Arturo

Arturo


Libro dos: Bedwyr » 8

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8

Tres días más tarde, cuando se acababan ya nuestras escasas provisiones, salimos de Llyonesse. No volví la cabeza. Aquella región deprimente había dejado su negra huella en mi espíritu.

Myrddin se mantuvo en silencio todo el tiempo. Permanecía muy erguido sobre su silla, tieso y silencioso, los ojos envueltos en el pedazo de tela manchado de barro, mientras su boca se retorcía de cuando en cuando en una mueca de dolor o de repugnancia.

Viajamos día y noche, y, cuando por fin nos detuvimos para descansar, habíamos puesto ya una buena distancia entre nosotros y los límites de aquella lúgubre tierra. Monté el campamento cerca de un arroyo y Gwalcmai mató dos gordas liebres para nuestra cena. Las asamos y comimos en silencio. Teníamos pasto para los caballos, y agua potable para todos.

Aunque la noche era cálida, encendí un pequeño fuego —más por la luz que despedía que por el calor—. Nos sentamos uno al lado del otro mientras las estrellas empezaban a brillar en el oscuro cielo otoñal. Muy despacio, la noche tendió sus negras alas sobre nosotros, y Myrddin, con una voz tan reseca como una cascara en invierno, empezó a recitar:

«Myrddin yo era; Myrddin sigo siendo. De ahora en adelante todos los hombres me llamarán Taliesin.

»Mortal soy, pero mi auténtica morada se halla en la Región de las Estrellas de Verano.

»Me di a conocer en el país de la Trinidad; y junto con mi Padre se me hizo recorrer todo el Universo. Hasta el Día del Juicio Final permaneceré en la faz de la Tierra, hasta que Jesucristo regrese triunfante.

»¿Quién puede decir si mi cuerpo es carne o pescado? Puesto que se me creó a partir de nueve clases de elementos: de la Fruta de las Frutas, de la primera fruta creada por el Señor en el principio del mundo.

»El Mago Supremo me creó.

»Se me hizo de la esencia de todos los suelos, sangre célebre corre por mis venas. A los pueblos se los crea, recrea, y se los seguirá creando. Gran Bardo, puedo cantar todo aquello que la lengua sea capaz de pronunciar.

»Escucha mi audaz relato:

»A mi llamada los pobres de espíritu se dispersaron como chispas de una antorcha arrojada desde la elevada Eryri.

»Fui un dragón encantado en una colina; una serpiente en un lago; una estrella con una estela de plata; fui una lanza de rojas escamas en la mano de un Campeón.

»Cuatro veces cincuenta columnas de humo me seguirán; cinco veces cincuenta esclavas me servirán.

»Mi caballo bayo es más veloz que cualquier gaviota; más rápido que el

merlín cazador.

»Fui una lengua de fuego en llamas; fui leña en una hoguera de Beltane que ardía sin consumirse.

»Fui una vela; una linterna en la mano de un sacerdote; una suave luz que brilla en la noche.

»Fui una espada y un escudo para reyes poderosos; un arma de excelente manufactura en la mano del Pandragón de Inglaterra.

»Al igual que mi padre, he cantado desde pequeño. El arpa es mi auténtica voz.

»Vagué; di vueltas. Invoqué a la Veloz Mano Poderosa para que me liberara. Ataqué.

»La justicia era mi única arma; el valor del Redentor ardía en mí. La furia batalladora de Lleu no era más gloriosa que mi dorada cólera.

»Herí a una bestia encantada: un centenar de cabezas tenía y una feroz hueste en la base de la lengua, una lengua negra y bífida; novecientas zarpas alzó contra mí. Maté a una serpiente coronada en cuyo cuerpo sufrían tormento cinco veces cincuenta almas.

»Por mi mano se cubrirá de sangre un campo de batalla, y sobre él habrá setecientos guerreros; escamosos y rojos mi escudo y mi espada, pero de oro reluciente el arco de mi escudo.

