Todopoderoso, si ya hemos tenido nuestro milagro! ¿Cuántos más necesitaréis para creer?».

Pero, ante mi sorpresa, Merlín asintió con gran cortesía.

—De acuerdo —replicó—. Reunámonos de nuevo aquí mañana y veamos qué hace Dios.

Dicho esto, se dio la vuelta y empezó a alejarse. Arturo y yo lo seguimos, dejando a la muchedumbre contemplándonos boquiabierta a la luz de las antorchas.

—Myrddin, ¿por qué? —inquirió Arturo tan pronto como estuvimos lejos de la iglesia. La callejuela estaba oscura y mojada a causa de la nieve derretida—. Podía hacerlo de nuevo: estoy seguro de ello. Por favor, Myrddin, déjame.

Merlín se detuvo en medio de la calle y se volvió hacia Arturo.

—Sé perfectamente que podías hacerlo. La verdad es que podrías sacar la espada cincuenta veces, o quinientas. Sin embargo, eso no sería suficiente para ellos. De esta forma les damos algo en qué pensar. Deja que pasen la noche preocupados por ello, y a lo mejor mañana verán las cosas de distinto modo.

—Pero mañana Lord Morcant podría… —empezó a decir Arturo.

—Morcant ha tenido quince años para encontrar una forma de vencer a la espada, o quitarle todo su significado —explicó Merlín—. Una noche más no cambiará nada.

Proseguimos la marcha. Nuestro alojamiento no estaba lejos del templo y no tardamos en llegar. Arturo permaneció en silencio hasta que llegamos a la puerta.

—Myrddin, ¿por qué me has traído aquí de esta forma?

—Ya te lo he dicho, muchacho. Es hora de descubrir en qué te convertirás.

—Eso no es una respuesta. Sabías lo que sucedería. Sabías que habría problemas esta noche.

—Entra, Arturo. Hace frío.

—No —se negó Arturo, tajante—. No hasta que me lo digas.

Merlín suspiró.

—Oh, muy bien, te lo diré. Ahora entremos. Gradlon ha encendido un fuego. Beberemos un poco de su vino, y te contaré todo lo que puede contarse.

Penetramos en la casa, donde, tal y como Merlín había dicho, Gradlon el comerciante de vinos había encendido un buen fuego. Siguiendo el estilo elegante del antiguo Londinium, había sillas junto al fuego, una pequeña mesa de patas largas sobre la que descansaba una bandeja con copas de plata, y una hermosa jarra de cristal llena de vino de un color rojo como el rubí.

A Gradlon no se lo veía por ninguna parte, ni tampoco parecía haber por allí ninguno de sus criados.

—Veré si hay alguien —dije, y fui a investigar.

Las habitaciones de la planta baja estaban vacías, en el piso superior había dos habitaciones: una era la de Gradlon. La otra la utilizaba como pequeño almacén y un lugar donde llevar a cabo su contabilidad. Gradlon no estaba en ninguna de las dos habitaciones. La casa estaba vacía.

Regresé a la habitación donde estaba la chimenea. Merlín y Arturo se habían instalado frente al fuego, y había tres copas en el hogar, calentándose.

—No hay nadie en la casa —informé.

Merlín meneó la cabeza.

—No obstante, preparó nuestra bienvenida. Sin duda lo llamaron y no tardará en volver.

Arturo se desplomó en su silla, sus grandes manos cruzadas sobre el pecho.

—Pensé que iban a por mí —murmuró—. Habrían acabado conmigo si no los hubieras detenido. Pero ¿por qué, Myrddin? ¿Por qué estaban tan furiosos? ¿Y dónde está Meurig? Y Ectorius y Cai: ¿dónde están? ¿Y Custennin y Bedwyr? Deberían estar todos aquí para apoyarme.

—Así es —asintió Merlín—. Pero se han retrasado. Puede que lleguen mañana. Puede que no.

—¿Qué? ¿No te importa lo que suceda? —La voz de Arturo se elevó estridente.

Merlín le replicó, paciente:

—¿Dudas de mí? Sólo digo lo que hay: o bien aparecerán mañana, o no aparecerán. Pero tanto si aparecen como si no, no hay nada que pueda yo hacer sobre ello.

Arturo lo contempló lúgubremente, pero no dijo nada. Me acerqué al fuego y vertí vino en las copas ya calientes; entregué una a Merlín y otra a Arturo.

—No te inquietes, Arturo —le dije—. Todo es como tiene que ser: como fue ordenado. Meurig y Custennin están enterados del Consejo de la Misa de la Natividad. Saben que va a celebrarse y vendrán.

Aceptó esto junto con el vino, y tomó un buen sorbo.

—Dijiste que me lo contarías todo. Estuviste de acuerdo. Bien pues. Estoy dispuesto a escucharlo ahora.

Merlín lo estudió con atención durante un momento.

—¿Lo estás en verdad? ¿Estás listo para escucharlo todo? No sé…

En la habitación no se escuchaba más que el crepitar de las llamas en la chimenea. Sentí cómo mi señor sopesaba las palabras con cuidado en su corazón y en su mente, probando cada una como se comprueba un saco para el grano antes de introducir en él el producto de la cosecha.

—Arturo —dijo Merlín por fin—, si te he ocultado algo, perdóname. Al parecer, el tiempo de los secretos ha pasado. El conocimiento debe conducirte ahora allí donde yo no puedo; pero te ruego que recuerdes que, lo que hice, lo hice como siempre lo he realizado todo…, con un solo y único propósito: servirte de la mejor manera posible.

El joven aceptó esto al instante.

—¿Porque sabías que un día sería rey?

—Precisamente. Porque sabía que serías rey un día.

