Arturo

Arturo


Libro uno: Pelleas » 3

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El día amaneció frío y húmedo. La nieve caía tristemente de un cielo de plomo batido. Nos levantamos y desayunamos a la luz de una vela de junco en casa de Gradlon, mientras nuestro anfitrión iba y venía a nuestro alrededor, dando órdenes a sus sirvientes, preocupándose por los más mínimos detalles, lleno de la excitación propia de los grandes acontecimientos.

—¡Comed! —nos exhortaba, haciendo que nos llenaran los cuencos de gachas de avena y las copas de humeante vino especiado—. Es un largo día el que os espera. Necesitaréis todas vuestras fuerzas… y vuestro ingenio. No se puede pensar si se tiene hambre. ¡Comed!

Durante su larga vida aquel astuto mercader tuvo muchas oportunidades de estar en estrecho contacto con las cuestiones de gran trascendencia. En realidad, si hay que hacer honor a la verdad, Gradlon había sido la mano invisible detrás de muchas transacciones y negociaciones relacionadas con el poder.

Gobernadores, reyes, señores, todos podían ir y venir, pero siempre en provecho de Gradlon. Aunque no guardaba fidelidad a nada ni a nadie que no fuera su bolsillo y su propia persona, su habilidad para detectar el lado predominante en cualquier contienda —a menudo mucho antes de que el frente de batalla quedara delimitado con claridad, o los combatientes se enfrentaran— lo convertía en un valioso aliado.

Gradlon sencillamente comprendía los veleidosos senderos del poder, aunque, al contrario que la mayoría de los hombres, no lo deseaba para sí. Prefería su propia vida de trueque y comercio, de juego, riesgo y especulación. Con Arturo en su casa, Gradlon no cabía en sí de gozo.

—Podéis estar seguros de que Morcant se está dando un buen atracón esta mañana —dijo, indicando a sus criados que se movieran con más diligencia—. ¡Ese hombre no ha dejado de comer ni un solo día en toda su vida!

—Siéntate —ordenó Merlín—. Me gustaría saber qué discutiste con el gobernador Melatus. Regresaste muy tarde anoche.

Gradlon puso los ojos en blanco y soltó un bufido.

—Melatus es inaguantable, desde luego; una espalda flexible como una vara de sauce y un cerebro como un colador.

Sus palabras arrancaron una risita ahogada a Arturo, que era el único de nosotros que tenía apetito. El muchacho seguía el consejo de Gradlon y comía con gran ardor. Si ésta se convirtiera en su última comida, reflexioné, al menos resultaría muy abundante.

—El problema, claro está —continuó Gradlon, partiendo el duro pan y mojando la corteza en sus gachas—, es que el gobernador no está muy decidido sobre la cuestión. Carece de opinión porque vive en el pasado. ¡Ay! Melatus y su camarilla creen que el emperador vendrá en la primavera con cuatro cohortes. —El mercader se sacó el pedazo de pan de la boca—. ¡Cuatro cohortes! ¡Y por qué no cien! ¡Mil!

Merlín sacudió la cabeza. Gradlon se echó a reír.

—¿Qué emperador?, le pregunté. Oh, es un idiota, te lo aseguro. La Galia está acabada. El imperio no es más que un recuerdo. ¡Come! ¡No has tocado tu comida!

—¿No nos apoyará? —inquirió Merlín.

—Lo mismo que tampoco apoyaría a los saecsen. ¡Santo Dios, el buen hombre piensa que sois saecsen! Melatus cree que todo aquel que no ha nacido tras los muros medio derrumbados de Londinium es un bárbaro o algo peor.

—Entonces por lo menos no apoyará a los otros —aventuré.

—No estés tan seguro de ello, amigo mío —respondió Gradlon—. Melatus es un idiota, y se comporta como tal. Puede que se ponga del lado de los otros sencillamente para desconcertaros. Además, Morcant se da a sí mismo el título de emperador y eso tiene mucha importancia para Melatus.

—Entonces parece que no podemos ignorarlo —repuso Merlín—. Esto va a resultar mucho más difícil de lo que pensé.

—¡Déjame a Melatus a mí! —declaró Gradlon—. Yo me ocuparé de él.