»Un guerrero he sido; un guerrero siempre seré.

»He dormido en cien reinos y habitado en cien reductos fortificados; diez mil reyes me rinden aún homenaje.

»¡Sabio Druida, da tu predicción a Arturo!

»Enumera los días del Reluciente Campeón: lo que ha sido, lo que vendrá, fue y será.

»El Ser Reluciente le dará su pueblo; se lo llamará según su nombre: la Mano Poderosa. ¡Como un rayo resucitará a las Huestes de la Eternidad!».

* * *

Lo contemplé lleno de asombro. Myrddin, un hombre al que conocía bien y al que ahora no parecía reconocer en absoluto. El

awen del bardo se había apoderado de él y su rostro brillaba, aunque no podía decir si con el resplandor del fuego o con su propia y misteriosa luz interior. Permanecía allí sentado, movía la cabeza para seguir la cadencia de sus palabras, escuchaba cómo éstas resonaban en la quietud de la noche.

—¿Por qué te asombras de lo que te digo? —preguntó con brusquedad—. Deberías de saber que digo la verdad. No obstante, guardaos de las artimañas del Enemigo, amigos míos. Oh, pero no temáis. ¡No temáis! ¡Escúchame, Bedwyr! ¡Escúchame, Gwalcmai! Escuchad al Espíritu de la Sabiduría y conoced el poder del Supremo Monarca al que sirvo.

Dicho esto, empezó a relatarnos lo sucedido en Llyonesse. Ciego, sus ojos vendados, elevó la voz desgarrada en dirección al cielo resplandeciente, y empezó a contarlo, despacio, vacilante al principio, con mayor rapidez luego, a medida que las palabras fluían en un poderoso e ininterrumpido torrente. Esto fue lo que nos contó:

—Acudí a vísperas en el Santuario del Dios Redentor, algo que hacía tiempo que deseaba hacer. Sentí pasar tan cerca de Ynys Avallach y no detenerme a ver a Charis y Avallach, pero yo no podía contarles lo que pensaba hacer.

»En cuanto penetré en Llyonesse, me dirigí al palacio de Belyn y lo encontré —al igual que el poblado de los Seres Fantásticos en Broceliande— desierto. Pero ¿por qué? Eso es lo que no podía comprender.

»¿Qué les había sucedido a los Seres Fantásticos? ¿Qué desastre había caído sobre ellos? ¿Cómo podía haber tenido lugar? ¿Qué propósito servía su asesinato? Oh, sí, así es como lo vi: asesinato deliberado e insensato. Y eso es lo que era. Pero ¿por qué? Luz Omnipotente, ¿por qué?

»No podía descansar. Cuanto más pensaba en ello, más inquieto me sentía. No dudé ni por un instante de que algún oscuro designio de Morgian se ocultaba tras él.

—¡Morgian! —jadeó Gwalcmai.

—Lo siento mucho, Gwalcmai —repuso Myrddin con suavidad—. Es cierto. Pero no debes sentirte avergonzado: la culpa es sólo de ella.

La contrición de Gwalcmai era sincera. Se arrodilló ante Myrddin, inclinó la cabeza y extendió las manos en actitud suplicante.

—Perdonadme, Emrys. Si lo hubiera sabido…

—Pero tú eres inocente, muchacho. No te culpo, ni tampoco tú debes sentirte culpable. No lo sabías.

—¿Qué hay del designio de Morgian? —inquirí, lleno de curiosidad por escuchar el resto.

Myrddin sacudió su cabeza vendada.

—No tenía la menor idea de cuál podía ser ese designio. Dormido o despierto, las preguntas me asaltaban como avispas a las que se ha molestado en su nido. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

»Elevé una plegaria al Espíritu Revelador para que me diera a conocer ese propósito. Ayuné y oré para descubrirlo. Ayuné y oré como si fuera un obispo, mientras me adentraba más y más en Llyonesse.

