Arturo

Arturo


Libro dos: Bedwyr » 7

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No se veía nada verde. No se oía ninguna ave. Ninguna criatura grande o pequeña habitaba ya allí. Todo era muerte y desolación: un reino asolado al que las prácticas diabólicas realizadas entre sus fronteras habían transformado en algo repugnante. Quienquiera o lo que quiera que Morgian fuera, al parecer poseía un poder maléfico que sobrepasaba cualquier cosa que yo pudiera imaginar.

El miedo se agitó como una serpiente en mi pecho, pero seguí cabalgando sin importarme ya lo que pudiera ser de mí. Oré. Imploré al buen Dios que me defendiera. En silencio entoné los poderosos salmos de fortaleza y alabanza. Supliqué recibir la gracia de Jesús en aquel lugar azotado por el mal.

Gwalcmai cabalgaba a mi lado y nos dábamos ánimos el uno al otro. En susurradas confidencias le hablé de Jesús, del Dios Redentor. Y aquel hijo de Orcady creyó. Pasara lo que le pasara a nuestros cuerpos, nuestras almas estaban a salvo en la Mano Poderosa del Señor. Esto era un pequeño consuelo al menos.

Pese a todo, nuestros pasos se hicieron cada vez más lentos y el camino menos claro. Entonces, cuando ya pensaba que debíamos abandonar el sendero, vi un risco marino de ángulos afilados que se alzaba justo enfrente de nosotros. El mar agitado se encrespaba en torno a su irregular base y las aves marinas revoloteaban a gran altura por encima de él y, lo más extraño, también muchos cuervos.

¡Aves carroñeras! Esto me dio a conocer dónde encontraría a Myrddin. No sabía si vivo o muerto, pero lo que sí sabía era que nuestra búsqueda había finalizado.

—¡Quedaos con los caballos! —ordené a Gwalcmai.

El muchacho no respondió, se limitó a desmontar y a atar los caballos a un tocón marchito. Lo dejé sentado en él, con la espada desenfundada y descansando sobre sus rodillas.

Con una oración en los labios, inicié el largo ascenso al escarpado promontorio; mientras subía, de cuando en cuando me detuve para gritar; no esperaba respuesta, y no recibí ninguna…

Encontré a Myrddin encaramado en la parte más elevada del acantilado, acurrucado sobre una roca. A pesar de que era un día sofocante, la andrajosa capa lo envolvía por completo. Por todas partes se veían amontonados los pedazos destrozados de rocas ennegrecidas por el fuego, caídos como si se tratara de ruinas. Estaba vivo, ¡el Señor sea alabado! Y volvió el rostro hacia mí cuando trepé hasta él.

Miré su rostro y estuve a punto de caer al mar. ¡Sus ojos…, Jesús bendito! ¡Los ojos de aquel rostro eran ascuas apagadas, frías, extinguidas! ¡El brillante lustre que en una ocasión había existido en aquellos inigualables ojos dorados se había disuelto y transformado en algo blancuzco como la ceniza!

Tenía las cejas chamuscadas, los labios agrietados y llenos de ampollas, la piel que recubría las mejillas quemada y despellejada, los cabellos desordenados y apelmazados con sangre ennegrecida.

—¡Myrddin! —Corrí hacia él entre sollozos, en parte aliviado por encontrarlo vivo después de todo, y en parte alarmado al ver lo que le habían hecho—. ¿Qué os ha sucedido? ¿Qué os ha hecho esa mujer? —Lo tomé entre mis brazos como una madre que meciera a un hijo moribundo.

Cuando me habló, la voz era un susurro quebradizo y discordante que extraía de la garganta con un gran esfuerzo.

—Bedwyr, has venido por fin. Sabía que alguien vendría. Lo sabía…, pensé que sería Pelleas…

¡Pelleas! ¿Qué le había sucedido a Pelleas? Escudriñé toda aquella zona del acantilado, pero no vi el menor rastro de nadie por ninguna parte.