Arturo terminó sus gachas y apartó el cuenco a un lado, luego tomó su copa y sorbió el especiado vino. Del reborde se elevó una columna de vapor mientras bebía. Los ojos de Gradlon permanecieron fijos en él durante un momento. Luego dijo:

—El hijo de Aurelius… ¿quién lo hubiera pensado, eh? ¡Salve, Artorius! Yo te saludo. —Gradlon alzó la palma en un saludo informal pero genuino.

Arturo sonrió.

—Aún no soy rey.

—Aún no —coincidió Merlín—. Pero quizás al finalizar el día no diremos lo mismo.

No obstante, a pesar de las esperanzadas palabras de Merlín, no iba a ser así.

* * *

Arturo no tenía estómago para los ofrecimientos de paz ni para las intrigas de hombres como Morcant. Si hubiera podido escoger, creo que habría preferido saldar el asunto con el filo de su espada. Antes el corto y violento ardor de la batalla declarada que el frío veneno de la intriga.

Merlín sabía que no había otro camino.

—Has nacido para la guerra, muchacho —dijo—. ¿Qué significa un pequeño conflicto para ti? Sopórtalo con alegría; pasará.

—No me importa que me odien —respondió Arturo. Creo que realmente lo pensaba—. Pero me pone furioso que me nieguen mis derechos.

—Te diré algo, ¿quieres? No trataron mejor a Aurelius —le confió Merlín—, y a él lo querían. Piensa en ello.

Arturo volvió la vista a la muchedumbre reunida en el patio de la iglesia.

—¿Me odian también?

—Aún no lo han decidido.

—¿Dónde están Ectorius y Cai? No los veo.

Ectorius y su hijo, Cai, habían llegado a Londinium y se encontraron con nosotros cuando nos dirigíamos al patio de la iglesia.

—Les dije que buscaran a Morcant y se quedaran junto a él.

—¿Junto a él?

—A lo mejor no protestará con tanto vigor si la suya es la única voz que escucha.

Arturo sonrió veladamente.

—No temo a Morcant.

—Esto no tiene que ver con el miedo, Arturo, sino con el poder —replicó Merlín muy serio—. Y Morcant posee precisamente aquello que tú necesitas.

—No necesito su aprobación.

—Su consentimiento.

—Es la misma cosa —le espetó Arturo.

—Quizá —concedió Merlín—. Quizá.

—Me hubiera gustado hablar con Cai.

—Más tarde.

—¿Qué estamos esperando? Acabemos con esto.

—Esperaremos un poco más; dejemos que Morcant y los suyos se cuezan en su propia salsa.

—¡Soy yo el que se cuece, Myrddin! Hagámoslo de una vez.

—Chisst, paciencia.

A pesar del frío, la gente continuaba llegando al patio. Arturo, Merlín y yo permanecíamos ocultos dentro de la arcada de la iglesia, aguardando mientras los reyes y los señores se reunían para presenciar una vez más el milagro que ninguno de ellos aceptaría ni reconocería. Pero venían, de todas formas. ¿Qué otra cosa podían hacer?

También yo escudriñé la multitud: deseaba de todo corazón que Meurig y Custennin hubieran llegado, y me preguntaba por qué Lot no estaba allí. ¿Qué podía haberlos entretenido? A pesar de saber que era una esperanza vana, no podía dejar de pensar en que, de algún modo, su presencia podía cambiar algo.

En cualquier caso, Merlín ya había decidido la manera en que irían las cosas.

Urbanus, calvo y mofletudo, llegó apresuradamente hasta nosotros, sus sandalias repicando sobre las losas húmedas.

—Todo está dispuesto —dijo, todavía jadeante—. Todo está organizado como pedisteis.

Arturo se volvió para mirar al obispo.

—¿Qué es lo que está dispuesto? —La pregunta era para Merlín.

—Le he pedido a Urbanus que nos prepare un lugar donde podamos sentarnos y hablar como seres civilizados. No pienso regatear en el patio de la iglesia como tratantes de caballos en el mercado. Esto es demasiado importante, Arturo. Cuando las personas se sientan juntas es probable que sean más razonables.

—Sí —respondió Urbanus—. Así que cuando estéis listos…

—Os haré una señal —repuso Merlín.

—Muy bien. Iré a ocupar mi lugar. —Urbanus juntó ambas manos con fuerza y se alejó deprisa, resoplando en el aire gélido.