«Entonces, al despertarme una mañana, se me ocurrió de pronto que Morgian, Reina del Aire y de las Tinieblas, estaba muerta de miedo. ¡Es tan sencillo! ¿Por qué actuaba ahora después de todos estos años? Porque algo la empujaba a actuar, y ese algo era el miedo. Morgian tenía miedo.

»Ahora bien, ¿qué podía provocar tal temor? ¡Pensemos! ¿A qué temen las tinieblas si no es a la luz que descubre su oculto y vacío corazón? ¿A qué le teme el mal si no es al bien?

»Te lo pregunto a ti, Bedwyr: ¿quién se interpone pues entre Morgian y sus temibles deseos? ¿Quién es el Señor del Verano? ¿El reinado de quién marca el inicio del Reino del Verano?

—El de Arturo —respondí; eso era lo que le había oído yo decir.

—Sí…, claro que sí. Es a Arturo a quien teme. Su poder crece cada vez más en este mundo y ella no lo puede tolerar. Para que el poder de Arturo crezca, el de ella debe disminuir. Y eso es lo que le resulta más odioso.

»Le teme a Arturo, sí. Pero aún me teme más a mí. Porque yo soy quien sostiene a Arturo. Las cosas están así: todo el poder que posee Arturo es mío. Sin mí fracasaría, porque aún no es lo bastante fuerte para mantenerse por sí solo. De modo que, si desea derrotar a Arturo, debe destruirme a mí primero. Y está loca de odio y temor.

»A causa de este terror mortal, decidí, había destruido el poblado de los Seres Fantásticos. ¿Por qué? Porque de los supervivientes de los hijos perdidos de la Atlántida vendría su fin. Eso es cierto. Todo esto lo he visto…, aunque en esencia tan sólo; desconozco su forma.

»Por lo tanto, si es que quiere salvarse, debe destruir a todos los Seres Fantásticos. Por eso mismo, me figuré, pronto se movería en contra de Avallach y de Charis allá en la Torre de la misma forma en que había actuado contra los habitantes de Broceliande, y contra Belyn en Llyonesse. Debe destruirlos a todos si quiere quitarse de encima, aunque sea sólo por un tiempo, ese temor implacable que la domina. Y por ende, también debe destruirme a mí.

»Una bebida envenenada y un puñal… Pero Pelleas lo impidió. Fue una tentativa torpe e infantil. No me honra en absoluto el que estuviera a punto de tener éxito, pero evidentemente yo esperaba más de la Diosa Suprema de la Brujería que un simple truco infantil.

»Eso en sí mismo es una adivinanza. Pero la respuesta es muy sencilla. Pelleas y yo estuvimos en una ocasión en el mismo círculo de su poder; sin embargo, no habíamos sido destruidos. ¿Por qué? Os lo diré: ella no tenía el poder suficiente para hacerlo. ¡Era una mentira! ¡Todo en torno a ella es una mentira! Podía hechizar, podía encantar y seducir; pero no podía destruir abiertamente. Te aseguro que no podía, o de lo contrario lo habría hecho.

Myrddin pareció olvidar quién estaba allí con él, e imaginaba que era Pelleas. No importaba. Me sentía fascinado por todo lo que decía.

En sus palabras escuchaba el velado resplandor de la verdad, demasiado deslumbrante como para expresarla abiertamente.

—¡Qué estúpido he sido! ¡Al igual que tantas otras cosas en Morgian, la magnitud de su alabado poder era una mentira! No obstante, en todo caso, era suficiente para la tarea. Y últimamente había adquirido mayor potencia. Broceliande fue el primer aviso de lo que había de venir.

»Desde luego, Morgian no había perdido el tiempo. Había reunido los desperdigados hilos de su fuerza, concentrado las extensas hebras de sus energías, ordenado la enorme y siniestra colección de sus armas: éste había sido todo su trabajo desde el fracasado ataque sobre mi persona. Y se había vuelto poderosa gracias a él.

