Arturo

Arturo


Libro tres: Aneirin » 8

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Directa y certera, como el juicio de Dios, la lanza cruzó como el rayo la distancia que les separaba. Jamás he visto arrojar una lanza a tanta velocidad, ni con tanta fuerza. Alcanzó a Medraut en el pecho y lo atravesó.

Al mismo tiempo, Arturo saltó sobre él para hundirle aún más la lanza. Pero Medraut, sin hacer caso de su herida, sujetó la lanza entre sus manos, y se incorporó agarrándose al mango en dirección a Arturo. Lanzó tajos salvajemente con su cuchillo e hirió a Arturo de refilón.

Arturo soltó la lanza y el traidor se desplomó en el suelo, retorciéndose. El Pandragón empuñó entonces a

Caliburnus y le cortó la cabeza.

Lo vi con total claridad, y con esa misma claridad vi que Keldrych levantaba su lanza y daba la señal de ataque. ¡Al instante, la cañada se llenó de pictos! Parecía que surgían de la misma tierra. Aparecían de detrás de rocas y arbustos, se alzaban de superficiales agujeros donde se habían ocultado.

—¡Emboscada! —gritó Cador, y lanzó una maldición, al tiempo que golpeaba el suelo con su espada.

Keldrych había escondido a la mitad de sus hombres en la cañada y ahora saltaban al ataque; al menos sesenta en total. El Pandragón estaba rodeado.

Gwenhwyvar se inclinó rápidamente sobre Medraut, le arrancó la lanza del pecho y fue a colocarse junto a su esposo. Se dispusieron a enfrentarse juntos al ataque.

En ese mismo instante, por toda la cañada, se elevó un tremendo grito que procedía de cincuenta mil gargantas, al tiempo que los pictos emboscados se ponían en pie. Lanzas en mano, ocupaban las cimas de las colinas, listos para el ataque, emitiendo su espantoso grito de guerra. Se me puso la carne de gallina sólo de escucharlo.

—¡Rápido! —grité a Cador—. ¡Dad la señal de ataque!

Cador, con el rostro severo y los labios apretados, negó con la cabeza.

—No puedo. Se me ha ordenado que me mantenga en mi lugar a menos que los pictos ataquen.

—¡Mirad! —extendí la mano en un rápido gesto para indicar el campo de batalla a nuestros pies—. ¡Atacan!

—¡No puedo! —exclamó Cador—. ¡Tengo mis órdenes!

—¡Los matarán!

—¡El Señor decidirá! —aulló Cador—. ¡Pero a menos que toda la hueste enemiga se una a la batalla, yo no puedo hacer nada!

Entonces lo comprendí. Sucediera lo que sucediese entre Medraut y el Supremo Monarca, Arturo había hecho jurar a Ban y a Cador que no interferirían. Mientras el grueso de las fuerzas pictas se abstuviera de luchar, los ingleses no los provocarían. Si tenía que haber una guerra, no sería el ejército del Pandragón el que la provocara. Puesto que el grueso del ejército enemigo no se había unido a la batalla, Cador no podía hacer nada.

Enfebrecido por el horror y la rabia, me volví de nuevo para mirar hacia la cañada. Arturo se había quitado a

Prydwen, que le colgaba del hombro, y ahora era Gwenhwyvar quien sujetaba el escudo. Los pictos estaban sobre ellos, pero los guerreros de la Tabla Redonda, la Escuadrilla de Dragones, no se amilanaron y se lanzaron a la lucha.

Los renombrados Dragones se encontraron con los pictos justo cuando éstos llegaban al lugar donde estaba Arturo. Me quedé asombrado por la forma magistral con que mis compatriotas presentaban batalla al enemigo, lo dividían y empezaban ya a repelerlo.

Cai y Bedwyr, que cabalgaban uno al lado del otro, se dirigieron hacia el centro de la fuerza armada de Keldrych abriéndose paso con las lanzas. Gwalcmai y Gwalchavad atacaron por el flanco derecho, desperdigando al enemigo al precipitarse sobre él con gran fragor de cascos. Bors, Llenlleawg y Rhys lo atacaron por el izquierdo, abriéndose paso entre los pictos a golpe de espada, como segadores de una sangrienta cosecha.