Arturo golpeó en el suelo con los pies. La agitada muchedumbre se movía para combatir el frío. Algunos de los señores reunidos alrededor de la piedra angular empezaron a hablar en voz alta y a mirar con ansiedad a su alrededor. No tardaría mucho en elevarse un clamor pidiendo la aparición de Arturo. Si no se presentaba provocaría un tumulto.

Arturo percibió la tensión de la multitud y sintió cómo cambiaba, al igual que una marea, en contra suya. Se volvió hacia Merlín y le imploró:

—Por favor, ¿podemos acabar con esto?

En ese mismo instante, la muchedumbre empezó a gritar.

—¿Lo ves? Están cansados de esperar, y yo también.

Esto, creo yo, era lo qué Merlín había estado esperando. Quería que las emociones de la gente, y también la de Arturo, estuvieran a punto de estallar; quería que estuvieran espectantes e inquietos.

—Sí —asintió Merlín—. Creo que los hemos hecho esperar más que suficiente. Vamos. Recuerda lo que te he dicho. Y, suceda lo que suceda, no le entregues esa espada a nadie.

Arturo asintió una vez, secamente. Comprendía sin que tuvieran que explicárselo.

Merlín se abrió paso hacia la piedra y fue reconocido al instante.

—¡El Emrys! ¡Abrid paso al Emrys! ¡Abrid paso! —Y le abrieron paso.

Nos detuvimos ante la piedra. Como si quisieran frustrarnos y desafiarnos, Morcant y sus amigos estaban justo en el lado opuesto, con expresión hosca y despectiva. El odio hervía en su interior, y escapaba a través del vapor que surgía de sus bocas y narices. El día pareció haberse oscurecido aún más.

La piedra, con su delgada capa de nieve, aparecía inmensa y blanca y fría…, muy fría. Y la enorme espada de Macsen Wledig, la Espada de Inglaterra, permanecía hundida hasta la empuñadura, sólida como la piedra angular que la sujetaba; ambas estaban unidas para siempre, no se las podría separar.

¿Había soñado sencillamente que la había sacado de allí?

Bajo la mortecina luz de aquel día gris, todo lo sucedido antes parecía tan remoto y confuso como un sueño que se desvanece. La piedra había derrotado a todos los que habían intentado tomar la espada, y en este triste día derrotaría también a Arturo. E Inglaterra se hundiría para siempre en las tinieblas.

Merlín alzó las manos en actitud declamatoria, a pesar de que todos los presentes se habían callado ya. Esperó y, cuando todos los ojos estuvieron fijos en él, dijo:

—La espada ya ha sido sacada de la piedra, como muchos de vosotros podéis atestiguar. No obstante, será sacada de nuevo a la luz del día, ante todos los aquí reunidos, para que nadie pueda alegar engaño o hechicería.

Se interrumpió para permitir que sus palabras hicieran efecto. El viento se reanimó y la nieve empezó a caer con fuerza en copos enormes y quebradizos, como pedazos de lana arrastrados por el viento.

—¿Hay alguno de entre vosotros que quiera sacarla? Que lo intente ahora. —La firmeza de la voz de Merlín era un reto tan frío e inflexible como la misma piedra.

Desde luego, habría algunos que lo intentarían, aunque sabían en su interior que serían derrotados de la misma forma en que lo habían sido antes. Pero, al igual que a la ignorancia y la estupidez, no se les podía negar su oportunidad de fracasar una vez más.

El primero en intentarlo fue aquella joven víbora llamada Cerdic, el insolente hijo de Morcant. Con los labios curvados en una mueca de desprecio, el muy estúpido se abrió paso hacia la piedra, extendió las manos y agarró la empuñadura como si reclamara la fortuna de otro. Tiró con toda su arrogancia, que no era poca. La muchedumbre lo instó con gritos de ánimo, pero al poco rato se vio obligado a retroceder, sofocado por el esfuerzo y la sensación de derrota.

Maglos de Dumnonia, hijo de Morganwg, fue el siguiente: más por curiosidad que por esperar conseguir nada. Rozó la empuñadura con timidez, como si ésta pudiera quemarlo; fue derrotado antes incluso de intentarlo, y se dio por vencido sin darle mayor importancia.