—¿Por la espada? Pero yo creía…

—Y yo dejé que lo creyeras, Arturo. Créeme, no fue por falta de confianza en ti, sino por desconfianza en los otros. —Merlín se detuvo, recapacitó, dio un sorbo a su copa, y siguió—: Esta noche fue una prueba, sí: pero no la prueba que tú pensaste que era. No te mostrabas simplemente digno de convertirte en rey…

—¿No?

—Te mostrabas ya como un rey, Arturo. El Supremo Monarca.

La frente de Arturo se arrugó mientras su cerebro trabajaba a toda velocidad. Vi cómo daba vueltas a lo que le habían dicho, cómo luchaba por comprenderlo con claridad. No obstante, Arturo no dudó de que esto pudiera ser verdad; su propio corazón le dijo que era así.

El muchacho se quedó como aturdido, aunque sólo por un instante. Luego se puso en pie de un salto.

—¡Por eso es por lo que estaban tan furiosos! ¡Myrddin! Me odiaban por tener éxito allí donde ellos habían fracasado. El premio era mayor de lo que yo creía.

El joven esbozó una sonrisa, como si ésta fuera la solución a sus penas. La verdad es que ya había perdonado a los reyezuelos su traición. Era feliz una vez más.

Mientras se paseaba delante del fuego, su rostro realmente brillaba de alegría.

—El Supremo Monarca…, oh, Myrddin, es cierto. Sé que lo es. Soy el Supremo Monarca.

No obstante, su alegría duró poco, ya que incluso mientras la idea tomaba forma en su mente, Arturo se dio cuenta de las implicaciones de su recién hallada nobleza.

—Pero eso significa…

Puso cara larga; hundió los hombros. Tras haber estado en el summum de la felicidad, ahora parecía totalmente abatido y desesperado.

—Vamos, siéntate, Arturo.

—¿Quién soy? ¡Myrddin, dímelo! ¿Quién soy yo para que me convierta en Supremo Monarca? Porque la razón me dice que no soy pariente a Ectorius… ni de Meurig, ni tampoco de Custennin.

Myrddin sacudió con suavidad la cabeza.

—No, no eres del linaje de Custennin, ni del de Meurig, ni tampoco del de Ectorius. —Se levantó y fue a detenerse frente a Arturo, colocando ambas manos sobre los hombros del joven—. Ha transcurrido mucho tiempo, Arturo. La Isla de los Poderosos ha estado sin Supremo Monarca durante demasiado tiempo.

—¿Quién soy, Myrddin? —susurró Arturo—. ¡Dime! ¿Soy el hijo del Pandragón?

—No, no de Uther. Tu padre fue Aurelius —respondió Merlín con sencillez.

—¿Aurelius?

—Sí, e Ygerne fue tu madre.

—¡La esposa de Uther! —Sus ojos se abrieron desmesuradamente.

—No es eso —aclaró Merlín suavemente—. Ygerne fue la esposa de Aurelius antes de serlo de Uther. Eres el hijo legítimo de Aurelius. No tienes de qué avergonzarte.

Esto era demasiado para que el joven lo comprendiera.

—Si no hay nada de lo que avergonzarse, ¿por qué se ha mantenido en secreto? ¡Y no digas que ha sido para servirme mejor!

—Para protegerte, Arturo.

—¿De Morcant?

—De Morcant, sí, y de otros como él. Ya has visto lo que pasó esta noche. Quise decírtelo cuando murió tu madre, pero eras demasiado pequeño. Ya es bastante difícil ahora; entonces aún lo habrías comprendido menos.

Arturo se congestionó.

—No me gusta esto, Myrddin. ¡Te digo con toda claridad que no me gusta nada todo esto! Si Ygerne era mi madre, ¿por qué…? —Lo adivinó antes incluso de terminar de hacer la pregunta—. Uther.

Merlín suspiró.

—Te pedí que recordaras que, lo que hice, lo hice por ti, Arturo. No había otra forma… No, puede que hubiera habido otro camino; no diré que no lo había. Pero, si existía, no me fue revelado. He actuado según se me dio a entender, Arturo. Nadie puede hacer más. —Extendió una mano en dirección al muchacho—. No te pido que lo apruebes. Sólo que lo comprendas.

El joven Arturo asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

Merlín levantó la copa de Arturo y se la entregó. El muchacho la tomó y la sujetó entre ambas manos, los ojos fijos en sus profundidades.

—Bebe tu vino —le dijo mi señor—. Luego vete a la cama. No hablemos más de ello; ya se ha dicho suficiente por esta noche.

Arturo vació de un trago la copa, luego se dirigió a su aposento. Hice intención de acompañarlo, pero extendió la mano y me indicó con un gesto que me quedara. Deseaba estar solo.

Cuando se hubo marchado, dije:

—Tiene razón de estar enojado.

Merlín asintió.

—Hemos vivido con este momento en nuestras mentes durante años; esperando, orando para que llegara. Pero Arturo no ha sabido nada de ello hasta ahora. No debe extrañarnos que lo tome por sorpresa. No obstante, dale tiempo y se pondrá a la altura de las circunstancias. Ya lo verás, Pelleas.

Volví a llenar nuestras copas y Merlín vació la suya, rehusando que se la volviera a llenar.

—No, es suficiente. Vete a la cama, Pelleas. Pienso quedarme aquí un rato aún —dijo, y giró su silla hacia el medio apagado fuego—. Quizá regrese Gradlon. Me gustaría hablar con él.

Lo dejé con la mirada clavada en las rojas y doradas ascuas, registrando los innumerables senderos del Otro Mundo en busca de aquel que le brindaría sabiduría y coraje.

Necesitaríamos mucho de ambas cosas en el futuro.

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