En medio de toda aquella convulsión de cuerpos, brazos y armas, vi que la poderosa espada del Pandragón,

Caliburnus, subía y bajaba incansable, cada tajo un golpe mortal. El arroyo corría rojo; las aguas eran escarlata.

Esperaba ver en cualquier momento a la gran hueste de las fuerzas pictas unirse a Keldrych en la cañada. Pero cada vez que desviaba la mirada hacia las colinas los veía allí inmóviles como antes. ¿A qué esperaban?

El estrépito de la batalla llenaba el aire con un ruido ensordecedor: gritos, aullidos, gemidos, todo terrible de escuchar. El primer frenesí pasó y los combatientes adoptaron el inexorable ritmo de la lucha. Mirara a donde mirase, el enemigo se debatía, luchando por reagruparse. Keldrych ocupaba el centro del campo e intentaba calmar a sus frenéticas tropas.

No obstante, los pictos corrían aquí y allí sin conseguir gran cosa, atacando desordenadamente para luego retirarse. Los hombres de Arturo explotaron esta debilidad y me maravillé ante su extrema eficiencia. La mitad justa de los hombres de Keldrych yacía muerta en el suelo antes de que consiguiera reagrupar a sus tropas.

Pero una vez unidos, la desbandada menguó. La matanza empezó a efectuarse en el otro bando. Los pictos marchaban tropezando sobre los cuerpos de sus compañeros caídos, y obligaban a la Escuadrilla de Dragones a retroceder al otro lado del ensangrentado arroyo.

¡Dios del cielo! ¡Gwenhwyvar cayó! Cuatro bárbaros gigantescos la derribaron a golpes de lanza… Volví la cabeza incapaz de mirar.

Pero la caída de la reina no pasó inadvertida. Como surgido de la nada, Llenlleawg hizo su aparición. Hundió su lanza en el estómago del picto de mayor tamaño, y los otros retrocedieron momentáneamente, al tiempo que el bravo irlandés saltaba de su silla, levantaba a Gwenhwyvar a toda velocidad y la subía a su caballo.

La reina, con el ensangrentado mango de una lanza rota en la mano, arrojó a un lado la inútil arma y su campeón colocó su propia espada en su mano. El enemigo volvió a atacar. Llenlleawg se volvió para enfrentarse a ellos. Saltó sobre la espalda del guerrero picto que iba delante, lo acuchilló con su puñal, y fue arrastrado al suelo cuando el guerrero cayó. Fue la última vez que lo vi.

Gwenhwyvar, salvada de una muerte, se enfrentaba ahora a otra. Otros tres pictos se abalanzaron hacia ella, en el mismo instante en que giraba en ayuda de Llenlleawg. Dos le asestaron golpes con sus lanzas mientras que el otro acuchillaba las patas de su montura. Con un tajo de su espada cercenó la punta de la lanza, al tiempo que tiraba de las riendas y obligaba al caballo a levantar las patas delanteras. Uno de los cascos acertó al atacante justo detrás de la oreja. El cráneo se resquebrajó como la cáscara de un huevo y se desplomó al suelo ya cadáver.

Los dos pictos restantes arremetieron con desesperación. La reina desvió sus lanzas con el borde del escudo de Arturo, y cortó sus gargantas con la espada de un solo movimiento de su brazo. Los dos dejaron caer sus lanzas y se llevaron las manos a las borboteantes heridas.

Gwenhwyvar pasó sobre ellos en su caballo y corrió de nuevo en ayuda de Arturo. Bors y Rhys se les unieron y juntos los cuatro se adentraron aún más en el tumulto, hasta el lugar donde Gwalcmai y Gwalchavad habían quedado rodeados. ¡Los dos hermanos combatían como titanes! Pero las lanzas siguieron golpeando y las manos se alzaban hacia ellos y vi que derribaban a Gwalcmai de su silla y se agolpaban sobre él.

Gwalchavad siguió luchando solo. ¿No podría salvarlo nadie?

Escudriñé el campo de batalla y de repente vi al Emrys que conducía a los restantes rehenes apostándolos detrás de Keldrych. Los pictos, ansiosos por atacar a Arturo, los habían dejado en la ladera sin vigilancia, y, tras conseguir liberarse rápidamente de sus ataduras, los rehenes se disponían ahora a tomar parte en la batalla desde la retaguardia enemiga, utilizando armas arrebatadas a los caídos.