Coledac avanzó a empellones. Miró a la espada con ferocidad —como si estuviera por debajo de su calidad el tocarla—, rodeó la empuñadura con su mano y tiró, para soltarla casi de inmediato. Se dio la vuelta y se perdió de nuevo entre el gentío.

Owen Vinddu, el jefe guerrero cerniw, fue el siguiente en colocarse ante la piedra y la miró con toda atención. Tras posar ambas manos sobre el mango, la sujetó con tanta fuerza que los nudillos se volvieron blancos mientras tiraba. Con un poderoso gemido se echó hacia atrás, derrotado.

Otros también lo intentaron: Ceredigawn de Gwynedd y Ogryvan, su vecino monarca; Morganwg, que siguió el ejemplo de su hijo, pero sin mayor fortuna; el anciano Antonius de los cantii, entumecido por la edad, pero animoso hasta el final…, y otros muchos: señores, reyes, jefes guerreros; todos y cada uno de ellos, y sus hijos también.

Todos aquellos que deseaban reinar lo intentaron ese día, y todos se vieron derrotados por la piedra hasta que tan sólo quedó Arturo. Los vítores y las burlas se acallaron mientras todos se volvían hacia él.

Arturo se erguía en toda su estatura con expresión torva, los ojos del color del cielo encapotado, la espalda recta, los labios apretados formando una línea fina y pálida. La dureza que mostraba me sorprendió, y otros también la vieron. Sí, sería digno contrincante para la piedra, parecía estar hecho del mismo material.

Extendió la mano y sujetó la empuñadura como si fuera a recuperarla de entre las entrañas de un enemigo. Se escuchó el agudo chirrido del acero sobre la piedra mientras tiraba, y la exclamación de sorpresa de la multitud cuando elevó la enorme espada y la esgrimió en el aire para que todos pudieran verla.

Unos pocos, para eterno honor suyo, doblaron la rodilla de inmediato, reconociendo a su rey. La mayoría no lo hizo. No podían creer lo que habían visto. La gente había esperado largos años para ver esto y ahora no eran capaces de reconocer la señal.

¿Qué esperaban? ¿Un ángel con vestidos resplandecientes? ¿Un dios del Otro Mundo?

—¡Superchería!

La voz era la de uno de los jefes guerreros de Morcant a quien sin duda se le habían dado instrucciones para que iniciara el tumulto.

—¡Usurpador!

Otros, distribuidos entre la multitud, hicieron lo mismo, en un intento de incitar al gentío contra Arturo. Pero Merlín estaba preparado.

Antes de que llegaran a las manos, hizo un gesto a Urbanus con la cabeza, el cual se colocó junto a Arturo y extendió los brazos en gesto conciliador.

—¡Silencio! —gritó—. ¿Por qué persistís en dudar de lo que habéis visto con vuestros propios ojos? Que no haya disensiones entre nosotros en este día de la Misa de la Natividad. Lo mejor será que entremos en la iglesia e imploremos la orientación divina como todo cristiano debería hacer. Luego sentémonos juntos y discutámoslo, y de esta forma decidiremos qué es lo mejor que se puede hacer.

Esto resultaba inesperado. Los señores disidentes no habían pensado más que en rebelión y derramamiento de sangre, y no estaban preparados para contestar al calmado razonamiento que sugería Urbanus. Ectorius no perdió un instante en ratificar el plan.

—¡Bien dicho! —exclamó—. Somos hombres razonables y moderados. ¿Qué daño hay en sentarnos a discutirlo? ¿Y qué mejor lugar que este recinto sagrado?

Los disidentes se vieron apremiados para dar una respuesta. Si se negaban, la gente se daría cuenta de que eran unos traidores y proclamarían a Arturo. No obstante, acceder a la sugestión de Urbanus era admitir que la pretensión de Arturo era genuina. Estaban casi atrapados.

Urbanus vio su vacilación y comprendió su causa.

—Vamos —dijo conciliador—. Dejad de lado querellas y vanas discusiones. Que haya paz entre nosotros en este día santo. Entremos en la iglesia.

La gente murmuró su aprobación, y los reyezuelos comprendieron que aquella batalla en concreto estaba perdida.