»No tengáis la menor duda, su intención era terminar lo que había empezado. Y pronto, antes de que Arturo se volviera más poderoso bajo la protección de la Luz, antes de que floreciera el Reino del Verano y la dejara convertida en un ser débil e inofensivo.

»Así que tenía que buscarme y destruirme. Una vez conseguido esto, no existiría ya nada que la refrenara. Acumularía más y más poder a medida que las semillas que plantara fueran dando fruto. Y su maldad superaría los límites de lo imaginable.

«Desesperé. Os digo la verdad, desesperé. Sabía todo esto; lo veía con toda claridad, pero me veía impotente para evitarlo. Quizá fuera demasiado tarde. El alma se me hacía pedazos, y lloré por mi debilidad.

»Sin embargo, gracias al coraje de la Luz Viva, mis ojos contemplaron la sombra misma de la desesperación, y penetraron hasta el negro y repugnante corazón de aquello que he odiado y temido toda mi vida. Y vi…, esto es lo que vi: para gloria del Dios Salvador, vi que mi única esperanza estaba en llevar la disputa hasta donde estaba ella. Yo era quien debía enfrentarme a ella.

»Una pobre esperanza, puede que penséis. Pero decidí que era la única arma que poseía, y todo lo que tendría si no lo aprovechaba. Pues bien, tomé lo que tenía a mano. Me aferré a ella. Os aseguro que me sentí exultante de poseerla, y oré al Señor Todopoderoso para que me iluminara de modo que la utilizara con corrección.

»Entonces aguardé, ayuné y recé, y cuando sentí que mi espíritu estaba listo vine aquí a este lugar.

Al decir «este lugar», creo que se refería al acantilado donde lo había encontrado.

—Sin pensar para nada en mí, ¡si sobreviviría o no, te aseguro que ya no me importaba!, estaba dispuesto a dar mi vida si con ello conseguía desterrar a las Tinieblas para siempre.

«Curiosamente, una vez que emprendí el camino, el consuelo me llegó en forma de comprensión. Porque al fin comprendía que Morgian estaba atrapada por su miedo —su miedo a Arturo y a mí, y al Reino del Verano— y estaba mucho más desesperada de lo que podía permitir que nadie supiera.

»¡Dios Redentor, era cierto! ¿Comprendéis? Es el miedo, el miedo insaciable que acompaña siempre a toda gran maldad. Ella que debiera aparecer como la Soberana del Temor, es en realidad su esclava.

»Y éste es su punto flaco. ¡Luz Omnipotente! ¡Ésta es su debilidad! La Reina del Aire y de las Tinieblas no puede admitir jamás su miedo, su intolerable debilidad, ni siquiera a sí misma. Debe aparentar que posee ese mismo poder del que carece… Debe aparentar que domina aquello que precisamente está siempre fuera de su alcance.

»No obstante, he sentido miedo. Luz Omnipotente, sabéis muy bien que he sentido el terror de la muerte y la desesperación de la debilidad. He conocido el fracaso y el dolor. He tenido que soportar la lastimosa inconveniencia de la debilidad humana, sí, y la odiosa impotencia de la carne.

»He sufrido y soportado todo esto. He bebido el cáliz que se puso ante mí, y no lo aparté a un lado. Comprendí que ahí estaba mi fuerza. Que gracias a esto saldría victorioso.

»¿Lo veis ahora? Es hermoso, ¿verdad? Los designios del Señor son siempre muy sutiles, pero hermosos en esa misma sutileza…, gloriosos incluso. ¡Que así sea!

»Os aseguro que esta comprensión me llenó de alegría. La convertí en mi canto de batalla; forjé mi espada y mi escudo en ella. La llevé conmigo como un yelmo y una cota de malla y salí al encuentro de la prueba que había eludido durante tanto tiempo.

Llegado a este punto, Myrddin se interrumpió, y extendió una mano para tomar su copa. Se la entregué y tomó un buen trago. Era ya noche cerrada. El aire nocturno se había vuelto frío. Caería mucho rocío esta noche, pero el fuego nos mantendría secos.