«Seguro que ahora», pensé, «el grueso del ejército picto atacará». Pero siguieron en la cima de la colina, sin dar ni un paso hacia adelante.

Los rehenes se unieron a la batalla con un grito de desafío. Keldrych se volvió para enfrentarse a ellos, y ésa fue su perdición. Eran menos de diez hombres e iban a pie. La Escuadrilla de Dragones que seguía atacando sus filas a lomos de caballo era muchísimo más peligrosa. Pero los bárbaros luchaban desordenadamente, entre ellos reinaba la confusión, y sus armas se agitaban sin tino en el aire.

Quizá pensó que abatiendo a los ingleses de a pie daría nuevos ánimos a lo que quedaba de sus hombres; menos de veinte ahora. O es posible que pensara volver a tomar como rehén al Emrys y obligar así a Arturo a darle cuartel. No lo sé, pero darle la espalda al Pandragón fue un terrible error, y Keldrych no vivió para cometer otro.

El Pandragón vio cómo el jefe picto se daba la vuelta y en ese mismo instante lo golpeó.

Caliburnus se abrió paso, temible. Nadie podía enfrentarse a aquella espada, invencible en las manos de Arturo. Keldrych se dio cuenta demasiado tarde del avance de Arturo. Giró en redondo, su espada describió un mortífero arco, pero Arturo la desvió con su escudo y lanzó una estocada con su espada en el mismo instante en que el brazo de Keldrych describía un amplio semicírculo.

El jefe picto lanzó una ahogada exclamación de asombro al sentir cómo

Caliburnus le traspasaba el corazón. Cayó de espaldas y sus dos talones golpearon al unísono el suelo.

—¡La batalla está ganada! —exclamé—. ¿Lo visteis? ¡Arturo ha vencido!

La exclamación murió en mis labios cuando Cador sacó su espada y señaló a las cimas de las colinas del otro lado de la cañada: el gran ejército picto formaba para la batalla sobre la cima de la colina y las primeras filas bajaban ya despacio hacia Camlan para atacar.

¡Cymbrogi! —llamó Cador, alzando la espada.

Su llamada se transmitió por entre los hombres y escuché el sonido del acero por toda la fila, a medida que los hombres se preparaban para salir al encuentro del adversario. En la cima de la colina situada a nuestra izquierda, los hombres de Ban estaban ya dispuestos para la batalla, el sol brillando sobre sus relucientes yelmos, las lanzas apiñadas como un bosque de árboles jóvenes.

Quince mil ingleses se disponían a enfrentarse al enemigo. Alguien, en una de las filas en algún lugar, empezó a golpear su escudo con el palo de la lanza: el antiguo desafío al combate. Otro se unió a su camarada, y otro, y otro y cada vez más, hasta que todo el ejército inglés golpeaba sus escudos. El sonido se esparció por el estrecho valle como el trueno y resonó en las colinas de los alrededores.

Sentí aquel tamborileo vibrar en mi estómago y mi cerebro; me subía por las plantas de los pies. El corazón me palpitaba con violencia. Abrí la boca y combiné mi alarido de júbilo con el estruendo, y me pareció como si el sonido brotara de mi garganta y se extendiera por las colinas como la poderosa y terrible voz del destino.

Aunque el ejército picto sobrepasaba grandemente en número a las fuerzas del Pandragón, nosotros poseíamos seis mil caballos. Esto, creo, y no nuestro grito de guerra —por aterrador que fuese— es lo que en última instancia convenció a los pictos. No les culpo por ello. La verdad, es que hubiera sido el colmo de la estupidez el tomar a la ligera a los guerreros a caballo del ala del Pandragón. Se ha dicho más de una vez que un guerrero a caballo vale por diez de a pie, y esa frase guarda mucha sabiduría.

Además, ésta había sido la rebelión de Medraut y de Keldrych, y ambos traidores estaban muertos. Cualquier lealtad debida moría con ellos. Incluso para los pictos hacían falta más cosas que el atractivo de un botín para hacer que la muerte resultase agradable.

Así pues, mientras la batalla de Camlan llegaba a su sangriento final, todo el ejército rebelde picto simplemente dio media vuelta y desapareció, desvaneciéndose una vez más en las colinas del norte. Cuando Arturo pudo por fin apartar la vista de la carnicería que tenía delante, el enemigo ya no estaba allí. La rebelión había terminado.

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