—Muy bien —dijo Morcant, reorganizando sus fuerzas—, discutámoslo y decidamos qué es lo mejor. Invoco el Consejo de Reyes. —Con esto esperaba dar a entender que la cuestión no estaba ni mucho menos decidida, y que era él quien mandaba. Dicho esto, dio media vuelta y abrió el camino en dirección a la iglesia.

Si esperaba beneficiarse ocupando él el sillón de honor, sus esperanzas murieron antes de nacer. Merlín había ordenado a Urbanus que colocaran los sillones reales formando un enorme círculo en el interior del santuario; tal y como se había hecho en tiempos de Aurelius y de Uther, pero nunca más desde entonces.

Sentados de esta forma, ningún rey estaba por encima de los demás; por lo tanto, ninguna opinión contaba más que otra. Esto reducía el dominio de Morcant sobre los señores de menor categoría.

A Morcant no le gustó, pero nada podía hacer. Avanzó majestuoso hasta su asiento, se volvió, y se sentó con tanto aire de superioridad como fue capaz de reunir. Otros se acomodaron a ambos lados de él tal y como les pareció, sus consejeros y asesores a su alrededor, mientras los ciudadanos más curiosos de Londinium se colocaban detrás. En un momento, la gran sala, iluminada por cientos de velas y perfumada con una neblina de incienso, empezó a zumbar como un nido de avispas. Urbanus no hubiera imaginado jamás poder reunir tamaña congregación para una Misa de la Natividad.

En consecuencia, no podía dejar pasar aquella oportunidad; de modo que inició el Consejo con una oración admonitoria, tanto en latín como en lengua britona, para que todos comprendieran sus palabras. Y éstas no fueron pocas.

—Sabio Padre de todos nosotros —concluyó—. Sé Generoso y Guía nuestro, condúcenos con sabiduría y justicia hasta el rey que has escogido, y otórganos paz en la elección. Bendice nuestro Consejo con la luz de tu presencia, y que cada uno de nosotros te complazca en pensamiento, palabra y obra.

Terminada por fin su oración, Urbanus se levantó y se volvió hacia los reunidos.

—Han pasado muchos años desde que este Consejo estuvo de acuerdo por última vez; han pasado muchos años desde que el último Supremo Monarca gobernó el país, y mucho hemos sufrido por ello —declaró. Se interrumpió y dejó que su mirada se paseara por todos los reunidos antes de continuar—. Por lo tanto, debo exhortaros: que este Consejo no se disuelva sin reparar esta equivocación estableciendo de nuevo la monarquía suprema.

A la gente le gustaron estas palabras y dieron su aprobación a coro. Urbanus se giró entonces hacia Merlín.

—Estoy a vuestra disposición para serviros en cualquier cosa que consideréis útil.

—Gracias, obispo Urbanus —respondió Merlín, dándole permiso para que se retirara, y de inmediato se dirigió a Morcant—: Puesto que tú has convocado este Consejo, Morcant —empezó—, quizá debieras decirnos por qué no aceptas la señal mediante la cual todos nosotros estuvimos de acuerdo en que reconoceríamos al siguiente Supremo Monarca de Inglaterra. A menos que hayas descubierto alguna razón convincente por la que debamos ignorar lo que hemos visto con nuestros propios ojos, os digo a todos que el Supremo Monarca está ante vosotros en el día de hoy con la Espada de Inglaterra en su mano.

Morcant frunció el entrecejo.

—Existe todo tipo de razones para ignorar lo que hemos visto. Estamos, como todos sabemos, en una época tenebrosa; hay mucha brujería en el país. ¿Cómo sabemos que lo que hemos visto con nuestros propios ojos —remedó su frase— no se ha conseguido mediante hechicería?

—¿Cómo por hechicería? —exigió Merlín—. Aclara tus objeciones: ¿acusas a Arturo de brujería?

Morcant arrugó aún más la frente. Insinuar brujería resultaba mucho más fácil que demostrarla. No tenía pruebas y lo sabía.

—¿Soy yo un hechicero para conocer tales cosas? —bufó.

—Has sido tú quien ha nombrado el pecado entre nosotros. Te lo pregunto a ti, Morcant, ¿es Arturo un hechicero?

Morcant, con el rostro convulsionado por la rabia, logró controlarse no obstante, y respondió con tino:

—No tengo más prueba que la espada que empuña. Si no se obtuvo mediante brujería, exijo saber con qué poder se obtuvo.