—He estado esperando…, esperando… Sabía que Arturo en… enviaría a alguien… a buscarme… ¿Dónde está Pelleas?

El lastimero sonido de aquella hermosa voz, ahora quebrada, hizo que mis ojos se anegaran en lágrimas.

—No habléis, Emrys. Por favor, descansad ahora. Yo me ocuparé de vos.

—Todo está bien…, ella se ha ido…

—¿Morgian?

Asintió y se pasó la lengua por los labios heridos. Esto hizo que la sangre empezara a deslizarse por su barbilla. Hizo un esfuerzo para formar las palabras.

—Por favor, Emrys —le supliqué, llorando abiertamente—. No habléis. Marchemos de aquí.

Myrddin se aferró a mi manga, y sus apagados ojos blancos se movieron sin ver.

—No —chirrió—. Todo está bien…, ella ha huido…

En un principio, no di crédito a lo que decía.

—Gwalcmai está conmigo; tenemos caballos. Dejad que os saquemos de este lugar horrible. Ella puede regresar.

—Se ha ido… Su poder se ha deshecho. Me he enfrentado a ella… Morgian está vencida… Ha marchado…, se ha ido… —Se estremeció, luego cerró los ojos y se apoyó pesadamente sobre mí—. Estoy cansado…, tan cansado…

Desvanecimiento o sueño, fue un gran descanso para él. Con grandes dificultades lo transporté sobre mis hombros a través de las rocas y descendí hasta donde Gwalcmai nos esperaba con los caballos.

El joven se estremeció al ver a Myrddin.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó con un horrorizado susurro.

—No lo sé —respondí, enmascarando la verdad tanto como me fue posible. ¿Cómo podía decirle que Morgian, alguien de su propia familia, había hecho aquello?—. Cuando despierte, puede ser que nos lo cuente.

—¿Dónde está Pelleas entonces? —inquirió, alzando la cabeza para contemplar una vez más el risco.

—A lo mejor a Pelleas lo han retenido en algún lugar y eso lo ha hecho retrasarse. Recemos para que sea así.

La noche cayó deprisa sobre aquella desolada punta de tierra que se adentraba en el mar. Montamos el campamento en una de las pequeñas hondonadas y Gwalcmai arrastró hasta ella suficiente madera seca como para mantener el fuego encendido hasta la mañana siguiente. Yo encontré algo de agua y preparé un caldo con algunas de las hierbas con que contábamos entre nuestras provisiones. Lo calenté en mi cuenco de barro y desperté a Myrddin para que lo bebiera.

Parecía encontrarse mejor después de haber dormido, y bebió todo el caldo y pidió un poco del pan duro que llevábamos. Comió en silencio; luego volvió a recostarse y se durmió.

Lo vigilé durante toda la noche, pero durmió un sueño profundo. Cuando faltaba poco para el amanecer, me tumbé a dormir un poco mientras Gwalcmai vigilaba, para despertarme al poco rato. Myrddin empezó a moverse mientras nos preparábamos para partir.

—Tienes que ayudarme, Bedwyr —chirrió, y me di cuenta de que su voz había adquirido algo más de fuerza.

—Haré cualquier cosa que me pidáis, señor.

—Haz un poco de barro y cubre mis ojos. —Vacilé y él lanzó su mano hacia mí—. ¡Haz lo que digo!

Con el agua y un poco de arcilla preparé algo de barro y cubrí sus ojos con él tal y como Myrddin me indicaba. Luego desgarré un pedazo de mi túnica y lo até alrededor de sus ojos cubriendo el barro. Myrddin se palpó el vendaje con los dedos y declaró que lo había hecho muy bien.

De esta forma iniciamos nuestro camino de regreso. Myrddin ciego, sentado en la silla, erguido, silencioso; Gwalcmai y yo turnándonos para conducir su caballo. Así emprendimos nuestro largo y lento camino de regreso al mundo de los vivos.

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