Envolví mejor a Myrddin con su capa, tomé la copa de su mano cuando la hubo vaciado, y la llené de nuevo con agua. Luego me acomodé de nuevo, arrebujándome en mi propia capa, y esperé a que Myrddin resumiera el relato. Desde las ramas de un árbol cercano, un ruiseñor inició su melodioso trino. El canto era melancólico; un dulce penar hecho melodía.

Como si ésta fuera la señal que había estado esperando, Myrddin empezó a hablar de nuevo. Pero su voz había cambiado. Había tristeza en su tono, y dolor. Un dolor profundo y enorme como un gran pesar.

—No sabía dónde o cómo me enfrentaría a ella. No obstante, estuve seguro de que sabría de mi llegada y probablemente me saldría al encuentro antes de que yo fuera muy lejos, ya que no podía soportar la luz que irradiaba de mi interior. En esto no me equivocaba.

»Imaginé que sería por la noche, en la oscuridad. Esperé que escogería su elemento, y eso fue lo que hizo.

»Ella vino a mi encuentro en ese intervalo en que el velo que separa este mundo del otro se vuelve más fino. Yo había acampado para pasar la noche entre los restos de un bosquecillo de robles. Había dormido un poco, pero me empecé a sentir inquieto y me desperté. Aunque la luna estaba ya muy baja en el cielo, iluminaba lo suficiente como para ver.

»Iba montada en un caballo negro, y vestía de forma muy parecida a la vez en que la había encontrado en la Corte de Belyn: capa y manto negros, botas altas negras también, guantes largos, el rostro oculto bajo una capucha. Había venido sola, y esto me sorprendió. Porque, desde luego, sabía a qué había venido yo.

»Lo sabía, pero mantener la imagen de sí misma exigía audacia, y su orgullo pervertido exultaba en su poder superior. Vino sola porque su vanidad así se lo pedía.

»No obstante mostrarse cautelosa, se mostraba al mismo tiempo tranquila. El terrible poder de su odio no se concentró de golpe. La curiosidad, creo, lo contenía. No podía comprender ni dar crédito a lo que yo pretendía. Sin embargo, tal es su inteligencia que no ataca a un enemigo hasta no saber las armas que éste utilizará.

»Desde luego, las más le eran desconocidas: valor, esperanza, fe. Las desplegué abiertamente y sin tapujos, pero ella no podía discernirlas.

»Fui el primero en hablar.

»—Bien, Morgian —dije mientras se acercaba, al tiempo que me ponía en pie—. Sabía que me encontrarías; recé para que fuera pronto.

»Ella me respondió:

»—Estás muy lejos de casa, Myrddin Wylt, —mientras descendía del caballo. No pude atisbar nada por el tono de su voz.

»—Es posible —concedí—. Ambos somos extraños aquí, creo.

»Se sintió insultada ante mi sugerencia.

»—Te das demasiada importancia si crees que nos encontramos como iguales. Estoy tan por encima de tus exiguos poderes como el Sol lo está de esta Tierra estéril sobre la que te mueves, tan por encima como el halcón lo está de la pulga que importuna tu miserable cuerpo. No nos enfrentamos como iguales.

»—En una ocasión me ofreciste amistad —repuse. Algo muy extraño en aquellos momentos. ¿Era acaso que la misericordia del Señor es tal que podía incluir aun a Morgian? En nombre de Jesús, pues, hice mi oferta—: Todavía no es demasiado tarde, Morgian. Desiste, yo iré a tu encuentro. Aún puedes salvarte.

»Lo rechazó despectiva, como ya sabía yo que haría.

»—¿Crees que me eliminarás con eso, querido Myrddin? ¿Crees que tu despreciable dios me interesa para algo?

»—La oferta de paz ha sido hecha, Morgian. No la retiro.