—Con el poder que confieren la virtud y la auténtica nobleza —declaró Merlín—. El mismo poder que se le da a todos los que escogen ese sendero.

La gente aclamó sus palabras, y Morcant comprendió que perdía terreno ante la lógica y el ingenio de Merlín. Sin embargo, no podía contenerse. Extendió los brazos en dirección a los reunidos, e inquirió:

—¿Calumnias acaso la nobleza de la buena gente aquí reunida? ¿Pones en duda su virtud?

—Son tus palabras, Morcant. Yo me limito a defender la virtud y nobleza de aquel que tenemos ante nosotros. —Merlín alzó una mano para indicar a Arturo, que permanecía rígido junto a él—. Si te sientes calumniado y dado de menos en su presencia —dijo—, sin duda es porque es la verdad.

—¿Eres Dios, que te consideras poseedor de la verdad? —se mofó Morcant.

—¿Y te es tan extraña la verdad a ti que ya no la reconoces? —Merlín hizo un gesto derogatorio con las manos—. Acaba con esta estupidez, Morcant. Si tienes objeciones, dilas. —Incluyó a los demás en su desafío—. Si alguien conoce alguna razón justa por la que Arturo no deba recibir el Trono Supremo que ha ganado por derecho, ¡le conmino a hablar ahora!

El silencio en la enorme sala era tal que casi podía escuchar el sonido de los copos de nieve cayendo sobre el patio, allí fuera. Nadie, incluido Morcant, conocía un solo motivo legítimo por el que Arturo no pudiera ser Supremo Monarca, excepto su propio ambicioso orgullo.

Los dorados ojos de Merlín contemplaron la asamblea y a la multitud allí reunida. Había llegado el momento de forzar la cuestión. Se alzó despacio y se colocó en el centro del círculo.

—Bien —dijo con suavidad—, es como lo pensé. Nadie puede hablar en contra de Arturo. Ahora, pues, os pregunto, ¿quién hablará en su favor?

El primero en responder fue Ectorius, quien se puso en pie de un salto.

—Yo hablo por él. ¡Y le reconozco como rey!

—Yo también lo reconozco como rey. —Era Bedegran.

—Yo lo reconozco como rey —dijo Madoc, alzándose con él.

Aquellos que ya se habían arrodillado ante él, lo proclamaron de nuevo. El gentío lanzó vítores ante esto, pero las aclamaciones murieron en sus gargantas. Nadie más reconoció a Arturo o lo proclamó rey. El Consejo de Reyes seguía dividido, y los que apoyaban a Arturo no eran suficientes para permitirle reclamar el trono por culpa de los disidentes.

Morcant no perdió un instante.

—¡No lo aceptaremos como rey sobre nosotros! —rugió—. Hay que escoger a otro.

—¡Él tiene la espada! —gritó Merlín—. Y eso no ha cambiado. Quienquiera que desee ser rey debe primero quitarle la espada a Arturo. ¡Porque os lo digo muy en serio, ninguno de vosotros será rey sin ella!

Morcant apretó los puños, colérico. Por mucho cuidado que pusiera en intentar desviar la cuestión de aquel hecho, Merlín siempre conseguía volverla a él.

—Arturo, ven aquí —llamó Merlín. El joven se reunió con el Emrys en el círculo—. Aquí está —anunció Merlín, dando un paso atrás—. ¿Quién de entre vosotros será el primero en intentarlo?

Arturo se quedó solo en el centro del círculo de reyes. En medio de la vacilante luz de las velas encendidas para la Misa de la Natividad, con la espada bien sujeta por la empuñadura, alerta, decidido, sin miedo. Parecía un ángel vengador cuyos ojos brillaban con el ardiente fuego de la justicia.

Estaba muy claro que cualquiera que deseara tomar la espada tendría que pelear. Eran estúpidos, sí, pero no tanto como para arriesgarse a un combate mano a mano con este joven guerrero desconocido. El desafío de Merlín quedó sin respuesta.

Aun así, Arturo no podía exigir el Trono Supremo directamente. No tenía tierras, ni riquezas, ni ejército; y sus partidarios eran demasiado pocos. La cuestión estaba en un punto muerto. Nada había cambiado desde la noche anterior.

Pero Merlín aún no había terminado.

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