»Soltó las riendas que sujetaba en la mano y se acercó a mí despacio.

»—¿Es por eso por lo que has venido? —Pude sentir cómo la gélida pasión de su odio empezaba a arder.

»—¿Por qué me odias tanto?

»Ella hizo un gesto con la mano y la hoguera que yo había encendido empezó a arder con más fuerza. Tras lo cual se alzó el velo que le cubría el rostro para que pudiera admirar su terrible belleza. Tal esplendor desperdiciado, una elegancia tan corrupta. Sí, su poder de atracción es sorprendente, deslumbrante; y tan potente como su rencor —y éste es casi ilimitado—. Sin embargo, verla es darse cuenta de la burlona inutilidad de la tumba dorada.

»Hizo un puchero, e incluso su entrecejo fruncido resultaba seductor.

»—Pero yo no te odio, Myrddin. No siento nada por ti en absoluto. No significas nada para mí: menos que nada.

»Era una mentira, desde luego. La Señora de la Mentira no poseía otro lenguaje.

»—Entonces, ¿por qué malgastar tu aliento en mí? —pregunté—. ¿Por qué molestarte en enfrentarte a mí ahora?

»Los ojos de Morgian centellearon.

»—Lo que hago lo hago para mi propia satisfacción. Si me resulta divertido hablarte, ése es motivo suficiente para mí entonces. —Me rodeó con cuidado, las palmas de las manos juntas, las enguantadas puntas de sus dedos apoyadas en los labios—. Además, somos familia, tú y yo. ¿Qué diría la gente si le negara mi hospitalidad a un pariente? —Se sentía todavía indecisa. Sospechaba una traición, ya que ahora le era imposible percibir la verdad.

»—Eludes mis preguntas, pero las responderé por ti, ¿quieres? Me odias porque me temes, Morgian. En esto eres igual que el resto de los seres sin luces: los estúpidos odian aquello que temen.

»—¡Tú eres el estúpido, primo! —siseó. Las palabras salieron punzantes de su boca—. ¡No te temo! ¡No temo a ningún hombre! —Las llamas se elevaron aún más. Luego, como si el exabrupto no hubiera tenido lugar jamás, sonrió y se me acercó con paso ligero—. Ya te lo he dicho, no siento nada por ti.

»—¿No? Entonces ¿por qué has venido a matarme?

»—¿A matarte? —Fingió una risita. El sonido resultó lastimoso y patético—. Querido Myrddin, ¿imaginas acaso que tu vida significa algo para mí? Tu existencia carece de importancia.

»—Intentaste destruirme en una ocasión y fracasaste —le recordé—. Fue un juego de niños y sin embargo no pudiste conseguirlo. No te molestes en negarlo, Nimue.

»Se echó a reír de nuevo, las llamas crepitaron amenazadoras. Presentí que estaba a punto de atacar, pero no sabía en qué forma vendría el ataque.

»—¡Bien hecho, Myrddin! Te felicito por tu gran sagacidad. Por fin adivinaste que era yo, ¿no es así? Bien, Sabio Myrddin, esta vez no saldrás tan bien parado. Esta vez tu querido Pelleas no interferirá.

»Esperaba el ataque, y no obstante me cogió desprevenido. La fuerza de su odio me golpeó como algo físico. Una presión terrible oprimió mis pulmones, y sentí como si me derrumbara bajo el peso del mundo entero…, como si me hubieran arrojado a Yr Widdfa contra el pecho. Me tambaleé hacia atrás, luchando por mantenerme en pie, y hube de hacer terribles esfuerzos por respirar. La visión se me nubló. El aplastante peso me obligó a ponerme de rodillas.

»Morgian estaba encantada con su obra.

»—¿Ves? Puedo aplastarte sin una palabra… Pero no lo haré.

»Al instante, el peso que me aprisionaba me abandonó. Caí hacia adelante apoyándome sobre rodillas y codos, con los pulmones doloridos, mientras la respiración regresaba entre entrecortados jadeos.

»Morgian me contempló.

»—La muerte no es más que el principio, querido —me susurró—. He imaginado a menudo tu destrucción, y pienso saborearla hasta el final. He esperado tanto tiempo…

»Empezó a dar vueltas en círculo a mi alrededor, muy despacio, al tiempo que se quitaba los guantes. Luego alzó las manos hasta la altura de los hombros, las palmas hacia fuera, y empezó a salmodiar en la Lengua Arcana. Vi ojos…, cicatrices grabadas en su carne, en las palmas de sus manos y pintadas de negro y plata en forma de ojos. Mieniras hablaba, éstos parecían brillar como si estuvieran vivos.

»E hinchándose tras ellas, aumentando poco a poco de tamaño, vi la silueta de las tinieblas —una enorme oscuridad que la rodeaba—; adonde fuera que ella se dirigiese, la oscuridad se movía con ella; ¡estaba viva, os lo aseguro! Esa cosa, esa sombra viviente empezó a hervir y a retorcerse. Como una masa de serpientes se juntó y luego se separó.

»La miré con atención, y vi que ahora rodeaban a Morgian seis formas gigantescas…; eran demonios traídos de algún infierno sin nombre para que presenciaran su gran victoria. Permanecían junto a ella; observaban los helados vapores de su terrible maldad mientras se mezclaban con el aire.

»Eran terribles, pero hermosos a la vista. Terriblemente hermosos. Al igual que Morgian, eran exquisitos en su perfección; pero era la perfección de la precisión sin sentido; sin alma, insensata, letal, inmaculada en su vanidad.

»Su visión, sólo el verlos, hizo que se me congelara el corazón en el pecho. Me sentí helado; la terrible malicia de su presencia hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo. El aire se llenó con el hedor de cadáveres putrefactos. Las lágrimas empezaron a correr incontenibles por mis mejillas.

»Morgian se acercó más. Estaba en plena demostración de su funesta gloria. Se relamía de gusto, los ojos llenos de maldad, exudaba veneno por todos los poros. Los ojos grabados en las manos irradiaban el poder de esa maldad como olas provocadas por una piedra al ser arrojada a aguas profundas. Todo estaba calculado para desanimarme.

»Pero no me sentía desanimado, ni tampoco tenía miedo. La verdad es que una vez resistido el primer embate de su odio, supe que no podía tocar mi alma. Podría matarme —¡Ja! ¡Cualquier bárbaro inculto puede hacerlo con una estaca afilada!—, pero no podía destruirme. No podía obligarme a renunciar a la Luz, o a morir maldiciendo a mi Señor.

«Recuperé el habla.

»—Haz lo que quieras, Morgian. No cambiaré de parecer. En el nombre de Jesucristo, Hijo del Dios Vivo, poseo la fuerza necesaria para desafiarte.

»Apenas habían surgido estas palabras de mi boca cuando me di cuenta de la presencia de unas alas a mi alrededor. Es extraño, lo sé, pero no existe otra explicación. ¡Alas! Que me rodeaban, resguardaban, protegían. No puedo decir si eran las alas de ángeles o del mismo Jesucristo. Pero me rodeaban. Una sensación de paz fluyó hacia mí. Paz en aquel lugar lleno de horrores. ¡Imaginadlo! Supe entonces sin la menor duda que mi Señor y Rey me protegía. Su Mano Poderosa me sostenía.

»Morgian percibió el cambio ocurrido en la confrontación, y eso la puso furiosa, aunque le era imposible descubrir el origen de mi coraje.

»—¡Palabras! ¡Palabras! ¡Profeta estúpido! Tu insípido dios no puede salvarte. ¡Ningún poder en la Tierra puede salvarte ahora! —Alzó las manos y las cruzó sobre su cabeza, y empezó a convocar a los poderes del Aire y de las Tinieblas.

»Salmodió sus espantosos conjuros, y escuché el grito helado del furioso vacío.

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